Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
Carvalho bajaba la vista del techo o del cielo para contemplar a Cerdán haciendo gimnasia mañana tras otra en el breve espacio que dejaban las literas y el camastro donde dormía el obrero de la Maquinista. Hacía gimnasia, pedía libros de Álgebra Moderna y Lógica Matemática, estudiaba alemán, no comía nada que no le reportase las vitaminas y las proteínas suficientes para salir de allí y no perderse la «huelga nacional pacífica de veinticuatro horas».
—Imagínate que es de doce horas. O de treinta y seis.
El obrero de la Maquinista reía aguantándose el estómago con una mano y la clavícula con la otra, pero Cerdán se limitaba a apretar los dientes amablemente, gesto digno de agradecer y mucho más agradable que cuando apretaba los dientes sin amabilidad o para adquirir la suficiente conciencia de sí mismo como para lanzarse a un largo discurso sobre la identidad entre moral individual, moral de clase y moral histórica.
—No está bien que introduzcas el derrotismo entre los obreros. Y mucho menos aquí —le dijo Cerdán en un aparte o tal vez en la ducha, donde el líder se exponía al chorro helado con la parsimonia de un relojero.
Luego secaba su cuerpo pequeño, blanco, musculado, rematado con una cabeza de pájaro triste con el pelo cortado a la alemana y lo secaba persiguiendo humedades, desajustes en el termostato interior que pudieran averiar su maquinaria de pensar y hacer la revolución. Algún misterioso influjo debía tener sobre su propio cuerpo porque cuando cagaba en la taza que compartían los tres pobladores de la celda, su mierda era la menos olorosa y sólo molestaba un bouquet final a regaliz que Carvalho atribuyó al aceite de hígado de bacalao que la familia le metía para que Cerdán conservase su condición de animal joven, enfermo de plenitud mental.
—La cárcel no es deseable. No te da un certificado de calidad combatiente. Pero es una experiencia necesaria en la vida de un revolucionario. A ti te ha hecho un favor enorme.
—¿Por qué?
—Tu conducta fuera había levantado sospechas. Incluso se te vio un día saliendo de Vía Layetana y desde arriba me dijeron que te vigiláramos, que podías ser un confidente.
Sonaban a lo lejos los inapelables cerrojos tras el recuento. Herían cualquier piel del espíritu como hachas tronchando pájaros diminutos. En la posición de firmes a la espera de que el funcionario les examinase y cerrase la puerta, Carvalho musitó:
—Sigue.
—Te puse en cuarentena. Hablé con varios camaradas para que se pusieran en guardia, aunque les advertí que podía tratarse de un error. Ahora ya no hay dudas.
Hacía cinco años que se conocían. Cinco años que compartían las zozobras de la clandestinidad. La azarosa sensación de salir de casa con un fajo de octavillas con la posibilidad de no volver hasta cinco o seis años después. Cinco años de intercambiarse maletas de doble fondo, de recibir contactos con el exterior que entraban en España para volver a salir por el mismo túnel de entrada, desconfiados de lo que no pudieran enterarse a través de
Mundo Obrero
o de
Radio España Independiente
. Cinco años descubriendo juntos a Sartre, Marx, Brassens, Shostakovich, Maiakovski, Lefébvre, Pratolini, Ostrovski, Sholojov… Cuando terminó el recuento y cerraron la celda, Carvalho esperó que Cerdán se volviera para decirle:
—Eres un hijo de la gran puta.
Cerdán le respondió con una sonrisa condescendiente. La sonrisa que se dirige a los que nunca estarán a nuestra altura, a pesar de todo lo que hacemos por ellos. Un mes después trasladaron a Cerdán a Burgos y Carvalho no evitó un abrazo de final de película soviética. Cerdán avanzó por la galería consiguiendo una meritoria marcialidad a pesar de que le habían obligado a ponerse un enorme traje gris de presidiario cosido con grapadora.
