Tras aparcar, Yuki y yo subimos los cinco peldaños de las escaleras y llamamos al timbre. De vez en cuando, movido por una brisa aletargada, elfûrin
emitía un pequeño tintineo que se mezclaba armoniosamente con la música de Vivaldi que se oía a través de las ventanas abiertas. A los quince segundos la puerta se abrió con calma y apareció un hombre, a todas luces estadounidense, de piel bronceada, no demasiado alto, al que le faltaba el brazo izquierdo desde el hombro. Era de constitución robusta y lucía un bigote que le confería un aire de persona circunspecta. Vestía una vieja camisa hawaiana, pantalones cortos de correr y chancletas. Parecía tener mi edad. No era atractivo, pero sí de facciones agradables. Para ser poeta parecía un tipo demasiado duro, pero seguro que en el mundo también hay poetas que son tipos duros.
El hombre me miró, miró a Yuki, volvió a mirarme, inclinó un poco el mentón y sonrió.
«Hello!»
, dijo con voz serena. Acto seguido repitió el saludo en japonés:
«Konnichiwa»
. Nos tendió la mano y nos la estrechó. «Adelante», añadió en perfecto japonés.
Tras conducirnos a una amplia sala de estar, nos invitó a sentarnos en un amplio sofá y trajo de la cocina una bandeja con dos vasos de cerveza Primo y un vaso de Coca-Cola. Él y yo bebimos cerveza; Yuki ni tocó su vaso. Luego él se levantó, se acercó al equipo de música, bajó un poco el volumen de Vivaldi y volvió a sentarse. La sala, de grandes ventanas, ventilador en el techo y decorada con artesanía de los Mares del Sur, era digna de una novela de Somerset Maugham.
—Ame está en el cuarto de revelado. Vendrá en diez minutos —dijo—. Yo me llamo Dick. Dick North. Vivo aquí con ella.
—Encantado —dije yo.
Yuki se quedó callada y miró por la ventana. Entre los árboles frutales centelleaba el intenso azul del mar. Una sola nube con la forma del cráneo de un homínido flotaba en el horizonte. Estaba tercamente inmóvil, y no parecía que fuera a moverse. Era muy blanca, de perfil muy definido. De vez en cuando una bandada de pájaros pasaba gorjeando por delante de la nube. Cuando Vivaldi se terminó, Dick North levantó la aguja del tocadiscos y, valiéndose de su único brazo, sacó el disco del plato, lo guardó en su funda y lo devolvió a la estantería.
—¿Dónde aprendió japonés? —le dije, pues no sabía de qué hablar.
Dick North asintió, movió una ceja, cerró los ojos y luego sonrió.
—Viví mucho tiempo en Japón —dijo lentamente—. Pasé allí diez años. Fui por primera vez durante la guerra… de Vietnam, me gustó y al terminar el conflicto me matriculé en la Universidad Sofía de Tokio. Ahora escribo poesía.
Ahí está, me dije. No era demasiado joven, tampoco guapo, pero sí poeta.
—También traduzco al inglés haiku, tanka y otros géneros de poesía japonesa —añadió.
—Debe de ser muy difícil.
—Lo es —respondió.
Sonrió y luego me ofreció otra cerveza. Acepté y volvió con otro par de latas. Usando su único brazo tiró de la anilla con una elegancia asombrosa y, tras servirse la cerveza en el vaso, le dio un buen trago. Después dejó el vaso sobre la mesa, movió la cabeza varias veces hacia los lados y observó el póster de Warhol que había en la pared.
—Por extraño que parezca —dijo—, no hay ningún otro poeta manco en el mundo. Hay pintores mancos, incluso pianistas mancos. Y lanzadores de béisbol mancos. ¿Por qué no hay más poetas mancos? No hay ninguna relación entre escribir poesía y tener uno o tres brazos…
Tenía razón.
—Si oye hablar de algún poeta manco, hágamelo saber —me pidió.
Asentí. Lo cierto es que no sabía mucho de poesía. Ni siquiera recordaba nombres de poetas con dos brazos.
