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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (33 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—Seguramente es sólo un quiste seboso —dije—. No hace falta que se lo quite si no le molesta, pero si quiere puedo quitárselo yo.

—¿No deberían hacerlo en un hospital?

—Se encontraría con una lista de espera. Es una intervención sin importancia. Si se lo hago yo, puede venir cuando quiera. No hace falta ni que pida hora.

• • •

Lisa preguntaba por Thomas de vez en cuando. Julia nunca preguntó por Alex.

—Claro que puedes llamar —le decíamos a Lisa—, pregunta si quiere venir a jugar.

Pero, a medida que el curso avanzaba, preguntaba cada vez con menos frecuencia. Sus amigos de la escuela fueron ocupando el lugar del amiguito de las vacaciones.

Con Julia era distinto. Nos parecía que por el momento no quería saber nada de chicos, y todavía menos de chicos que le recordaran las últimas vacaciones. Aunque la palabra «recordar» no fuera la más adecuada: Julia guardaba memoria de cosas del verano, pero no de todo. Seguramente también se acordaba de Alex, pero ¿hasta qué punto? No se lo preguntamos. Nos parecía mejor dejarlo así.

Ralph no vino. Por lo visto, se sentía tranquilo y había decidido dejar para otro momento la eliminación del «quiste». Eso era positivo. A lo mejor era simplemente que la enfermedad necesitaba más tiempo.

A principios del nuevo año volvimos a recibir una invitación para un estreno. Esta vez
La gaviota
, de Chéjov. No fuimos. Seguíamos una política de elusión pasiva. Intentábamos marcar la mayor distancia entre nosotros y la familia Meier. Y uso el plural a conciencia: Caroline opinaba lo mismo que yo.

Fue un día que fuimos a cenar fuera. Poco después de recibir la invitación del estreno de
La gaviota
. Era la primera vez que salíamos los dos solos en mucho tiempo. Con la segunda botella de vino, detecté una oportunidad.

—¿Sabes por qué no quiero ir al estreno? —le pregunté a Caroline.

—Porque el teatro te hace hiperventilar —rió mi mujer, entrechocando su copa contra la mía.

—No, es otra cosa. Primero no quería decírtelo, creía que pasaría por sí solo. Pero me había equivocado, todavía sigue igual.

Era cierto. Judith había intentado llamarme en un par de ocasiones, pero siempre que veía aparecer su nombre en la pantallita del móvil rechazaba la llamada. Si me dejaba un mensaje, no contestaba. Mi asistenta había recibido instrucciones de no pasármela si intentaba llamarme a la consulta, cosa que hizo un par de veces. Entonces mi asistenta le decía que yo estaba con un paciente y que la llamaría más tarde, cosa que luego no hacía.

Lo intentó unas cuantas veces al fijo de casa, pero descolgó Caroline. Sabía que era Judith por las respuestas de mi mujer. «No; está bien… Últimamente un poco mejor…» «¡No estoy!», gesticulaba yo, y guardaba silencio hasta que ella colgaba.

—No quiero ir para no encontrarme con Judith —dije—. No sé si te has dado cuenta, pero esa mujer quiere algo conmigo. Ya empezó en verano, allí en la casa. Intentó… Se le notaba que yo le gustaba. Más de lo normal, quiero decir. —Mi esposa no parecía muy sorprendida con la revelación, más bien al contrario: le hizo gracia y sonrió—. ¿De qué te ríes? ¿Te habías dado cuenta o no? Esa Judith estaba interesada en mí, te lo aseguro.

—Marc… no me hagas reír. No te lo tomes a mal, no quiero reírme de ti, pero es que enseguida te parece que las mujeres van por ti, sólo con que se comporten con coquetería o sean solícitas. A mí también me llamó un poco la atención en la casa, pero creo que esa mujer es de las que se portan así con cualquiera. Un poco insegura, el tipo de mujer que trata de gustar a todos los hombres.

