Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—Más chorizo.
—¿Le ha gustado?
—No hay nada como el chorizo.
—Y más si es asturiano.
—¿Usted me jura que es asturiano?
—El chorizo y yo somos asturianos.
España y yo somos así, señora. Sobre las servilletas dibujaba planos del salón de reuniones del Comité Central y en lugar de comunistas lo rellenaba de esquemáticos futbolistas en la posición teórica de delanteros en punta, contemplados por asombrados defensas y porteros irremediablemente batidos.
—¿Puedo hacer una llamada interurbana?
—No. Pero a unos metros tiene una cabina.
Llovía. Demasiado como para compensar las ganas que tenía de hablar con Charo y Biscuter. Hacía dos días que permanecía fuera de su ciudad y le parecía estar a medio mundo y media vida de distancia, como si Madrid le impusiera pasado y geografía. No. No tenían merluza a la sidra. Una mujer a la sidra. Necesitaba una mujer a la sidra. Una mujer céltica, con el rubio algo sucio por la insuficiencia aria y el azul de los ojos más concreto y receloso que el azul vikingo. Gladys no daba el tipo, pero era la única posibilidad próxima, a no ser que dedicara la naciente noche a tratar de ligar por debajo de las mesas con pantorrillas casadísimas de mujeres tan célticas como fondonas, acompañadas de ensalsados hombres que rebañaban los platos con rebanadas de cuarto de kilo. Decidió recorrer la distancia más corta entre los dos puntos sicológicos que le tentaban y sustituyó la sidra por aguardiente hasta que se sintió a gusto entre los cuatro puntos cardinales de su propio cuerpo. Dejó la depresión ahogada en la sidra y la euforia aguardentosa le hizo asomarse a dos o tres escotes sin rostros. Expulsado de los escotes por combativos ojos masculinos tan relucientes como los labios ensalsados, Carvalho les perdonó la vida y las hembras y se devolvió a la lluvia, que le esperaba con su traidora dulzura. No encontró un taxi hasta las cercanías de la estación del Norte. Se hizo llevar al hotel para tomar un baño caliente y llamar a Biscuter.
—Jefe, ya me tenía intranquilo.
—Mal hecho. No te intranquilices con tanta facilidad. Alguna novedad.
—Ha llamado Charo dos o tres veces. Estaba muy enfadada, jefe, porque no sabe ni el hotel en que está.
—Estoy en Ópera.
—Qué
fermo
, jefe. ¿Hay una Ópera por ahí?
—Parece una bombonera de bombones baratos.
—¿La llamará usted?
—Es mala hora. La pillaría en pleno trabajo. —La pillaría en pleno fingido orgasmo con cualquiera de sus clientes telefónicos habituales—. Dile que si esto va para largo ya la llamaré. Díselo mañana. A la hora de comer.
—Hemos comido juntos, jefe. He hecho una musaca que estaba para chuparse los dedos y la he invitado. ¿He hecho mal? Estaba muy triste y se ha pasado toda la comida hablando de usted.
—¿Ha comido o no?
—Como una lima.
—¿Qué tal las Ramblas?
—Mojadas. Ha llovido todo el día. ¿Va a haber guerra, jefe?
—¿Qué guerra?
—Aquí lo dice la gente. Que va a haber otro dieciocho de julio. Que lo de Garrido ha sido otra señal. ¿Qué hace la gente por ahí?
—Come chorizo a la sidra.
—Qué rico, jefe.
Colgó. Llenó la bañera de agua caliente y fue al sumergirse cuando descubrió que la lluvia le había infiltrado frío en el cuerpo, un frío expulsado por el agua caliente. Se sentía abrigado. Cerró los ojos y vio un salón a oscuras con un único punto brillante al fondo. Un punto que creaba un resplandor tan breve que no dejaba precisar el rostro de Garrido. El ascua del cigarro cambiaba la intensidad de su brillo según la respiración del hombre. De haber sido una luz intermitente, una luz de cigarrillo hubiera sido mucho más percibida por los demás y habría creado una zona de relativa visibilidad en torno del rostro del fumador. Una luz fija. Pero ¿cómo? El propio Garrido haciendo señales a su asesino. Estoy aquí. Aquí mi corazón para tu cuchillo. Alguien sentado a su lado. ¿Helena Subirats? ¿Santos Pacheco? Lo indudable era que el propio Garrido había emitido una señal, había conectado el faro que dirigía los pasos de su asesino. Un anillo. Quizá un anillo. Pero ningún metal ni piedra preciosa podía imponer sus destellos en la oscuridad sin la provocación de la luz.
—Fonseca. Lamento llamarle a estas horas.
—No lo lamente. Soy su seguro servidor.
—He leído y releído el inventario de lo que apareció sobre el cuerpo de Garrido. Lleva el sello de su departamento. ¿No les pasó nada inadvertido?
—Todo lo que el cadáver llevaba encima cuando nos lo entregaron está inventariado.
—Algunas declaraciones insisten en que Garrido fumaba y ésa pudo ser la señal que orientó al asesino. Pero Santos jura y perjura que Garrido no fumaba en aquel momento.
—Si él lo dice…
—¿Cómo se explica usted la orientación tan precisa del asesino?
—Entrenamiento. Mucho entrenamiento.
—¿Dónde? ¿Alguien del Central alquiló el salón del hotel Continental para hacer prácticas?
—No es necesario. Basta con reproducir una escenografía parecida. Garrido siempre se sentaba en el mismo sitio. Las distancias pudieron calcularse a la perfección.
—No me parece explicación suficiente.
—Es cuestión de gustos o de ganas.
Oliver pertenecía al neoclásico, ¿a qué neoclásico?, no importa, tal vez era una derivación del modernismo decorativo nacido en la segunda mitad de los años sesenta como consecuencia de la fragua de la sensibilidad camp. Así como los renacentistas trataron de imitar el arte griego y romano más de mil años después de su práctica extinción, los neomodernistas recuperaron el último alarde imaginativo del capitalismo premonopolista a los cuarenta o cincuenta años de su decretada decadencia. Sedante en los colores, las formas, los volúmenes condicionados por techos altos para un espacio sin usura, la aportación sádica inevitable del decorador se había cebado en la condena de los cuerpos a estar sentados casi en la posición teórica del cagador en cuclillas. Asientos, pues, para preárabes o posjaponeses, o pesos plumas de abdómenes acondicionados para bocadillos de pan integral y huevo duro. Cuando Carvalho se sentó le pareció que iba a ser interrogado por alguien mejor situado que él y esa expectativa condicionaba el juego de miradas de todos los allí reunidos, inevitablemente obligados a espiarse para adivinar quién ejercía el papel de gran interrogador. Esta incómoda sensación de estar mal sentado ante la vida, a veces conseguía disfrazarse de curiosidad por los rostros, apellidos y adjetivos que desfilaban buscando sitio en el harén de interrogados o en el subsuelo, donde es leyenda que se almacena buena parte de la mariconería más distinguida y culta de Madrid. En el salón heterosexual: ex actrices del ex teatro, ex actores de la ex vida intelectual mayera cosecha del 68, con un radicalismo verbal perpetuamente renovado y convenientemente mellado por la caída abusiva de lado en posición intervocálica. Herederos de fábricas de chorizo segoviano convertidos a la negación de la negación de la negación del bakuninismo dodecafónico paradigmático abrasivo radical a siete kilómetros de cualquier parte y siete leguas del antes y después del descubrimiento de que el progreso es finito y de que los padres ni traen a los niños de París, ni les pueden salvar del grado cero del desarrollo, ni de la muerte, explicaban sus últimos descubrimientos
nouvelle cuisine
, el descubrimiento de la conspiración del setenta, falso que el setenta sea un buen año para los Rioja, ahí está sin ir más lejos el Muga 71, imprescindible para la supervivencia a pesar de la traición de los comunistas y de que un íntimo amigo mío de la Sorbona se ha hecho achicador de cabezas en Camboya, camboyano él, traductor de Saint-John Perse al camboyano, dónde cono estará el sujeto. Príncipes del barroco acaban cada noche en Oliver la oración compuesta iniciada por la mañana a la hora del cortado con porras, sin bombonas de oxígeno ni nada, a pulmón libre, se consigue leyendo a Góngora con una gorda sentada sobre los pulmones. Starlets sin distinción de sexo ni estado ni firmamento hablaban de funciones equívocas entre teatrales y fisiológicas con todos los ojos del cuerpo dibujados con canuto y dejaban la conversación a punto para acabarla horas más tarde en Bocaccio, ya con las tetas masculinas o femeninas por el suelo porque hay un paro de no te menees o no te jode, que es lo mismo. Y fugitivos de la redacción o ex redacción de
Mundo Obrero
, ex poetas concretos, cinco mil novelistas andaluces y un teósofo de Alcoy, un cuarentón sensible enfermo de los nervios y una mujer enfermera con el cono a media asta, expulsados y expulsores del Partido Comunista, secretarios generales de todas las izquierdas peregrinas por el camino de Santiago, el último descubrimiento de Umbral y el penúltimo de Cejador, vendedores de artículos de
El País
en el mercado negro, una chica de Sevilla que se acuesta tarde y sola, la silla vacía del que no acudió a la cita, supervivientes de la purga del 63 y tres biznietos gemelos de Sitting Bull, los que pasan para ver si son vistos, los que ya saben quién ganará el Planeta y quién mató a Kennedy, un terrorista de ETA disfrazado de chicarrón del Norte, la monja que convirtió a Borges al kropotkinismo enseña los estigmas de sangre azul que brotan en las palmas de sus manos.
—Esto está insoportable. Debíamos haber quedado en Malasaña. Hay más ambiente. Esto parece un garaje de carrozas.
Gladys traduce a Carvalho lo que oye. A Carvalho le fascinan sus dientes perlados, diríase que maravillosamente artificiales.
—Acaba el censo. He agotado mi cupo de portentos.
—Aún no te he descrito los de la esquina norte.
Lleva un jersey angorino con el escote en uve dividiendo los hemisferios del pecho y Carvalho presiente un calor de ecuador en la humedad oscura de las carnes exactas. Sus ojos son un dedo que recorre humedecido el nacimiento de las esferas y busca el sur de un cuerpo vegetal.
—Seguro que en Malasaña hay más ambiente, pero allí la gente es menos erótica, en el fondo del fondo tienen la salud de los mamoncillos. Aquí nadie se salva de la pata de gallo, ni de la aplicación del carbono 14.
—¿Improvisas o me estás recitando tus poemas secretos?
—¿Te aburro?
—No. Pero ya tengo bastante. ¿No podemos hablar en privado?
—¿Sólo hablar? Luego te arrepentirás. No soy lo que parezco. Soy una mujer fría y calculadora que te lleva a la perdición.
—Llévame.
—Tú lo has querido.
Al levantarse se ha pasado el antebrazo por el trasero y los muslos, en un gesto que Carvalho vio por última vez a Eleanor Parker en una película de los años cincuenta.
—¿Qué miras?
El fresco de la calle le balsamiza la piel.
—¿Me llevas o te llevo?
—Estoy de paso en la ciudad.
—Yo tampoco tengo casa fija. Vivo en las afueras, en una casa que me han dejado unos amigos.
—Cojamos un taxi.
—No tan de prisa, forastero. Tengo coche. También de prestado. Todo lo tengo de prestado.
—Yo estaba tranquilamente acodado sobre la barra, descansando de una paliza dialéctica y tú me viniste a buscar.
—No seas boludo. ¿Y tú por qué me mirabas?
—No había nada mejor que ver.
—Aquélla chica no estaba mal.
—¿Qué chica?
—La morenita que estaba contigo.
—No estaba conmigo. Me parece que iba con el otro, con el rubito que traducía a Lenin al pasota.