En el periódico que le había dado la azafata del avión que le llevaba a Madrid, se decía que Justo Cerdán había sido interrogado en relación con el asesinato de Fernando Garrido. El periódico resumía la biografía del disidente del PCE, ahora dirigente de los movimientos radicales extraparlamentarios y feroz crítico del reformismo de Garrido. Aunque no se le suponía directamente implicado en el asesinato, se sospechaba que la influencia del en otro tiempo señalado como delfín de Garrido seguía vigente sobre amplios sectores del partido. El asesinato, en suma, podía ser fruto de una conspiración interna para terminar con el largo mandato de un dirigente considerado funesto por los sectores más izquierdistas de la organización.
Se esperaba un comité de recepción encabezado por algún antiguo obrero reconvertido en funcionario del partido y en cambio fue recibido por dos muchachos recién salidos de una comedia de costumbres pasotas. Aunque no le llamaron «tío», ni «macho», no fue por falta de ganas, prudentemente reprimidas por los encargos que se les había hecho desde la dirección. Deben utilizarlos para despistar y hacer caer sobre el recién llegado las sospechas de la Brigada Antinarcóticos, no de la Brigada Antiterrorista. Los chicos procuraban portarse bien con él y hasta le ofrecieron un bocata en el bar del aeropuerto por si no había desayunado.
—Prefiero venenos más contundentes. Más rápidos.
Tenían dos sentidos del humor muy diferentes, separados por veinte años de degeneración del lenguaje. Carvalho se abstuvo, pues, de recurrir a la escuela de diálogo de los guionistas norteamericanos del mítico Hollywood de los años treinta y cuarenta y recurrió al lenguaje de ejecutivo japonés:
—Eso quien lo sabe es Fermín.
—Eso ha de preguntárselo al primo de Fede.
—Que no, tú, que el primo de Fede ya no está en Castelló.
—Lo pregunta luego, cuando cambiemos de coche.
Al encuentro del viajero salía el escaparate arquitectónico de la autopista de Barajas, donde se resumían diez años de absoluta confianza del país en sus arquitectos, prueba de confianza que el país jamás había concedido a grupo sacerdotal equivalente alguno. Al llegar a la altura de Torres Blancas, el coche giró a la derecha bruscamente y zigzagueó entre cochecitos llenos de madres teñidas de rubio para justificar lo rubios que eran sus hijos.
—¿Todos los niños de Madrid son rubios?
—No sé qué pasa, pero ahora todos salen igual.
—La contaminación.
—Pues la contaminación será.
Se detuvo el coche.
—Entre usted en aquella cafetería y verá una chica sentada leyendo
Diario 16
. Se presenta y ella lo acompañará.
La chica combinaba bocadito de porra con traguíto de cortado, sin inmutarse ante el tonelaje de desayunantes que la cercaban en su rareza de único ser humano sentado en toda la cafetería.
—¿Ha tenido buen viaje?
Luego el trayecto en el ochocientos cincuenta propició una amena conversación sobre lo poco que llovía últimamente en Madrid y lo mucho que llovía tiempo atrás, por ejemplo, cuando ella era pequeña. Tenía las piernas bonitas aunque un poco delgadas y el flequillo le permitía empezar la cara en dos ojos espléndidos ojerados, patéticos como su delgadez a lo Audrey Hepburn subrayada por el atuendo negro y lila.
—¿Qué hotel me han reservado?
—Uno que está en Ópera, pero no he de llevarle allí. Santos le espera en un domicilio particular.
Predominaba sobre las fachadas la leyenda: Comunistas, asesinos.
—Los de Fuerza Nueva se han pasado toda la noche pintando —le informó Carmela—; sí, llámeme Carmela. ¿Está en Barcelona tan mal el tráfico como aquí? Ustedes los catalanes tienen fama de conducir mejor. —Hacía mucho tiempo que nadie le calificaba de catalán—. Barcelona es otra cosa. Es Europa. Así se dice, ¿no?