No puedo negar que la reacción de Caroline me decepcionó. Se lo había tomado como un flirteo inocente. No se había enterado de nada. Así de fácil era, pensé.

—Me llama continuamente al móvil, Caroline. Dice que me echa de menos, que quiere volver a verme.

Ella negó con la cabeza sonriendo y bebió un buen trago de vino.

—Bah, Marc, es una de esas que quieren un poco de atención. A mí también me pasaría con un zoquete maleducado como Ralph a mi lado. Eso es todo. Atención. Atención del médico. A lo mejor eso es justo lo que quiere, que la «examines»…

—Caroline…

—No creas que me gusta destruir tu sueño, pero tú te lo has buscado. Judith se comporta igual con todos los hombres. Vi que se lo hacía a Stanley. Unas risitas, pasarse la mano por el pelo, poses pensativas estudiadísimas en el trampolín o con los pies en el agua… los trucos femeninos más típicos. La verdad es que me sorprende que cayeses con tanta facilidad. Por cierto, con Stanley tuvo más éxito que contigo. —La miré fijamente—. ¿Qué miras? Oh, Marc, ¡qué ingenuo puedes ser a veces! Crees que todas las mujeres comen de tu mano, pero las mujeres como Judith saben muy bien lo que hacen. Iba a contártelo, pero se me olvidó. Me he acordado ahora que has sacado el tema. Una tarde estábamos en la piscina. Vosotros habíais ido al pueblo. Ralph, tú y los niños. Emmanuelle no se encontraba bien, había ido a tumbarse y tenía las cortinas cerradas. Todo el rato se notaba algo, una especie de tensión cargada entre esos dos. En cierto momento subí por algo de beber, y cuando miré desde la ventana los vi. Judith en su tumbona, y Stanley inclinado encima de ella. Había empezado en su cara y fue comiéndosela toda a besos, Marc. De pies a cabeza. Al salir a los escalones hice entrechocar los vasos a propósito. Y me los encontré muy recatados, cada uno en su tumbona. Pero lo noté. En los pantalones de Stanley. Supongo que no hace falta que te explique cómo se lo noté.

Y al instante se lanzó al agua.

• • •

Más o menos un mes después del estreno de
La gaviota
leí una pequeña nota en la sección de cultura y espectáculos del periódico:

SE SUSPENDEN LAS REPRESENTACIONES DE LA GAVIOTA

POR ENFERMEDAD DEL PROTAGONISTA

La noticia no tendría más de diez líneas. «[…] Ralph Meier […] cancelado hasta nuevo aviso.» No decía de qué enfermedad se trataba. Ya tenía el teléfono en la mano cuando decidí que era mejor esperar.

Judith llamó al día siguiente.

—Lo ingresaron la semana pasada —dijo. Mencionó el hospital. Era el mismo al cual envié el cultivo. Al cual no lo envié.

Me apreté el móvil al oído. Estaba en el despacho, sentado a mi escritorio. El siguiente paciente (de hecho, el último del día) no llegaría hasta al cabo de una hora. Esta vez había contestado enseguida al ver su nombre en la pantalla.

Hice un par de preguntas generales. Sobre los síntomas, el tratamiento que se le aplicaría. Sus respuestas corroboraron mi diagnóstico inicial. El cuerpo de Ralph se había resistido mucho tiempo (más de lo normal), pero ahora ya no había nada que hacer. La enfermedad había avanzado un par de fases, las fases en que un tratamiento habría podido tener posibilidades de éxito. Líneas y líneas de trincheras intercomunicadas que caen una tras otra. Como Judith no preguntó por el cultivo, saqué yo el tema.

—Es muy raro. Cuando lo envié no encontraron nada.

—¿Marc?

—¿Sí?

—¿Cómo estás?

Miré el reloj de pared. Cincuenta y nueve minutos me separaban del próximo paciente.

—Voy tirando —dije.

Un suspiro al otro lado de la línea.

—No me has llamado. Ni siquiera contestas cuando te dejo un mensaje.

