Read Casa de verano con piscina Online

Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (36 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
9.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Enseguida me corregí: las uñas de una niña.

Capítulo 47

El lunes siguiente por la mañana, me encontré al cómico de televisión en la sala de espera. El mismo cómico que, un año antes, había gritado que me diesen por culo y que no volvería nunca más. No había leído detenidamente la lista en que mi asistenta anotaba los nombres de los pacientes del día. Mejor dicho, hacía meses que no la repasaba antes de empezar la jornada; me dejaba sorprender, como suele decirse.

—He estado yendo a otro médico una temporada —dijo cuando lo tuve sentado delante de mí—. Pero la verdad es que me parecía… no sé cómo decirlo, me parecía demasiado jovial. Más que tú, en todo caso.

Miré su rostro redondo, no carente de atractivo. Se lo veía sano, al parecer su sida no era tan grave.

—Bueno, me alegro de que…

—Y había otra cosa —me interrumpió—. Algo en su comportamiento me disparó todas las alarmas. No sé si sabes a qué me refiero, supongo que sí; hay gente que se complica la vida para demostrar cuán tolerantes son con los homosexuales, que les parece muy «normal», cuando en realidad no lo es. Quiero decir: si tan normal fuese, no me habría costado cinco años atreverme a contárselo a mis padres, ¿verdad? Eso es lo que me molestaba del médico nuevo. Una vez empezó a hablar sin que viniese a cuento sobre el Orgullo Gay, que si le parecía magnífico que en esta ciudad se pudiese celebrar el desfile sin problemas. Mientras que a mí, como homosexual, si hay algo que me parece nauseabundo son esos cuerpos hinchados meneándose en un tráiler sólo cubiertos por taparrabos. Pero a algunas personas, a las «tolerantes», ni se les ocurre que a un homosexual eso pueda no gustarle.

No repliqué, sólo asentí con la cabeza y sonreí. El reloj de pared indicaba que ya habían pasado cinco minutos, pero no importaba: tenía tiempo.

—Claro que es fantástico que tengamos los mismos derechos. Oficialmente —continuó—, pero eso no significa que tenga que gustarte. La gente comete ese error a menudo. Tienen miedo de discriminar. Por eso se ríen demasiado fuerte cuando un inválido que va en silla de ruedas bromea. El chiste no tiene gracia y además apenas se le entiende cuando habla. El inválido padece enfermedad progresiva intratable, y cuando se ríe de su propio chiste babea. Pero nosotros nos reímos con él. Tú tienes un hijo y una hija, ¿verdad, Marc?

—Dos hijas.

—¿Y te gustaría que una de las dos, o las dos, fueran lesbianas?

—Con tal que fuesen felices…

—¡Marc, por favor! No me vengas con esos clichés. Por eso he vuelto a tu consulta, porque nunca te anduviste con tapujos. No disimulas tu repulsa. Bueno, a lo mejor «repulsa» es una palabra demasiado dura, pero ya me entiendes. ¿Tengo razón o no?

Sonreí de nuevo, esta vez con una sonrisa sincera.

—¡Lo ves! —exclamó—. Lo sabía. Pero ¿cómo es posible que me sienta mejor y más cómodo contigo que con gente que se esfuerza por que le gusten los gays?

—A lo mejor es que a ti tampoco te gustan.

Soltó una carcajada y luego se puso serio otra vez.

—La verdad es que «gustar» es la palabra clave. A mis padres les costó aceptarme. Aceptar a mi novio. Llegar a desearme, como tú has dicho, que fuese feliz. Pero en el fondo no les gusta. A ningún padre ni madre le gusta. ¿Has oído alguna vez que alguien diga que se alegró mucho de enterarse? ¿Que se alegraron muchísimo de saber que gracias a Dios su hijo o hija no les había salido heterosexual? Mira, soy cómico y siempre he intentado que ese aspecto estuviese presente en mis programas. De lo contrario, no podría tomarme en serio a mí mismo. Bueno, en serio… ya sabes a qué me refiero.

