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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (17 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—He estado fijándome —prosiguió Caroline—, y debo reconocer que nunca lo he pillado haciendo nada. Pero aun así… no es imbécil. Es posible que se contenga cuando estamos nosotros. No sé cómo se comportará a solas con ellas.

No dije nada. Parpadeé un poco contra el intenso reflejo del sol en la playa. Vi manchas negras. Manchas negras que bailaban en mi campo visual de izquierda a derecha.

—Nuestras hijas todavía son unas crías —prosiguió Caroline—; al menos, eso creemos. Pero mira a Julia. ¿Cuánto se llevará con Emmanuelle? ¿Dos años? ¿Cuatro? Unos cientos de kilómetros más al sur, y a Julia ya podríamos haberla casado.

De repente recordé algo. Un par de días atrás. Ralph estaba jugando al ping-pong con Alex, Thomas, Julia y Lisa. No era un partido en serio, sino que todos corrían dando vueltas alrededor de la mesa con una raqueta en la mano. Tenían que devolver la pelota al otro lado, después le tocaba al siguiente, etcétera. Si alguien fallaba, quedaba eliminado.

Me acordé especialmente de Ralph. Aunque, para variar, llevaba el pantalón puesto, no dejaba de ser una imagen un poco rara, un cuerpo tan enorme entre aquellos cuerpecitos pequeños (y sobre todo delgados) que corrían en torno a la mesa. Era una imagen cómica, según se mirase. Ralph iba descalzo, y había un charco de agua. Resbaló y se dio de bruces contra el suelo. Yo acababa de levantarme de la tumbona y me dirigía a la mesa de ping-pong con una lata de cerveza en la mano. Cuando Ralph chocó contra las baldosas, se oyó el retumbar de la tierra. Como si hubiese pasado un camión por la calle.

—Joder! —exclamó a grito pelado—. ¡Hostia puta! ¡Coño! ¡Joder! ¡Ay…! ¡Ay…! Coño… —Se quedó sentado en el charco, frotándose la rodilla. Se le veía una rozadura fea, sanguinolenta allí donde la superficie rugosa de las baldosas le había rasguñado la piel—. ¡Coño! ¡Coño! ¡Coño!

Los niños habían parado enseguida de dar vueltas a la mesa, y se quedaron a cierta distancia de él, mirando su mole enorme en el suelo. Con cierto respeto, pero al mismo tiempo con asombro, como se mira a una ballena desorientada varada en la playa. Pero después de los tres últimos «¡Coño!», a alguien, creo que a Alex, se le escapó la risa. Thomas soltó un grito y empezó a reírse. Fue la señal para que Julia y Lisa también estallaran en carcajadas. Lanzaron una última mirada rápida a Ralph, pero un instante más tarde se entregaron a una risa liberadora, persistente, imparable, como sólo pueden reír las niñas. Una risa floja. Una risa que suena como si no fuese a acabarse nunca. Una risa mortal. Mortal para nosotros, los chicos. Se tapan la boca con una mano y venga a reírse, a menudo a tus espaldas, muy rara vez en tu cara. Como entonces.

No solamente estaban riéndose de Ralph, sino de todos los hombres. De la especie masculina. En general, el hombre es grande y fuerte. Más fuerte que la mujer. Pero a veces se cae debido a una fuerza superior a la suya: la fuerza de la gravedad.

—¡Me meo! ¡Me meo! —chilló Lisa, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Miré a Ralph, aquel cuerpo grandote sobre las baldosas, la rozadura en su rodilla. Era una herida infantil, no se me ocurre otra manera de decirlo. La herida de un niño pequeño que se ha caído del triciclo. Una rodilla lastimada que enseñas llorando a tu madre: por un lado, orgulloso de que salga tanta sangre y, por otro, con miedo a que quiera ponerte yodo. Eso es lo que también se oía en la risa de Julia y Lisa, si escuchabas bien. La risa de todas las madres. Las madres que se ríen ante la eterna torpeza de los niños. Ralph se inspeccionó una vez más la herida de la rodilla, con la cara contraída de dolor, negó con 1a cabeza e hizo lo único que puedes hacer en una situación así: se sumó al coro de risas. Se rió con sus hijos, con mis hijas. Se rió de sí mismo. O, en todo caso, pareció que se reía de sí mismo, o demostró que era capaz de hacerlo. De hecho, se trataba, por supuesto, de una risa cuyo principal objetivo era salvar las apariencias. Una risa para limitar los daños. Un hombre adulto que se cae al suelo da risa. Un hombre capaz de reírse de su caída, no tanta.