Guardé silencio. Entretanto pensé en el cultivo, en el botecito de vidrio con un trocito de carne ensangrentada procedente del muslo de Ralph que había tirado a la papelera.

—He estado bastante liado —dije al fin—, y todo lo de Julia, claro. Intentamos volver a encarrilar nuestra vida, pero cuesta lo suyo. —¿Era realmente yo quien ensartaba todas esas frases? Resultaba más fácil al estar solo en mi despacho, pues Judith no podía verme la cara. Cerré los ojos para concentrarme mejor—. Me gustaría volver a verte.

Así retomamos el contacto. A Caroline le decía simplemente la verdad. «Voy a tomar un café con Judith Meier, está bastante afectada por lo de Ralph.» Al principio nos citábamos en bares, poco a poco cada vez más en su casa. Me quedaban pocos pacientes, podía escaparme fácilmente de la consulta durante una hora o más. Y si no, me esperaba a terminar la jornada. Alex y Thomas todavía estaban en la escuela. No intento justificarme. Solía ser muy rápido, a menudo ni llegábamos al dormitorio. A veces, después íbamos a visitar a Ralph al hospital. Una primera operación no había arrojado el resultado deseado, una segunda «ofrecía pocas perspectivas de mejora», según los especialistas que lo trataban. Se propusieron tratamientos alternativos. Más agresivos. Ralph tenía que decidir si quería quedarse en el hospital o ir y venir de casa.

—Tal vez estarías mejor en casa —opinó Judith—. Yo puedo traerte todos los días —dijo sin mirarme. Estaba sentada en una silla al lado de la cama, con una mano sobre la sábana, cerca de la de su marido.

—En casa te sentirás más cómodo —dije—, pero también puede resultar duro. Especialmente por las noches. Aquí en el hospital tienes cuanto necesitas.

Al final tomaron una decisión intermedia: iría a casa los fines de semana y se quedaría en el hospital los días restantes. Yo seguí tomando café en casa de Judith uno o dos días por semana.

No sé si sería por el estado de aturdimiento general, por la operación, los medicamentos y los tratamientos, que a menudo eran de lo más desagradables, pero el caso es que Ralph nunca mencionó la exploración que le hice en octubre del año pasado. En una de nuestras visitas, cuando Judith salió de la habitación un momento para comprarle unas revistas en el quiosco de la entrada del hospital, aproveché la oportunidad.

—Las cosas van como van con este tipo de enfermedades —dije—. Un día te analizan un quiste seboso y no tienes nada de nada, y un par de meses más tarde el panorama cambia radicalmente. —Había acercado mi silla a la cama de Ralph, pero aun así me pareció que no entendía de qué le hablaba—. Tuve un paciente que creía que había sufrido un infarto —continué—. Vino aterrorizado a la consulta. Con todos los síntomas: dolor en el pecho, boca seca, palmas de las manos sudorosas. Le tomé el pulso: más de doscientos. Escuché con el estetoscopio. «¿No comería
fondue
de queso anoche?», le pregunté. El me miró con los ojos como platos. «¿Cómo lo sabe, doctor?» «Y seguramente regada con una cantidad generosa de vino blanco, ¿no?», añadí. Y entonces se lo expliqué. El queso fundido, caliente; el vino blanco, muy frío. Una vez en el estómago, se cuaja y se convierte en una enorme masa sólida que cuesta mucho eliminar. A menudo acuden a urgencias en plena noche, pero éste esperó hasta las nueve para venir a mi consulta. —Ralph, que había cerrado los ojos, volvió a abrirlos—. Ahora viene lo bueno. Mandé al paciente a casa. Se fue tan tranquilo, por supuesto. Y dos meses más tarde, murió por un infarto de verdad. ¡Pura casualidad! Si lo utilizaras en un guión, en un libro o una película, nadie se lo creería. Pero es verdad. La
fondue
de queso y el ataque cardíaco no tuvieron nada que ver uno con otro.

—Eso es lo que se llama mala suerte —dijo Ralph, y sonrió débilmente.

Miré la forma de su cuerpo debajo de las sábanas. Era el mismo cuerpo, pero parecía desinflado, como un globo el día después de una fiesta, cuando ya está medio vacío.

—Exacto —aseguré—. Pura mala suerte.

Mientras tanto, Julia había mejorado un poco. O al menos, eso creíamos. Traía amiguitas a casa más a menudo. En ocasiones, durante la cena, contaba cosas del colegio por iniciativa propia. Y volvía a reír. Todavía era una risa vacilante, pero risa al fin y al cabo. Sin embargo, había días que pasaba mucho rato sola en su cuarto.

—La edad también influye —dije.

—De hecho, para mí eso es lo peor —repuso Caroline—. Que nunca lo sabremos. Nunca sabremos qué es cosa de la edad y qué… de lo otro.

A veces observaba el rostro de Julia, cuando creía que no se daba cuenta. Los ojos, la mirada. Era distinta a un año antes. No es que estuviese más triste, sino más seria. Más introspectiva, como dice la gente. Caroline tenía razón. Yo tampoco sabía si debía achacarlo al hecho de que se hacía mayor o a los acontecimientos (no recordados) de la playa.

Capítulo 43

Aquel año fuimos de vacaciones a Estados Unidos. La idea era hacer algo distinto, algo que no fuese ir a la playa (o la piscina). Un viaje. Un viaje con muchas distracciones, nuevas impresiones y poco tiempo para pensar… para reflexionar, para no pegar ojo.

A lo mejor un viaje no serviría para «curar» a Julia, pero sí tendría un efecto benéfico, pensamos. Purificador. Limpiador. Tal vez, a la vuelta podríamos pasar página.

Empezamos en Chicago. Subimos en ascensor hasta el piso más alto de la Torre Sears y contemplamos la ciudad y el lago Michigan. Dimos un paseo en un autobús de dos pisos descubierto. Desayunamos en un Starbucks. Por las noches comíamos en restaurantes que servían los platos preferidos de Julia: comida italiana, pasta. Pero ella no se quitaba los auriculares blancos de su iPhone ni en la mesa. No es que se ensimismara del todo: sonreía agradecida cuando el camarero le servía su plato de raviolis y le ponía queso rallado por encima. Apoyaba la cabeza en el hombro de su madre y le acariciaba el antebrazo. Pero apenas hablaba. De vez en cuando canturreaba alguna canción que sonara en su iPod. Normalmente, le habríamos llamado la atención. «Estamos comiendo, Julia. Ya escucharás música luego.» Pero no decíamos nada. «Que haga lo que quiera —pensábamos—. Por lo visto es demasiado pronto para pasar página.»

Nos dirigimos al oeste en nuestro coche alquilado, un Chevrolet Malibú blanco. Vimos cómo el paisaje iba volviéndose más árido y yermo. Lisa chilló emocionada en el asiento trasero al descubrir al primer vaquero y los primeros bisontes. Pero Julia no se quitó los auriculares. Para establecer contacto con ella teníamos que gritar.

—¡Mira ahí, Julia! En esa roca pelada. ¡Un buitre!

Entonces se quitaba un auricular.

—¿Qué?

—Un buitre. Ahí. No, ya se ha ido.

En el parque nacional Badlands leímos carteles que advertían de la presencia de serpientes cascabel. En el monte Rushmore sacamos fotos de las cabezas esculpidas en la roca de los cuatro principales presidentes americanos. Mejor dicho: Lisa sacó fotos, porque la cámara la llevaba ella. Yo nunca he tenido paciencia para hacerlo. Caroline había hecho muchas fotos cuando las niñas eran pequeñas, pero luego también lo había dejado. A Lisa le gustaba, había empezado hacia los nueve años. Al principio se pasaba las vacaciones fotografiando mariposas y flores, pero poco a poco nuestra familia iba saliendo más a menudo.

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