Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—En la Gran Tasca ponen cocido hoy. Gracias a ti me estoy enterando de cada cosa. En el partido ya me toman por chalada. ¿Sabéis dónde se puede tomar un cocido?
Hoy me lo ha dicho el responsable de organización de Cuatro Caminos. Estaba yo interrogando hábilmente a los de
Mundo Obrero
y se me cruza el comentario ilustrado del camarada. Cocido en la Gran Tasca, hoy toca. Conque andando, no vaya a agotarse el brebaje. ¿Y tú siempre vas por la vida así, eligiendo restaurantes? ¿Estoy aceptada como comensal o prefieres a la gata maula de ayer noche? Qué fuga, chico, ni Belmondo en
Au bout de souffle
; hasta Cerdán se dio cuenta y la conversación derivó hacia las piernas de la dama.
—¿Qué opinaba Cerdán de las piernas de la dama?
—Introdujo el tema Leveder, que es frívolo, de la fracción frívola. Pero Cerdán aportó la nota analítica discrepando sobre el canon.
—¿Qué quiere decir eso?
—Vino a decir, casi en alemán, que era culibaja, pero sonaba a Lukács, Adorno o un tío así.
—¿Cómo acabó la reunión?
—Te cambio la información por cómo acabó tu reunión.
—En la cama, pero cada uno en su cama.
—¿Es un número nuevo?
—Y cada uno en su casa.
—Más mérito. El teleligue.
Carvalho disertó sobre el tronco común del
pot au feu
a la vista del excelente cocido. El garbanzo, dijo, caracteriza la cultura del
pot au feu
a la española y casi siempre la legumbre seca aporta el matiz característico. Por ejemplo, en el Yucatán hacen el cocido con lentejas y en Brasil con el fríjol negro. Dentro del cocido garbancero de los pueblos de España, el de Madrid se caracteriza por el chorizo y el de Catalunya por la butifarra de sangre y la pelota. Carmela tomó apuntes sobre la elaboración de la pelota.
—Qué astutos sois los catalanes. ¿Por qué no se nos había ocurrido a nosotros?
—¿Qué te parece Martialay?
—Heroico. Es del sector heroico. Yo llamo así a los que se han tirado en la cárcel todos los años que tienen y unos cuantos más prestados.
—¿Duro?
—De acero. Pero ¿qué tiene que ver con el cocido?
—¿Cambiaría sustancialmente la línea sindical si no la dirigiera Martialay?
—No. Al menos durante un largo período.
—¿Quién va a suceder a Garrido?
—Provisionalmente Santos, estoy convencida, y luego veremos si se adelanta el congreso o si se espera. El congreso ha de ser en el verano. Si sale Santos, seguirá la misma política de Garrido. Y si no sale Santos, puede armarse un lío muy gordo. Sólo podrían ganar Martialay, Cansinos o Sepúlveda.
—¿Leveder?
—¡Qué dices! Ése aguanta de milagro. Va demasiado a su aire; a Garrido le llevaba por la calle de la amargura porque siempre se abstiene. Es demasiado brillante, demasiado niño bonito.
—A Martialay ya lo tenemos visto. Los otros. ¿Cansinos?
—Una máquina de trabajo. Lleva la cuestión de movimiento popular y se ha afianzado mucho desde el pacto municipal con los socialistas. Para los blandos es demasiado duro y para los duros, demasiado blando. Puede colarse por la calle de en medio.
—Sepúlveda.
—Es un ingeniero. Digamos que es de los pocos supervivientes del sector de intelectuales incorporado en los años sesenta. Creo que ha aguantado bien porque cuando quiere que no le entienda nadie no le entiende nadie. Se enrolla el tío con lo de la revolución científico-técnica, y al final no sabes si cree en ella o no cree.
—¿Los demás?
—Se han decantado demasiado. Se han quemado en luchas pequeñas.
—¿Tu candidato?
—Santos. Es mi hombre. Parece un senador romano.
Me va cantidad. Es un tío que nunca ha hecho una putada a nadie pero que tampoco engaña a nadie. Por el partido sería capaz de cualquier cosa. Estaba fascinado por Garrido.
—¿Es ambicioso?
—No. Es difícil que un ambicioso aguante en un partido que estará en la oposición hasta el año dos mil, ¿no crees?