—Maldita sea —rió Ralph, mientras empezaba a incorporarse—. ¡Cabroncetes! Mira que reíros de un pobre viejo, ¡ya os vale!

Y entonces ocurrió. Fue apenas un detalle, nada más. Un detalle al cual en primera instancia no prestas atención. Un detalle de los que no adquieren importancia hasta más adelante. Con efecto retroactivo.

Ralph Meier se había puesto de pie apoyándose en la rodilla indemne. Fingió reírse, pero ya no era una risa auténtica… si es que lo había sido en algún momento.

—Tú, especialmente, ¡deberías andarte con más cuidado! —dijo. Y mientras pronunciaba estas palabras, acabó de incorporarse y señaló con el índice a mi hija mayor. A Julia.

—¡No! ¡No! —chilló ella. Y se agarró las braguitas del bañador rojo con ambas manos. Las braguitas del biquini.

Lo vi claramente. Ese gesto sólo podía significar una cosa. Ralph Meier amenazaba a mi hija. Amenazaba con hacerle algo. Algo que ya había hecho antes. De broma. Con un guiño. Pero aun así…

Como he dicho, fue apenas un detalle. Has visto algo, pero lo reprimes. O, mejor dicho, algo en ti lo reprime. No quieres pensar así. No quieres ser un malpensado. Vives años y años al lado de tu vecino. Un vecino agradable, simpático. Sobre todo, un vecino normal. Y eso mismo declaras ante el inspector de policía que acude a preguntar sobre el vecino: «Muy normal —aseguras—. Muy agradable. No, nunca he visto nada raro.» Mientras tanto, en casa del vecino han encontrado restos humanos. Restos humanos que, según parecen indicar las pesquisas, pertenecen a catorce mujeres desaparecidas. En el frigorífico, en el jardín. Y entonces, de repente, recuerdas algo. De vez en cuando, veías que el vecino cargaba bolsas de basura en el maletero del coche. Lo hacía en pleno día, a la vista de todo el mundo. Luego te saludaba con la mano. O iniciaba una breve charla. Sobre el tiempo, o sobre los nuevos vecinos de enfrente. Un hombre normal. «Me parece que acaba de acordarse usted de algo», te dice el inspector. Y entonces le explicas lo de las bolsas de basura.

La reacción de Julia sólo podía significar que Ralph ya había intentado bajarle las braguitas. Durante algún juego, en la piscina… En aquel momento no le había dado más importancia, pero entonces, allí en la playa, con Caroline, me pregunté si no lo habría pasado por alto demasiado rápidamente.

—Creo que estás pensando en algo —dijo mi esposa.

La miré a los ojos.

—Sí, en lo que acabas de decir. En Emmanuelle y Ralph, y en Julia.

También pensaba otra cosa. Si Ralph hubiese intentado bajarle el biquini a Emmanuelle, ¿cómo se lo habría tomado ella? O Stanley. Volví a parpadear, pero las manchas negras no desaparecieron.

—Tú sabrás —dijo Caroline—, tú eres un hombre. ¿Cómo miras tú, Marc? ¿Miras alguna vez a tu hija como mujer? ¿Como la mujer en que se convertirá?

Miré a mi esposa y reflexioné. Me había hecho una pregunta. No me parecía una pregunta extraña en absoluto. De hecho, me pareció la única pregunta adecuada en ese momento.

—Sí. Y no sólo a Julia, a Lisa también.

