—Es inútil. Por más que me toques, no me voy a curar.
Ella se rió disimuladamente.
Ocurrió en ese momento.
En ese instante algo me golpeó. Dentro de la cabeza algo hizo
clac
y se produjo una conexión. Algo sucedió. Aunque no fui capaz de saber qué era.
Casi de manera automática pisé el freno. El Camaro que venía detrás hizo sonar su claxon estridente varias veces y, al adelantarnos, profirió una sarta de insultos por la ventanilla. Acababa de ver algo. Ahí, en ese instante, algo muy importante.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? Nos vamos a matar —gritó Yuki, o eso me pareció que decía.
Porque yo no oía nada. Kiki, pensaba. No cabía duda: acababa de ver a Kiki. En Honolulu. No tenía ni idea de qué hacía ahí. Pero era Kiki. Me la había cruzado. Había pasado caminando al lado del coche, tan cerca de nosotros que casi habría podido tocarla con la mano.
—Escúchame, voy a cerrar todas las ventanillas y echarle el seguro a las puertas. No salgas del coche. Si alguien te habla, no le abras. Vuelvo enseguida —dije, y bajé del coche.
—¡Eh, espera! ¡No me dejes aquí sola!
Yo ya había echado a correr, sin hacerle caso. Choqué con varios transeúntes, pero no podía pararme para pedir disculpas: no tenía un minuto que perder. Debía alcanzar a Kiki. Tenía que pararla y hablar con ella. Corrí dos manzanas, tres, siguiendo el flujo de gente. Mientras corría recordé que, cuando la había visto, un momento antes, llevaba un vestido azul y un bolso blanco. Y de pronto, a lo lejos, divisé un vestido azul y un bolso blanco que se agitaba al atardecer siguiendo la cadencia de su paso. Se dirigía hacia la zona más concurrida del centro. Al llegar a una avenida, el número de viandantes aumentó de golpe y ya no pude correr. Una mujer enorme, que debía de pesar el triple que Yuki, me obstaculizó el paso. Con todo, la distancia que me separaba de Kiki se acortaba poco a poco. Ella no dejaba de caminar. A una velocidad normal, ni rápido, ni despacio. Simplemente caminaba recto, sin volverse hacia atrás, sin mirar hacia los lados ni dar señales de que fuera a subirse a un autobús. Tenía la sensación de que le daría alcance de un momento a otro, pero, por extraño que parezca, la distancia no parecía menguar. Ella no tenía que pararse en los semáforos. Todos estaban en verde, como si caminase haciendo cálculos. Para no perderla de vista, crucé corriendo un semáforo en rojo, a riesgo de ser atropellado.
Me encontraba a unos veinte metros de ella cuando, de repente, dobló una esquina a la izquierda. Por supuesto, la seguí. Me encontré en una callejuela desierta. A uno y otro lado se alzaban viejos edificios de oficinas sin demasiado encanto, con sucias camionetas y furgonetas aparcadas. Kiki había desaparecido. Jadeando, me detuve y me froté los ojos. ¡Eh! Pero ¿qué pasaba? ¿Había vuelto a desaparecer? No. Por un instante, un camión de reparto me la había ocultado. Caminaba por la acera al mismo ritmo que antes. Pese a que la oscuridad del crepúsculo aumentaba a cada instante, podía ver claramente su bolso blanco balanceándose, como un péndulo, a la altura de su cintura.
—¡Kiki! —grité.
Tuve la impresión de que me oyó, porque se volvió de refilón hacia mí. Es ella, pensé. Por supuesto, todavía nos separaba cierta distancia, era casi de noche y estábamos en una callejuela oscura apenas iluminada. Sin embargo, estaba seguro de que era Kiki.
No tenía la menor duda
. Y ella sabía que era yo. Incluso me sonrió.