—Sí. Lo entiendo perfectamente. ¿Qué más puedo hacer por ti?

Soltó un profundo suspiro.

—La próstata —dijo—. Últimamente sólo goteo, ya no puedo mear a chorro. Y bueno… ya sabes lo que me temo.

Miré el culo peludo del cómico en la camilla. No pude evitar pensar en las palabras de Aaron Herzl, mi profesor de Biología Médica:

—Esto sólo lo diré una vez. Si Dios hubiese pretendido que un hombre metiese su miembro en la abertura del ano del prójimo, la habría diseñado más grande. Y he dicho «Dios» expresamente, pero también habría podido decir «la biología». Detrás de todo hay una idea, un plan. Las cosas que no debemos comer apestan o saben mal. También está el dolor: el dolor nos indica que no es sensato meternos una pluma estilográfica en el ojo. El cuerpo se cansa e indica que debemos descansar. El corazón ya no da para más, solamente puede enviar una cantidad limitada de oxígeno a todos los rincones del cuerpo. —Llegados a este punto, el profesor Herzl se quitaba las gafas y deslizaba la mirada en silencio por los bancos durante un minuto entero—. No quiero emitir ningún juicio moral —continuaba—. Cada cual debe poder hacer en libertad lo que quiera, pero una polla erecta que se abre paso por un ano, duele. El dolor dice: «No lo hagas, sácala antes de que sea demasiado tarde.» El cuerpo tiene tendencia a escuchar el dolor. Es biológico. No saltamos desde un séptimo piso a no ser que queramos destruir el cuerpo.

Ocurrió de un modo bastante inesperado. Al parecer, había reprimido el recuerdo, o simplemente se me había olvidado, pero súbitamente recordé qué más había dicho Aaron Herzl. Primero sentí que los ojos se me humedecían, y después (sin que pudiera evitarlo) me empezó a temblar el labio inferior.

—Los niños lo tienen todo más pequeño. Todo. Eso también es biológico. Las niñas pequeñas no pueden quedarse embarazadas. En ese sentido, son exactamente lo mismo, pero al revés, que las mujeres de más de cuarenta años. La biología te dice que te alejes de ellas. Desde el punto de vista biológico, no tiene sentido copular con una niña que aún no sea púbera. Otra vez, la abertura es demasiado pequeña. Además, está el himen, uno de los mejores inventos que nos ha regalado la biología. Casi lleva a creer en la existencia de Dios. —Risitas en el aula. La mayoría se reía; una pequeña minoría, no—. Quiero que volváis a pensar en la gran polla hinchada. El órgano sexual masculino en erección. Si una polla así intenta forzar la pequeña abertura de una niña, lo primero que hay es dolor. «No lo hagas», dice el dolor. «No lo hagas», seguramente diga también la niña. En nuestra sociedad, la cosa está organizada de tal modo que a los hombres que intentan penetrar a niñas o niños pequeños, los encierran. Nuestro código moral en este ámbito es tan estricto, que los pederastas no están seguros ni dentro de las cárceles. Ladrones y asesinos se sienten mejores que los pederastas, y con razón. Su reacción es elemental. De hecho, reaccionan como todos deberíamos hacerlo. Y como todos reaccionábamos antiguamente, cuando la biología era más fuerte que el Código Penal. «¡Largo! ¡Fuera esa mierda! ¡Matad a esos engendros!»

En el aula reinaba un profundo silencio. Se habría oído el proverbial vuelo de una mosca. Respiraciones contenidas más tiempo de lo aconsejable.

—No quiero proponer soluciones para este problema —añadió Herzl—. Sólo quiero conseguir que reflexionéis antes de dar por hecho que los códigos morales de vuestro tiempo son los únicos justos. Por eso, para acabar, os pondré un simple ejemplo para que penséis en él hasta la próxima clase.