Un hombre tiene dos hijas. Desde pequeñas se le sientan en el regazo. Lo abrazan y le dan un beso de buenas noches. El domingo por la mañana se meten en su cama, se acurrucan contra él bajo las sábanas. Son sus niñas. Tus niñas. Estás ahí para protegerlas. Ves que más adelante serán mujeres. Que ya son mujeres. Pero nunca las miras como un hombre mira a una mujer. Jamás. Soy médico. Sé lo que debería ocurrirles a los incestuosos. Sólo hay una solución. Una solución tabú en un estado de derecho. Pero, aun así, la única solución.

—No quiero decir eso —respondió Caroline—. ¿Puedes imaginarte cómo miran a nuestras hijas otros hombres, hombres que no son sus padres? Para simplificar, centrémonos en Julia. ¿Cómo la mira un hombre adulto?

—Ya lo sabes. Tú misma acabas de decirlo. Hay culturas en las que ya podría estar casada. Y mira a Alex. Están totalmente enamorados. ¿Sabemos qué van a hacer más adelante? ¿Lo que ya hacen? Quiero decir, ¿no deberíamos hablar ya de esas cosas? Alex tiene quince años. Espero que ambos sepan perfectamente qué puede ocurrir.

—Querido, no me refiero a chicos de quince años. Me parece precioso verlos a los dos revoloteando el uno alrededor del otro. Ayer hacían manitas por debajo de la mesa durante la cena. Bueno, a mí ese Alex me parece poco espabilado, pero es guapo, eso sí. Lo entiendo muy bien. Si yo fuese Julia, lo tendría claro.

—¿Y eso cómo se llama? ¿Las mujeres maduras que miran a los quinceañeros guapos como si fuesen un caramelito? ¿Pedofilia? ¿O hay un nombre más bonito?

Lo dije sonriendo, pero Caroline no me correspondió.

—La pedofilia es si haces algo. No estoy ciega. Veo a los quinceañeros guapos. Me gusta mirarlos. Pero eso es todo. No doy el siguiente paso. Y ni que decir tiene que muchos hombres miran así a las chicas. La mayoría de los hombres. Tal vez fantaseen un poco. Pero no hacen nada. ¿No? Me refiero a que los hombres normales no hacen nada. Eso es lo que estoy preguntándote. Como hombre, ¿te parece que Ralph es normal?

—Creo que es tan normal como todos los hombres que viajan a países donde la industria turística se basa en el sexo con menores. Estoy hablando de… ¿cuántos serán? Decenas de miles, tal vez centenares de miles de hombres.

—¿Y crees que él es uno de esos centenares de miles? Si eso es lo que piensas, quiero irme hoy mismo. No voy a exponer a mi hija (o hijas, vete a saber lo enfermo que está) a las miradas calenturientas de un turista sexual ni un minuto más. ¡Joder! ¡Sólo de pensarlo…!

Volví a recordar las manos de Julia agarrándose las braguitas del biquini. «¡No! ¡No!», había gritado. Y luego pensé en la mirada de ave de rapiña con que Ralph había desnudado a mi esposa aquel día en el foyer del teatro municipal. Cómo se habían movido sus mandíbulas. El modo como le rechinaban los dientes, igual que si ya la saboreara en su lengua. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres miran a los hombres. Pero Ralph miraba a las mujeres como si hojeara el
Playboy
. Se agarraba la polla mientras miraba. Mentalmente, o de verdad. Bajaba las braguitas del biquini a niñas de trece años. ¿O no? El caso era que yo no sé lo había visto hacer con mis propios ojos. Existía la posibilidad de que mi hija sólo creyese que iba a hacerlo. Tal vez los cuatro, Julia, Lisa y los chicos, habían jugado a intentar quitarse el bañador unos a otros en la piscina. Un jueguecito. Un jueguecito inocente. Inocente entre los nueve y los quince años, culpable en hombres de cuarenta y muchos.

Entonces pensé que tal vez mi imaginación me había llevado a culpabilizar a Ralph demasiado pronto. Y algo más: Caroline acababa de decir que quería irse «hoy mismo» si Ralph representaba una amenaza para nuestras hijas.

