Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—Te voy a cortar los huevos con una chilet —dijo el otro a su espalda, y Carvalho recordó que seguía desnudo de cintura para abajo en la posición de víctima del apetito engullidor del puf holoturia.
—Su amigo debe ser un último modelo. No conocía esta variante de gorila castrador. Está obsesionado.
El gorila castrador le agarró un puñado de pelo y tiró de él hasta forzar hacia atrás la cabeza de Carvalho. Entonces dejó caer un salivazo lento, pesado, como de mercurio, sobre los labios del prisionero. Carvalho se limpió con el dorso de una mano conteniendo las arcadas que le subían desde el estómago como círculos concéntricos. Los ojos azules se habían achicado, como valorando la capacidad de Carvalho para limpiarse el salivazo:
—No hable por su cuenta. Conteste a lo que le preguntemos. Tal vez estas fotos no le importen a usted. Pero incrementan el dossier. En cambio a Santos le interesarán. ¿Qué orientaciones ha recibido? ¿Qué dirección le han marcado en la investigación?
—¿De qué empresa son ustedes? ¿La CÍA? ¿La KGB? ¿O todo lo contrario?
—Somos de la Sociedad Protectora de la Ballena Bebé. Se ha entrevistado con Fonseca. ¿Qué han acordado? ¿Por dónde van las investigaciones oficiales?
—Con Fonseca hemos hablado de los viejos tiempos.
—Por favor. No está usted en las mejores condiciones para ser irónico. Hoy día, tal como están las cosas, usted muerto no vale nada, ni media hora de investigación policial, ni media molestia de la gente de su partido.
—No tengo partido.
—Qué más da. Coopere. Es una información simple y que no compromete a nada. ¿A quién le van a cargar el muerto?
—¿Usted qué me aconseja?
—Ésa es una buena pregunta.
—Excelente —apostilló el obseso testicular.
—Este es un gran juego y usted es la bolita de la ruleta. Va a caer en el número y en el color que quiera el crupier. Queremos saber qué número y qué color le han dado.
—De momento he de buscarlos yo.
—No sea ingenuo o no me tome por tonto. En estos momentos hay docenas de personas vigilándole a usted y vigilándose entre ellas. Le conviene un respaldo.
—Ustedes.
—Depende. Si colabora, sí. Necesitamos que nos informe periódicamente sobre la marcha de sus investigaciones. Sobre todo en el momento en que la bolita esté a punto de pararse y caer en el casillero.
—Por lo que parece lo saben todo. Díganme en qué casillero va a caer la bolita.
—Yo sé muy pocas cosas. Sé lo que tengo que hacer con usted. Lo que tengo que decirle y que pedirle. Nada más. En este juego cada uno tiene su objetivo. Yo cumplo mi papel.
—¿No le parece un poco grotesco lo de las fotos?
—¿Le ha parecido a usted grotesco estar tirado durante tres horas? ¿Le parecería grotesco tirarse otras tres u otras cien? ¿Quién nos lo impide? No se fije en un detalle. Valore el todo.
—¿Me devuelven mis pantalones?
—El experto en cuestiones de pantalones es mi compañero. Pregúnteselo a él.
El obseso castrador les observaba desde una aburrida indiferencia. Le costó entender que le habían dado la entrada. Se preparó para ser efectivo. Arrugó la nariz y el hocico. Endureció la voz:
—Ni hablar. Que vuelva a meditar un rato. Y ya veremos después.
Tiró de las solapas de la camisa de Carvalho y le empujó hacia una de las salidas del living. El otro inició la marcha de regreso a través del pasillo. Habló sin volverse a Carvalho:
—Medite un poco más. Pronto recibirá noticias nuestras.
Le dejaron en el dormitorio que había compartido con Gladys y con la violada. Se tumbó en la cama tras comprobar que habían cerrado la puerta y que las ventanas seguían atrancadas desde fuera. Los dolores se amansaban lamidos por el tiempo estancado en la habitación v los párpados al cerrarse le separaron de la oscuridad física para abrirle las puertas del sueño. Estaba sentado en una silla articulada de barbería y contemplaba en el espejo la cabeza de un ahorcado sonriente.