—Creía que ya no se decía.
—Pues se dice. Sobre todo si hablas con un catalán. No sé por qué, pero se dice.
Carmela detuvo el coche ante un chaletito de la calle Jarama. Bajó del coche, miró a derecha e izquierda, le invitó a seguirla más allá de la verja de un jardín totalmente ocupado por el tronco y el andamiaje de las desnudas ramas de un sauce. Saludó con fragmentos de palabras a un hombre percherón que paseaba arriba y abajo del zaguán de entrada, con las manos en la espalda y subió una escalera de granito con una ligereza que obligó a Carvalho a subir los escalones de dos en dos. Tras la puerta tapizada de tela con clavijas doradas les esperaban Santos y un viejo fuerte que examinó a Carvalho con la sabiduría suspicaz de un sargento.
—El señor Carvalho, Julián Mir. Es el responsable de seguridad. Tendremos un breve encuentro para fijar el plan más inmediato. Carmela le acompañará luego al hotel y a partir del momento que usted quiera empezaremos a movernos según usted nos diga.
Carvalho quería ver el lugar del asesinato, un plano de la distribución del local, la situación personal de los miembros del Comité Central en las mesas, todos los datos que pudieran darle sobre los reunidos aquel día.
—¿Eso es todo?
—De momento, eso es todo.
—Antes de que acabe la mañana he de presentarle al delegado que el gobierno ha nombrado para relacionarse con usted y con Fonseca. También será inevitable un encuentro con Fonseca. Usted se moverá por Madrid en el coche de Carmela y con ella como único acompañante aparente. Digo aparente porque siempre les seguirá otro coche con dos camaradas. Son los dos que han ido a buscarle al aeropuerto. Desde la ventana no se ven, pero han aparcado en la esquina de arriba. Podrá conectar conmigo o con Julián a través de Carmela y siempre que quiera, sea la hora que sea. Tenga, para los primeros gastos.
Santos le tendió un sobre y Julián Mir un recibo para que firmase haber recibido cincuenta mil pesetas.
—Le mantendremos lejos de los locales centrales del partido. Al menos hay dos o tres servicios paralelos fisgoneando, aparte de los chicos de Fonseca. Lo sabemos porque nos lo ha revelado el mismo delegado gubernamental. Nada pueden hacer para impedirlo.
—¡Estos sólo impiden piquetes de obreros! Para eso están.
Carvalho se preguntó si el mal humor de Mir era coyuntural o pertenecía a su habitual manera de ver la realidad incontrolable.
—Me han amenazado por teléfono. No me han dicho por qué, pero el motivo es obvio.
Mir cabeceó como si las palabras de Carvalho confirmasen viejas presunciones suyas. Santos cerró sus pestañas asintiendo y fue entonces cuando Carvalho se dio cuenta de que eran blancas como sus cabellos.
—Algo de eso me ha dicho Salvatella por teléfono.
—Algo no. Se lo habrá dicho todo. ¿Quién está enterado del trabajo que voy a hacer?
—El secretariado del Comité Ejecutivo. Es decir, seis personas en Madrid y Salvatella en Barcelona. Ni siquiera lo saben nuestros camaradas de la dirección de Catalunya, menos Salvatella que ha servido de enlace.
—¿Entonces?
—Todos nuestros teléfonos están intervenidos habitualmente. Con más razón ahora, se quejó Mir:
—¿El gobierno?
—Quién sabe. El gobierno está más nervioso que nosotros. O al menos lo aparenta. Me consta que han reforzado las medidas de seguridad y que han puesto en marcha un plan preventorio de golpes de Estado. El asesinato de Fernando puede ser una señal. En cualquier caso, no hemos hablado de su asunto por teléfono. Nos han seguido, no hay otra explicación, y al ver que entrábamos en contacto con usted se dieron cuenta de nuestro propósito.
—¿Quién?
—Si tuviera la respuesta, tal vez tendría la respuesta al asesinato de Fernando.