—Hay algún surfista manco —prosiguió él—. Se ayudan con los pies. Son muy buenos. Yo también hago un poco de surf.
Yuki se levantó, caminó de un lado a otro de la sala y curioseó los discos que había en la estantería, pero ninguno pareció merecer su aprobación, porque frunció el gesto con cara de «¡qué patético!». Reinaba tal silencio que yo casi me dormía. En el exterior, resonaba de vez en cuando el
rrrrnnnn
de una máquina cortacésped, alguien llamaba a voces a otro, elfûrin
tintineaba, los pájaros trinaban; sin embargo, el silencio acababa absorbiendo todos los ruidos. Era como si miles de invisibles hombres-silencio rodearan la casa y, con sus aspiradoras invisibles e insonoras, absorbieran todos los sonidos; en cuanto se oía el menor ruidito, todos se lanzaban a por él.
—¡Qué sitio más tranquilo! —dije.
Dick North asintió, se observó la palma de su única mano y volvió a asentir.
—Sí lo es. La tranquilidad es fundamental para quien se dedica a trabajos como el de Ame o el mío. No aguanto el
hustle and bustle
. ¿Cómo se dice? ¡Ah, sí! El bullicio de la ciudad. Las aglomeraciones. No lo soporto. Honolulu es muy ruidosa, ¿no creéis?
Aunque no me parecía tan ruidosa, me dio pereza llevarle la contraria y me mostré de acuerdo. Yuki miraba el paisaje por la ventana con su cara de «¡qué idiota!».
—Preferiría vivir en Kauai. Es tranquilo, no hay mucha gente. En cambio, detesto Oahu. Está lleno de turistas, hay demasiado tráfico, mucha delincuencia. Pero vivimos aquí por el trabajo de Ame. Dos o tres veces por semana tiene que ir a Honolulu a por material. Además, en Oahu no estás tan aislado. Últimamente ella está fotografiando personas. La vida cotidiana de la gente. Pescadores, jardineros, agricultores, cocineros, peones camineros, pescaderos… Un poco de todo. Es una excelente fotógrafa. Sus obras encierran genio en estado puro.
Volví a asentir, pese a que nunca había prestado demasiada atención a las fotografías de Ame. Yuki resopló por la nariz.
El poeta me preguntó a qué me dedicaba. Cuando le contesté que era redactor
freelance
, se mostró interesado por mi trabajo. Debió de pensar que nuestra relación como colegas del mismo ámbito profesional era la misma que la de dos primos. Me preguntó qué clase de cosas escribía. Le contesté que escribía todo tipo de cosas, lo que me pedían.
—Es como quitar nieve —concluí.
—Quitar nieve —repitió él y se quedó pensativo.
Quizá no lo había comprendido bien. Dudé si explicárselo mejor, pero en ese momento entró Ame.
La fotógrafa vestía una camisa vaquera de manga corta y pantalones cortos blancos y gastados. Sin maquillar, y muy despeinada, daba la impresión de que acabara de levantarse. Con todo, era una mujer atractiva y desprendía esa elegante arrogancia que tanto me había impresionado la primera vez que la vi, en el Dolphin Hotel. Cuando ella entraba en una habitación, atraía la atención de todos los presentes. Al instante, sin necesidad de explicaciones y sin pretensión alguna de lucimiento por su parte.
Sin decir nada, fue directa hacia Yuki, le removió el cabello hasta despeinarla y luego frotó la nariz contra la sien de la niña. A Yuki no pareció hacerle mucha gracia, pero tampoco se resistió. Sólo agitó dos o tres veces la cabeza hasta que el cabello volvió a quedar más o menos como antes y luego observó impasible el florero colocado en la estantería. Esa impasibilidad, sin embargo, no tenía nada que ver con la apatía que mostraba al encontrarse con su padre. Ahora, una especie de desgarbado temblor emocional recorrió a la pequeña. Parecía haber un entendimiento tácito entre ambas.
Ame y Yuki. Lluvia y nieve. Era ridículo, pensé. Como había dicho Makimura, parecía el parte meteorológico. Si hubieran tenido otra hija, ¿qué nombre le habrían puesto?