Y eso tal vez era un poco precipitado.

—¿Y qué te parece Stanley? —pregunté.

—¿Cómo?

—Stanley y Emmanuelle. ¿Cómo debemos juzgarlo? ¿Cuántos años tendrá esa chica, diecinueve? ¿Dieciocho? ¿Diecisiete? Quiero decir, hablando en términos legales, será mayor de edad, pero ¿es normal? ¿Es saludable?

—¿Acaso una chica adolescente no es la fantasía definitiva de cualquier hombre de más de cuarenta años? Aunque bueno… tal vez no de todos los hombres. A ti no te afecta, me parece.

—No es cuestión de si me afecta o no. Stanley puede permitírselo. Es un hombre famoso. Tiene a todas las adolescentes que quiera, sólo ha de elegir una y ya está. A lo mejor sacan algo a cambio, un papel pequeño en alguna película. Pero quizá ni eso. No hace falta. A menudo, para una adolescente basta con poder caminar por la alfombra roja a la sombra de un famoso.

—Pero ¿es sólo eso, Marc? ¿Que un simple médico de cabecera no puede conseguir adolescentes? Nunca he tenido la sensación de que te apeteciese una jovencita de ésas.

—No, tienes razón. Creo que enseguida me sentiría mal. Antes las llevaría al parque que a la discoteca.

Caroline rió y me cogió la mano.

—Prefieres a las mujeres de tu edad, ¿verdad, cariño?

—Sí —dije. Pero no la miré, volví la vista hacia la playa y el mar—. Me parece más honorable.

Capítulo 21

Después de media hora de espera, en la inmobiliaria nos dijeron que el fontanero intentaría pasar esa misma tarde para solucionar el problema del agua. La chica que había detrás del mostrador consultó el calendario.

—Hoy es viernes. Haremos todo lo que esté en nuestra mano, pero el fin de semana cerramos. Entonces ya quedaría para el lunes.

Era una chica feísima. Con unos treinta kilos de sobrepeso y decenas de granos y otras irregularidades en una cara hinchada. Más que irregularidades, eran zonas de tierra de nadie en las que no ocurría nada: no se movían cuando ella hablaba, se quedaban vacías cuando el resto de su rostro adquiría una expresión determinada. Pensé que quizá había sufrido un accidente; tal vez de niña había chocado contra el cristal delantero del coche.

Me incliné un poco más por encima del mostrador. Antes de abrir la boca, lancé una mirada rápida, claramente visible para la chica, hacia Caroline, que estaba junto a la puerta, examinando las casas en venta y alquiler.

—¿Vas a salir este fin de semana? —pregunté—. ¿Esta noche? ¿Mañana?

La chica parpadeó. Tenía unos ojos bonitos, eso sí. Amables. Se ruborizó. O, mejor dicho, las partes vacías de su rostro enrojecieron; en las partes muertas, la sangre seguramente encontraba demasiada resistencia y no alcanzaba la epidermis.

—Tengo novio, señor —dijo en voz baja.

Le hice un guiño.

—Tu novio tiene mucha suerte. Espero que sea consciente de ello.

La chica bajó la mirada.

—Eh… está muy liado. Pero le pediré que vaya a ver lo de su agua esta misma tarde.

Me quedé mirándola. ¡El fontanero! El hombrecito que había subido al tejado acompañado de Ralph en pelotas. «Se ve que el tipo lo mismo sirve para un barrido que para un fregado —me dije—, y que no sólo desatasca depósitos de agua.» Intenté superponer las dos imágenes, pero no pasé del fontanero y la chica juntos en el sofá viendo la tele: cogidos de la mano, el fontanero se lleva una botella de litro y medio de cola a los labios con la mano libre; la mano libre de la chica está metida hasta el codo en una bolsa de patatas fritas tamaño familiar.

—Marc, ven a mirar.

Le guiñé un ojo una vez más a la chica y fui con mi esposa.

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