Pero no se detuvo. Tan sólo había mirado por encima del hombro, sin aflojar el paso. Siguió adelante y entró en uno de los edificios de oficinas. La imité, con unos veinte segundos de retraso. Demasiado tarde: la puerta del ascensor que había al fondo del vestíbulo ya se había cerrado. La aguja del viejo indicador de las plantas había empezado a moverse lentamente. Conteniendo la respiración, observé la aguja. Se desplazó a una velocidad exasperantemente lenta hasta detenerse en el número ocho con un pequeño temblor. Luego se quedó quieta. Pulsé el botón, pero segundos después cambié de opinión y subí a toda prisa por las escaleras. Por el camino me topé con un samoano de pelo cano que bajaba con un cubo y tenía pinta de ser el portero del edificio. Casi choqué contra él.
«¡Eh! ¿Adónde va?», me preguntó, pero yo le dije: «¡Después…!» sin dejar de subir los peldaños a toda velocidad. El edificio parecía desierto y apestaba a polvo. El ruido de las suelas de mis zapatillas de deporte resonaba en medio del silencio. Nada indicaba que allí viviera gente. Al llegar a la octava planta, miré a izquierda y derecha. Pero nada: no había nadie. A lo largo del pasillo se alineaban siete u ocho puertas, sin ningún detalle llamativo. De cada una colgaba un letrero con un número y el nombre del negocio.
Los leí uno por uno, pero ningún nombre me decía nada. Una empresa de importación y exportación, un bufete de abogados, un dentista… Todos los letreros estaban viejos y sucios. Incluso los nombres escritos parecían deslucidos. Ninguno de los negocios tenía pinta de estar precisamente en auge. Eran oficinas anodinas en una anodina planta de un edificio anodino en una calle anodina. Una vez más, leí lentamente y por orden todos los letreros, pero ninguno de ellos parecía guardar relación con Kiki. Me quedé inmóvil, dubitativo. Agucé el oído. No se oía el menor susurro. Todo el edificio estaba silencioso como unas ruinas.
Luego oí algo, un taconeo sobre un suelo duro. Resonaba en el techo alto del pasillo. Un eco seco, pesado, como un recuerdo ancestral. El eco sacudió mi conciencia. De pronto me sentí como si deambulara por el laberinto de las vísceras de una criatura gigante, muerta hacía mucho tiempo, erosionada y reseca. Por alguna razón, yo me había deslizado en un agujero en el tiempo y había quedado atrapado en aquella cavidad.
El taconeo resonaba tan alto que durante un rato no fui capaz de discernir de dónde provenía. Sin embargo, venía del fondo del pasillo, de una de las puertas situadas a la derecha. Haciendo el menor ruido posible con mis zapatillas deportivas, me dirigí rápidamente hacia allí. Parecía proceder del otro lado de la última puerta, pero, al mismo tiempo, se oía muy lejano. En esa puerta no había letrero.
¡Qué raro!, pensé. Hace un momento, cuando examiné todas las puertas, ésta también tenía letrero. No recuerdo qué negocio era, pero letrero sí había.
¿No estaré soñando?, me pregunté. No, no es un sueño. No puede serlo. Todo es lineal. Sigue un orden. Estoy en Honolulu y he llegado hasta aquí siguiendo a Kiki. No es un sueño. Es una situación disparatada, pero muy real.
Probé a llamar a la puerta.
Al golpear suavemente con los nudillos, cesó el taconeo. Una vez que se desvaneció en el aire el último eco, el silencio absoluto volvió a descender sobre el edificio.
Esperé delante de la puerta unos treinta segundos. Nada ocurrió. Los pasos se habían detenido.
Asiendo el pomo, me decidí a girarlo despacio. No estaba cerrado con llave. El pomo giró lentamente y la puerta se abrió hacia dentro con un leve chirrido. Daba a una habitación que estaba a oscuras y donde se percibía un ligero olor a producto para fregar el suelo. Parecía haber sido una oficina, pero estaba vacía. No había mobiliario ni iluminación alguna. Tan sólo la luz mortecina del atardecer, que entraba por una ventana, teñía la sala de un azul pálido. En el suelo había esparcidas algunas hojas de periódico descoloridas. Ni un alma.
