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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (27 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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No, no dijo nada de nada cuando saqué a Julia del asiento trasero del coche y la llevé en brazos a casa. Sólo se cubrió la cara con las manos; muy brevemente, dos segundos como máximo. A continuación, se repuso y se convirtió de nuevo en la madre de su hija. Acarició la cabeza de Julia y le susurró palabras amables.

Y tampoco dijo esas cosas más tarde. A veces se dice que, cuando se produce una tragedia en el seno de una familia, los primeros minutos y las primeras horas son cruciales. Es entonces cuando se determina si el vínculo es suficientemente fuerte para sobrevivir a la tragedia. Quien empieza a culpabilizar puede provocar daños irreparables. Yo conocía las estadísticas. El divorcio estaba más cerca de ser norma que excepción. Se podría pensar que una tragedia une a la gente, pero no es así. Muchos quieren olvidar el dolor. Y la otra persona es quien se lo recuerda constantemente.

No puedo sino darle la razón a la gente que prefiere olvidar. No quiero ponernos en un plan moral superior por el hecho de que a nosotros nos uniera. Ni siquiera me atrevería a decir que fuese decisión nuestra. Simplemente, ocurrió así.

Estábamos al pie de la escalera de la casa. Yo aún con Julia en brazos. Hubo un momento de vacilación. ¿Quería llevar a mi hija arriba? ¿Y dejarla en el salón, a la vista de todos? Pero los dormitorios de Ralph y Judith, de la madre de Judith o de los chicos tampoco me parecieron buenas opciones. Mejor nuestra tienda. Lo que quería por encima de todo era ocultar a nuestra hija de las miradas de los demás. Quería estar a solas con ella. Con nosotros. Quería que estuviese a solas con nosotros.

Y en ese momento salió Emmanuelle. Apareció en el umbral de la puerta del apartamento de la planta baja y nos hizo un gesto.


Come
—dijo—.
Come here
.

Primero llevé a Julia en brazos hasta el bar. Hubo un breve momento de duda sobre qué era lo mejor. Judith propuso llamar a una ambulancia, pero me opuse. «Nada de ambulancias», dije con firmeza. Pensé en la luz giratoria, en el gentío que se reuniría alrededor de la camilla mientras la cargasen. En la sirena. En el destino inevitable: un hospital. En ese hospital, más gente compadeciéndose de mi hija. Solícitas enfermeras. Médicos. Yo también era médico. Había sido el primero en valorar la situación. Había dado el diagnóstico correcto. No hacía falta que otros volvieran a hacerlo.

Luego, Judith propuso ir a buscar el coche y que yo me quedara con Julia mientras tanto. Debo admitir que reaccionó con eficiencia. Mantuvo la cabeza fría, como suele decirse. Me habría esperado que perdiese el control, pero actuó con una calma absoluta. No discutió conmigo.

—Vale —dijo—. Si eso es lo que quieres, lo haremos así.

Intentó tocarle la frente a Julia, pero me volví para apartarme de ella y no insistió. Yo quería que se largase cuanto antes. Ya se había reunido bastante gente alrededor. Me enfurecían las miradas que dirigían a mi hija. Ya la había mirado demasiada gente.

—Soy médico. Pueden irse tranquilos. Todo está bajo control… No —añadí, dirigiéndome a Judith—. Nos vamos de aquí. Yo la llevo.

Y eso hicimos. Por el camino, Julia volvió a perder la conciencia. La zarandeé para que despertara. Tenía que mantenerse despierta. En la otra playa encontramos a Alex, Thomas y Lisa. Ni rastro de Ralph o Stanley. Teniendo en cuenta las circunstancias, mantuve la sangre fría. En primer lugar observé la reacción de Alex, que sólo miró a Julia un momento y desvió la vista. Tampoco se acercó. Si lo pienso ahora, creo que mi lenguaje corporal era de lo más explícito. Yo era como un animal que gruñe cuando un intruso intenta acercarse a su cría. No, me corregí, no era como un animal. Era un animal.

