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Authors: Herman Koch

Tags: #Intriga, Relato

Casa de verano con piscina (15 page)

BOOK: Casa de verano con piscina
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Me incliné y localicé su muñeca en la oscuridad. Se la rodeé suavemente con los dedos.

—¿Cuántos cigarrillos te quedan?

—Marc, por favor. No digas tonterías.

—Va en serio. ¿Qué daño puede hacer un solo cigarrillo? Esta noche tengo ganas de fumarme uno. Aquí fuera, contigo.

—¿Sabes qué? A veces me preocupas de verdad. Por cómo miras a tus pacientes.

Busqué el paquete de cigarrillos en la oscuridad, y acabé encontrándolo entre la pinocha, bajo la silla de mi mujer.

—Siempre te referías a ellos de un modo que dejaba claro que estabas por encima. Por encima de todos aquellos artistas de pacotilla. Simplemente, sentías que eras mejor que ellos. Y con razón. Odiabas los estrenos, las inauguraciones y las presentaciones de libros tanto como yo. Odiabas los discursos hueros de la gente que se cree mejor que los demás sólo porque se dedica al arte. Presuntos pintores que no han vendido ningún cuadro, directores que hacen películas que atraen apenas a cien espectadores y aun así se sienten superiores a la gente que trabaja para ganarse la vida. Incluso a alguien que puede curar a otras personas, como tú.

—Caroline…

—No, espera, aún no he acabado. Eso es lo que siempre me ha molestado, ver cómo te miran. A veces me pregunto si te das cuenta. Yo sí. Se sienten superiores a ti, Marc. En el fondo te consideran simplemente un médico tontaina cualquiera. Un médico insignificante, porque no sabe pintar cuadros que nadie quiere. Porque se niega a mendigar dinero para la enésima obra de teatro nauseabunda o película penosa que nadie desea ver. Se les nota en todo. También en el modo como me miran a mí. Naturalmente, para ellos valgo aún menos que tú. La mujer del médico. Lo peor de lo peor. Veo que piensan: «¿Se puede caer más bajo?», y miran rápidamente alrededor por si encuentran alguna compañía más interesante. Cuanto antes se libren de esa mujer de médico sosa y aburrida, mejor.

—Caroline, no deberías…

—Cállate, que no he acabado. Tienes que escucharme un poco más; después, ya no volveré a sacar el tema. Nunca más. Te lo prometo.

Cogí el cigarrillo de Caroline de entre sus dedos y lo usé para encender el mío.

—Te escucho.

—Es que ya no lo aguanto más. O, mejor dicho, podía soportarlo mientras tú supieses, en el fondo, que estabas por encima de todo eso. Pero ¿lo estás? ¿sintiéndote por encima de todo eso, Marc?

Reflexioné. Analicé mis sentimientos y supe la respuesta. En los momentos en que se me hacían insufribles, había fantaseado bastantes veces con hacerlo… ¿Qué se perdería si les pusiese una inyección a cada uno? ¿De qué películas «indispensables», como las había definido uno de mis pacientes en una ocasión, debería abstenerse el público? ¿Qué cuadros no se pintarían? ¿Qué libros no se escribirían? En pocas palabras, ¿se perdería algo? ¿Nos daríamos cuenta?

A veces, entre paciente y paciente, me pasaba medio minuto a solas en mi despacho. Entonces me imaginaba cómo sería. Los haría pasar de uno en uno. ¿Brazo izquierdo o derecho? ¿Podría remangarse, por favor? Es sólo un pequeño pinchazo, será un momentito. En una semana podría haber terminado. Se daría carpetazo a los planes de la película. Las representaciones se pospondrían. Los libros se quedarían sin escribir. ¿Se perdería algo realmente? ¿O enseguida prevalecería el alivio?

—¿De qué te ríes? —preguntó Caroline.

—Es que estaba pensando en cómo serían las cosas si desapareciesen todos mis pacientes. Si renovara mi consulta y colgara un cartelito en la puerta: «A partir de ahora solamente se aceptan personas normales.» Gente que trabaje de las nueve a las cinco.