Le despertó el ruido de la puerta abierta y batiente por un viento constante y frío. Al poner los pies en el suelo encontró sus pantalones deshabitados. Se los puso con urgencia de drogadicto, como si recuperara una parte de piel. Se calzó y terminó de vestir. Aprovechó una apertura espontánea de la puerta para colarse al pasillo. Lo recorrió de puntillas con la espalda frotando la pared. Se paró junto al marco de la puerta que comunicaba con el living para escuchar todos los ruidos que le ofreciera la casa. Todos los provocaba el viento jugueteando con las puertas, y rascando las fachadas como una lija y tratando de arrancar la cabellera de árboles gimientes en el jardín. Un hombre perdido en un living de más de cien metros. Esta era la imagen de sí mismo que le cayó encima como una evidencia. Recorrió la casa como un robinsón en cualquier isla desierta. Había estado con Gladys y con la violada en la habitación de servicio. La casa era una residencia familiar sin más interés que la imaginación desplegada para que los ocho cuartos de baño fueran diferentes y el dinero empleado en decorar sus quinientos metros de espacio habitable. Fotos de familia. Diploma de un ingeniero agrónomo: Leandro Sánchez Reatain. Una foto dedicada por Franco. Otra por Juan Carlos. En el sótano, añadas de Rioja amontonadas sin el menor criterio. Carvalho dedujo que un mayorista les había colocado las peores cosechas desde el desastre de Annual. Una despensa con jamones y embutidos comprados en El Corte Inglés. De una nevera enorme, en la que cabían mil latas de melocotón en almíbar, Carvalho encontró las diez latas supervivientes a la voracidad de una familia almibarada y un chorizo sin padre ni madre que mordisqueó con apetito. Ni rastro de los dos matarifes, ni del fotógrafo, ni de la violada, ni de Gladys. Pensó en llamar a Carmela, pero no sabía dónde estaba. Eran las siete de la madrugada. Salió al jardín y descubrió un horizonte de jardines y de mansiones con tejados de pizarra y antenas de televisión como para retransmitir a la luna escenas de barbacoa en las grandilocuencias de asadores de V dinastía, asadores de hierros enriquecidos y bronces bronceados. La juventud de la mayoría de árboles ponía edad a aquella zona residencial, que Carvalho situaba hacia el norte de Madrid, sin saber a qué distancia exacta de la carretera de La Coruña. Bordeó la piscina cubierta por un plástico azul. Las sillas volantes de un columpio tomaban la luz de la luna. Se sentó en una de ellas y se dio impulso para columpiarse. Subía y bajaba en un silencioso vaivén de columpio bien y recientemente engrasado. Subía hacia una luna ojerosa y bajaba para recuperar el brillo diamantífero de una gravilla rica. Un sapo voluntarioso pasó bajo el sillón volante y se fue hacia la piscina. Desapareció bajó la cubierta de plástico en las aguas paralíticas. Carvalho subía hacia los cielos de impotentes oscuridades para tanta luna. Era el mismo cielo de la cárcel de Lérida convertido en un camino de huida imaginera en una realidad cercada por cuatro puntos cardinales de piedra, Algún camarada le había mandado una postal que reproducía un cuadro mágico de Klee. La luna era una pelota roja jugando sobre los tejados de una ciudad cúbica. Era la luna de Lérida. Era la luna de Madrid veintitantos años después, y al detener el último impulso sintió que era excesivo el frío que se le había metido en el cuerpo, como si se hubieran juntado los relentes de las noches en la cárcel de Lérida y aquel relente que ponía brillo en la gravilla del chalet convertido en checa. ¿Qué coño haces aquí? ¿Qué cono harías en cualquier otro sitio?
—¿Sabes cuál sería la tortura más grande para un preso? No dejarle ver el cielo.
Era la hora del crepúsculo. Los tres hermanos fuguistas habían recibido un raro permiso para salir al patio en compañía de los cuatro presos políticos de la cárcel granja de Lérida. Los tres hermanos fuguistas habían intentado la huida doce veces y sumaban ciento cincuenta años de condena cada uno. Se hacían responsables de delitos ocurridos en todas las provincias de España para provocar el traslado y la oportunidad de una huida. Dos no hablaban nunca. El otro aceptaba cigarrillos y observaba el cielo como si se lo bebiera.
—No lo digo en voz alta para que estos cabrones no me oigan y lo apliquen desde ahora. ¿Vosotros habéis estado en Burgos? Aquello está lleno de compañeros vuestros.
—¿Conoce a un tal Cerdán?
—Cerdán. Me suena. Es uno joven, como vosotros. Aquello es otra cosa. Allí están todos los rojos de España. Con perdón. Digo rojos con respeto. Yo respeto a los rojos. A ver qué día viene Jruschov en moto y echa a todos estos hijos de puta al mar. De Burgos nos fugamos mi hermano mayor y yo mezclados con la basura. Seis kilómetros. Seis kilómetros oliendo a podrido y luego no nos dejaron lavarnos durante toda la incomunicación.
Una mantis religiosa se había posado sobre las patatas recién peladas por el gordo cocinero abortero que ponía sus carnes a secar bajo la luz de la incipiente luna.
—Ese es el animal más puta que hay. Mata al macho después de tirárselo.
El fuguista conocía todos los animales pasajeros que se colaban en las cárceles y entablillaba las patas de los gorriones heridos con mondadientes y sedalina.
—En este patio iría muy bien un columpio.
