Sabía lo que tenía que hacer.
De momento, esperar.
Esperar a que sucediera algo. Siempre había sido así. Cuando se llega a un punto muerto, no hay que precipitarse. Si se espera pacientemente, algo sucede. Algo llega. Sólo hay que abrir los ojos y esperar en la penumbra a que algo empiece a moverse. Lo sé por experiencia. Cuando llega el momento, se mueve.
Así pues, esperaría tranquilamente.
De vez en cuando quedaba con Gotanda e íbamos a cenar y a tomar una copa. Al cabo de un tiempo, verlo se convirtió en una costumbre. Cada vez que quedaba con él, se disculpaba por no haberme devuelto todavía el Subaru. No hay ningún problema, no te preocupes, le decía.
—¿Aún no lo has lanzado al mar? —me preguntó.
—Pues no, lo siento. Ni siquiera he tenido tiempo de salir de paseo con él —le dije.
Gotanda y yo estábamos sentados a la barra de un bar ante unos
vodka tonic
. Él bebía a un ritmo un poco más rápido que el mío.
—Pues sería un gustazo lanzarlo de verdad —me dijo con los labios en el borde de la copa.
—Sería un alivio. Pero después del Maserati vendría el Ferrari.
—Pues tirémoslo también al mar —propuso.
—¿Y después del Ferrari?
—No sé, pero como tire muchos coches, la compañía de seguros se va a quejar.
—No te preocupes por la compañía de seguros. Échale más arrojo. Total, todo esto son fantasías. Sólo estamos tomándonos una copa y fantaseando. No es como esas películas de bajo presupuesto en las que actúas. La imaginación no entiende de presupuestos. Olvídate por un momento de esas preocupaciones burguesas y de los detalles y piensa a lo grande. Un Lamborghini, un Porsche, un Jaguar, lo que sea. Tú lánzalo sin más. No te cortes. El mar es ancho y profundo. En él caben miles y miles de coches. ¡Explota tu imaginación!
Se echó a reír.
—Hablar contigo siempre sienta bien.
—Lo mismo digo. Sobre todo porque el coche y la imaginación son de otro, claro —le dije—. Por cierto, ¿qué tal te va con tu ex mujer?
Tomó un sorbo de
vodka tonic
y asintió. Fuera llovía y el local estaba prácticamente vacío. Aparte de nosotros, sólo había dos clientes más. El barman, ocioso, sacaba brillo a las botellas.
—Nos va muy bien —dijo en un tono sereno. Luego sonrió torciendo los labios—. Nos queremos el uno al otro. Nuestro amor se ha hecho más fuerte y profundo gracias al divorcio. ¿No te parece romántico?
—Sí. Me voy a desmayar de lo romántico que es.
Se rió entre dientes.
—Hablo en serio —dijo con gesto grave.
—Lo sé —le contesté.
Así eran más o menos nuestras conversaciones. Hablábamos de cosas serias, pero también bromeábamos, tal vez, precisamente, para quitarle hierro a tanta seriedad. Nuestras bromas, por otro lado, tampoco eran tan graciosas, pero no nos importaba. Bastaba con saber que
podíamos
bromear, y que entre nosotros se extendía ese terreno compartido. Ni siquiera nosotros sabíamos hasta qué punto éramos serios. Ambos teníamos treinta y cuatro años: una edad difícil, aunque las dificultades no tenían nada que ver con las de la adolescencia. Los dos empezábamos a comprender, poco a poco, qué significaba realmente haber entrado en la madurez y acercarse a la vejez. Y nos aproximábamos a una etapa en la que había que empezar a hacer algún tipo de preparativo. Proveernos de algo que nos calentase durante los inviernos que vendrían. Gotanda lo expresó de una manera más sucinta.
—Amor —dijo—. Eso necesito.
—Conmovedor —repliqué. Pero, en realidad, yo también lo necesitaba.
Gotanda se quedó callado, tal vez pensando en el amor. Yo también pensé en eso. Y en Yumiyoshi. Luego recordé que aquella noche había pedido un
bloody mary
. Le encantaban los
bloody mary
.
—Me he acostado con tantas mujeres que he perdido la cuenta. Ya no lo necesito. Te acuestas con una y es como si te hubieras acostado con todas. Siempre es lo mismo —añadió poco después—. Lo que quiero es amor. Te lo juro:
la única con la que quiero acostarme es mi mujer
.
Yo hice crujir los dedos.
—Impresionante. Parecen las palabras de un dios. Son de un brillo fulgurante. Deberías dar una rueda de prensa y declarar: «La única con la que quiero acostarme es mi mujer». Los dejarías a todos emocionados. A lo mejor hasta te condecoraba el primer ministro.
—¿Y no podrían concederme el Nobel de la Paz? Acabo de proclamar al mundo que la única con la que quiero acostarme es mi mujer. Eso no lo hace cualquiera.
—Pero, como te den el Nobel, vas a tener que ponerte levita.
—Y qué. Todo corre a cuenta de los gastos de representación.
—Fantástico. Decididamente, hablas como un dios.
—El discurso de aceptación se pronuncia delante del rey de Suecia —dijo Gotanda—. «Damas y caballeros, la única con la que quiero acostarme es mi mujer.» Se producirá una tormenta de conmoción. Las nubes cargadas de nieve se abrirán y saldrá el sol.
—El hielo se derretirá, los vikingos se prosternarán a tus pies y se oirá el canto de la Sirenita.
—¡Qué conmovedor!
Volvimos a guardar silencio. Había mucho que pensar sobre el amor. Cuando invite a Yumiyoshi a casa, tengo que acordarme de comprar vodka, zumo de tomate, salsa Lea & Perrins y limón, pensé.
—Pero ¿y si no te conceden ningún premio? ¿Y si sólo creen que eres un degenerado?
Gotanda se quedó pensativo. Luego asintió lentamente varias veces.
—No hay que descartarlo. Lo que acabo de decir va en contra de la revolución sexual. Puede que una turba furiosa me mate a patadas —dijo él—. Pero entonces quizá me nombren mártir sexual.
—Serías el primer actor que se convierte en mártir sexual.
—Pero si me matasen, no podría volver a acostarme con mi mujer.
—Exacto —contesté yo.
Entonces volvimos a callarnos y a beber durante un rato.
Así eran nuestras serias conversaciones. Si alguien nos hubiera escuchado, habría pensado que todo era una broma. Y, sin embargo, no podíamos hablar más en serio.
Cuando Gotanda tenía algún rato libre, me llamaba por teléfono. Entonces íbamos a algún restaurante, o él venía a mi piso y cenábamos algo, o iba yo a su piso. Así transcurrieron los días. Yo había tomado la firme resolución de no retomar mi trabajo. Me importaba un pito. El mundo seguiría girando sin mí. Y yo estaba esperando que ocurriera algo.
Envié a Hiraku Makimura el dinero que me había sobrado y las facturas del viaje. Viernes me llamó al poco tiempo para decirme que no podía ser, que yo tenía que quedarme con ese dinero.
—El señor Makimura dice que, si no, tendrá la sensación de que no le ha recompensado debidamente. Y dice que lo deja en mis manos. Por favor, acéptelo. Si no, también me creará problemas a mí —arguyó Viernes—. Tampoco cuesta tanto.
Lo que menos me apetecía en esos momentos era empezar con un inacabable tira y afloja, así que le dije que de acuerdo, que esta vez lo haríamos de manera que Makimura se quedase satisfecho. Poco después el escritor me envió un cheque por valor de trescientos mil yenes. Dentro del sobre venía una factura en la que ponía: «Gastos en concepto de documentación para un reportaje». Yo la firmé, la sellé y se la remití por correo. Bienvenido al conmovedor mundo de lo fiscalmente deducible.