—La ambición puede adaptarse a cualquier territorio. Hay barrenderos ambiciosos.
—Santos es muy suyo. Fíjate, está casado y sigue conservando su piso de la clandestinidad. De vez en cuando deja a su familia y vuelve a vivir unos días en el piso de los años duros. Vive como un monje. No se le conoce una afición, un vicio. Su trayectoria en el partido no tiene altibajos. Ni ha dado grandes pasos ni pasos en falso. Si repasas la biografía del Ejecutivo, siempre descubres un momento difícil en el que se pasaron de críticos o se equivocaron de rollo. Santos nunca. A veces me parece un extraterrestre de tan terrestre que es, no sé si me explico. Creo que es de museo. A veces lo pienso. Es como el modelo. Así debían de ser los militantes antes ¿antes de qué? Pues antes de todo esto de hoy día, que es la releche.
—¿Peligraba Garrido en su puesto?
—No. El tío era muy cargante a veces porque siempre ha dirigido a su aire y estaba mal acostumbrado por el seguidismo que había en la clandestinidad. Pero tenía reflejos históricos el tío, y eso se aprecia en un partido que tiende a la lentitud. Había conseguido hacerse insustituible.
—¿Cómo han reaccionado las bases ante el asesinato?
—Hubo una consigna inmediata de contención y de no dar pie a provocaciones. Esto pasa hace tres años y se hubiera armado. Pero este país se ha acostumbrado a la muerte. El terrorismo ha provocado una insensibilidad general ante la muerte. Oye, no bebes nada y me habían dicho que eras una esponja.
—He de encontrarme con Santos y quiero estar a su altura.
—Pues yo he bebido un poquito y estoy a gusto. El vino había puesto belleza en sus pómulos delicados y miel en unos ojos decididamente amables con Carvalho.
—¿Por qué militas?
—Yo. Anda. Pues vaya pregunta. —Estaba perpleja y cabeceaba como si la respuesta se le hubiera atascado en una esquina del cerebro—. En algún momento lo decidí por algo y no he tenido suficientes motivos para cambiar de decisión. Supongo que porque sigo creyendo en el partido como la vanguardia política de la clase obrera y en la clase obrera como la clase ascendente que da un sentido progresivo a la Historia. Se decía así antes, ¿no? Pero oye, no me seas tan quintacolumnista: te paseas por las bases con esa preguntita y me hundes al personal. Es como preguntar ¿qué es una mesa?
—Me gustaría ver la vida cotidiana en un local del partido. En tu barrio, por ejemplo.
—Eso está hecho. Si quieres esta noche. Hay una reunión de agrupación.
—Esta noche no puedo.
—¿La culibaja?
Carvalho le dio un pescozón en la mejilla y Carmela le lanzó una blanda patada por debajo de la mesa.
Santos estaba asomado al horizonte. A su espalda se amontonaba la facultad de Filosofía y Letras. Permanecía ensimismado, con las manos unidas sobre su trasero, y la vista perdida en una molécula imperceptible del paisaje, amalvado por el poniente. Entre el Carvalho que avanzaba y el Santos que esperaba se interpusieron dos hombres.
—Santos —dijo Carvalho, y el ensimismado se volvió hacia el grupo.
—Dejadle pasar.
Caminaron los dos juntos en silencio. Luego Santos se creyó en el deber de justificarse. Cada tarde paseaba por la Ciudad Universitaria. En 1936 estaba a punto de acabar la carrera y, a pesar de las luchas y de los años difíciles, la Ciudad Universitaria había quedado en su recuerdo como un paraíso fascinante.
—Era la ciudad prometida. Estaban en fase de construcción casi todas las facultades. Una arcadia de sabiduría. Éramos muy ingenuos, sobre todo los que veníamos de abajo, o casi de abajo, y nos había costado mucho llegar a la universidad. Yo trabajaba de noche en un taller de encuademación de mi tío. Yo era un personaje barojiano. Tal vez el Manuel de La lucha por la vida, pero la guerra me impidió acabar como un buen burgués. Este paisaje me relaja. A estas horas no hay casi nadie en esta época del año. Algún que otro corredor de
footing
. Me enternecen. Ponen una terrible cara de sufrimiento. En lugar de correr tanto podrían comer y fumar menos.
—Quería verle. Hay que admitir la evidencia de que el asesino es uno de ustedes.
—Ciento treinta candidatos.
—No. Unos veinte. Sólo veinte tuvieron tiempo de movilizarse, matar a Garrido, volver, y yo reduciría la cantidad a seis. Mire este dibujo. —Santos se paró, se sacó unas gafas del bolsillo superior de la chaqueta—. Sólo las dos primeras filas de la zona perpendicular a la mesa presidencial. De esas filas salió el asesino.
—¿Lo deduce por el tiempo empleado?
—Y por la dirección que debieron tomar para acertar en Garrido. No olvide que estaban a oscuras, aunque Garrido fumaba y la luz del cigarrillo debió servirle de faro.
—Siento echar por tierra su tesis. Garrido no fumaba.
—Hay siete declaraciones que hablan de que Garrido fumaba.
—No fumaba. Instantes antes de empezar la reunión se planteó esa cuestión. Era muy fumador e hizo ademán de encender un cigarrillo. Le hicimos broma sobre la prohibición expresa de fumar durante las sesiones en un local cerrado. Es más, cuando empezó la reunión él mismo bromeó sobre eso. Dijo que acabaríamos en seguida porque no podía resistir sin fumar.
—Es cierto. Entonces, las declaraciones…
—Una alucinación o una fijación obsesiva por lo fumador que era. A mí mismo me cuesta imaginarlo sin el cigarrillo en la boca. Un periodista escribió que parecía sacarse los cigarrillos ya encendidos del bolsillo de la chaqueta.
—El cigarrillo encendido además solucionaba el problema de la orientación del asesino.
—Sigue siendo un problema porque, repito, Garrido no fumaba. Pregunte a Helena o a Martialay. Se lo confirmarán. O a Mir. Además tenemos la grabación de sus palabras comentando en broma lo de no fumar.
—¿Cómo es posible que siete declaraciones se refieran a que fumaba sin que nadie lo pregunte expresamente? Lo dicen de pasada. Uno llega a decir que de pronto la luz del cigarro desapareció…
—La luz y el cigarro. Sobre la mesa no se vio ningún cigarrillo. Ni entre las ropas de Garrido cuando le levantamos. No fumaba. Quíteselo de la cabeza.
—¿Cómo se orientó el criminal? ¿Cómo pudo dar un golpe de esa precisión?
Santos se encogió de hombros. Carvalho creyó advertir un cierto alivio en la manera de moverse de Santos, como si el falso indicio hubiera aplazado una evidencia embarazosa.
—De todas maneras insisto en estos veinte nombres y especialmente en los seis que he subrayado.
Santos volvió a ponerse las gafas, con menos ganas que antes. Cuando levantó la vista del papel para mirar a Carvalho, una sonrisa de escepticismo le ocupaba toda la cara:
—Estos veinte nombres suman un siglo de condena cumplida en cárceles franquistas y otro siglo de trabajo militante en las peores condiciones que nadie pueda imaginar. Por Dios. Y estos seis nombres. ¿Usted sabe quiénes son?
—No. Pero usted sí.
—Tendría que ser la gente más cínica del mundo, con más doblez. Increíble, y por lo tanto no me lo creo.
—Usted es un materialista y eso lleva incluido ser un racionalista.
—Yo soy un comunista. —Había levantado la voz y se había detenido rígido, como dispuesto a una pelea definitiva. Pero lentamente se relajó y un cansancio de plomo se apoderó de sus facciones primero, luego de un esqueleto que pareció achicarse, como si se le derrumbaran columnas fundamentales—. No me haga caso. ¿Qué quiere saber?
—Informes más precisos de esos veinte nombres y especialmente de esos seis.
—Los tendrá mañana por la mañana.
Caminó más de prisa, como si quisiera desprenderse de la compañía de Carvalho. La mano de Carvalho le agarró bruscamente un brazo y le obligó a detenerse:
—Yo no me he metido en esto por curiosidad, amigo. Ustedes me han llamado. Si quieren lo dejo correr y buscan el asesino por su cuenta o en las obras completas de Lenin o en las del moro Muza.
—Disculpe mi irracionalidad. Compréndala. Soy el menos indicado para aceptar que un camarada haya podido asesinar a Fernando. Nos han colgado una leyenda sangrienta que no nos corresponde. En la guerra era cuestión de vivir o morir. Luego la guerrilla. Pero todos los intentos de demostrar la realidad de esa leyenda sangrienta han fracasado. ¿Usted conoce los libelos de Semprún o de Arrabal contra el partido?
—Ni siquiera leo libelos.
—Cuando quieren aportar nombres concretos no se mueven de uno y eso ocurrió en 1940.
—No me cuente su vida, ni su historia. No me interesan.
—Está en juego nuestro patrimonio ético. Ese patrimonio ético es la gran fuerza histórica de los comunistas. El día en que lo perdamos seremos tan vulnerables como cualquier profeta, tan inverosímiles como cualquier profeta. En el mundo actual las gentes odian a los profetas que les exigen una tensión constante con la realidad.
—Insisto, no me cuente su vida, ni su historia. Supongo que cuando un fontanero o un electricista va a su casa no les explica usted la creación del mundo. Yo soy un fontanero. Olvídese de todo lo demás.
—¿No se da cuenta? El asesinato de Fernando es un intento de matar un partido y más de cuarenta años de lucha.
Carvalho se encogió de hombros y dio media vuelta. Entonces fue Santos quien le siguió. Al poco tiempo recuperaron un paso normal entre silencios hasta que Santos lo rompió con una voz neutra, eficaz:
—A las diez en punto tendrá lo que me ha pedido y si es preciso convoco a los veinte, a los seis, a los que sean necesarios.
—De momento me basta el informe, lo más detallado posible. Datos personales incluidos. Medios de trabajo o de fortuna. Vida privada.
—Siento decepcionarle, pero nuestros archivos no contienen esos datos. Eso pídaselo a Fonseca.
—Pensaba hacerlo.
Caminó ávido de las últimas bellezas de un paisaje oscurecido hasta que la noche amontonó algodones negros sobre los horizontes de la serranía. Algo más que algodones. Una lluvia fina volvió a otoñizar definitivamente al aire y a poner urgencias de llamada en los luceríos movibles de la plaza de la Moncloa. Pasó a su lado un corredor de footing agabardinado, con zancada de caballo inútilmente fugitivo del matadero. Dudó entre dejarse dominar por el miedo a la lluvia o por la necesidad de andar bajo tan benévolas aguas y eligió caminar en busca de Puerta de Hierro y San Antonio de la Florida. Las gentes tenían prisas de diluvio y gozó la posesión del secreto de la complicidad de las aguas. Percibió la llamada de un recuerdo semiborrado, un recuerdo a zaguán asidrado lleno de resoles adolescentes y a punto de convertirse en esponja saturada, llegó al zaguán recuperado de otra vida quizá, en esta sidrería a secas de nombre casa Mingo, refugio de fugitivos de la lluvia y asturianos en general. Nada había cambiado de su vivencia o de su sueño y en cualquier caso ni lo había vivido ni soñado tanto como para comparar fidedignamente realidad y deseo. Se entregó al frescor profundo de la sidra, avaramente precipitada en vasos poco acostumbrados a la autocontención del chorro. Húmedo por dentro y por fuera, empapó la espuma manzanosa con chorizos cocidos a la sidra y empanadas demasiado encebolladas para disimular la poquedad del lomo. ¿Había estado antes aquí? Sin duda. Un fragmento de conspiración le colgaba del cerebro como colgaban las colillas de los labios. Era un domingo, veinticinco años antes, y el inmenso zaguán estaba lleno de entortilladas masas ignorantes de que en un rincón él trataba de derribar la dictadura verso a verso, frase a frase brillante. Hay que recuperar a Ortega, recordaba vagamente, decía su interlocutor, en la actualidad vicepresidente no sé cuantos de no sabía qué cámara, si la alta o si la baja. Y se refería a Ortega y Gasset, sin duda. A Ortega le ha faltado dar el salto del sujeto al objeto, decía el bigotillo aquel, un bigotillo de socialista orteguiano, especialista en recibir todas las hostias que se les escapaban a los grupos de choque de la Falange universitaria. Qué brutalidad, el chorizo. He aquí un producto ibérico
si non é vero ben trovato
. La guardia civil, el chorizo, San Fermín, cojones, cono, cabrón, la puta que te parió, la raza. Pero Ortega y Gasset se había quedado a medio camino entre el sujeto y el objeto, se había quedado en la i griega que separaba al Ortega del Gasset. Ortega o Gasset, ¿en qué quedamos?