Era cierto. Un columpio hubiera permitido subir y subir, acercarse a la luna pelota roja de Klee sobre las arquitecturas cúbicas y blancas de aquella cárcel rural. Dos semanas después se llevaron a los hermanos fuguistas al penal del Puerto de Santa María. Pasaron ante el centro de la cárcel radial y lanzaron una última mirada de desdén y cansancio sobre un jefe de servicios dióptrico y poeta de alejandrinos. Carvalho aplaudió para sacarse el polvo que le habían dejado las cadenas del columpio. El crujido de la gravilla le acompañó hasta la verja de hierro historiado. Salió a una calle amanecida, pulcra, casi inútil, una calle de zona residencial selectiva. La recorrió en busca de la primera bocacalle y tomó por ella entre construcciones homologadas, en busca de la salida del dédalo. El ruido del tráfico crecía hacia el oeste y hacia allí fue para encontrarse la carretera de La Coruña y las primeras ristras de automovilistas encendidos. Subió un declive a gatas y emergió como un hijo de la madrugada y de la carretera. Tardó en encontrar el gesto suelto del autostopista. Los coches pasaban salpicándole de prisa e indiferencia. Andaba unos metros, se volvía, afrontaba los faros obcecados y repetía el gesto. Paró un Chrysler familiar conducido por un hombre fofo con patillas blancas. Llevaba chaleco.
—¿Una avería?
—No. Una juerga que duraba demasiado.
—Las juergas si son divertidas nunca duran demasiado.
—La chica con la que yo iba se había dormido.
—Las mujeres son muy suyas.
Conducía sin apenas tocar el volante. Como si le tuviera asco.
—¿Sabe usted cómo se llama la zona en la que me recogió?
—Las Rozas. Es una zona residencial de postín. Yo tengo el hotelito más arriba. También está muy bien mi zona, pero es otra cosa. Son las Colinas del Almendro, una urbanización que tiramos adelante un grupo de amiguetes. ¿Sabe a cuánto nos costó el palmo hace quince años? A cinco duros. Tal como oye. Y ahora lo que queda va por las ciento cincuenta o doscientas. Según.
—¿Según qué?
—Según el sol.
El sol amanecía definitivamente sobre el tejadío de la ciudad.
—Cualquier día me lo vendo todo y no me ven más el pelo. ¿Se imagina la cara?
—¿De quién?
—De mi mujer, por ejemplo. Oiga, su marido me ha vendido esta casa. ¿Dónde está mi marido? Y yo en la otra punta.
—¿Del mundo?
—De lo que sea, pero en la otra punta. ¿Es usted vasco? Menos mal. Porque me quiero ir a la otra punta pero con la condición de que no haya vascos. Se han creído que tienen más cojones que nadie. Es esa cosa de la boina. Les aplasta las ideas. Y no se crea. Quiero a mi mujer y a mis hijos, pero se me comen. Tengo la sensación de que se me comen. ¿De dónde es usted?
—De Barcelona.
—Choque esos cinco.
Chocó los cinco.
—Aquello es otra cosa. Son más listos que nadie. Tienen más dinero y más educación que nadie. Y no ponen bombas como los vascos. Es otra cosa. Aquello es Europa.
—Ya era hora.
Primero tuvo la cinematográfica sospecha de que se había equivocado de habitación y dio un paso atrás. Pero las carpetas azules abiertas sobre la cama, la sonrisa incitante del hombre gordo enfundado por la butaquita pretexto de hotel, le confirmaron que estaba en el correcto camino y que debía entrar en la estancia sin quitar la vista de la mano que el gordo tenía metida en el bolsillo de una chaqueta demasiado grande para él.
—He pasado toda la noche aquí esperándole.
—No estábamos citados.
—Usted es el hombre del día. Está citado con todo el mundo.
Se rió con la cabeza alzada hacia el techo y una mano aferrada al brazo de la butaca para contener el movimiento sísmico de su cuerpo.
—No soy rencoroso. He dormido un poco. Unas cabezadas aquí. Luego no he podido contenerme y me he hecho un sitio en la cama. No, no le he removido las carpetas. Están como estaban.
—¿Es usted ruso, americano, alemán, checo? Por el acento me parece usted centroeuropeo y esta madrugada he agotado mi cupo de centroeuropeos.
—¿Qué es un centroeuropeo? ¿Qué somos los centroeuropeos? Gente de encrucijada, gente de camino. Yo mismo no sé lo que soy. ¿Y si pidiera un desayuno para dos?
—¿Y mi reputación?
Esta vez la mano libre la empleó para apretarse el epicentro de las carcajadas, exactamente el tercer pliegue de carne amontonada sobre la bragueta.
—¿Perdió la otra mano en el sitio de Stalingrado?
Amontonó más carcajadas sobre las anteriores, pero no sacó la mano invisible.
—Es usted muy gracioso, el detective más gracioso que he conocido. Un buen principio, sí, señor. Si desayunamos, nuestro humor mejorará. Quiero desayunar aquí.
Era una orden. Carvalho cogió el teléfono y pidió un desayuno para dos:
—Yo no pienso tomar nada. Me horrorizan los desayunos de hotel.
—Ya me los tomaré yo. Lo importante es el ritual.
El ruido de las tazas, el de la leche al llenarlas, la espátula con mantequilla sobre las tostadas. Serena el espíritu.
—Sus compañeros no son tan amables como usted.
—¿Qué compañeros?
—He pasado toda la noche con dos caballeros que me han sometido a un hábil interrogatorio.