—Pues la debes haber conocido en la otra vida porque os mirabais como primos hermanos.
Luego, mientras ella conducía, Carvalho le acarició la melena casi roja y ella le devolvía ráfagas de sonrisas, a veces rutilantes cuando la fotografiaban los faros de los coches que se les cruzaban. Gladys cazaba a veces la mano de Carvalho con los labios para dejar sobre ella besos pequeños. El coche siguió un recorrido misterioso para Carvalho, aunque intuyó que tomaban por la carretera de La Coruña en busca de un barrio residencial. Luego se metieron por calles inmóviles al servicio de la anochecida retícula inmóvil de un barrio señorial. El coche se detuvo y se besaron, la lengua de Carvalho al borde del abismo, la de ella levemente asomada a la baranda. La lengua de Gladys se agilizó en el vía crucis de besos que subrayó el avance sobre un sendero de grava crujiente, la detención ante una alta puerta acristalada que Gladys abrió con poca soltura.
—No. Por ahí no. Pueden volver en cualquier momento. Ven a mi habitación.
Carvalho vio un aguamanil de porcelana cuarteada, un colgador de ropa de brillante barniz, una ventana cerrada a cal y canto. Poco más pudo ver porque Gladys apagó la luz cenital y encendió una lamparilla de mesilla de noche. La cama prometía ser una patria blanda y sobre ella cayeron los dos cuerpos.
No se dejó desnudar. Se quitó el jersey angorino por encima de la cabeza y saltaron dos senos con dos frambuesas en las puntas. Gladys se puso las manos bajo los senos como para medir su peso o impedir su caída. Las manos sirvieron de bandejas para los labios mamones de Carvalho y luego acudieron al encuentro de las del hombre para prohibir su viaje por los canales dorsales hacia el abismo anal.
—Despacito.
Y a Carvalho le pareció que Gladys lo había dicho con voz de puta o de madre de seis hijos abrumada por las compras, los guisos y las varices. Pero la dulce sonrisa no tenía nada que ver con el tono de voz, ni tampoco los labios pequeños que picotearon los labios de Carvalho, la barbilla, el vello del pecho y dejaron sobre los pezones del hombre dos mordiscos desestabilizadores por la excesiva presencia de los colmillos. Las manos de Carvalho se habían apoderado de las nalgas, las separaban para esparcir el secreto y el aroma de las ranuras ensimismadas.
—Despacito —volvió a decir Gladys, con la voz turbia pero los ojos fríos, fijos en los ojos de Carvalho. Con las yemas de los dedos, el hombre erizó el vello húmedo que marcaba una estela desde el ano a la vulva pequeña, desperezada hasta adquirir crecimiento de fruto.
—Despacito.
Y a había mayor concordancia entre la mirada y la voz. Carvalho se dejó caer de espaldas con Gladys encima y la levantó con los brazos para ver colgantes sus cabellos, sus senos, su mirada sorprendida y blanda y sin darle tiempo a volver de su sorpresa, la sentó sobre el pene penetrándola. Se miraron sin moverse y sin decir nada, pero la mirada de Gladys pedía explicaciones y Carvalho no estaba dispuesto a dárselas. Gladys cerró los ojos, levantó la cabeza, apoyó las palmas de las manos sobre el vientre de Carvalho y empezó a subir y bajar en una perfecta gimnasia subrayada por una respiración reguladamente jadeante. Carvalho recorrió la geografía del techo de vigas pintadas de marrón oscuro y la del rostro de Gladys, sublime, en éxtasis cuando inclinaba la cabeza hacia atrás y vencido, cansado, cuando la dejaba caer hacia el cuerpo del hombre que la ensartaba. La llegada del orgasmo fue anunciada por unos cuantos resoplidos, alguna queja contenida, la debilidad de los brazos que se doblaban abandonados por el cerebro y finalmente el cuerpo de Gladys se cerró sobre el de Carvalho como una tapadera y una humedad de mancha de aceite lubrificó los sexos pringados.