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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (18 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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—Fíjate, ¿ésta no es nuestra casa?

Miré hacia donde señalaba. Había un recuadro de cartón con tres fotos pegadas: una de la casa, una del jardín y otra de la piscina.

EN VENTA

CASA CON PISCINA

Debajo había un par de datos concisos sobre el número de habitaciones y metros cuadrados, tanto de la superficie habitable como del jardín. Al final aparecían el precio, un número de móvil y una dirección de correo electrónico.

—Tan cara no es —dijo Caroline.

—Bueno, pero es que está en una urbanización a cuatro kilómetros de la playa. Si fuese a comprarme algo aquí, querría estar en primera línea de mar.

Caroline fue pasando el dedo índice por los otros anuncios.

—Aquí. Esta está en primera línea de mar.

Esa otra casa también se anunciaba como «Casa con piscina», pero estaba encaramada a una colina, en lugar de encontrarse en una de las calas. Desde la piscina se veía el mar, más abajo. El precio de salida era cinco veces el de la casa en que nos alojábamos.

—Ya lo ves —dije.

Caroline me cogió la mano con expresión seria.

—¿Qué hacemos ahora?

—Comprar la casa, y luego ya veremos.

—No; quiero decir ahora. ¿Cuándo nos iremos? Yo quiero irme, Marc, en serio.

Reflexioné o, mejor dicho, fingí reflexionar. Ya tenía la respuesta pensada para esa pregunta.

—Hoy es viernes —dije—. Mañana y el domingo habrá mucho tráfico en las carreteras, y seguramente también nos costaría encontrar sitio en un camping. Así que propongo que nos vayamos el lunes.

—Pero del lunes no pasa, ¿eh?

—El lunes nos vamos.

Capítulo 22

El sábado por la mañana Lisa encontró el pollito. Estaba al lado de nuestra tienda y seguramente se había caído del olivo que había allí.

—¡Papá! —Tiró de mi saco de dormir—. Papá, mira, ven. Se ha caído un pajarito.

El pollito estaba de lado, tembloroso. Intentó levantarse un par de veces sin conseguirlo.

—Creo que se ha caído de su nido —dije, frotándome los ojos adormilados. Escudriñé las ramas, pero no vi ningún nido.

—Me da mucha pena —dijo Lisa—. Pero tú eres médico, papá. Tú lo curarás.

Cogí el pollito con cuidado y lo levanté. Intentó picotearme la mano, pero apenas tenía fuerzas. No parecía que tuviese ninguna pata rota ni otras heridas. En el fondo lo lamenté; un pajarito con una pata rota habría podido ser un «proyecto». Ya lo había hecho en vacaciones anteriores: el gato de la cola aplastada en una isla griega dos años antes. Mientras le desinfectaba el muñón sangriento, el gato me había clavado tanto los dientes en el antebrazo que tuve que ponerme la vacuna del tétanos y una serie de dolorosas inyecciones contra la rabia. Pero había valido la pena. La gratitud del gato era infinita. Tres días después, comía pedacitos de carne de cordero cruda de nuestra mano. Cuando le quité la venda, tuvo que acostumbrarse a caminar. La herida estaba bien cicatrizada, pero le costaba mantener el equilibrio ahora que sólo tenía tres centímetros de cola. Se subió a un almendro y luego no podía bajar. Cuando intenté sacarlo de allí subiéndome al árbol, me llevé un zarpazo en el párpado izquierdo, y luego se precipitó cinco metros hasta el hormigón de la terraza. Pero ya no se fue. Nos seguía a todas partes: al interior de la casa, por el jardín, hasta el pueblo (donde nos esperaba pacientemente en la acera de enfrente del panadero o el carnicero hasta que terminábamos de hacer las compras), e incluso iba a nuestro lado el kilómetro y medio que nos separaba de la playa.

