—Tengo cincuenta y uno —replicó la reina glacialmente.
Ya era una certeza, aquel espíritu quería matarme.
—Ejem… sí, claro… lo sabía, parece que tengáis cincuenta y uno, ni un día más…
—Así pues, ¿no parezco más joven de lo que soy? —la reina siguió apretándome las clavijas.
El sudor me chorreaba por la frente.
—¿Tal vez sería mejor que me callara…? —propuse.
—Una sabia decisión —consideró la reina.
—Una sabia decisión, espíritu —ratifiqué, pero nadie lo oyó, puesto que no podía hablar en voz alta, sólo podía pensar.
—Y ahora, seguidme —ordenó la reina.
Observé indefenso cómo mi cuerpo poseído seguía a la reina y cruzaba una puerta situada detrás del trono hasta un pasillo que conducía al ala privada del palacio.
Dios mío, ¡la de cosas que podría hacer allí el espíritu para llevarme a la perdición!
—Vos y yo nunca, nunca, nunca más volveremos a hablar de la edad —ordenó la reina mientras recorríamos un pasillo revestido de madera sin el más mínimo glamour.
La parte privada del palacio era austera. En las paredes había antorchas colgadas, algunas estaban encendidas, puesto que no había suficientes ventanas por las que pudiera penetrar la luz del día. Descubrí un espejo y me paré delante, sumamente intrigada por saber qué aspecto tenía siendo Shakespeare. Vi a un hombre de cabellos oscuros, de veintitantos largos y con un rostro bastante atractivo, seguro que arrasaba entre el otro sexo. También tenía unos ojos muy tristes, de esos que solían despertar el instinto protector en las mujeres. Yo también tenía ojos tristes, al menos eso solía decirme Jan. Quizás era cosa de mi alma inmortal, que paseaba tristemente de vida en vida. ¿Había ido tal vez a parar al pasado para romper el círculo vicioso de mi tristeza?
—No tenemos tiempo para vanidades —apremió la reina y aligeró aún más el paso.
Caminaba a todo trapo a pesar del vestido con corsé, que debía de pesar más o menos como una camioneta.
—¿Conocéis la situación en Irlanda? —me preguntó mientras yo me esforzaba por seguir su marcha.
¿La situación en Irlanda? No la conocía ni siquiera en mi propia época.
—Hmmm —contesté, pues.
Murmurar sin definirme me pareció lo más prudente en esas circunstancias.
—Los irlandeses católicos se han rebelado y están a punto de alzarse con la victoria gracias a la ayuda de los españoles. Si los irlandeses ganan, los españoles se animarán a atacar a Inglaterra. Y nosotros no podremos vencer en esa guerra. ¿Sabéis qué significaría eso?
—Hmmm.
No tenía la más remota idea.
—Los españoles me ejecutarían.
—Hmmm.
—Por lo que parece, no lo lamentaríais mucho.
La reina puso de nuevo cara de no estar muy contenta.
—Oh… quiero decir… sí… sí… Eso me dolería muchísimo…
—Me alegra que mi bienestar signifique algo para vos —dijo la reina con un retintín sarcástico, y se detuvo ante una puerta—. Mi alcoba.
¿Qué quería de mí si no pretendía seducirme? La reina abrió la puerta y entramos en una gran pieza en la que había una enorme cama con dosel, del que colgaban unas cortinas ligeramente transparentes. A través de las cortinas se distinguía la silueta de un hombre que estaba tumbado en la cama y roncaba.
—Y aquí está el problema —dijo la reina.
¿Un hombre en la cama? Bueno, eso era un problema que compartían algunas mujeres.
—Es el conde de Essex —explicó la soberana— y en estos momentos debería estar dirigiendo nuestro ejército en la guerra contra los irlandeses.
Vi una jarra de vino tinto junto a la cama y até cabos.
—Pero ¿está demasiado borracho para encontrar el camino a Irlanda?
—De momento, no encuentra ni el camino a su cama. Y para que nadie de la corte lo vea en este estado, se encuentra en mi alcoba.
—¿Por qué bebe? —pregunté.
—Está enamorado y su amor no es correspondido.
—¿De vos? —quise sonsacar a la reina.
—No —replicó, y en su voz se escuchó cierto matiz de lamento. Por lo visto, sentía algo por él.
La reina Isabel pareció adivinar lo que yo estaba pensando y preguntó con severidad:
—¿No creeréis que yo siento algo por un hombre?
Recé para que el espíritu no contestara. Por favor, por favor, espíritu, cierra tu boca… Quiero decir: ¡mi boca!
—No… no… No lo creo —contesté con nerviosismo—… Vos sois la reina…
—Exacto.
—Y, como tal, los hombres no os importan…
—Exacto —ratificó.
—Bien dicho, espíritu —solté aliviado.
Todavía añadí:
—Seguro que aún sois virgen…
—¿Parezco una vieja solterona? —preguntó la reina ofendida.
Oh, ¡Dios mío!
—Ejem… no… no… No parecéis en absoluto una solterona… Seguro que habéis tenido muchos hombres… —balbuceé.
—¡Arggggg!
—Así pues, ¿creéis que he perdido la inocencia sin estar casada? —preguntó la reina inquisitorialmente.
Dios mío, ¡allí podían usar en tu contra todo lo que decías!
Aquella conversación empezaba a ponerme de los nervios:
—Escuchadme, sinceramente, ¡me da lo mismo si os habéis acostado con algún hombre o no! Pensaba que hablábamos del conde de Réflex.
La reina se quedó sorprendida por mi arrebato, aunque intentó que no se le notara.
—Conde de Essex —me corrigió la reina fríamente.
—¿De quién está enamorado?
—De la condesa María de Warwickshire.
—¿Está casada?
—No, pero no quiere ver a ningún hombre en siete años.
Algunas mujeres lo comprenderían muy bien.
—¿Por qué precisamente siete años?
—Porque entonces terminará el luto. Su hermano ha muerto y eso le ha roto el corazón. María no volverá a la vida normal hasta entonces.
Vaya, por lo visto, la gente de esa época no sólo tenía debilidad por los insultos ordinarios, sino también cierta tendencia a la teatralidad.
—Vos, mi querido Shakespeare, ayudaréis a Essex con vuestro maravilloso instinto para el lenguaje. Escribidle poemas de amor. Escribidle canciones de amor… Haced lo que se os ocurra, lo único que importa es que lo ayudéis a conquistar el corazón de María.
—Para que luego, enamorado y correspondido, masacre a los irlandeses.
—Exacto. ¿Debo mencionaros qué os ocurrirá si fracasáis? —preguntó la reina.
Recordé al verdugo y repliqué:
—No, gracias, ya tengo el estómago revuelto.
La reina asintió, se acercó a la cama y corrió las cortinas de seda.
—Os presento al conde de Essex.
Al ver al hombre que roncaba, me quedé sin respiración. Me mareé. Y no porque exhalara tanto alcohol que podría haber anestesiado a un montón de reses en el matadero. No, me sentí mal por otro motivo: el conde era clavado a Jan.
El parecido con Jan era realmente chocante, sólo que el conde llevaba el pelo largo hasta los hombros, como un Beatle en la fase de experimentación con las drogas.
Pero lo más desconcertante, lo más sorprendente, lo más trastornante era que se parecía a Jan el día en que nos conocimos. En que nos enamoramos. En que nos besamos por primera vez. Y en que fue nuestra primera vez.
Después de que lo hubiera salvado, estando aún en la lancha de los socorristas, Jan me invitó a una fiesta informal en la playa esa misma noche. Lo único que tenía que hacer era ir a casa de sus padres en Kampen.
Mientras me arreglaba emocionadísima en la tienda de campaña de Holgi para ir a la fiesta, le pedí a mi amigo que me acompañara a la tierra de los ricos, a Kampen. Pero no quiso porque en el restaurante Mariachi había conocido a un simpático camarero de temporada, español, que, según Holgi, tenía unas castañuelas impresionantes.
Me puse un top, sandalias y mis mejores pantalones cortos, y me fui sola en coche a Kampen. La casa de los padres de Jan era grande y muy bonita. Con el dinero que había costado seguro que se podría haber saldado la deuda exterior de algún que otro país africano. Al llegar, me di cuenta de que los demás invitados no entendían lo mismo que yo por «informal». Mientras que yo me había plantado allí con mi mejor ropa de diario, las mujeres llevaban elegantes vestidos de diseño y los hombres camisetas caras de marca. Sólo una vez en la vida me había sentido tan fuera de lugar. El día en que me senté desnuda en el autobús de línea. Y, afortunadamente, sólo fue un sueño.
Por desgracia, la fiesta en la playa era real. De hecho, pensé en largarme enseguida, pero Jan me saludó:
—Aquí está mi salvadora.
Me llevó a la terraza, que daba directamente a la playa, y me agasajó con champán y gambas a la plancha. Cosas a las que podías acostumbrarte sin problema. Sus amigos me miraron un poco moscas cuando pedí kétchup, pero en general no me trataron con arrogancia, pues había librado a su amigo de morir ahogado. Olivia, que en aquella época ya parecía la mujer perfecta para Jan, me dio las gracias de todo corazón y dijo:
—Le has salvado la vida a un hombre muy especial.
En aquel instante no me tomaba por una competidora, ni le pasó por la cabeza que alguien como Jan pudiera interesarse por alguien como yo. En aquel momento, yo también lo consideraba improbable.
El disc-jockey inauguró el baile, puso la canción
Time of my life
, de la película
Dirty Dancing
, y me entraron ganas de bailar para reducir un poco la tensión. Pero, desgraciadamente, observé que todos bailaban en pareja. Jan y Olivia tenían muy buena estampa, podrían haber participado tranquilamente en un concurso. Me habría gustado mucho estar entre los brazos de Jan en lugar de Olivia, pero no dominaba el disco-fox. De adolescente, me había borrado del curso de baile a la segunda clase porque comprobé que, cuando se trataba de elegir chica, los chicos desarrollaban conmigo una tendencia a la huida parecida a la de los japoneses cuando Godzilla visitaba Tokio.
—¿Quieres bailar, salvadora? —me preguntó Jan cuando la canción acabó.
—Oh, a mí no me gusta
Dirty Dancing
—mentí.
No iba a meter la pata diciéndole que, además de no poder vestir tan bien como sus amigos, también era una nulidad bailando.
—¿Qué te gusta, entonces? —preguntó Jan.
Vi sus maravillosos ojos verdes, y le habría contestado: «
Dirty Kissing
».
Entonces vi que Olivia miraba hacia nosotros un poco molesta y sólo deseé una cosa: largarme de allí. A ser posible, con Jan.
—Me apetece dar un paseo —contesté.
Para mi sorpresa, Jan no se lo pensó dos veces.
—Fantástico.
Let’s go
—dijo.
Y, en él, ese «
let’s go
» no sonó ridículo como en la mayoría de los hombres, sino elegante y sofisticado. Fue increíble: ¡se marchó de su propia fiesta por mí! Caminamos junto al mar, y la luna pareció poner todo su empeño en demostrar lo cursi que podía llegar a ser. Las estrellas brillaban a centenares. Una visión de la que nunca disfrutabas si eras una niña de ciudad.
Jan y yo conversamos de maravilla y nos contamos incluso anécdotas bochornosas: él me explicó que, cuando estaba en el internado inglés, una vez tuvo que mear entre unos matorrales y justo entonces pasó por delante el director del internado, que tenía tan malas pulgas como Severus Snape. Yo le conté que, en una excursión con alumnos de primaria, estando de prácticas, tuve que mear entre unos matorrales y uno de los niños gritó: «Mi móvil nuevo hace fotos.»
Jan se lo pasaba bien charlando conmigo. Según comentó, nunca había hablado con nadie de esas cosas. Y aún menos había podido reírse con alguien de anécdotas tan bochornosas. Cuanto más nos reíamos, menos importancia tenían las diferencias sociales. Cuando nos sentamos en la arena de la playa, vimos pasar un pequeño delfín nadando, una imagen romántica que, sin el desastre del cambio climático, probablemente nunca se habría dado en Sylt. Contemplamos el animal, que saltaba contento sobre las olas, y nos miramos conmovidos. Me abrazó con ternura. Luego me besó. A partir de ese momento, no hubo vuelta atrás para mí: me había enamorado sin remedio. Y él también.
Ahora, delante de mí, en la cama de la reina, había un hombre que era casi clavado a Jan en aquel entonces. Acerqué mi mano temblorosa a su mejilla para cerciorarme de que no era un espejismo, lo toqué… y retrocedí al instante, estremecida. El hombre que tenía ante mí era real, de carne y hueso. Volví a acercarme a él, le acaricié la mejilla con ternura y me invadió el mismo hormigueo agradable de aquel día.
¡¡¡Yo nunca le había acariciado la mejilla a un hombre!!!
—¿Amáis a los hombres? —preguntó sorprendida la reina.
Oh, Dios mío, ¿aquel espíritu pretendía arruinar también mi fama?
—No… no… no amo a ningún hombre —aseguré, y retiré la mano de la mejilla del conde.
Al menos el espíritu no amaba a los hombres. Una menudencia que cabía agradecer.
—No amar a los hombres es una sabia postura —replicó melancólica la reina.
Seguro que había tenido malas experiencias.
Aún le quedaba una advertencia para mí:
—Querido Shakespeare, hay otra cosa que podría complicaros la vida.
—¿Y de qué se trata?
—En la corte hay espías de la Corona española que tienen mucho interés en matar a Essex. Su vida está siempre en peligro y, ahora, la vuestra también.
Ojalá no hubiera preguntado.
—¡Salvad Inglaterra! —me exhortó la reina, y salió del aposento.
Yo estaba demasiado trastornada para despedirme de ella. Simplemente, no podía apartar la vista de Jan…, quiero decir, del conde. Se despertó gruñendo, abrió los ojos y le costó enfocar la vista. Pasó un rato hasta que empezó a hablar:
—¿Dónde… dónde estoy?
—Estáis en la alcoba de la reina —contesté, intentando que no se me notara nada, ni que se parecía a mi ex ni que yo no pertenecía a esa alcoba ni a esa época, por no hablar de ese cuerpo.
—Yo… ¿he hecho algo con la vieja…? —preguntó.
—No, no habéis hecho nada.
—Bien —contestó, y pareció muy aliviado.
Me guardé de decirle que su alivio no entusiasmaría a la reina.
—¿Quién sois? —me preguntó.
A esas alturas, aquella pregunta no era tan fácil de responder. Después de cavilar un momento, opté por la respuesta simple: