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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (14 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Yo estaba ocupado intentando deshacerme discretamente de una espina de sardina que se me había clavado en un lugar inverosímil del paladar, detrás de los incisivos, de modo que sólo emití un gruñido para demostrar que le había oído. Siendo el más cercano a la barbacoa, era el que recibía más humo en la cara. El humo de la raya apestaba menos que el de las sardinas, pero el hambre se me había pasado. Volví a llenarme la copa de vino blanco y bebí un largo trago. Me enjuagué la boca con vino mientras intentaba sacarme la espina de sardina con la punta de la lengua, pero lo único que conseguí fue llevarme un par de malignos pinchazos en la lengua.

—La idea es que tenga trece capítulos —le explicaba Stanley a Caroline—. Trece capítulos de cincuenta minutos. Seguramente será la producción más cara de la historia de la televisión.

Caroline y yo nos habíamos sentado juntos, enfrente de Stanley y Emmanuelle. Ésta había encendido un cigarrillo largo con filtro y dejaba caer la ceniza en su plato junto a los restos de sardina. Aunque ya estaba oscuro del todo, seguía con las gafas de sol puestas. Era un modelo con cristales desproporcionadamente grandes, con lo que no se podía ver dónde miraba.

—¿Has visto
Los Soprano
? —le preguntó Stanley a Caroline—. ¿
Bajo escucha
?

—Tenemos los DVD de casi todas las temporadas de
Los Soprano
—explicó ella—. Me encanta. Y los actores lo hacen genial. Mucha gente nos ha recomendado
Bajo escucha
, pero todavía no nos hemos puesto a seguirla. ¿Y
Mujeres desesperadas
? ¿La conoces? De ésa también tenemos un par de DVD.


Bajo escucha
es la mejor, sin duda. Tienes que verla, te enganchará enseguida. La mayoría de los actores son negros, por eso registró audiencias mucho más bajas que
Los Soprano
. Pero
Mujeres desesperadas
… siento decirlo, pero demasiadas veces me parece poco creíble. Creo que se pasan de cachondeo. Pero tal vez es una serie más para mujeres. A Emmanuelle le encanta. ¿Verdad? ¿Emmanuelle?
Do you like
Desperate Housewives
a lot, right
? —Tuvo que darle un golpecito en el antebrazo para que se diese cuenta de que se dirigía a ella. Y aun así hubo de repetir la pregunta.

—Desperate Housewives…
is nice
—respondió la chica finalmente, sin dirigirse a nadie en particular.

—Bien, queda claro —dijo Stanley, y le sonrió a Caroline—. Pues
anyway
, esta serie está producida por HBO, que también es la cadena de
Los Soprano
y
Bajo escucha
. La serie más cara de la historia. ¿O ya lo había dicho?

—Sí —repuso Caroline—, pero no importa.

—Narra el auge del Imperio romano. El período de expansión, digamos. De Julio César a Nerón. Sólo hay un único punto de discusión: el título. Todavía dudan entre
Roma
y
Augusto
. Pero como siete de los catorce capítulos se desarrollan durante el mandato de Augusto, creo que al final llamará
Augusto
.

—¿Y Ralph? —pregunté.

—Ralph será el emperador —dijo Stanley—, el emperador Augusto.

—Sí, ya. No me refería a eso. Me preguntaba cómo pensaste en Ralph, cómo se te ocurrió que era un buen candidato para ese papel.

—Hace años, cuando aún vivía en Holanda, trabajé con Ralph. ¿Habéis visto
Amantes
?

Tuve que pensármelo, pero entonces me vino a la cabeza. Creo que no la vi en el cine, pero sí más adelante, en televisión.
Amantes
… Algo de jóvenes en moto, sexo de lo más explícito para su época y violencia no menos explícita.

Había una escena de esas que años más tarde aún se comenta. Una de esas escenas que pueden inmortalizar hasta una película mala. Un par de chicos tensan un cable sobre la carretera, a la altura de la cabeza. Una moto se acerca a gran velocidad. Y después la cabeza que rueda por el asfalto, hasta que se detiene en la cuneta. No, en una acequia. La cabeza aún sobresale del agua. Ves un ojo sorprendido entre los nenúfares. Un ojo que parpadea. Y a continuación cambia la perspectiva. Vemos qué mira el ojo: una rana que hay al lado. Después la rana croa, la imagen se difumina y al final se funde en negro. La idea es clara: la cabeza cortada por el cable aún vivía al caer a la acequia.

—Mis padres no me dejaron ir —dijo Caroline.

—¿Ah, no? —preguntó Stanley, con una expresión divertida en los ojos—. ¿Tan joven eras?

—¿Salía Ralph? —pregunté—. ¿En
Amantes
? No me acuerdo.

—¡Todavía me duele la espalda por aquella escena! —exclamó Ralph, que al parecer había estado escuchando. Y se echó a reír.

—¿Era él? —le pregunté a Stanley, y luego me volví hacia Ralph—. ¿Eras tú el de la acequia? Pues no me había dado cuenta.

—Por lo menos conoces a los clásicos, Marc —dijo Ralph—. Eh, ¿qué te parece, Stanley? Es fantástico oír que la gente se acuerda de esa escena, ¿no?