Puse el cheque de trescientos mil yenes en un marco y lo dejé sobre la mesa.
La «semana dorada» de vacaciones, que ese año caía en mayo, vino y se fue.
Hablé con Yumiyoshi varias veces por teléfono.
Ella determinaba de cuánto tiempo disponíamos para hablar. Así, unas veces charlábamos durante horas, y otras decía: «Estoy ocupada» y me colgaba sin más. Aun en otras, colgaba de golpe tras permanecer en silencio durante bastante rato. En cualquier caso, al menos podíamos hablar por teléfono. Empezamos a intercambiar datos. Un buen día, me dio el número de teléfono de su casa. Fue un avance notable.
Ella iba a clases de natación dos veces por semana. Cada vez que mencionaba las clases de natación, el corazón me palpitaba, se me encogía, se nublaba como el de un cándido alumno de instituto. Una y otra vez quise preguntarle por el instructor de natación. Cómo era, cuántos años tenía, si era guapo, si no se pasaba de amable con ella, etcétera. Pero nunca me atreví. Tenía miedo de que ella se diera cuenta de lo celoso que estaba. Me aterraba que me contestase: «No estarás celoso de mi profesor, ¿no? ¡Qué asco! Odio a la gente así. Un hombre celoso es lo peor que hay. ¿Te das cuenta? Lo peor de lo peor. No quiero volver a hablar contigo jamás».
Así que yo callaba. Y, al callar, el delirio sobre las clases empeoró. Le añadí escenas. Tras la clase principal, el instructor le daba una clase particular. El instructor era Gotanda, por supuesto. Le enseñaba a nadar a crol sosteniéndola por el vientre y el pecho. Sus dedos rozaban el busto y las ingles de Yumiyoshi.
«No te preocupes», le decía. «Yo sólo quiero acostarme con mi mujer.»
Entonces tomaba la mano a Yumiyoshi y le hacía agarrar su pene erecto. El miembro empalmado bajo el agua parecía un coral. Yumiyoshi estaba extasiada.
«Tranquila», le decía Gotanda, «que yo sólo quiero acostarme con mi mujer.»
Así era la fantasía de la piscina.
Era una idiotez, pero no podía quitármela de la cabeza. Cada vez que la llamaba por teléfono, me obsesionaba con esa fantasía. Poco a poco se fue haciendo más compleja, participaban más personajes. Aparecían Kiki, Mei y Yuki. A veces, mientras los dedos de Gotanda recorrían el cuerpo de Yumiyoshi, de pronto ésta se convertía en Kiki.
—Escucha, yo soy una chica del montón —me soltó Yumiyoshi una noche en que estaba desanimadísima—. Lo único que me diferencia de los demás es el nombre. No tengo nada más. Trabajo todos los días detrás de un mostrador de recepción, desperdiciando mi vida. No vuelvas a llamarme. No merezco todo ese dinero que te gastas en llamadas de larga distancia.
—Pero ¿acaso no te gusta trabajar en el hotel?
—Sí me gusta. Trabajar no me amarga. Pero a veces,
a veces
, siento que el hotel me está chupando la vida. Entonces me pregunto quién demonios soy. Es como si no existiera. El hotel está ahí, pero yo no. No puedo verme. Me pierdo de vista a mí misma.
—¿No te estarás tomando demasiado en serio tu trabajo en el hotel? —aventuré—. Tú eres tú, y el hotel es el hotel. Yo pienso a veces en ti y a veces en el hotel. Pero nunca al mismo tiempo.
—Lo sé. Pero de vez en cuando los confundo, no distingo dónde acabo yo y dónde empieza el hotel. Yo, mis sentidos, mi vida son arrastrados por el mundo del hotel y desaparecen.
—A mí me pasa lo mismo. Todos tenemos algo que nos arrastra y no nos deja ver los límites. No sólo tú. Yo también —le dije.
—Te aseguro que no es lo mismo —replicó.