Di una calada y aspiré el humo. Sabía bien. Sabía como la primera vez, en el patio del colegio. Y como la primera vez, me dio tos.

—Cuidado, Marc. Has perdido la costumbre.

—¿Qué quieres decir con que no estoy por encima de todo eso? ¿Por qué lo crees?

—No sé, creo que empezó desde que conociste a Ralph Meier. Es como… casi parece que lo admires. Nunca te había pasado, lo de admirar a un paciente. Te parecían todos horribles. Siempre decías que era una pérdida de tiempo.

Di una segunda calada. Esta vez con un poco más de cautela, para evitar otro acceso de tos.

—Bueno, tal vez «admirar» sea una palabra demasiado fuerte, pero tampoco es que Ralph sea un inútil. No puedes negar que es distinto a esos artistas de tres al cuarto que tantas ínfulas se dan. El sí sabe actuar, es sólo eso. Quiero decir, a ti también te gustó. En
Ricardo Segundo
.

—Sí, claro que me gustó. Por mucho que sea un asqueroso, hay que saber separar una cosa de la otra, creo yo. El talento de una persona y lo que hace en su vida privada. Pero no quería decir eso. No es solamente que admires su talento, sino que parece que te interesa su vida. Ya me pareció notar algo el día de la fiesta. Y ahora esto. Las molestias que te has tomado para encontrar un camping cerca de la casa, y con qué ganas te has agarrado a la propuesta de plantar la tienda en su jardín. Es como si, consciente o inconscientemente, tuvieras demasiadas ganas de estar con él. Se me hace raro. Tú no eres así, Marc. No eras así. Éste no es el Marc que yo conozco, ni el Marc que admiro… admiraba. El Marc que jamás de los jamases habría querido pasar las vacaciones en casa de uno de sus pacientes, aunque fuese un actor famoso. De hecho, mucho menos si era un actor famoso.

Oí la cremallera de nuestra tienda. Estaban abriéndola a pequeñas sacudidas. Apareció Lisa, en pijama. Se frotó los ojos.

—¿Os estáis peleando? —preguntó.

Alargué el brazo y la acerqué a mí.

—No, preciosa. No nos estamos peleando. ¿Por qué lo dices?

—Es que os oigo hablar todo el rato. No puedo dormir.

La rodeé con un brazo y la apreté contra mí. Ella me puso la mano en la cabeza y me pasó los dedos por el pelo.

—¡Papá!

—¿Qué, princesa?

—¡Estás fumando!

En un acto reflejo, quise apagar el cigarrillo en el suelo, pero eso no haría más que consolidar la sensación de que me había pillado haciendo algo malo.

—Pero ¡si tú nunca fumas!

—No.

—¿Y por qué fumas ahora?

En la oscuridad vi que el ascua del cigarrillo de Caroline caía al suelo y se apagaba.

—Bueno, es sólo una vez. En ocasiones muy…

—Pero ¡no hay que fumar! Fumar es muy malo. Fumar mata. No quiero que fumes, papá. No quiero que te mueras.

—No voy a morirme, preciosa. Mira, ya lo apago.

Aplasté la colilla contra el suelo.

—Vosotros no fumáis nunca —dijo Lisa—. Mamá nunca fuma. ¿Por qué estabas fumando?

Respiré hondo. Sentí que me escocían los ojos, pero no era por el humo.

—Papá tampoco fuma nunca —dijo Caroline—. Sólo ha querido probarlo para acordarse de lo asqueroso que es.

Se hizo un silencio. Abracé a mi hija con más fuerza y le acaricié la espalda.

—¿Volveremos a ir a esa piscina mañana? —preguntó Lisa.

No contesté. Conté los segundos en la oscuridad. Uno, dos, tres… oí que Caroline suspiraba profundamente.

—Sí, cariño —dijo—. Mañana volveremos a la piscina.

Capítulo 19

Así empezó nuestra estancia en la casa de vacaciones de los Meier. O, más concretamente, al lado de la casa. El suelo no resultó tan duro y pudimos clavar las piquetas. Después de empezar a colocar los palos de la tienda, dirigí una mirada interrogativa a Caroline.

