Cerré los ojos. Intenté recapacitar en esa tranquila oscuridad, pero fue inútil. En mi mente, objetos y hechos se desintegraban para después salir volando hechos añicos. Traté de digerir lo que Yuki acababa de decirme. Ni me lo creía ni dejaba de creérmelo. Dejé que sus palabras calasen en mi corazón. No era más que una posibilidad. Pero era una posibilidad poderosa, fatal y aplastante. Se llevaba por delante todo lo que, en los últimos meses, había tomado una forma vagamente ordenada en mi interior. Todo eso, que era ambiguo, provisional y, para ser exactos, indemostrable, había adquirido cierto equilibrio, solidez. Ahora, no obstante, esa solidez y ese equilibrio se habían volatilizado sin dejar rastro.
Cabe esa posibilidad, me dije. Y en el preciso instante en que pensé eso, sentí que algo había terminado. Sutil, pero firmemente, algo se había acabado. ¿Qué demonios era ese
algo
? Cansado de darle vueltas, me dije que ya lo pensaría en otro momento. El caso es que había vuelto a quedarme solo. Sentado en la playa bajo la lluvia, al lado de una niña de trece años, y terriblemente solo.
Yuki me cogió la mano con suavidad.
La sostuvo largo rato en su cálida y suave manita, que por algún motivo no parecía real. Pero su tacto no era más que la reproducción de un recuerdo. Cálido y suave como un recuerdo, pero inútil.
—Volvamos —dije—. Te llevo a casa.
Conduje de vuelta a Hakone. Como ninguno de los dos decía nada, y no soportaba el silencio, metí en el radiocasete la primera cinta que vi. Sonó música, pero no tenía ni idea de quién era. Me concentré en la conducción: controlando los movimientos de mis manos y mis pies, cambiaba de marcha, giraba el volante.
Taca-taca, tacataca
: el limpiaparabrisas iba de un lado a otro, monótono.
No quería ver a Ame, de modo que dejé a Yuki al pie de las escaleras.
—Mira —me dijo. Había rodeado el coche hasta ponerse al lado de mi ventanilla y había cruzado los brazos, como si tuviera frío—. No hace falta que te creas lo que te he dicho. Solamente lo vi. Ni yo estoy segura de que las cosas fueran así. Y no me odies. Si tú me odiases, entonces ya no sabría qué hacer.
—No te odio —le dije con una sonrisa—. Tampoco voy a dar por bueno así como así lo que me has contado. Pero la verdad acabará saliendo a la luz. Aparecerá cuando la niebla se disipe, estoy seguro. Si lo que me has dicho resultara ser cierto, eso sólo significaría que yo he atisbado esa verdad a través de ti. Tú no tienes la culpa, lo sé. Y yo intentaré cerciorarme por mi cuenta. Si no, quedará todo inacabado.
—¿Vas a quedar con él?
—Claro que sí. Y se lo preguntaré sin rodeos. Es la única manera.
Yuki se encogió de hombros.
—¿No estás enfadado conmigo?
—Claro que no. ¿Por qué iba a enfadarme contigo? No has hecho nada malo.
—Has sido muy buena persona —me dijo ella. ¿Por qué habla en pasado?, me pregunté—. Es la primera vez que conozco a alguien como tú.
—Yo también es la primera vez que conozco a una chica como tú.
—Adiós —se despidió.
Me miró fijamente. Parecía desazonada. Como si quisiera añadir algo; como si fuera a agarrarme de la mano o a darme un beso en la mejilla. Pero, por supuesto, no hizo nada.
En el camino de vuelta, me pregunté qué desazonaba a Yuki. Con todos mis sentidos concentrados en la carretera, escuchaba lo que quiera que sonaba en el radiocasete. Al salir de la autopista, escampó. Sin embargo, no logré reunir fuerzas para desactivar el limpiaparabrisas hasta que llegué a mi plaza de aparcamiento en Shibuya. Estaba muy confuso. Debía hacer algo. Me quedé en el Subaru un buen rato sin apartar las manos del volante. Tardé bastante tiempo en soltarlo.
Intenté poner orden en mis pensamientos y emociones.