—Ah, vaya, ¡ahora la recuerdo! —exclamó Caroline—. ¡La cabeza cortada en la acequia! Ni me atreví a mirar. Acabé dando la razón a mis padres por no haberme dejado ir.

Ralph soltó su risa atronadora. Stanley tampoco pudo contener una carcajada. Emmanuelle levantó la cabeza un momento. En su rostro afloró una sonrisa soñolienta, pero no preguntó por qué todo el mundo reía. No pude evitar pensar en las últimas películas de Stanley Forbes, las que había rodado en Hollywood. No las había visto todas, pero en ellas el director también tendía a las escenas explícitas. Eran películas en las que, como suele decirse, «se muestra todo». Tanto las extremidades arrancadas y los muñones sangrientos como los genitales llenos de venas azules palpitantes. Después de verlas, se te olvidaba enseguida de qué trataban las películas, pero las escenas explícitas se habían convertido en marca de la casa.

—¿Dónde está Judith? —preguntó Ralph—. Me muero de sed.

Cierto, ¿dónde estaba? Hacía un minuto o así que se había levantado de la mesa para ir por más vino blanco, y todavía no había vuelto. La madre de Judith, que estaba en el extremo de la mesa opuesto a mí, se tapó la boca con la mano para bostezar.

—Vaya, vaya —dijo. Era lo primero que pronunciaba en la última media hora.

Me recliné en la silla y miré alrededor. Primero, a la escalera de piedra que llevaba al primer piso. Luego, al porche que había en el lateral de la casa, donde Lisa y Thomas estaban jugando al ping-pong a la luz de un fluorescente Después de la primera ración de sardinas se les había ido el hambre, y les habíamos dado permiso para levantarse de la mesa, igual que a Julia y Alex. Pero ni idea de dónde se habían metido esos dos. Miré la piscina, ahora con las luces encendidas. No corría ni gota de aire. El cocodrilo hinchable verde estaba inmóvil contra el borde. Durante mi guerra con las sardinas no me había atrevido a mirar a Judith. Ella tampoco parecía muy interesada en establecer contacto visual conmigo. Sí que había soltado una carcajada exagerada a una broma no demasiado graciosa de Caroline, y le había puesto la mano en el antebrazo. Me pregunté si me habría perdido algo: una mirada, un gesto, algo que me hubiese indicado que tras un par de minutos debía seguirla al interior de la casa. «¿Queréis que vaya a ver qué la entretiene tanto?» Repetí esta frase mentalmente un par de veces, pero no dejaba de sonar como propia de una película mala.

De repente hubo movimiento en la parte superior de la escalera. Primero bajó Alex y luego Julia, seguidos a un par de pasos por Judith. Cuando mi hija estuvo más cerca, vi que llevaba el pelo alborotado y las mejillas sonrojadas. No conocía lo suficiente a Alex para decir si él también iba despeinado.

—¿Papá? —dijo Julia, colocándose detrás de mí. Me puso las manos a ambos lados del cuello y las deslizó suavemente hasta los hombros. Lo hacía siempre que quería sacarme algo: más dinero para comprarse un jersey demasiado caro que había visto en la ciudad, o el «pobre» hámster del escaparate de la tienda de animales que quería llevarse a casa a toda costa, o acudir a la fiesta de la escuela en la que «todo el mundo» podía quedarse hasta las doce.

—¿Sí? —pregunté. Le cogí la mano izquierda con mi mano derecha y le apreté un poco los dedos. También miré un momento a Caroline. Julia nunca le pedía las cosas a ella primero, sabía que conmigo era más fácil. Que era más «blando», repetía Caroline siempre. «Nunca te atreves a decir que no.»

—¿Podemos quedarnos aquí? —preguntó mi hija.

—¿Quedaros aquí? ¿Qué quieres decir? —intenté establecer contacto visual con Judith, pero ella acababa de dejar dos botellas de vino blanco en la mesa y estaba pasándole el sacacorchos a Stanley. Sentí que me acaloraba; mi corazón empezó a latir con fuerza—. ¿Quieres quedarte aquí a dormir? No creo que haya suficiente sitio…

—No; quiero decir todos —explicó Julia, agarrándome los hombros con más fuerza—. Que nos quedemos aquí todos, y no volvamos a ese estúpido camping.

Judith dio un paso a un lado, alejándose de la mesa, de modo que quedó detrás de mi mujer y me miró.

—Al fin y al cabo, ya estabais invitados —dijo—. Stanley y Emmanuelle vinieron inesperadamente de América, y en realidad en la casa ya no queda sitio. Pero luego he pensado que tenéis una tienda, ¿por qué no la plantáis aquí en el jardín?

Le devolví la mirada. Su cara quedaba justo fuera de la luz de las velas, de modo que no podía verle bien los ojos.

—Porfiii… —dijo Julia en voz baja a mi oído—. Por favor…

—No sé. ¿Dónde íbamos a ponerla? Me parece que sería un lío para vosotros, al fin y al cabo ya tenéis invitados, con nosotros seríamos muchos.