—No, cariño —me dijo—. Esta vez puedes hacerlo tú solito.

Y se fue a la piscina.

Teníamos unas colchonetas delgadas que se hinchaban solas. Aunque el suelo no era tan duro como habíamos pensado, era duro igualmente. A través de la colchoneta se notaban todas las irregularidades y piedrecillas que no había quitado al montar la tienda. Además, estábamos justo al lado de la mesa de ping-pong. Nos dormíamos y despertábamos con el sonido de pelotitas que rebotaban. Los padres de Alex y Thomas no les imponían una hora fija para acostarse. Si no estaban jugando al ping-pong, los oíamos tirarse del trampolín hasta pasada la medianoche.

Caroline no decía nada. No decía: «¿Estás contento ahora? Es lo que querías, ¿no?» Sólo me miraba. Y sonreía.

Acompañamos a los Meier a los mercados de los alrededores. Mercados en los que Ralph regateaba a grandes voces el precio del pescado, la carne y la fruta.

—Me conocen todos —decía—. Saben que no soy un turista cualquiera, que sé lo que vale un kilo de gambas.

Si íbamos a un restaurante, apartaba ostensivamente el menú.

—Aquí no hay que pedir a la carta. Hay que preguntar qué tienen del día. —Y así lo hacía. Daba palmaditas en los hombros de los camareros y les pellizcaba el vientre como si fuesen amigos de toda la vida—. No probaréis esto en ningún otro lado —nos aseguraba.

Nos plantaban delante platos de marisco. Siempre marisco. De todas las formas y tamaños. Animales que yo ni sabía que existieran. No sabía ni por qué lado empezar a comer. Yo soy carnívoro. Ralph ni siquiera me daba la oportunidad de ver la carta. Una única vez conseguí captar la atención de un camarero y señalar un plato que había visto en la mesa de al lado. Un plato de carne, una carne de la que sobresalían los huesos, regada con salsa marrón oscuro.

—Pero ¿qué has pedido? —exclamó Ralph, negando con la cabeza—. Aquí hay que comer pescado. Mañana compraremos carne para la barbacoa; conocemos una granja aquí cerca donde venden carne de corderos y cerdos que crían ellos mismos. Estos compran la carne en el supermercado, este restaurante es de pescado. Hala, ¡buen provecho!

Los días que no nos quedábamos en la piscina, íbamos a la playa. Más exactamente, a las calas. La playa normal y corriente en que nos habíamos encontrado la primera noche no era suficiente.

—Ahí va todo el mundo —decía Ralph, sin especificar qué tenía eso de malo.

La característica definitoria de las calas a las que Ralph nos llevaba era su difícil acceso. Desde donde aparcábamos el coche había que trepar cerca de una hora por senderos rocosos casi impracticables, invadidos por cardos y arbustos espinosos que te herían las piernas hasta hacerte sangrar. Insectos con el abdomen a rayas rojas y amarillas zumbaban por el aire sofocante y te picaban en las pantorrillas o el cuello. Mucho más abajo, se veía el mar azul.

—¡Aquí no viene nadie! —exclamaba Ralph—. Ya lo veréis. ¡Un paraíso!

Siempre íbamos cargados como muías. Ralph y Judith llevaban de todo: tumbonas, parasoles, una neverita con latas de cerveza y vino blanco, y una cesta de picnic llena de pan, tomates, aceite de oliva, embutidos, quesos, latas de atún, sardinas y el inevitable surtido de calamares. Una vez llegados a la playa, Ralph se desnudaba del todo sin más preámbulos y se lanzaba al agua entre las rocas.

—¡Coño, qué gozada! —exclamaba riéndose—. ¡Alex, tírame unas gafas! Creo que por aquí hay cangrejos. ¡Y erizos de mar! ¡Ay! ¡La hostia! Judith, ¿podrías mirar un momento en la bolsa azul? Creo que mis chanclas de plástico están ahí. Marc, ¿a qué esperas?

