Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
Alto, casi pelirrojo en el cabello que le quedaba y en la barbita recortada como un festón subrayante de una cara larga, Leveder se bebió tres chinchones secos en dos minutos:
—Hay que matar la úlcera. A ver si cenamos con Cerdán. Él tiene interés. Tiene ganas de sonsacarme algo después de lo de Garrido. Le voy a maltratar. También debe de tener interés en dialogar con usted. ¿Se conocían mucho?
—Demasiado.
—Mal asunto. Cuando conoces demasiado a Cerdán quedas inmunizado para cualquier propuesta religiosa. Estoy preparando un ensayo impublicable en el que relaciono las actitudes de Cerdán con las del Henry Bernard Lévy de
El Testamento de Dios
. ¿Sabe de quién hablo?
—No tengo el gusto.
—Un filósofo francés, el filósofo más «chic» del momento. A su lado Cerdán es como una lagarterana.
—Soy un modesto e inculto detective privado, pero no' se lo diga a Cerdán. Quiero oírle hablar.
—Podría detenerle. ¿Está usted capacitado para detener gente? Mire, aquí llega la chica más guapa de la burocracia comunista occidental.
Se les acercaba Carmela. Fingió desconocer a Carvalho. Leveder hizo las presentaciones. Carmela presentó a Julio. Leveder prestó oídos a las quejas asalariadas que formulaban Julio y Carmela. En la asamblea de profesionales del partido no se había tenido en cuenta lo que se tiene en cuenta en cualquier empresa.
—Con el cuento de trabajo militante te explotan.
—Vosotros los de la dirección deberíais poneros a nuestro lado porque los viejos tienen una mentalidad de los años cuarenta, cuando había que pagar para que te fusilaran, no te jode.
—Por ejemplo, nos dan quince días de vacaciones por boda. ¿Y si uno tiene un ligue para toda la vida o para parte de toda la vida, qué? ¿No hay vacaciones? ¿Se prima el matrimonio legal? ¿Qué moral comunista es ésa?
—Con lo que ligas tú, Carmela, estarías siempre de vacaciones.
—Lo que pasa es que tú eres como ellos, y antes de enfrentarte a Santos o Mir o Poncela eres capaz de negarnos el saludo.
—Si me enfrento siempre.
—Pero por cuestiones serias, ideológicas. No por nosotros, la puta base. —Los limpiabotas.
Leveder iba por el décimo chinchón y Carvalho dedujo que el chinchón le producía el efecto de un almidón interior porque el profesor aumentaba su tiesura por momentos.
—Os invito a cenar. A todos. Cenaremos todos con Cerdán y le explicaremos los problemas que tienen los comunistas realmente existentes, no los que él se inventa en la probeta. ¡Cerdán!
El llamamiento de Leveder atrajo a Cerdán para que no le siguiera poniendo en evidencia. Leveder le presentó a Julio y Carmela caracterizándolos como miembros de la puta base, como atontados supervivientes del ruidoso estercolero.
—Cerdán, te invitamos a cenar en Gades a cambio de que nos expliques si en la KGB cuentan los quinquenios en las pensiones de las viudas.
No ocultaba Leveder su voluntad de hacer público su discurso, ni Cerdán la de hacerle salir de la librería para impedir que el discurso continuara. Leveder iba por el chinchón número trece entre especulaciones de por qué la KGB escogía como agentes a personajes tan contradictorios como Sixto Cerdán y Paco Leveder. Salieron Carvalho, Carmela y Julio en pos de Cerdán, que llevaba cogido a Leveder por un brazo. Una muchacha con la mitad de la cara tapada por una melena rizada se quejó de que Cerdán le había dejado la bibliografía colgada.
—Véngase a cenar con nosotros —propuso Carvalho sin quitar la vista del nacimiento de una mórbida vaguada entre los pechos, insinuada en el vértice de escote del jersey.
—No quisiera molestar.
—No molesta. Nos gusta ver caras nuevas.
—Conozco a Leveder; he ido a sus clases como oyente.
—Entonces es como si usted fuera de la familia —dijo Julio y la cogió por un brazo.
—Necesito seis cafés y estos dos dedos —avisó Leveder en cuanto el
maitre
del restaurante Gades les aposentó. Marchó hacia el lavabo sin quitar la vista de los dos dedos que iban a prestarle tan misterioso servicio. Cerdán sonrió en busca de la complicidad de Carvalho y se aprestó a completar la bibliografía que le suplicaba la invitada: «antes de que empecemos a cenar, a beber y todo eso». Carvalho aprovechó el aparte cultural para contemplar a sus anchas a la recién llegada, entre castaña y pelirroja, ojos marrón claro, labios carnales más que carnosos, un acantilado de sombra entre sus senos asomados al vértice de un jersey de lana verde, estructura ósea de mujer germánica dulcificada por tres o cuatro generaciones latinoamericanas, incluso, tal vez, alguna traza indígena en el corte de los ojos rasgados. Julio bromeaba con Carmela:
—Aquí donde me ves no soy un ignorante. Estoy haciendo una traducción de Lenin al pasota. A ver, dime algo de Lenin y te lo traduzco.
—Si yo no sé nada de Lenin, chico, soy de la puta base.
—Algo sabrás.
—A ver: explícame lo de la dictadura del proletariado en pasota.
—
Los rojeras gusan pasar por el aro a los tragones hasta arrascar el raje en el fregao de los colores. La curranda ha de antoligar el cotarro
. Pero esto es tirao. A ver, Cerdán, usted camarada.
—No me llames de usted. No somos camaradas, por desgracia, pero no me llames de usted.
—Es que yo no tuteo a los intelectuales. Si es tan amable y me permite un aparte, dígame algo de Lenin para traducirlo a un idioma que yo me sé.
—¿Algo de Lenin? —Cerdán memorizaba y diríase que le hacía ruido la maquinaria cerebral—. Por ejemplo, una de las «tesis de abril»: ruptura abierta con el gobierno provisional preconizando el paso de todo el poder gubernamental a los soviets.
Volvió Cerdán a su bibliografía y Julio se aplicó a la traducción simultánea coreada por la risa sin fronteras de Carmela:
—
Hay que esperrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios, rojetes o amapolas
.
—A ver qué tal queda con amapolas.
—Hay que esparrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios…
Cerdán fue consultado:
—¿Y eso qué es?
—El idioma de mi tribu, de los pasota-leninistas.
La latinoamericana se reía y Cerdán se creyó en el deber estético de amontonar los menguados mofletes por si el movimiento muscular le provocaba la risa.
—¿Qué obra de Lenin me aconseja usted para traducir?
—Tutéame, chico. Podrías traducir ¿
Qué hacer
?
—Ya tengo el título: ¿
Cómo montárselo
?
Leveder apareció de pronto sobre su silla, vacío por la vomitona y en condiciones de asumir la situación:
—Estoy dispuesto. Pregunta. Me lo sé todo.
Cerdán le mandó callar para seguir con la bibliografía.
—¿Estás dirigiendo una tesis?
La bibliografía llegó a su fin.
—Ya está —dijo la chica, muy contenta, guardando el cuadernito en un bolso. Cerdán ni miró la carta.
—Cualquier cosa. Espaguetis, supongo —añadió.
—
Espaghetti alla maricona arrabiata
—pidió Leveder.
—No tenemos de eso.
—Lo pido en todos los restaurantes y nunca tienen. Si te crees que te voy a contar quién ha matado a Garrido estás fresco.
Cerdán estalló:
—Si te crees que estoy dispuesto a tolerar tu incontinencia mental, te equivocas. Tienes la edad suficiente para controlar tus esfínteres. Como decía Pavese, todo hombre a partir de los cuarenta años es responsable de su cara.
Dudaron los demás si estaba dicho en serio o en broma, pero optaron por la duda expectante en tanto Leveder, como receptor del mensaje, se definiera:
—Me has convencido —contestó, y Carmela tuvo que volver la cabeza para que Cerdán no la viera reír.
Cerdán dio por imposible a Leveder y otorgó sus favores a Carvalho.
—¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida? ¿Universidad?¿Editoriales?
—Importación y exportación de taperas e higos secos —se entrometió Leveder.
No pareció ser escuchado. Carvalho hablaba vagamente de negocios, Cerdán buscaba en un punto exacto del mantel dónde había quedado interrumpida la conversación veintidós o veintitrés años antes. Debió encontrarlo, porque miró sólidamente a Carvalho y quiso preguntarle algo que no podía preguntarle:
—¿Fue todo bien?
—Un par de años y a la calle.
—Lo mío fue muy duro.
—Estaba escrito.
Cerdán pasó por alto la leve ironía de Carvalho y volvió al frente de Leveder.
—He de decirte que tu homilía de esta tarde me ha parecido una mierda, una guarrada.
—Si sigues así me voy a tener que marchar.
—Ha sido una homilía buitresca, cebándote en la carroña humana de Garrido y en la carroña política en general. Chin. Chin.
Nadie secundó el brindis de Leveder. Los ojos prefirieron pasar recuento al poblado establecimiento. Cada cual quedó en su isla. Hasta Julio se ensimismó y Carmela buscó algo en el bolso que no estaba dispuesta a encontrar. Leveder les sorprendió preguntando a Cerdán si tenía muy adelantado su trabajo sobre Socialismo y burocracia. No tanto como quisiera. Y a partir de este punto Leveder y Cerdán se sinceraron sobre los problemas de la docencia, de las traducciones, del tiempo para contemplar, viajar o no hacer nada. Era una conversación entre modistos del espíritu sobre las excelencias de los tejidos más apropiados o la irremediabilidad del retorno a la minifalda. Tranquilamente pasaron a Garrido. ¿Cómo está Luisa? Imagínate. Carvalho descubrió de pronto que en la vida de Garrido había una Luisa, como debía haberla en la vida de Cerdán. Una Luisa. Hijos. Cuestiones domésticas. Pequeños dolores cotidianos del espíritu nunca lo suficientemente sofocados por las grandes coartadas.