Primera pregunta: ¿podía creer lo que me había contado Yuki? Me lo planteé en términos de probabilidades, eliminando a conciencia todos los factores emotivos. No me resultaba excesivamente difícil, ya que mis sentimientos estaban tan atontados y paralizados como si les hubiera picado una avispa.
Cabe esa posibilidad
, me repetí. Y a medida que pasaban los minutos, esa posibilidad crecía más y más en mi interior, hasta rodearse de cierta verosimilitud. Una corriente impetuosa me impedía resistirme a esa idea. En la cocina, me tomé mi tiempo para preparar café: herví el agua, molí los granos. Cogí una taza de la repisa, me serví el café y me lo tomé lentamente, sentado en la cama. Para cuando me lo había terminado, la probabilidad se había transformado prácticamente en convicción. Seguro que fue así, me dije. Yuki había visto una imagen precisa. Gotanda la había matado, había transportado el cadáver en su coche y la había enterrado.
Era absurdo. No tenía ninguna prueba. Tan sólo lo que había percibido una adolescente sensible al ver una película. Pero, ignoraba por qué, no albergaba dudas sobre sus palabras. Eso sí: estaba conmocionado. No obstante, mi intuición había aceptado esa imagen sin cuestionarla. ¿A qué se debía? ¿Por qué estaba tan seguro?
No lo sabía.
Aun sin saberlo, decidí tirar de ese hilo.
Siguiente pregunta: ¿por qué había matado Gotanda a Kiki?
No lo sabía.
Siguiente pregunta: ¿acaso Gotanda también había matado a Mei? Y, si era así, ¿por qué?
Una vez más, no lo sabía. Por más vueltas que le daba, no se me ocurría ningún motivo por el que Gotanda hubiera asesinado a Kiki, o a las dos. Ni un solo motivo.
Ignoraba demasiadas cosas.
Al final, como le había dicho a Yuki, no me quedaba más remedio que quedar con Gotanda y preguntárselo. Pero ¿cómo se lo soltaría? Me imaginé preguntándole a la cara: «¿Mataste tú a Kiki?». Me resultaba ridículo y, lo mirara como lo mirase, grotesco. Inmundo, también. Tan inmundo que me entraban náuseas con sólo pensar en la situación. También pensaba que sería un error preguntárselo. Con todo, si no lo hacía, no avanzaría. No iba a quedarme mirando cómo la verdad se difuminaba en el aire. No tenía elección. Fuese grotesco o, en cierta medida, erróneo, debía hacerlo. No podía eludirlo.
Varias veces estuve a punto de telefonearle. Me sentaba en la cama, respiraba hondo, me colocaba el teléfono sobre las rodillas y marcaba despacio el número. Sin embargo, nunca terminaba de marcar. Finalmente, dándome por vencido, devolvía el aparato a su sitio y miraba el techo tumbado sobre la cama. Gotanda significaba para mí mucho más de lo que yo creía. Sí, éramos amigos. Era mi amigo aunque hubiera asesinado a Kiki. Y yo no quería perderlo. Ya había perdido demasiadas cosas. Imposible. No podía llamarlo.
Desactivé el contestador y decidí no responder aunque sonase. En ese momento, si Gotanda si me hubiera llamado, no habría sabido qué decirle. El teléfono sonó varias veces a lo largo del día. No sabía quién llamaba. Podía ser Yuki, podía ser Yumiyoshi. En cualquier caso, no respondí a las llamadas; no me apetecía hablar con nadie. Cada vez que sonaba, recordaba a la chica que trabajaba en una central telefónica. «Regresa a la Luna», me había dicho. Tenía razón. Debía regresar a la Luna. Aquí el aire era demasiado denso, la gravedad lo había vuelto todo demasiado pesado.
Pasé cuatro o cinco días reflexionando y preguntándome: «¿Por qué?». Apenas comía ni dormía, y no probé ni una sola gota de alcohol. Como ya no controlaba mi cuerpo, apenas salí del piso.
He ido perdiendo cosas, reconocí.
Sigo perdiendo
. Siempre acabo solo.