Llevaba demasiado rato delante de la camilla. Había pasado más tiempo del que el cómico podía considerar normal. Me había lavado las manos y puesto los guantes. Ahora tenía que ocurrir algo. El examen. Tocar la próstata a través de la abertura del ano. Pero ya no podía interrumpir el hilo de mis pensamientos, primero tenía que reflexionar. Hasta el final. Inspiré hondo. Para ganar tiempo, puse la mano sobre una nalga peluda y volví a inspirar profundamente.

—Nosotros creemos que un adulto que intenta forzar sexualmente a un niño no es normal —prosiguió el profesor—. Consideramos que tiene una desviación, que es un paciente que requiere tratamiento. Aquí empieza el dilema, la pregunta para la semana que viene: ¿Qué tratamiento se requiere? Antes de entrar en detalles, quiero que penséis en lo siguiente: si damos por buenas las estadísticas, el noventa y uno por ciento de los presentes se siente atraído por el otro sexo, y el nueve por ciento, por el suyo. Menos de un uno por ciento se siente atraído por los niños, así que por suerte puedo dar por hecho que aquí no hay nadie así. —Hubo risas; unas risas un poco incómodas que se esforzaban en sonar aliviadas—. Ahora mirémoslo desde otra perspectiva. Imaginemos, para entender bien el ejemplo, que nuestras propias y saludables preferencias sexuales estuviesen prohibidas. Que nos arrestaran porque nos pillaran copulando con un adulto del sexo opuesto. Que nos encerraran en una cárcel o una clínica durante varios años, y que a lo largo de ese período de privación de libertad nos visitara un psicólogo o psiquiatra. Tendríamos que convencerlo de que queremos contribuir a nuestra curación. Al final deberíamos convencerlo de que estamos curados para que redactase un informe en el que afirmara que ya no representamos ningún peligro para la sociedad. Que ese hombre ya no se siente atraído por las mujeres, o que a esa mujer ya no le gustan los hombres. Pero nosotros sabemos que no es cierto. Sabemos que es imposible, que no se nos puede «curar». Lo único que queremos es salir cuanto antes a la calle para poder perseguir compulsivamente otra vez a hombres y mujeres.

Desplacé la mano un par de centímetros por la nalga del cómico. Como si fuese a hacer algo. Ahora venía la parte de aquella clase que peor recordaba, pero que sin duda se había centrado en la «curación» de pederastas. Sólo recordaba la cazuela de mejillones del final.

—Imaginaos una cazuela de mejillones —había dicho Herzl—. Tenéis unos deliciosos mejillones sobre la mesa, ante vosotros. Mejillones saludables. Deliciosos. Pero en principio todo el mundo sabe que no hay que comer los que no se hayan abierto, porque nos harían enfermar. Quiero que mientras penséis en el ejercicio para la próxima semana, tengáis esos mejillones en mente. Son mejillones enfermos. ¿Acaso vamos a abrirlos por la fuerza y a comérnoslos de todos modos? ¿Vamos a obligar al mejillón a hablar durante dos años con el psicólogo de la cárcel para después comérnoslo cuando el psicólogo nos diga que ya es comestible? ¿O lo tiramos inmediatamente a la basura? Hasta la semana que viene.

El cómico se removió en la camilla. Levantó un poco la cabeza y se volvió a medias. Me miró. Vi sus ojos horrorizados.

—Marc, ¿qué pasa?

Intenté sonreír, pero algo me dolía. Oí un crujido seco en la parte posterior de mis mandíbulas.

—¿Qué iba a pasar? —pregunté.

Pero no podía seguir engañándome. Le había visto el trasero peludo. Sabía que un culo peludo de hombre no significa nada para mí; que un culo así, ciertamente, me inspira una sana repulsión: un plato de pescado o comida pasada que apartas de ti. ¡No lo comas! Yo era «normal». Pensé en las mujeres. No sólo en Caroline o Judith, sino en todas las mujeres. Era biológico, según nos había enseñado el profesor Herzl. Si un hombre no mira a todas las mujeres, ocurre como cuando pisas el acelerador y el freno al mismo tiempo: el coche empieza a oler a goma quemada, y al final se para o incendia. La biología nos dicta que debemos fertilizar a cuantas mujeres podamos. Hice el mismo razonamiento que treinta años atrás, durante la clase de Aaron Herzl. ¿Podría curarme? Si la sociedad considerase que mis tendencias sanas fueran una enfermedad, ¿sería capaz de convencer a un psicólogo de prisión de que me había curado? Creía que sí. Pero en cuanto me pusieran en libertad, volvería a mi antigua costumbre en menos de veinticuatro horas.