—La última vez que lo vi fue en el transcurso de una reunión fallida para montar una marcha hacia Torrejón en contra de las bases americanas. Garrido quería darle el característico aire consensual. «Juntos pero no revueltos», le dije. «Cada cual con sus slogans.» No fue posible. Tuvimos una conversación muy sincera. Me dijo: «Te envidio, puedes actuar como si la Historia acabara de empezar.» Ese es en gran parte el drama de los partidos obreros tradicionales. Su lógica interna resulta privilegiada y les separa de la realidad.
Leveder no oponía resistencia. Tenía la ideología triste aquella noche y no le importaba que Cerdán se subiera al monólogo. Decía que no con la cabeza o iba al encuentro de los espaguetis con la suavidad de un comensal bien educado. Carmela y Julio escuchaban fascinados a Cerdán, como si por primera vez estuvieran en la platea del teatro de la inteligencia. Hasta Carvalho se sintió entregado al rezo de tristes evidencias que salían de los labios de Cerdán. Como quien huye de su propio sueño, Carvalho parpadeó y se fue hacia la barra. Tenía sed de cerveza de barril.
—Me llamo Gladys y estoy muy de acuerdo con lo que no has dicho. Los demás hablaban y tú callabas.
—¿Argentina? ¿Chilena? ¿Uruguaya?
—¿Y por qué no colombiana, peruana o de Puerto Rico?
—Cada cual tiene sus gustos sobre exiliados.
Rió echando la cabeza atrás como Rita Hayworth en Gilda y enseñó una garganta apenas mancillada con suaves anillos de serpiente joven. Puso suavemente otra vez la mano sobre el brazo de Carvalho, como si le sirviera de punto de apoyo para recuperar la serenidad.
—La verdad es que me pierdo. En mi país ya estaba muy acostumbrada a todo este rollo. Nos pasamos años y años enrollándonos sobre si la transición al socialismo, o lo que quieras. Y mientras tanto los «milicos» iban afilando las bayonetas. Soy chilena. Y no te creas que me limité a mirar las cosas desde lejos. Estuve en primera fila, en el Tren de la Libertad que recorría Chile de arriba abajo con un mensaje de cultura y comunismo. Pero ellos tenían la aviación.
Daba tristes vueltas a un vaso que también se había puesto triste, como si los cubitos de hielo fueran el resultado de sus ojos pesimistas. Carvalho apoyó la espalda contra la barra, con los codos sobfe el mostrador, dando la cara al comedor, a la mesa donde Leveder, Julio, Cerdán y Carmela seguían afinando los instrumentos de una orquesta imposible.
—¿Necesitas una aspirina?
La chilena abrió los ojos para fingir más sorpresa de la lógica:
—¿Una aspirina?
—Tengo un amigo, o tenía un amigo, que ligaba así. Se acercaba a una chica y le decía: «Señorita, ¿necesita una aspirina?»
—¿Y le salía bien?
—Siempre.
—¿Y a ti?
—Tú dirás.
—¿Dejamos a ésos? ¿No te interesan sus discursos sobre la Historia?
—Tengo bastante historia ya por hoy. Desde que he llegado a esta ciudad parezco vivir dentro de un libro escrito por un sociólogo o cualquier chorizo de este tipo.
—¿Odias a los sociólogos?
—Entre otros.
—Yo lo soy.
—Trataré de olvidarlo.
Carvalho empezó a andar hacia la puerta. Gladys le siguió, reclamando que se detuviera:
—¿No te despides? ¿Pero cómo eres?
—No nos necesitan.
Pero volvió la cabeza y vio a Carmela pendiente de su marcha. Con los ojos inmensos y negros llenos de malicia. No se dio por aludido y esta vez empujó a Gladys hasta la salida.
—Te invito a un paseo por el barrio viejo.
—Madrid está lleno de barrios viejos.
—Por la plaza Mayor.
Carvalho se encogió de hombros. Paró un taxi borracho de fuel-oil, acatarrado, espasmódico. El taxista tenía que bajarse la bufanda para hablar. Se disculpó:
—Es que me han sacado una muela y estoy grogui.
A Gladys le dio por reírse por lo bajín.
—¿De qué te ríes?
—De la aspirina.
Carvalho le puso una mano sobre el hombro como para contenerle la risa y le señaló al taxista:
—Va a pensar que nos reímos de él.
—Señor. No me río de usted. Es que nos ha pasado algo muy chusco.
—Por mí pueden reírse hasta de Tierno Galván. Para eso hay democracia.
Les dejó frente al Arco de Cuchilleros. Penetraron en la plaza Mayor como si estuviera expuesto el Santísimo. Subían palmas y guitarreos roncos desde las cuevas llenas de turismo de invierno. Estaban casi solos en la plaza iluminada por las farolas, sin otro testigo que la estatua ecuestre de Felipe IV.
—Parecemos una pareja de turistas americanos paseando por cualquier plaza de Roma en cualquier película de los años cincuenta.