Siempre es así
. En cierto sentido, Gotanda y yo pertenecemos a la misma especie. Nuestras circunstancias, nuestra manera de sentir y pensar son diferentes. Pero somos de la misma especie: seres que no paran de perder. Y ahora estamos perdiéndonos el uno al otro.
Pensé en Kiki. Recordé su rostro cuando decía: «¿Qué significa esto?». Yacía en un agujero cubierto de tierra. Igual que
Sardina
. Al final, Kiki tenía que morir. Aunque pueda parecer extraño, no podía ver su muerte bajo otra perspectiva. Lo que sentí fue resignación. Una resignación serena como la lluvia que caía sobre el vasto océano. Ni siquiera sentí tristeza. Al pasar un dedo suavemente por la superficie de mi alma, la noté extrañamente áspera. Todo iba desapareciendo en silencio. Como una ráfaga de viento que borrara señales dibujadas sobre la arena. Nadie podía detenerlo.
El caso es que el número de cadáveres había aumentado: el Ratón, Mei, Dick North y Kiki. Cuatro en total. Faltaban dos. ¿Quién más iba a morir?
En última instancia, todos moriremos, pensé. Tarde o temprano, todos nos convertiremos en esqueletos blancos y nos llevarán a aquella sala en el centro de Honolulu, que estaba conectada con el frío y oscuro cuarto del hombre carnero en el hotel de Sapporo, un cuarto que, a su vez, estaba conectado con la habitación en la que, un domingo por la mañana, Gotanda le hacía el amor a Kiki. ¿Dónde terminaba la realidad?, me preguntaba. ¿Qué le pasaba a mi cabeza?
¿Estaba cuerdo o no?
Parecía que todo sucedía en cuartos irreales que habían sido deformados e insertados en la realidad. ¿Había, a fin de cuentas, alguna realidad? Cuanto más lo pensaba, más me parecía que la verdad se alejaba de mí. ¿Había visto la ciudad de Sapporo bajo la nieve de marzo? Ahora me parecía irreal. ¿Había pasado una tarde en la playa de Makaha con Dick North? También me parecía irreal. Se asemejaba a la realidad, pero sentía que no lo era. Porque ¿cómo podía un manco cortar el pan con tanta perfección? ¿Cómo pudo una prostituta de Honolulu anotarme el mismo número de teléfono que encontré en el edificio de los esqueletos al que Kiki me había conducido? Sin embargo,
tenía que ser real
. Después de todo, era la realidad que yo recordaba. Si dejara de considerarla real, mi mundo se tambalearía desde sus cimientos.
¿Será que mi mente está enferma y manifiesta síntomas de locura?, me pregunté. ¿O es la realidad la que está enferma y manifiesta síntomas de locura? No lo sé. Ignoro demasiadas cosas. En cualquier caso, tengo que poner orden en este caos. Da igual si eso me causa tristeza, rabia o resignación; debo llegar hasta el final. Ése es mi cometido. Me lo dice todo lo que lo que he vivido últimamente. Por eso he conocido a distintas personas y he sido conducido hasta este extraño lugar.
Allá vamos, pensé. No perderé el paso. Tengo que bailar y dejarlos a todos deslumbrados. Los pasos: ésa es la única realidad. Ya están establecidos. No hace falta pensar. Están grabados con fuego en mi mente. Baila. Baila lo mejor que puedas. Llama a Gotanda y pregúntaselo: «Dime, ¿mataste tú a Kiki?».
En vano. Las manos no me respondían. El corazón me palpitaba en cuanto me sentaba delante del teléfono. Mi cuerpo se sacudía como si le azotara una fuerte racha de viento; me costaba hasta respirar. Y es que Gotanda me caía bien. Era mi único amigo y era yo mismo. Gotanda formaba parte de mi ser. Yo le comprendía.
Varias veces me equivoqué al marcar. Por más que lo intentaba, era incapaz de marcar las cifras correctas. A la quinta o la sexta vez, arrojé el teléfono al suelo. Era inútil, no podía. Era incapaz de seguir los pasos como es debido.