No quiero ponerme en un plano moral superior al de los hombres que se sienten atraídos por chiquillas. Todos los hombres se sienten atraídos por chiquillas. Eso también es biológico. Miramos a esas niñas pensando en la posteridad: en un futuro no muy lejano, estarán en disposición de garantizar la continuidad de la especie humana.

Pero actuar a partir de esa atracción es algo muy distinto. La biología tiene sus sistemas de alerta. Con las niñas pequeñas, todas las señales estaban en rojo. «¡No lo hagas! ¡Mantente alejado! Si sigues, acabarás rompiendo algo.»

—Creo que lo mejor será que te sientes —le dije al cómico.

Se incorporó y se sentó con las piernas colgando, se sacó un pañuelo blanco del bolsillo de los pantalones y me lo dio.

—Toma. Está lavado —añadió con un guiño.

—Lo siento —repuse. Intenté sonarme la nariz, pero ya la tenía vacía—. Si vienes otro día… O te envío a urgencias.

—No tienes por qué contarme nada, claro, pero si te apetece, no tengo prisa.

Abrió los brazos. Miré su rostro redondo y abierto. Se lo conté. Se lo conté todo. Sólo omití un par de detalles. Pensando en el futuro. Especialmente, en mis planes de futuro.

—¿Y todavía no tienes ni idea de quién pudo ser? —preguntó.

—No.

—Maldita sea. Alguien capaz de algo así debería…

No acabó la frase, pero tampoco hacía falta. Pensé en la cazuela de mejillones. En los mejillones que no se abrían.

Capítulo 48

El vaso con la mezcla mortal estaba en una mesilla con ruedas al lado de la cama de Ralph. También había un yogur de fruta a medio comer, todavía con la cuchara dentro, el periódico de aquella mañana y una biografía de William Shakespeare que había estado leyendo las últimas semanas. Un marcador sobresalía entre las páginas; no había llegado ni a la mitad. Acababa de pedirles a Judith y a sus dos hijos que saliesen un momento de la habitación.

En cuanto estuvieron fuera, Ralph me indicó con un gesto que me acercara.

—Marc —dijo; me cogió la mano, tiró de ella hacia la manta y la cubrió con su otra mano—. Quería decirte que lo siento. —Una breve pausa—. Yo nunca… no debería… Lo siento. Eso quería decirte.

Observé su rostro, adelgazado e hinchado al mismo tiempo; sus ojos, que todavía me veían pero que dentro de una hora, como mucho, ya no verían nada más.

—¿Cómo está…? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Marc —dijo, y sentí la presión de su mano. Intentó agarrarme con firmeza, pero apenas le quedaban fuerzas—. ¿Podrías decirle… de mi parte… podrías decirle lo que acabo de decirte?

Aparté la mirada y liberé mi mano sin dificultad de entre las suyas.

—No —respondí.

Suspiró hondo, cerró los ojos un momento y luego volvió a abrirlos.

—Marc, he dudado mucho tiempo sobre si debía contártelo o no. Pensaba que tal vez yo fuese la última persona de quien querrías oír algo así.

BOOK: Casa de verano con piscina
9.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Black Market Baby by Tabra Jordan
The Fine Art of Murder by Emily Barnes
Adorkable by Sarra Manning
Just One Thing by Holly Jacobs
Currawalli Street by Christopher Morgan
Learning to Ride by Erin Knightley
Time Rip by Mimi Riser
Peeling the Onion by Wendy Orr