La despedida fue dura. Julia y Lisa lloraban. No, no podíamos llevarnos el gato. No habríamos podido subir al avión un animal sin las vacunas requeridas, tendría que pasarse meses en cuarentena. Y además, argüíamos Caroline y yo, ¿acaso no sería mucho más feliz allí, en su propia isla, donde vivían su familia y sus amigos, donde podía cazar ratones y lagartijas, y siempre hacía buen tiempo?

—¿Dónde está su familia entonces? —lloró Julia—. ¿Por qué nunca han venido a ver cómo se encontraba?

Cuando pienso en aquel último día, todavía se me humedecen los ojos. El gato creía que podía venir con nosotros en el coche, ya se preparaba para saltar al asiento trasero. Siguió al coche cuando salimos del camino sin asfaltar a la carretera. Finalmente no me quedó otra que bajarme y apedrearlo. Nuestras hijas no querían mirar, se quedaron llorando en el asiento trasero. Caroline se llevó un pañuelo de papel a los ojos. Yo también lloré. Lloré como un niño mientras cogía la primera piedra del camino. Al principio el gato pensó que era un juego, pero apunté demasiado bien y la piedra fue a darle en la cabeza. Resollando y con el muñón hinchado, echó a correr de vuelta a la casa.

—Lo siento, Bert —dije entre lágrimas (el segundo día Lisa le había puesto ese nombre en honor a un maestro engreído de su escuela)—; ya vendremos otra vez a ver cómo estás.

Ahora miré el pajarito que tenía en la mano y lamenté que no tuviese nada roto. Sólo era pequeño. Demasiado pequeño y frágil para valerse por sí mismo.

—Entra con cuidado en la casa sin despertar a nadie —le dije a Lisa—, y trae una caja de cartón, una caja de zapatos o algo así. Y unos algodoncitos, o una toallita del baño.

—Aquí cerca hay una especie de zoo —explicó Judith—. Volviendo de la playa, si giras a la izquierda, hay un camino que sube. Una vez pasamos por allí. Hay una pared y una valla con un par de banderas. Encima de la valla hay un cartel que pone «Zoo», y en la pared hay animales pintados.

Estábamos desayunando en la terraza. El pollito estaba en una caja de cartón donde había habido botellas de vino. Los laterales de la caja eran demasiado altos, y si mirabas por encima del borde y veías al pajarito en el fondo, acurrucado contra la toallita, te venía a la mente el patio de una cárcel.

—¿Qué te parece? —le pregunté a Lisa—. No está enfermo ni herido, únicamente es pequeño. Demasiado pequeño para cuidarse solo. ¿Lo llevamos a ese zoo?

Lisa estaba seria. Había colocado la caja con el pájaro en la silla que tenía al lado, y cada veinte segundos echaba un vistazo al interior. «Está bebiendo», decía entonces. O «Vuelve a temblar».

Esperé o, en realidad, deseé que Lisa se negara a llevarlo al zoo, que dijese que ella misma se ocuparía del pajarito hasta que pudiese sostenerse sobre sus patas. Después lo soltaríamos. No era como un perrito o un animalito al que coges afecto; con un pájaro, desde el principio esperas que quiera volar, y que llegue el día en que se vaya.

Sería un momento bonito, un momento que me habría gustado compartir con mi hija pequeña. Coges el pajarito con cuidado. Abres la mano. El pajarito aletea y se eleva, al principio vacilante, torpe. Pero entonces recupera el equilibrio en una rama baja. Se queda ahí un momento más. Sacude las plumas y mira alrededor, a nosotros, sus salvadores. Nos está agradecido, imaginamos. Entonces gira la cabeza noventa grados, dirige su mirada al cielo y se aleja volando.

Habíamos acordado irnos el lunes. Yo no creía que el pajarito pudiese llegar a valerse por sí mismo en apenas dos días. Pero podíamos llevárnoslo, pensé; pondríamos la caja en el asiento trasero.

Este habría sido el desarrollo ideal de los acontecimientos. Al menos, para mí. Pero Lisa preguntó:

—¿Les gustará a los del zoo?

—¿Cómo que si les gustará?