La tranquilidad en el interior del piso me agobiaba. Tampoco soportaba oír el timbre del teléfono. Cierto día, salí a dar un paseo por la calle. Prestaba atención a mis propios pasos al caminar y ponía cuidado al cruzar la calle, como un paciente en rehabilitación. Luego me mezclé con la muchedumbre, me senté un rato en un parque y me puse a observar a la gente. Me sentía terriblemente solo. Quería agarrarme a algo. Pero a mi alrededor no había nada a lo que sujetarme. Estaba en medio de un resbaladizo laberinto de hielo. Las tinieblas eran blancas y los ruidos no tenían eco. Me dieron ganas de echarme a llorar. Pero ni siquiera era capaz de llorar. Sí, Gotanda era yo. Y estaba a punto de perder una parte de mí mismo.
Nunca conseguí llamarlo. Al final, fue Gotanda quien vino a verme.
Era de nuevo una noche lluviosa. El actor vestía la misma gabardina que cuando fuimos a Yokohama, llevaba gafas y un gorro para la lluvia a juego con la gabardina. Aunque llovía bastante, iba sin paraguas. El gorro chorreaba. Nada más verme, me sonrió. Yo, como por un acto reflejo, también le sonreí.
—Tienes muy mala cara —me dijo—. He estado llamándote, pero como no cogías el teléfono he venido a ver qué pasaba. ¿Te encuentras mal?
—No demasiado bien —dije eligiendo las palabras con cuidado.
Me miró con los ojos entrecerrados.
—Entonces me parece que será mejor que vuelva otro día. En cualquier caso, siento haber venido así sin avisar. Cuando te recuperes, ya quedaremos.
Negué con la cabeza y tragué saliva. No me salían las palabras, pero Gotanda esperó pacientemente.
—No, no tengo ningún problema de salud —le dije—. Supongo que estoy cansado porque apenas he dormido ni comido. Estoy bien y tengo que hablarte de algo. Salgamos. Me apetece comer algo decente.
Gotanda condujo el Maserati por calles llenas de rótulos de neón emborronados por la lluvia. El coche no vibraba ni una pizca, y Gotanda cambiaba de marcha con suavidad y precisión, aceleraba con tranquilidad, frenaba despacio. Pese a todo, el coche me ponía nervioso. El alboroto nocturno de la ciudad nos rodeaba como si estuviéramos en el fondo de un abrupto valle.
—¿Dónde podríamos ir? —se preguntó—. Un restaurante en el que podamos charlar tranquilos sin toparnos con empresarios con Rolex —añadió mirándome de reojo.
Pero yo miraba el paisaje, ajeno a todo. Después de dar vueltas durante media hora, se dio por vencido.
—No se me ocurre ningún sitio. ¿Qué? ¿Conoces algún lugar?
—No, yo tampoco. No se me ocurre nada —le dije. Era cierto. Yo todavía no había vuelto del todo a la realidad.
—Vale, entonces hagámoslo al revés —decidió Gotanda, alto y claro.
—¿Al revés?
—Vayamos a un lugar muy ruidoso. ¿No te parece que así podremos hablar con tranquilidad?
—Buena idea. Pero ¿cuál?
—Shakey’s —dijo Gotanda—. ¿No te apetece una pizza?
—No me importa. No me disgustan las pizzas. Pero ¿no te reconocerán?
Gotanda sonrió débilmente. Una sonrisa como los últimos rayos de sol colándose entre las hojas de los árboles en un atardecer de verano.
—¿Has visto alguna vez a algún famoso en Shakey’s?
Como era fin de semana, el local estaba lleno de gente. También había mucho ruido. Sobre un escenario, un grupo de jazz estilo Dixieland, con todos los músicos vestidos con idénticas camisas de rayas, interpretaban
Tiger Rag
. Pandillas de estudiantes con pinta de haber bebido demasiada cerveza no se quedaban cortos a la hora de armar jaleo. Estaba un poco oscuro, por lo que nadie se fijó en nosotros. En todo el local olía a pizza recién horneada. Pedimos pizza y cerveza y nos instalamos en la mesa del fondo, bajo una llamativa lámpara Tiffany.