Entonces volvieron a oírse los pasos. Cuatro, para ser exactos, y luego de nuevo el silencio.
Me había parecido que el ruido procedía del fondo, de algún lugar a la derecha. Me dirigí hacia allí y descubrí que, junto a la ventana, había una puerta. La abrí. Delante de mí arrancaban unas escaleras. Me agarré al frío pasamanos metálico y empecé a subir lentamente y a oscuras, con cuidado para no caer. Eran empinadas. Parecían unas escaleras de emergencia o algo por el estilo. Sin ninguna duda, arriba se oía algo. Al llegar a lo alto, vi otra puerta. Busqué algún interruptor de la luz, pero no lo encontré por ninguna parte. Resignado, busqué el pomo a tientas y abrí la puerta.
La habitación estaba oscura. La oscuridad no era total, como en las escaleras, pero no se distinguía nada. Sólo percibí que se trataba de un espacio bastante amplio. Supuse que sería un ático o un desván. O no había ventanas o, si las había, estaban todas tapiadas. Por fin, en medio del alto techo, distinguí un pequeño tragaluz. Sin embargo, como la luna todavía no estaba muy alta, apenas entraba luz. El tenue resplandor de una farola se colaba por el tragaluz tras haberse refractado una y otra vez.
En el umbral de aquella extraña oscuridad, volví a gritar: «¡Kiki!».
Esperé un rato, pero no hubo respuesta.
Me pregunté qué haría. Estaba demasiado oscuro para avanzar. Nada podía hacer. Decidí esperar un poco más. Quizá al cabo de un rato mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y tal vez atisbase algo.
No sé cuánto tiempo estuve allí, inmóvil, sin soltar el pomo de la puerta. Prestaba oídos y escrutaba la oscuridad. Poco después, un inesperado rayo de luz iluminó débilmente la habitación. ¿Habría ascendido la luna? Quizá habían empezado a encender las farolas. Solté el pomo de la puerta y, con pasos cautelosos, me dirigí al centro de la sala. La suela de goma de mis zapatillas producía un extraño ruido, seco y pesado. Al igual que el taconeo que había oído hacía un rato, ese ruido tenía un eco misterioso, irreal.
—¡Kiki! —grité una vez más.
No hubo respuesta.
Tal y como había intuido, era una sala muy amplia. Estaba vacía y en ella se respiraba un aire estancado. Llegué al centro y, al mirar a mi alrededor, entreví viejos muebles en los rincones. Bultos grises que parecían un sofá, sillas, una mesa, una cómoda. Eran peculiares. No semejaban muebles en absoluto. Como si les faltara realismo. En contraste con la amplitud de la sala, el número de muebles era ridículamente escaso. El espacio se expandía, fantasmagórico, en sentido centrífugo.
Agucé la vista, en busca del bolso blanco de Kiki en alguna parte. Me dije que el vestido azul no se vería en aquella oscuridad, pero sí quizá el bolso. Quizá ella estuviese sentada en el sofá o en alguna de las sillas.
Pero no vi ningún bolso. Sobre el sofá y las sillas sólo distinguí algo que se me antojó unas telas blancas y arrugadas. Imaginé que serían fundas de lino. Pero al acercarme resultó que no eran telas. Eran huesos. En el sofá había dos esqueletos sentados el uno al lado del otro. Dos esqueletos humanos enteros. Uno grande y otro pequeño. Estaban sentados como si estuvieran vivos. El grande apoyaba un brazo sobre el respaldo. El pequeño tenía las dos manos colocadas sobre las rodillas. Parecía que habían muerto de manera fulminante, la carne había desaparecido y sólo quedaban los huesos. Daba la sensación de que sonreían. Y eran de un blanco asombroso.
No sentí miedo. No sé por qué, pero estaba tranquilo.