Lisa se mordió el labio y suspiró.

—En los zoos lo que más hay son tigres y elefantes y tal, ¿no? Y este pajarito es muy común. A lo mejor no les gusta lo suficiente.

Entonces todo el mundo se echó a reír. Judith, Ralph… hasta Emmanuelle rió detrás de sus gafas de sol, aunque no se tomó la molestia de preguntar qué nos hacía tanta gracia.

El cuidador del zoo llevaba pantalones cortos caqui y camiseta blanca. Echó un vistazo a la caja y una sonrisa tierna se le dibujó en los labios.

—Has hecho muy bien en traerlo aquí —le dijo a Lisa—. Estos animalitos muchas veces no sobreviven ni un día sin su madre.

—¿Qué dice? —preguntó mi hija.

Le traduje lo que había dicho el cuidador. Lisa asintió muy seria.

—¿Qué van a hacer ahora con él?

—Lo tendremos aquí un par de días —explicó el cuidador—, una semana si hace falta. Hasta que haya recuperado las fuerzas. Pero a veces ocurre que este tipo de aves no quieren volver a la vida silvestre, porque se han acostumbrado demasiado a las personas. Entonces puede quedarse aquí el resto de su vida.

Visitamos con el cuidador la zona de las aves para que Lisa viese dónde iba a vivir. Por el camino vi pocos animales espectaculares: algunos cervatillos, ovejas con grandes cuernos, un cerdo negro muy gordo, y un par de pavos reales y avestruces. En una jaula demasiado pequeña para él, un lobo se acurrucaba contra los barrotes.

—¿Tiene llamas también? —le pregunté al cuidador.

El hombre negó con la cabeza.

—Ya ve que tenemos principalmente animales bastante normales. Tenemos una gamuza y unos cuantos antílopes, pero eso es todo.

—Imagínese que aquí cerca alguien tuviese una llama, y que, debido a sus circunstancias, de repente ya no pudiera hacerse cargo de ella. ¿La acogerían ustedes?

—Estaríamos encantados de tener una llama. Pero no hacemos distinciones: acogemos a cualquier animal sin hogar. Temporalmente o para siempre. A veces les encontramos nuevo dueño, pero vamos con cuidado. Primero nos aseguramos de que sea un auténtico amante de los animales.

—Me alegro de oírlo. Deme su número de teléfono y les llamaré si me entero de algo.

Al volver a la casa nos encontramos a Alex, Julia y Thomas en la piscina.

—Su mujer se ha ido con mi padre, Stanley y Emmanuelle a la ciudad —respondió Alex cuando pregunté dónde estaban los demás—. Aquí sólo se han quedado mi madre y mi abuela.

Miré hacia arriba, al primer piso de la casa. Vi a la madre de Judith por la ventana de la cocina. Estaba sentada de espaldas a mí. Lisa ya se había ido corriendo hacia la tienda por su bañador.

—¿Han dicho cuándo volverán? —le pregunté a Alex.

—No, pero acaban de irse. Hará diez minutos como máximo.

Judith estaba sentada a la mesilla de la cocina con su madre, pintándole las uñas. Un pintauñas discreto, rosado, casi transparente; un color adecuado para una mujer mayor.

—¿Y bien? —preguntó Judith—. ¿Habéis encontrado el zoo?

En el fuego había una cafetera y un cazo donde quedaba un poco de leche. Miré el reloj que colgaba sobre la puerta de la cocina. Las once y media. Ya se podía. Además, no me apetecía un café.

—Han sido muy amables —dije, mientras abría la nevera y sacaba una lata de cerveza—. Así Lisa no ha sentido tanto separarse del pajarito.

Había una silla libre, pero me pareció poco adecuado sentarme con la cerveza a la mesa con ellas, así que me quedé de pie. Me apoyé contra la encimera y abrí la lata. Tras sólo dos sorbos ya noté que la lata pesaba mucho menos.

—¿Es usted también el nuevo médico de cabecera de mi hija? —preguntó la anciana sin mirarme.