—Te lo advertí —le acusó Mir con un dedo.
—Tomamos todas las precauciones. Las mismas que en tiempos de clandestinidad. No porque creyéramos que nuestro encargo fuera á permanecer mucho tiempo en secreto, sino para ganar al menos el tiempo suficiente para que usted pudiera moverse a sus anchas por Madrid. Preocúpese lo menos posible. Su escolta va armada. Hemos recibido incluso autorización gubernamental.
—Eso va a complicar la cuestión económica.
Mir le miró como si ante sí tuviera a un explotador de la clase obrera. Santos, en cambio, le miraba con uno de los ojos semientornado, tratando de calcular cuánto valía la vida de Carvalho.
—El descuento se lo pediremos cuando nos pase la factura. Es una prueba de confianza en que podremos pagar y en que usted vivirá para cobrar.
—Hace años, y no sé dónde, leí que ustedes eran unos optimistas.
Santos no le dejó hacer el mutis perfecto y dijo a la espalda de Carvalho a punto de abandonar la habitación:
—De todos modos tenga en cuenta que nadie mejor que uno mismo para cuidarse.
—¿Y tú quién crees que ha matado al viejo?
Carmela aceptó el tuteo de su pasajero con una sonrisa de alivio.
—Pues no lo sé, porque últimamente matábamos poco. Estaba la cosa así como un poco sosa. Muy paliza, o sea, de parlamentario para arriba, ¿me explico?
El coche avanzaba por Serrano entre taxistas que charlaban con sus pasajeros y ayudaban a avanzar sus vehículos mediante bofetadas contra el volante de una u otra mano, la no empleada en acompañar la conversación. La muchacha conducía abrumada por un exceso de misiones: demostrar que las mujeres conducen bien, llevar cuanto antes a Carvalho a su hotel y comprobar que el coche escolta no se quedaba descolgado en algún semáforo.
—Oye, esta ciudad es un rollo para que te sigan. Ya quisiera ver yo una película americana de gángsters filmada en Madrid.
—¿Eres una profesional?
—¿Del taxi? ¿Tengo cara de taxista?
—No. Del partido.
—Si a ganar treinta y seis mil pesetas por todo el día y algunas noches, sin vacaciones tranquilas, ni pagas y hasta ahora sin médico del seguro, le llamas tú ser una profesional, pues sí, soy una profesional. Y además engancho carteles en mi barrio gratis y también les pongo el niño gratis.
—¿Qué niño?
—Mi hijo. Es portátil y me lo llevo a todas las manifestaciones en favor del divorcio y del aborto. Para que vean los de la tele que cuando hay que parir también parimos.
—¿El niño está de acuerdo?
—El niño pasa de todo. Como si le llevo a una manifestación contra los bocadillos de calamares. Como a él los que le gustan son los de frankfurt. Hablando en serio…
Volvió al territorio de su responsabilidad histórica con los ojos graves vueltos hacia Carvalho y un tono de voz de Miguel Strogoff, el correo del zar:
—Trabajo en el Central y me han destinado a esto porque creen que así todo parece más normal.
Llevaba unas medias blanquecinas, tal vez para dar mayor entidad a unas piernas en el justo límite de la delgadez o para ocultar las enramadas de venas azules que debían asomar a aquella piel transparente que se le pegaba a los pómulos, como forzando las cosas para dejar espacio a unos ojos negros bien pintados, excesivos, comiéndose el sitio de una nariz forzadamente pequeña y de unas mejillas que al sonreír tenían que pedir permiso a la boca y dejar allí una suave arruga tensa como un arco, junto a las esquinas de labios constantemente humedecidos por una lengua pequeña. Un escaparate lleno de quesos sustituyó la cara de Carmela. Al fondo de la calle apareció a la derecha una plaza presidida por el edificio de la Opera, un edificio corto de cuerpo, alto de piernas, con un hombro más alto que otro y, sin lugar a dudas, estrecho de cintura.