Están ahí quietos, pensé. No van a moverse. Como dijo el policía, los esqueletos no desprenden ningún olor, están impolutos, silenciosos. Están irrevocablemente muertos. No tengo nada que temer.
Recorrí la sala. Había seis esqueletos. Excepto uno, todos estaban completos. Esos cinco estaban sentados, como si la muerte los hubiera sorprendido en esa postura. Uno de ellos —por el tamaño supuse que sería un hombre— parecía ver la tele. Aunque el televisor estaba apagado, la línea de visión del esqueleto moría en la pantalla. Una mirada vacía clavada en imágenes vacías. Otro había muerto sentado a la mesa, ante unos platos cuyo contenido se había convertido en polvo blanco. El sexto, el único esqueleto incompleto, estaba echado en una cama. Le faltaba el brazo izquierdo desde el hombro.
Cerré los ojos.
¿Qué demonios es esto? ¿Qué intentas enseñarme, Kiki?
Volvieron a oírse pasos. Procedían de otra estancia, pero no sabía de qué dirección. Parecían surgir de algún lugar inexistente. Porque aquella sala no tenía salida. No conducía a ninguna parte. El ruido de pasos se prolongó para al rato desaparecer. Sobrevino un silencio tan denso que tuve la impresión de que me ahogaba. Me limpié el sudor de la cara con la palma de la mano. Kiki había vuelto a esfumarse.
Abrí la puerta por la que había entrado y salí. Eché un último vistazo hacia la habitación y el blanco de los seis esqueletos brilló, pálido, en medio de la oscuridad azulada. Parecía que iban a levantarse en cualquier momento y echar a andar. Como si esperaran a que yo me marchara. Quizá encenderían el televisor y la comida caliente regresaría a los platos. Cerré la puerta con suavidad, para no molestarlos, y bajé las escaleras hasta la oficina vacía. Todo estaba tal y como lo había dejado. No había nadie. Las hojas de periódico seguían tiradas en el suelo.
Me acerqué a la ventana y miré hacia abajo. En la calle, las farolas de luz blanca estaban encendidas y junto a la acera había furgonetas y camionetas aparcadas, igual que antes. La calle estaba desierta. El sol ya se había puesto.
Entonces me fijé en que, sobre el alféizar de la ventana, había algo cubierto de polvo. Era un trozo de papel, del tamaño de una tarjeta de visita, con siete cifras escritas a bolígrafo que parecían un número de teléfono. Tanto el papel como la tinta eran nuevos; no se habían descolorido. El número no me sonaba de nada. Le di la vuelta, pero estaba en blanco.
Me guardé el papel en el bolsillo y salí al pasillo.
Me quedé allí quieto, aguzando el oído durante un rato.
Pero ya no se oía nada.
Todo estaba muerto. Reinaba el silencio más absoluto, como si hubieran cortado la línea de un teléfono. Ese silencio no me llevaría a ninguna parte. Dándome por vencido, bajé la escalera. Al llegar al vestíbulo, busqué al portero que había visto antes. Quería preguntarle por la oficina en la que había entrado, pero no lo encontré. Tras esperar un rato, empecé a preocuparme por Yuki. Intenté calcular cuánto tiempo la había dejado sola, pero en vano. ¿Media hora? ¿Quizá una hora? Ya había anochecido. Y la había dejado sola en una calle que podía ser peligrosa. Por hoy es suficiente, me dije. Quedándome aquí no voy a solucionar nada.
Después de memorizar el nombre de la calle, me apresuré a volver al coche. Yuki, con cara enfurruñada y recostada en el asiento, estaba escuchando la radio. Cuando di un golpecito en la ventanilla, irguió la cabeza y levantó el seguro de la puerta.
—Lo siento —le dije.
—Ha venido un montón de gente. Gritaban como locos, golpeaban las ventanillas, sacudían el coche… —dijo ella con indiferencia mientras apagaba la radio—. He pasado mucho miedo.