—No, mamá —repuso Judith—. Ya te lo he dicho, es sólo el nuevo médico de Ralph.

Ahora la madre también me miró.

—Pero aquella vez que llamó no dijo lo mismo. Entonces…

—¿Puedo? —pregunté. Di un paso rápido y cogí el paquete de cigarrillos y el encendedor de la mesa.

—Mamá, no te muevas o me salgo —pidió Judith.

—Me dijo que era tu médico —acabó la mujer.

Encendí el cigarrillo y tiré la lata vacía a la papelera de pedal. Luego abrí el frigorífico y cogí otra. Judith me miró interrogativa. Me encogí de hombros.

—Supongo que se acuerda bien, así que imagino que debí de equivocarme —dije, sin dejar de mirar a Judith—. Seguramente dije que era el médico de su hija.

En la consulta había comprobado que hacer un cumplido a la buena memoria de una persona mayor siempre funciona.

—¿Ves? —dijo enseguida, efectivamente, la madre de Judith. Esta me guiñó un ojo y yo hice lo propio—. ¿Ves como no tengo Alzheimer?

—Todavía eres demasiado joven para eso, Vera —dije.

A lo mejor la cerveza me había vuelto temerario. Nunca antes había tuteado a la madre de Judith. Pero yo sabía que había otra cosa que también funcionaba siempre, no sólo en la consulta, sino en cualquier lugar: dirigirse a las mujeres por su nombre de pila. Lo más a menudo posible. Lo mejor es hacerlo en cada frase.

La madre de Judith (Vera) se rió brevemente.

—Qué majo es —le dijo a su hija. Ya tenía las uñas listas, se puso de pie y agitó las manos—. Sí, mucho. He visto cómo se porta con sus hijas. —Ahora sí me miró. Tenía las mejillas ruborizadas. Mejillas que apenas mostraban arrugas, las mejillas de alguien que muy probablemente había llevado una vida comedida. Sin excesos. Una vida de pan integral y suero de leche. De largos paseos en bicicleta por el campo—. Sí, sí —continuó, mirándome—. Tengo ojos en la cara. He visto lo majo que eres con tus hijas; no todos los padres son así. Y a tus hijas se les nota que te quieren mucho. No lo fingen, es verdad.

Ahora fue mi turno de ruborizarme un poco. En primer lugar, no recordaba haberle oído jamás tantas frases seguidas a la madre de Judith; en todo caso, seguro que era la parrafada más larga que me había dirigido. En segundo lugar, me pareció detectar cierta crítica, un retintín ligeramente sarcástico al decir «no todos los padres son así». Tal vez fueran imaginaciones mías, pero me dio la impresión de que al pronunciar esa frase miraba fugazmente a su hija.

La miré a los ojos. Intenté advertirla sobre mí. Quizá estaba decepcionada con la elección de su hija. «No todos los padres son así.» Yo le parecía «majo». Por lo visto, más majo que Ralph Meier. Pero yo tampoco era tan majo o, en todo caso, no del modo en que ella se figuraba.

Se oyeron risas procedentes del jardín. Alguien aplaudió. Otra persona silbó con los dedos. La madre de Judith se volvió hacia la ventana, y Judith también miró hacia el exterior.

—¡Oh, míralos! —exclamó.

En dos pasos me planté ante la ventana. Podía elegir entre colocarme a la izquierda de la mesilla, al lado de la madre de Judith, o a la derecha, donde estaba sentada Judith. Me decanté por la primera opción.

Abajo, en la piscina, Julia y Lisa estaban en el trampolín. Alex y Thomas estaban sentados en el borde, con las piernas en el agua. Julia fue la primera en avanzar; dio un salto alto y levantó los brazos como una bailarina. A continuación, dejó que sus manos se deslizaran hacia abajo por los costados del cuerpo, dio dos vueltas sobre sí misma y volvió al principio del trampolín. Alex aplaudía, Thomas silbó tres veces fuerte con los dedos.

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