Cierto, ¿a qué esperaba? Ya he explicado lo que me pasa con los cuerpos desnudos. Los cuerpos desnudos son mi rutina diaria. Un cuerpo desnudo en una consulta médica no es como un cuerpo desnudo al aire libre. Observé a Ralph mientras salía del agua y metía los pies en las chanclas de plástico que Judith había sacado de la bolsa azul. Vi las gotas que caían de su cuerpo. Sacudió la cabeza como un perro mojado, y nuevas gotas salieron despedidas de su pelo. Se sonó la nariz ruidosamente con los dedos y luego se los limpió en el muslo. Hace mucho tiempo, los primeros animales abandonaron el agua. La mayoría se quedaron a vivir en tierra firme. Sólo hacía unos doscientos años, no más, que los hombres, inicialmente en pequeño número, habían vuelto a la playa. Miré el pene peludo de Ralph, de donde goteaba tanta agua que era imposible saber si era agua de mar o si estaba meando sin pudor alguno.

—Marc, ven, hombre. Se ve hasta el fondo. —Puso los brazos en jarras y miró complacido alrededor de «su cala», la cala cuya existencia nadie más que él conocía. Durante un par de segundos tapó el sol con su corpachón. Luego se dio la vuelta y volvió al agua a zancadas, con las chanclas chacoloteando.

No soy un mojigato, no es eso. Bueno, no estoy explicándome bien: sí soy mojigato, y estoy orgulloso de serlo si eso significa que no expongo mi polla y otras partes del cuerpo tanto si viene a cuento como si no ante cualquiera que pase por ahí. En resumen, creo que exponer el cuerpo es algo que debe hacerse con cierta cautela. Evito como la peste las playas nudistas, los campings naturistas y demás lugares de reunión de exhibicionistas. Cualquiera que haya visto gente desnuda jugando al vóley en una playa sabe que la cosa no tiene nada de erótica, por no decir lo contrario. A menudo, en las fosas comunes la gente también está apelotonada desnuda. Yo lo que pido es que mantengan un mínimo de dignidad humana. A los nudistas eso no les importa. Con la excusa de que desnudarse es algo natural, te restriegan por la cara el espectáculo de pollas balanceándose, tetas desparramadas, vulvas colgantes y rajas del culo húmedas. Y luego te señalan con un dedo acusador, proclamando que si consideras que es mejor que todo eso quede oculto es que eres un estrecho de miras.

Observé a mi alrededor para ver qué hacían los demás. Los chicos llevaban bañadores de colores que les llegaban por, debajo de las rodillas. Caroline se había quitado la blusa y, estaba tumbada en biquini encima de una toalla extendida sobre los guijarros. Mis dos hijas también llevaban ya puesto el biquini. En el caso de Lisa, la parte de arriba no era estrictamente necesaria, pero era comprensible que no quisiese ser menos que su hermana mayor.

En último lugar miré a Judith. Estaba en cuclillas ante la misma bolsa azul de la que había sacado las chanclas de Ralph. Cogió un botellín de crema solar y empezó a untarse los brazos. No había duda: sólo llevaba la parte de abajo del biquini. Eché un vistazo muy rápido; tenía miedo de que Judith me pillara observándole los pechos, así que desvié la mirada y volví a centrar mi atención en el mar. Ni rastro de Ralph. Lo busqué de nuevo, pero realmente había desaparecido. La cala estaba en una bahía; en el punto en que se abría hacia el mar, había un saliente de piedras por encima del cual batían las olas. Pensé que sería un extraño inicio de vacaciones que Ralph se ahogara ya el primer día. O que no llegara a ahogarse, pero que tuviéramos que arrastrarlo hasta la playa de guijarros tosiendo, escupiendo agua y esforzándose por respirar. Sí, hay un médico en la sala. Yo era el más indicado para hacerle la respiración boca a boca. Tendría que ponerlo boca arriba y masajearle el vientre para que expulsara el agua que hubiese tragado. Pensé en cómo sería hacerle el boca a boca; seguro que sabía a calamares. «¡Este restaurante es de pescado!», pensé, y no pude contener la risa.

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