Madre e hija no se dijeron ni una sola palabra. Ni un «¿qué tal?», ni un «¿cómo va todo?». La madre tan sólo despeinó a su hija y pegó la nariz a su sien. Luego Ame se sentó a mi lado, se sacó del bolsillo de la camisa una cajetilla de Salem y encendió un cigarrillo con un fósforo. El poeta fue a buscar un cenicero y lo depositó sobre la mesa con elegante gesto. Igual que si hubiera introducido un buen tropo en el verso adecuado. Ame tiró allí el fósforo, expulsó una bocanada de humo y se sorbió los mocos.
—Lo siento. No podía dejar el trabajo a medias —se disculpó Ame—. Cuando empiezo algo, tengo que terminarlo.
El poeta le trajo una cerveza. Con su única mano volvió a tirar diestramente de la anilla y le sirvió la bebida. Ella, tras observar cómo descendía la espuma, se tomó la mitad de un trago.
—Entonces, ¿hasta cuándo os quedáis en Hawai? —quiso saber.
—No lo sé —respondí—. Aún no lo he decidido. Quizá regrese en una semana. Ha dado la casualidad de que estaba de vacaciones, pero dentro de unos días tendré que volver a Japón y retomar el trabajo…
—Deberías quedarte todo el tiempo que puedas. Se está muy bien.
—Sí, estar se está bien —le dije. Cielo santo, esa mujer no escuchaba nada de lo que le decían.
—¿Habéis comido? —me preguntó.
—Un sándwich por el camino —contesté.
—¿Nosotros qué tenemos para almorzar? —le preguntó entonces al poeta.
—Hace una hora, si no recuerdo mal, nos hemos comido los espaguetis que preparé —le explicó con calma el poeta—. Eran las doce, así que podría decirse que eso era el almuerzo.
—¿Ah, sí? —dijo Ame sin darle mayor importancia.
—Sí —aseguró el poeta. Se volvió hacia mí, sonriente—: Cuando se sumerge en su trabajo, se olvida de todo. No recuerda si ha comido ni dónde está. Su mente se queda completamente en blanco. Tiene una capacidad de concentración asombrosa.
Pensé que, más que concentración, lo suyo entraba en el terreno del trastorno mental, pero por supuesto no dije nada. Me quedé callado, sonriendo cortésmente.
Ame fijó su mirada perdida en su vaso de cerveza y luego, como si hubiera recapacitado, lo cogió y le dio un trago.
—Pues yo me he quedado con hambre. Como hoy no hemos desayunado… —comentó.
—Siento tener que llevarte otra vez la contraria, pero, para ser exactos, esta mañana, a las siete y media, has desayunado una tostada grande, un pomelo y un yogur —le recordó Dick—. Y dijiste que estaba todo muy bueno. Y que un buen desayuno es uno de los grandes placeres de esta vida.
—¿Ah, sí? —volvió a decir Ame, y se rascó la nariz. Luego se quedó pensando con la mirada perdida.
Parecía una escena sacada de una película de Hitchcock. Uno ya no sabía qué era real y qué no, quién estaba loco y quién cuerdo.
—Sea como sea, me muero de hambre —dijo Ame—. No importa que ya haya comido, ¿verdad?
—Claro que no —dijo riéndose el poeta—. Es tu estómago, no el mío. Si te apetece comer, come lo que quieras. Tener apetito es bueno. Siempre te pasa lo mismo: cada vez que el trabajo te sale bien, te entra hambre. ¿Te preparo un sándwich?
—Gracias. ¿Y podrías traerme otra cerveza?
—
Certainly
—dijo él, y desapareció dentro de la cocina.
—¿Ya has almorzado? —me preguntó Ame.
—He comido un sándwich hace un rato, de camino hacia aquí —le repetí.
—¿Y tú, Yuki?
—No quiero nada —fue su respuesta.
—Conocí a Dick en Tokio. —Ame cruzó las piernas y me miró, pese a que parecía dirigirse a Yuki—. Luego me habló de Katmandú. Me aconsejó que fuera allí, estaba seguro de que encontraría fuentes de inspiración para mis fotos. Y, efectivamente, Katmandú me encantó. Dick perdió el brazo en Vietnam. Por una mina. Las llaman
Bouncing Betty
. Cuando las pisas, saltan y estallan en el aire. ¡Bum! El soldado que caminaba a su lado pisó una y Dick perdió un brazo. Es poeta. Habla muy bien el japonés, ¿verdad? Pasamos una temporada en Katmandú y luego nos vinimos a Hawai. Cuando llevas un tiempo en Katmandú te entran ganas de ir a un lugar cálido. Fue Dick quien buscó la casa. Es de un amigo suyo. El baño de los invitados lo utilizo como cuarto de revelado. Es muy bonita, ¿no crees?
Dicho esto, suspiró hondo, como si ya hubiera dicho lo que tenía que decir, y se desperezó. El silencio vespertino se espesó. Fuera, partículas de luz, diminutas como motas de polvo, brillaban y se desplazaban lentamente en todas direcciones. La nube blanca con forma de cráneo de homínido seguía inmóvil, tan terca como siempre. El Salem que Ame había dejado en el cenicero humeaba. Apenas lo había tocado.
¿Cómo se las arreglará Dick North para preparar el sándwich?, me pregunté. ¿Cómo hará para cortar el pan? El cuchillo lo coge con la derecha, eso está claro. Entonces, ¿cómo sujeta el pan? ¿Utilizará los pies u otra parte del cuerpo? No lo sabía. ¿O será que el pan se corta solo cada vez que consigue una buena rima? Con todo, ¿cómo no usa un brazo ortopédico?
Cuando, poco después, el poeta apareció con unos sándwiches de jamón y pepino suculentos y artísticamente dispuestos en un plato, cortados en rectángulos y con una aceituna encima, me quedé boquiabierto. Después abrió una cerveza y se la sirvió.
—Gracias, Dick —dijo Ame. Y me explicó—: Es un excelente cocinero.
—Si se celebrara un concurso de cocina para poetas mancos, quedaría el primero —me dijo guiñándome un ojo.
Ame me animó a que probara uno. Estaba delicioso y, en cierta manera, había algo poético en su elaboración: buenos ingredientes, frescura, refinamiento. Lo alabé. Pero seguía siendo un misterio cómo había logrado cortar el pan. Quería preguntárselo, pero, por supuesto, tuve que morderme la lengua.
Mientras Ame comía los sándwiches, Dick North, diligente, fue a la cocina a preparar café. También estaba delicioso.
Ame se dirigió a mí.
—Dime, ¿no tenéis problemas cuando Yuki y tú estáis juntos?
No comprendí de qué hablaba, y se lo dije.
—Me refiero a la música. El rock. ¿No te molesta?
—Pues no, no me molesta —le dije.
—A mí me entra dolor de cabeza cada vez que la pone. No aguanto ni treinta segundos. Me supera. Me gusta estar con Yuki, pero no soporto esa música —me dijo, y se presionó la sien con el dedo índice—. Yo sólo escucho cierta música: barroca, ciertos tipos de jazz, algo de folk. Música que me hace sentir en paz. Ésa me gusta. Me gusta la poesía. La armonía, la tranquilidad…
Sacó otro cigarrillo, lo encendió, le dio una calada y lo dejó en el cenicero. Imaginé que se olvidaría de él, y eso fue lo que pasó. Me sorprendió que nunca hubiera provocado un incendio. Ahora comprendía lo que Makimura quiso decir cuando me explicó que vivir con ella había desgastado su vida y su talento. Ame era de esas personas que no daban, que no ofrecían. Todo lo contrario: necesitaba ir tomando algo de cada persona que la rodeaba. Sin embargo la gente no podía evitar ser generosa con ella. Y es que su talento tenía una poderosa capacidad de absorción. Y ella se creía con derecho a comportarse así.
Armonía y tranquilidad
: todo el mundo debía esforzarse para que ella las alcanzara.