Mientras tanto
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en la vida de William Shakespeare
Londres, 12 de mayo de 1594
Sir Francis Drake, el almirante de la reina, había desenvainado su imponente espada y me gritaba:
—¡William Shakespeare! ¿Osas compartir la cama con mi mujer mientras yo lucho en el mar por Inglaterra?
Yo estaba en cueros delante de él. En su noble alcoba. Junto a su esposa Diana, también desnuda.
Por lo visto, el almirante había regresado a la patria de su última travesía antes de lo que esperábamos y no habíamos oído sus pasos sobre la escalera de madera, probablemente porque los ahogaron nuestros gemidos voluptuosos. Evidentemente, yo sabía que me exponía a un inmenso peligro manteniendo relaciones carnales con la mujer del mayor héroe de Inglaterra, el vencedor de la Armada española. Sin embargo, en ese hecho radicaba todo el estímulo erótico, el hormigueo de pasión que justificaba el deseo por Diana. Había muchas féminas que la superaban en belleza, aunque eso no se le podía reprochar a Diana ya que, al fin y al cabo, era una mujer madura, casi pasada, pues ya tenía veintisiete años.
Y en lo tocante a sus artes amatorias, bueno, no estaban muy desarrolladas. En honor a la verdad, habrían dado motivo para entonar cantos de lamentación.
—¡Me las pagarás, Shakespeare!
La ira del noble, vestido elegantemente con un delicado jubón abullonado y calzas de seda ajustadas, hizo que las venas se le hincharan tanto que me atreví a confiar en una rápida salvación gracias a un repentino ataque de apoplejía por su parte.
Diana observaba temblando y aterrorizada a su esposo, y decidió escabullirse desmayándose.
—Estoy mareada —anunció con voz estridente, probablemente con la esperanza de que uno de nosotros dos la cogiera.
Cayó al suelo. Ninguno de los dos corrió presto en su ayuda.
Yo no, porque mi garganta desnuda estaba siendo amenazada por la espada, y sir Francis tampoco porque estaba demasiado ocupado manteniendo la hoja en mi garganta. Diana se golpeó la cabeza contra el armazón de la cama, tallado en madera noble de las nuevas tierras, lo cual provocó un sonido hueco del que no era posible saber con certeza si provenía del armazón de la cama o de la cabeza de Diana.
Bajé la vista un momento y sentí incluso compasión por ella, pero ni la mitad de la que sentía por mí: sir Francis me mataría allí mismo, sobre su piel de oso, ensartándome con la espada. Nunca podría escribir las grandes obras de teatro con las que soñaba desde niño, en la pequeña Stratford; sólo sería conocido por las mediocres que había escrito hasta entonces. Nunca sería rico y nunca más me entregaría al trato carnal sin compromiso con mujeres hermosas. Tampoco me pelearía nunca más con mis queridos amigos actores, ni me emborracharía ni iría de putas con ellos, ni los vería apostando fuerte a pedorrearse… Bueno, a lo último, probablemente podría renunciar…
Pero, por encima de todo, nunca volvería a ver a mis hijos, nunca más podría oír sus maravillosas risas… y la idea me provocó una pena infinita.
—¡Defiéndete, Shakespeare! —exigió Drake, interrumpiendo mis pensamientos sentimentales sobre la vida que no podría seguir viviendo.
—Una idea excelente —repliqué—, pero ¿cómo voy a defenderme si mantenéis la hoja en mi garganta?
Drake sacó otra espada de un soporte que había en la pared y me la lanzó. No empecé con demasiada elegancia, puesto que era mucho más grande que las espadas con las que actuábamos en las escenas de lucha en el teatro. El arma pesaba en mi mano. Tenía que decidirme: podía implorar por mi vida como un ratón miserable o luchaba por ella contra el mejor espadachín del reino como un verdadero hombre.
Opté por el ratón miserable.
—Dejadme ir —imploré, y me arrodillé en el suelo—. No me matéis, os lo suplico, noble lord, concededme vuestra clemencia.
Ciertamente, mi conducta no era muy digna, pero era inteligente y sabia, pues ¿de qué servía la dignidad si estabas medio muerto?
—Te defiendas o no, Shakespeare, pagarás por tus actos.
Drake levantó la espada para asestar el golpe. Diana despertó, vio que su esposo iba a cortarme la cabeza y se apresuró a cerrar de nuevo los ojos.
Así no llegaba a ninguna parte. Rápidamente cambié de táctica.
—No volveré a poneros los cuernos, ya no deseo a vuestra mujer. Como bien sabéis, en la cama es como una tabla.
Diana abrió entonces de nuevo los párpados y gritó:
—¡Córtale la cabeza!
—¡Colgaré tu cabeza ante las puertas de la ciudad! —exclamó Drake con rencor, y avanzó un paso hacia mí.