—¡Qué va! —exclamó Ralph—. Cuantos más seamos… más tarde se nos hará. —Y se echó a reír—. Bueno, lo que queráis. Sitio hay de sobra.

—Había pensado que podríais plantar la tienda ahí al lado —dijo Judith—, donde la mesa de ping-pong. Hay suficiente espacio, y podéis ducharos dentro de casa.

Se oyó un fuerte ruido. Todos miramos a Stanley, que acababa de descorchar la botella.

—Lo siento —se excusó—. Quiero decir, lamento habernos presentado inopinadamente, no sabíamos que ya os habían invitado a vosotros.

—No me parece buena idea —terció Caroline—. La tierra es durísima ahí atrás. No se puede plantar una tienda. Nos volvemos al camping y ya está. —Me miró y luego, volviéndose hacia Julia, dijo—: Podéis venir aquí las veces que queráis, o podemos quedar en la playa. Pero en el camping tenemos más espacio y todos estaremos más tranquilos.

—Ese camping no me gusta —dijo Julia.

—Tan duro no es, ese suelo —comentó Judith—, y la tienda quedaría resguardada. En el garaje hay un montón de ladrillos, así que ni tendríais que clavar piquetas. En todo caso, seguro que no saldréis volando.

—¿Podemos, papá? —insistió Julia. Me apretaba los hombros con tanta fuerza que casi me dolía—. Por favor…

Capítulo 18

Era casi medianoche cuando volvimos al camping. En el coche, Caroline no dijo ni mu, pero después de acostar a Julia y Lisa anunció que iba a fumarse un cigarrillo fuera de la tienda.

Yo estaba cansado. Había bebido demasiado vino blanco. Habría preferido acurrucarme en el saco de dormir al lado de mis hijas. Pero Caroline había dejado de fumar hacía dos años. Antes le había preguntado qué le parecía la idea de trasladar la tienda a la casa y en lugar de contestar había sacado un cigarrillo del paquete de Emmanuelle y lo había encendido en silencio. Más tarde, después de la raya y los calamares, había fumado aún más. No los había contado, pero en todo caso calculé que más de cinco cigarrillos. Al despedirnos, Emmanuelle le había dado su paquete casi vacío.

En resumen, me pareció más sensato ir a hacerle un poco de compañía fuera de la tienda.

—¿Qué crees que puedo decir yo, justo después de que tú digas tan feliz que te parece buena idea quedarnos a acampar con esa gente? —me preguntó en cuanto me dejé caer en la sillita plegable. Intentó cuchichear, pero sonó más fuerte que un cuchicheo. Escupía las palabras. Hasta me pareció notar un par de gotas de saliva en la mejillas—. Y sólo después me preguntas qué me parece.¡Con las niñas delante! ¿Qué podía decir? Si hubiese dicho que no, Julia y Lisa se lo habrían tomado fatal. Entonces me convierto en la madre pesada a quien siempre le parece todo mal, y tú en el padre fantástico que les deja hacer lo que quieren. Maldita sea, Marc, ¡quería que me tragara la tierra!

No dije nada. Vi la brasa de su cigarrillo encendiéndose en la oscuridad. Encendiéndose con furia. Cuando nos conocimos, fumábamos los dos. En la cama, nos encendíamos los cigarrillos mutuamente. Yo lo dejé un par de años antes que ella. En todo caso, desde que nacieron las niñas sólo fumábamos en el jardín.

—Te digo que tengo ganas de ir de vacaciones sin nadie más. Especialmente la primera semana. Y tú me dices que vale, que bien, que si quiero mañana nos vamos. Y luego resulta que después de comer un poco de pescado y escuchar cuatro chorradas sobre series de televisión caras, vas y cambias de opinión en un pispás.

—Ha sido por Julia. Ya lo sé, soy un blandengue. No sé decir que no. Pero es que he visto lo bien que estaban pasándoselo con la piscina y el ping-pong. Son unos chicos muy majos. Eso también cuenta, creo yo. A mí, como a ti, me parece mucho más relajado estar de vacaciones solamente con nuestras hijas, pero seguro que no hace ningún mal variar por una vez. ¿Crees que se lo pasan bien, solas con nosotros?

—¡Marc, ése es otro tema! No puedes ponerte en plan «soy el único que piensa en la diversión de las niñas». Yo también veo que lo pasan bien con esos chicos. Pero eso no tiene por qué significar que renunciemos a toda nuestra privacidad. El problema es cómo ha ido la cosa. Del modo como me lo has preguntado, ya no podía negarme.

Presentí una vía de entrada. La proverbial luz al final del túnel. Una cortina que se entreabría; detrás brilla el amanecer. En una discusión normal, yo habría seguido manteniendo tozudamente que no debería quejarse de falta de privacidad cuando estábamos de vacaciones con dos niñas de once y trece años. Que ella era la madre y no debería hacerse tanto la víctima. Pero esa discusión no era normal.

—Lo siento —dije—. No me había dado cuenta. Habría podido preguntarlo de otro modo, o en otro momento. Lo siento.

Se hizo un silencio. Durante un par de segundos creí que lloraba, pero eran sus labios chupando el filtro del cigarrillo.

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