—Ya sé que no es lo mismo —le dije—. Pero entiendo cómo te sientes y me gustas. Hay algo en ti que me atrae.
Yumiyoshi se quedó callada en medio de aquel gran silencio telefónico.
—Me da…, me da mucho miedo esa oscuridad —confesó—. Tengo la sensación de que me volverá a ocurrir.
Se oyó algo, pero no sabía qué era. Hasta que me di cuenta de que Yumiyoshi estaba sollozando.
—Yumiyoshi —la llamé—. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Sí. Sólo estoy llorando. ¿Acaso no puedo llorar?
—No, no pasa nada. Simplemente, estaba preocupado.
—Oye, ¿podrías quedarte en silencio un momento?
Yo me callé, tal como me había pedido. Yumiyoshi lloró un rato y luego colgó.
El 7 de mayo, Yuki me llamó.
—He vuelto —me dijo—. ¿Por qué no hacemos algo?
Fui a buscarla al piso de Akasaka en el Maserati. Cuando vio el coche, me preguntó, ceñuda:
—¿De dónde lo has sacado?
—Eh, eh, que no lo he robado. Resulta que se me cayó el coche en un manantial y apareció una ninfa que se parecía a Isabelle Adjani y me preguntó: «Ese coche que acaba de caer, ¿es un Maserati dorado o un BMW plateado?». Yo le contesté que era un Subaru de segunda mano. Entonces…
—Déjate de bromas estúpidas —refunfuñó—. Te lo estoy preguntando en serio. ¿Qué narices ha pasado?
—Un amigo y yo nos hemos intercambiado el coche durante un tiempo. Me dijo que se moría de ganas de conducir mi Subaru, así que se lo presté. Él tiene sus motivos.
—¿Un amigo?
—Sí, aunque no te lo creas tengo un amigo.
Ella se subió en el asiento del acompañante y miró a su alrededor. Entonces hizo una mueca.
—¡Qué coche más raro! —dijo como si estuviese a punto de vomitar—. ¡Patético!
—La verdad es que el dueño dijo algo parecido —le expliqué—. Aunque con otras palabras.
Ella se quedó callada.
Me dirigí una vez más hacia
Shōnan
. Yuki permaneció callada todo el trayecto. Yo conducía con prudencia mientras escuchábamos una cinta de Steely Dan que habíamos puesto muy bajo. Hacía un tiempo estupendo. Yo llevaba una camisa hawaiana y gafas de sol. Ella, unos pantalones finos de algodón y un polo rosa de Ralph Lauren. El color resaltaba su piel bronceada. Me sentía como si hubiéramos vuelto a Hawai. Los cerdos que transportaba el camión que nos precedía observaban fijamente el Maserati con ojos encarnados por entre las tablas de madera. Pensé que probablemente no distinguían un Subaru de un Maserati. Los cerdos, igual que las jirafas y las anguilas, no entienden de esas cosas.
—¿Qué tal por Hawai? —probé a preguntarle.
Se encogió de hombros.
—¿Cómo te fue con tu madre?
Se encogió de hombros.
—¿Has mejorado con el surf?
Se encogió de hombros.
—Se te ve en forma. Además, te sienta muy bien el bronceado. Pareces el hada del café con leche. Te quedarían bien unas alitas en la espalda y una gran cuchara al hombro. Sí, si te aliases con el café con leche, serías invencible: ni Mocca, Brasil, Colombia y Kilimanjaro juntos podrían ganarte. Todo el mundo bebería café. Todos se quedarían embelesados con el hada del café con leche.
Sinceramente, sólo quería halagarla. Pero no funcionó. Volvió a encogerse de hombros. ¿No había producido el efecto contrario? ¿En qué punto se había torcido mi sinceridad?
—¿Tienes la regla o algo así?
Se encogió de hombros.
Yo también me encogí de hombros.
—Quiero volver —dijo Yuki—. Da la vuelta y vuelve a Tokio.