Como no quería acabar de divertimento cruel para campesinos embrutecidos que venían a Londres a poner en venta sus mercancías, busqué a toda prisa una escapatoria a mi terrible situación. Y la única escapatoria consistió en un avispado ardid:
—Sir Francis, detrás de vos…
Reconozco que el ardid no era demasiado original, sino más bien como los que se encuentran en las deplorables comedias de mis colegas dramaturgos, pero cumplió su cometido. Sir Francis, que estaba acostumbrado a que lo acecharan pérfidamente los alevosos asesinos católicos de la Corona española, miró atrás. En ese momento, me levanté de un brinco, corrí hacia la ventana de su palacio y miré abajo, al Támesis, que se deslizaba suavemente en la oscuridad. Aunque sabía que el agua estaría muy fría, trepé ágilmente por la ventana hasta alcanzar la repisa de piedra y salté sin titubear. Cuando me sumergí en las heladas aguas, me enojó por un momento la circunstancia de que los criados de Drake echaran precisamente allí las heces de la casa.
Al salir a la superficie, respiré en busca de aire y empecé a nadar para salvar mi vida. Miré atrás hacia el palacio de Drake, que estaba en la ventana rojo de ira. Pero no saltó tras de mí para emprender la persecución. Al parecer, él también sabía dónde solían echar sus heces los criados.
—¡Te mataré, William Shakespeare! —gritó.
Me sentía demasiado débil para contestarle con una réplica ocurrente. Me limité a nadar siguiendo la corriente del Támesis, levemente iluminado por unas cuantas antorchas en la orilla. El agua fría me helaba la piel desnuda, pero las venas se me helaron aún más al pensar que Diana deseó mi muerte. Precisamente aquella Diana que hacía tan sólo unos minutos había proclamado que me amaría eternamente. Así eran las mujeres de la gran ciudad de Londres, engañaban al marido y luego exigían la cabeza del amante. Pero no me importaba; al fin y al cabo, no pensaba volver a consagrar nunca más mi corazón a las mujeres, ¡sólo mi cuerpo! Porque si una cosa he aprendido en la vida es que, cuando se cae en las garras del amor, únicamente se pueden pedir dos cosas: una cuerda y una silla coja.
Después de unos cuantos Ramazzotti-curapenas más, Holgi me metió en la cama. Mientras me tapaba con cariño, pronunció la frase más tonta que se le puede decir a una mujer con penas de amor:
—Hay más madres que tienen hijos guapos —y completó—: Y no son dentistas.
No era que no hubiera intentado quedar con otros hombres. En los últimos dos años, me había apuntado a portales de contactos con nombres como «elite-amor.com.» y había ligado con hombres que pertenecían a la élite tanto como yo. En los portales de contactos sólo encuentras mercancía estropeada.
Primero fue Thomas, un periodista educado, pero un poco aburrido, y cuando estaba en la cama con él sólo pensaba, alternativamente: «Pero ¿qué hace?» y «Esto tiene gracia».
Luego vino Peter, que en su perfil detallaba que le interesaba la poesía, y había colgado una foto donde parecía agraciado. Por desgracia, en nuestra primera cita quedó claro que Peter escribía «poemas eróticos», que la foto era falsa y que en realidad parecía un ogro.
Finalmente apareció en mi vida Olaf, un trabajador social que lo hacía de mala gana porque aún no había superado lo de su ex mujer, Eva. Lloraba tanto por ella que incluso le había escrito una canción:
I love you Eva,
And I will go,
Wherever you are, Eva,
even if it is in Papua Nueva.
Después de que me la cantara en un momento de debilidad, yo también quise irme a la Papúa Nueva.
Pero lo comprendía un poco; al fin y al cabo, yo misma cantaba en pensamientos: «
I love you Jan, and I will go, wherever you are, Jan, even if it is Azerbayán
.»
Ése era el problema de los portales de contactos, que intentaban buscarte a alguien que estaba tan hecho polvo como tú. Y por eso sólo encontré hombres que estaban tan hechos polvo como yo. Y yo no quería a nadie que se me pareciera. Yo quería a alguien que fuera diferente. Yo seguía queriendo a Jan.
—Tú sabes que lo he intentado con otros hombres —le contesté a Holgi, balbuceando un poco a causa del Ramazzotti.
—No necesitas a un hombre para toda la vida, te basta con alguien para una noche —replicó, y se puso a cantar de buenas a primeras, como le gustaba hacer a veces—: Una noche, una noche, si estás frustrada, píllate a alguien para una noche, luego te duchas y te maldices, ¡pero te olvidas del frustre por una noche!
Me miró esperanzado, pero yo no podía imaginarme una sola noche. No estaba de humor para algo así. Y aunque lo estuviera, ¿con qué hombre querría sexo si no con Jan?