Ahora lo más importante era Lisa. Observé su cara cuando vino corriendo hacia nosotros.

—Julia no se encuentra muy bien —le dije rápidamente, antes de que pudiese preguntar nada—. Ven, nos vamos a casa.

Thomas dio un par de vueltas alrededor de nosotros gritando «¡Fútbol!, ¡fútbol!», hasta que Judith lo agarró bruscamente por una manga y le dio un tirón tan fuerte que se cayó en la arena. Pareció que iba a sollozar, pero Judith lo levantó tirándole de las muñecas.

—No hagas el tonto, Thomas —ordenó—. ¡Date prisa!

Así nos dirigimos al aparcamiento. Yo todavía con Julia en brazos, detrás de mí Judith, que había cogido a Lisa de la mano, y un poco más atrás Alex y un Thomas enfurruñado. Ralph ya estaba en casa, me había dicho Judith mientras volvíamos del bar; se había llevado su coche. Stanley seguía desaparecido.

—¿Qué le ha pasado a tu coche? —preguntó Judith, señalando el guardabarros delantero izquierdo, que estaba suelto.

El anillo cromado del faro estaba abollado y roto por un lado, el cristal se había hecho añicos. «Tienes que llevarlo a un taller y que te lo arreglen mañana mismo —me había dicho Stanley en ese mismo aparcamiento un par de horas antes—. Yo lo pago, ha valido la pena de sobra.»

—Hemos venido por una carretera oscura que pasa por arriba —dije—, y creo que hemos rozado un árbol.

Judith no siguió preguntando. Abrió la puerta de atrás para que yo colocara a Julia en el asiento. A continuación, montó al lado de mi hija y se puso suavemente su cabeza en el regazo. Luego se desplazó un poco hacia el centro y le hizo un gesto a Alex. A Thomas y Lisa les dijo que se sentasen en el asiento del copiloto.

—¡No podemos! —dijo Thomas—. ¡Está prohibido!

—Thomas… —replicó su madre, y con eso bastó; el chico se sentó con Lisa y cruzó los brazos.

Antes de poner el motor en marcha, llamé a Caroline.

—No te asustes —dije en voz baja—, no es muy grave. —Sí lo era, pero no quería asustarla demasiado antes de llegar. Hice todo lo posible para hablar flojito y que Julia no me oyese—. No hay nadie herido. —Otra mentira—. Ahora mismo voy —añadí, y colgué.

Emmanuelle alisó el edredón de la cama de matrimonio y colocó bien las almohadas. Mientras yo dejaba a Julia con cuidado, fue al baño y al cabo de poco salió con un cuenco de porcelana lleno de agua y una toalla. Se sentó al otro lado de la cama, cerca de la cabecera, humedeció una punta de la toalla y la apretó suavemente contra la frente de Julia.


Voilá
—dijo. Luego me miró—.
You know what happen…? You know who…?

Negué con la cabeza. Sólo entonces, al mirarla directamente, vi que no llevaba las gafas de sol. Por primera vez desde nuestra llegada. Y por primera vez la miré a los ojos.

—Mamá…

Le cogí la muñeca y dije:

—Mamá viene ahora.

Judith y Caroline habían subido con los niños. Judith se había ofrecido a quedarse con ellos y acostarlos, pero tras un breve intercambio de miradas conmigo, Caroline cogió a Lisa de la mano y subió la escalera con ella. Vi el dilema en sus ojos. Por supuesto, quería estar con Julia, pero tampoco quería dejar a su hija pequeña con una extraña en tales circunstancias. A menudo, los padres olvidan a un hijo en favor de otro. Caroline siguió su intuición desde el primer momento. Eso es lo que intentaba hacer también yo, pero debo admitir que me costaba más que a ella.

En ese momento oí un ruido detrás de mí. Me volví y vi a Ralph en el umbral. Recién salido de la ducha. Todavía tenía el pelo mojado y pegado a la cabeza. Y se había cambiado de ropa: pantalones blancos cortos y camiseta roja.

—He oído… —empezó; levantó una mano y la apoyó en la jamba de la puerta; no hizo amago de querer entrar en la habitación—.Judith me ha dicho que…

Todavía recuerdo perfectamente lo que hice. No tenía la menor necesidad de ver a Ralph allí en presencia de mi hija. Lo que más me habría gustado habría sido decirle que se largara y nos dejara en paz. Pero también pensé en el futuro. En los posibles culpables. Había visto a Ralph en la playa. Había sido testigo de cómo Julia se había agarrado las braguitas del biquini aquel día, al lado de la mesa de ping-pong. Sin embargo, por algún motivo me parecía un paso demasiado grande. El paso entre el Ralph a quien le ponían las chicas jóvenes, el Ralph violento, y aquello. Además, tampoco era muy fácil a nivel logístico. Después de lo ocurrido en la playa, ¿habría ido hasta el otro bar, para luego volver al aparcamiento y finalmente irse a casa? Intenté ubicarlo en una cronología creíble, pero no resultaba muy probable. Judith había llamado a casa desde el bar y Ralph había contestado. No, me corregí: Ralph había contestado y había dicho que estaba en casa. Debía mantener la concentración, como había hecho antes con Alex. No podía excluir nada ni a nadie de antemano.

Ahora presté atención. Desplacé la vista del rostro de Ralph al de mi hija. Julia tenía los ojos abiertos. Seguí su mirada. Miraba a Ralph. Parpadeó.

—Hola… —susurró.

—Hola, chiquilla… —dijo Ralph.

Me volví otra vez hacia él. Estudié su cara. La estudié como hago con todos mis pacientes. La mirada del médico. Esa mirada descubre en un santiamén si alguien bebe demasiado, o si padece una depresión latente, o si tiene problemas porque el sexo no va bien. Prácticamente nunca me equivoco. Si la gente miente, lo sé. «Media botella de vino durante la comida, doctor, eso es todo…» Nunca me conformo con una respuesta de este tipo. «¿Y al salir del trabajo? —pregunto—. ¿No se toma algo en algún bar?» «Una o dos cervezas, a lo sumo. Pero sólo fue ayer, no lo hago todos los días.» A la mujer con profundas ojeras oscuras le pregunto: «¿Tal vez su marido eyacula demasiado deprisa? ¿O le gustaría pedirle que le haga algo, pero no se atreve?» Oigo a alguien que cuchichea débilmente en la sala de espera e intuyo que es un depresivo; a continuación, entra en la consulta sin dejar de cuchichear. Al cabo de un minuto confirmo mi intuición y le digo: «Mire, el suicidio es una opción real. Hay personas a las que reconforta saber que tienen en sus propias manos la capacidad de acabar con su vida. Lo que más miedo les da es llevarlo a la práctica. El modo. El tren es muy violento. Cortarse las venas en el baño, muy sangriento. Ahorcarse es doloroso, la muerte tarda en llegar. Los somníferos se pueden vomitar. Pero hay maneras de conseguir una muerte indolora y fácil. Yo podría ayudarle…»

Ralph Meier se pinzó el puente de la nariz con el pulgar y el índice. Luego se apretó las comisuras de los ojos con dos dedos.

—Joder, maldita sea… —masculló lamentándose. Yo no olvidé en ningún momento que era actor. Uno de los escasos buenos actores—. ¿Quieres beber algo, Marc? ¿Te traigo algo? ¿Una cervecita? ¿Un whisky?

Negué con la cabeza. Miré de nuevo a mi hija y al ver su expresión me sentí un poco aliviado. Poco. No del todo. De una pequeñísima parte del peso que me oprimía desde hacía un par de horas. El peso que me oprimiría el resto de mi vida, en ese momento ya era consciente de ello.

En el rostro de Julia había aparecido una débil sonrisa mientras miraba a Ralph.

—Yo sí quiero beber algo —dijo—. Tengo mucha sed… Un vaso de leche.

—Marchando un vaso de leche —sonrió Ralph.

Capítulo 33

Aquella noche empezó el resto de nuestras vidas. Quiero decir antes de nada que no soy amante de los dramones. Las frases melodramáticas me repugnan por naturaleza. «El resto de nuestras vidas…» Bastantes veces se lo había oído a otras personas. Personas que habían perdido algo o a alguien, a quienes les había ocurrido algo que no le deseas a nadie, algo que nunca se supera. Sin embargo, siempre me había sonado falso. Sólo cuando te ocurre a ti te das cuenta de que no lo es. No hay mejor descripción que «el resto de nuestras vidas». Todo empieza a pesar más. Especialmente el tiempo. Ocurre algo con el tiempo. No es que se detenga, pero avanza perceptiblemente más despacio. Como en una sala de espera con un reloj enorme colgado de la pared. Estás en esa sala de espera, han pasado cinco minutos y, cuando miras el reloj, sólo ha avanzado tres. El tiempo como sensación. Un día que tenemos que hacer un montón de cosas «pasa volando», como dice la gente. Si pasas un día esperando, el tiempo se enlentece. Especialmente si no sabes qué esperas. Estás en la sala de espera. Intentas mirar el reloj lo menos posible. No sabes qué aguardas. La consulta o institución en cuya sala de espera te encuentras probablemente lleva mucho tiempo cerrada. Pero nadie puede ayudarte a salir de tu sueño. Nadie viene a decirte que sería mejor que te fueras a casa.

En un momento todavía eres una familia con dos hijas fantásticas, al siguiente estás en la sala de espera. Sin esperar nada. De hecho, sólo esperas el paso del tiempo. Toda la esperanza está depositada en ese transcurrir temporal. No, no toda la esperanza: tu única esperanza. A medida que va pasando el tiempo, te alejas más y más del punto en que empezó el resto de tu vida. Pero no sabes cuándo se acabará. El resto de nuestras vidas dura hasta el día de hoy.

Desde lo ocurrido, he reconstruido aquella noche hasta en los detalles más nimios muchas veces. Ralph, que trajo el vaso de leche y volvió a irse. Cuando Caroline bajó a sustituir a Emmanuelle a la cabecera de la cama y sostuvo la mano de Julia. De vez en cuando le acariciaba la cabeza.

Hubo un momento del que no quiero hablar mucho. Por privacidad. Le pregunté a Julia si le parecía bien que mirara si había… Soy médico, pero también soy su padre.

—Si no quieres, me lo dices. También podemos consultar a un médico en el pueblo. O ir a un hospital. —Al oír «hospital», Julia se mordió el labio—. No, tan grave no es —añadí rápidamente—. No hace falta que vayamos a un hospital. Pero tengo que mirar un momento para saber qué hay que hacer. Alguien tiene que reconocerte…

Julia asintió y cerró los ojos. Retiré la sábana con cuidado y miré. Años atrás, Lisa había resbalado en la ducha y se había dado un fuerte golpe contra el borde de metal. Sangraba un poco. También… ahí. No era muy grave, era más que nada un susto. Yo la había calmado como padre. Pero al mismo tiempo había hecho lo que debía como médico.

Eso mismo intenté ahora. Pero era distinto. Julia sollozaba con los ojos cerrados. Caroline le secó las lágrimas con una punta de la toalla sin dejar de susurrarle palabras amables. Intenté preguntar lo mínimo posible. Hice lo que había que hacer y volví a cubrirla con la sábana.

Poco después Caroline y yo nos miramos. Nos quedamos mirando sin palabras, preguntándonos si era el momento adecuado, o si Julia debería descansar antes. Dormir. Por un lado, no queríamos recordarle lo peor; por otro, actuar rápidamente era la única opción correcta.

Entre el bar y el aparcamiento ya se lo había preguntado. Se lo había cuchicheado al oído para que Judith no lo oyese: «¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Alguien conocido?» Julia no contestó enseguida. Ya temía que no me hubiera oído, cuando dijo: «No lo sé, papá…» No insistí. Estado de shock, constaté. Un shock bloquea lo que no queremos ver. Lo que no queremos que se nos recuerde.

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