A la mañana siguiente tenía una resaca horrorosa, y el hecho de que me tocara guardia a la hora del recreo no consiguió precisamente que mejorara. Doscientos alumnos de primaria hacían tanto ruido como ochocientas personas normales, y pensé que seguramente había más silencio en las pistas de un aeropuerto incluso cuando aterrizaba un Concorde supersónico.
Me había hecho maestra por vergüenza. En realidad, mi sueño había sido escribir musicales desde que, a los siete años, había visto
La sirenita
y había oído a Sebastian, el cangrejo, cantar
Bajo el mar
. Luego, a los quince, escribí mi primer musical. Se titulaba
Luna lobuna
y trataba de una muchacha que se enamoraba de un hombre lobo y cantaba con él el gran dúo final de la obra: «El amor que nuestro corazón acuna / es mucho más grande que la luna» (lo dicho, tenía quince años). Por desgracia, le enseñé el musical a mi profesor de lengua, que opinó que yo tenía más probabilidades de viajar a Marte que de escribir musicales en el futuro. Eso acabó con mi carrera de escritora antes de haberla iniciado y por eso decidí estudiar Magisterio después de aprobar la Selectividad. Para ese trabajo, yo era como la mayoría de mis colegas: bastante incompetente. Tal vez debería haber cambiado de trabajo, pero no tenía ni idea de qué tenía que hacer con mi vida. Además, era muy amiga de las vacaciones y de cobrar la nómina con regularidad. En cambio, no era muy amiga de los niños incordio. Y aún menos de los padres ambiciosos, por no hablar de las autoridades educativas y sus ideas sobre reformas siempre distintas (¿le darían todos al LSD?).
Mientras pensaba en mi desastrosa vida en general y en mi penosa actuación delante de Jan en especial, se me acercó el pequeño Max, un niño de segundo con rizos:
—¡Kevin es un cabón! —despotricó.
—¿Un cabón? —pregunté desconcertada.
—Sí, un cabón total.
Estaba claro que el pequeño tenía problemas para pronunciar algunas consonantes.
—¿Y por qué? —pregunté, aunque no me interesara especialmente.
—Ha atado a León con unas esposas al radiador de la clase.
—¿QUÉ?
Había despertado toda mi atención.
—Con las esposas de su papá. Es policía. Las ha taído al colegio a escondidas.
—¡Cabón! —maldije.
—Lo que yo he dicho —comentó Max, y me llevó a la clase, donde el pequeño León, el típico niño-víctima gordo, estaba realmente encadenado a la calefacción.
—Tengo pipí —dijo León lloriqueando.
Manipulé las esposas, pero no tenía ni idea de cómo abrirlas. Cuando estaba a punto de llamar al director, llegó Axel, el profesor de gimnasia.
—Ya lo hago yo. Tengo experiencia con esposas… —aclaró.
—… de la que sería mejor no hablar en presencia de un alumno de segundo —lo interrumpí.
Axel sonrió burlón, abrió las esposas hábilmente con un alambre y León se fue corriendo al lavabo. De Kevin, ni rastro.
—Voy a machacar a Kevin —anunció el pequeño Max.
—No tienes que pelearte —dije, intentando de mala gana evitar una pelea, aunque realmente pensaba que el pequeño Kevin se había ganado un poco de leña.
—Pero Kevin es un capón —despotricó Max, y echó a correr.
—¿Un capón? —preguntó Axel desconcertado.
—Problemas con las consonantes —expliqué.
—Ah, por eso ayer gritaba: «¡Timmy es un hili!»
Suspiré y luego propuse:
—Tendríamos que mandarlo a clases de refuerzo.
—Y tú y yo tendríamos que hacer algo esta noche —replicó Axel esbozando una amplia sonrisa.
Me lo había pedido muchas veces desde el desastre del beso, hacía dos años. Pero siempre lo había rechazado, cosa que por lo visto me hacía cada vez más interesante a sus ojos.
—Tengo invitaciones para el circo —dijo sonriendo—. ¿Te apetece acompañarme?
Normalmente le habría dado calabazas, pero de repente oí en mi cabeza la voz de Holgi: «Una noche, una noche…»
Aquella tarde, Axel llevaba una camiseta que le marcaba el cuerpo y una cazadora de cuero la mar de moderna. No se parecía en nada a mi intelectual y elegante Jan, y eso estaba bien. Con Axel no había que tener mala conciencia por aprovecharse de él para tener sexo intrascendente, al fin y al cabo, una relación que durara más de una semana sería para él un récord maratoniano.
Empezó la función. Una acróbata china salió a la pista. Doblaba el cuerpo con tanto arte que Axel dijo:
—Una amante así me daría miedo.
Pensé que no tenía nada que temer después conmigo en la cama, puesto que mi flexibilidad se situaba más bien por debajo de la media.
Cuando la acróbata china acabó su espectáculo, que sólo con verlo ya me dolían todas las articulaciones, el presentador anunció la gran atracción del espectáculo: