—Sir, tenéis un inmenso talento para destacar lo evidente —repliqué.
A Drake no le divirtió el comentario, pero tanto daba si lo encolerizaba aún más; de todos modos, aquel hombre iba a apagar la luz de mi vida.
—Puedes elegir el lugar y las armas para el duelo —ofreció displicente.
Drake no era sólo el mejor espadachín del reino, sino también el mejor tirador; tendría ventaja con cualquier arma.
—¿Qué arma eliges, bribón? —inquirió.
—Patatas —contesté.
Drake no daba crédito a sus oídos.
—Son buenas para la salud. Especialmente en los duelos.
—Cogeremos las espadas —determinó Drake excitado.
—¿Aceptaríais que el lugar fuera la India?
—¡No!
—Ya me lo imaginaba… Pero quizás podría decidir la hora del duelo. Estaba pensando en el próximo siglo…
—¡No! —me interrumpió.
—No sois un caballero.
—¡No consiento que me hable así un canalla como tú! —Enrojeció de ira—. Lucharemos aquí y ahora.
Eso me pareció sin duda demasiado pronto.
—Elige a tus padrinos —masculló el noble.
Le pedí que me siguiera al Rose, pues allí estaban las únicas personas que tal vez querrían ser mis padrinos.
El teatro olía a madera y al sudor de los espectadores de la última función. El escenario se alzaba en el centro del edificio; los espectadores podían vernos situándose de pie alrededor o desde uno de los numerosos palcos. Hacía años que aquel teatro era mi mundo. Y si tenía que morir, quería hacerlo allí, sobre las tablas.
Junto al escenario sólo estaban Kempe y Robert, un muchacho vestido de mujer que estaba ensayando el papel de Julieta. Gracias a un maldito edicto del censor de la corte, las mujeres no podían actuar en el teatro, lo cual provocaba que, para mi gusto, las escenas de amor que escribía tuvieran siempre un toque demasiado afeminado en el escenario.
El animoso Kempe se acercó presuroso a Drake, queriendo salvarme de su ira bendita:
—Sir, sed clemente. William Shakespeare es ciertamente un bufón…
—¡Eh! —exclamé.
—Pero es nuestro bufón, y aunque sus obras son de una calidad mediocre…
—¡Eh, eh!
—… y están empapadas de patetismo…
—Tres veces ¡eh!
—… esas obras llenan esta casa de espectadores, y ellos son la razón de nuestra miserable existencia.
—¿Sabes qué me importa a mí todo eso? —preguntó Drake al rollizo actor.
—¿Nada? —conjeturó Kempe.
—¡Exacto!
Kempe se me acercó con la cabeza gacha y me susurró con tristeza:
—Perdona, amigo mío, yo lo he intentado.
—Habría renunciado con gusto a ese intento —repliqué.
En el acto me enojé conmigo mismo por haber sido tan brusco: Kempe era el mejor amigo que jamás había tenido. Me había salvado la vida en muchas ocasiones. La primera vez, cuando mi corazón estaba tan enfermo de pena que, a orillas del riachuelo de Avon, decidí clavarme un puñal. Si Kempe no hubiera ido de camino a Stratford con su compañía de teatro y, ágil como una gacela a pesar de su tripa, no me hubiera arrebatado el puñal, yo habría acabado con mi vida de puro dolor.
—¿Quién será tu padrino? —inquirió de nuevo Drake.
—Ese hombre —dije señalando al muchacho vestido de mujer, que se sorprendió tanto como Kempe, Drake y sus hombres.
Si había una posibilidad de sobrevivir, ésta consistía en encolerizar tanto a Drake que cometiera un error en el duelo. A ser posible, un error mortal.
El almirante de la reina miró a Robert, todo maquillado, y exclamó:
—¡Te burlas de mí!
—Robert es un buen padrino, y mejor amante, según cuentan en las calles de Southwark. Tal vez deberíais probar con él, no puede ser peor que vuestra esposa.
Los hombres de Drake se echaron a reír. Y él tenía una mirada asesina en los ojos. ¡Bien!
Seguí a cierta distancia al gordinflón feliz que había sido Buffalo Bill y lo vi llamar a la puerta de una caravana. Abrió Próspero, que entonces llevaba vaqueros y una camisa de leñador, y le alargó un pequeño sobre. El gordo contó sin tapujos el dinero que había dentro.
El algodón de azúcar se me cayó del susto.
—No puede ser —me dije en voz baja.
Próspero, que por lo visto tenía un oído bastante fino, se percató de mi presencia. Vio que lo estaba mirando. Yo vi que él me miraba. El gordinflón vio que Próspero veía que yo lo miraba… y vio la manera de poner tierra por medio.
El mago me fulminó con su mirada penetrante, pero no me dio miedo. Sentía demasiada curiosidad por saber cómo se había producido exactamente el engaño, me acerqué a él y le pregunté abiertamente:
—¿Cómo lleva a cabo el truco? No puede sacar cada día al mismo hombre a la pista, eso no pasaría desapercibido…
—Hay muchos artistas en paro —respondió Próspero. Sorprendentemente, no intentó excusarse sino que parecía muy seguro—. Ayer tuve a una mujer que baila con serpientes, y en la función afirmamos que había sido bailarina en la corte del califa Abu Bakr.
—Seguro que con la regresión superó sus bloqueos sexuales bailando —conjeturé con cierto retintín sarcástico.
—Exactamente —confirmó, y volvió a entrar en la caravana.
Moví los pies un momento, indecisa; luego lo seguí. La caravana de Próspero era de lo más normal: una cama, ducha, unos cuantos libros. Ningún ataúd con tierra de Transilvania. Nada enigmático. Sólo el péndulo dorado, que estaba tirado de cualquier manera encima de una mesa plegable de madera. En las paredes había colgadas unas cuantas fotos suyas, en una se le veía vestido de monje en un templo. Al menos, no había mentido en lo del Tíbet.
—Así que todo eran chorradas —constaté dolida.
Una pequeña parte de mí había deseado realmente que aquel hombre no fuera un charlatán.
—Las regresiones no son una chorrada —objetó—. Los monjes shinyen han hallado realmente el modo de enviar la conciencia al pasado.
Sonreí irónicamente.
—No me cree —afirmó.
—Muy observador.
—Hay cosas entre el cielo y la tierra que el saber erudito no imagina ni en sueños —dijo Próspero sonriendo—. Sabemos tanto del universo como un perro de telefonía móvil.
En eso quizás tenía razón: al fin y al cabo, los científicos cambiaban cada dos por tres los modelos que usaban para explicar el mundo.
—Quiero ayudar a la gente. Y las funciones en el circo me traen gente. Por eso las hago —dijo, y sus palabras sonaron extrañamente sinceras—. Siempre hay alguien entre el público que espera ayuda. Luego, algunos se atreven a venir a verme al día siguiente.
—O sea que es usted timador por misericordia —me burlé.
—Podría decirse así —replicó sin rastro de ironía—. Seguro que usted ha pensado que sería maravilloso poder darle un nuevo rumbo a su vida.
Miré al suelo como si me hubieran pillado en falta.
—Al parecer he vuelto a ser muy observador —dijo, sonriendo satisfecho.
Aquel hombre leía en mí como en un libro abierto. Un libro titulado
Mi desastrosa vida y yo
.
—Puedo darle un nuevo rumbo a su vida —explicó Próspero con voz insinuante y profunda.
Tragué saliva, un nuevo rumbo para mi vida sería de agradecer, suponiendo que el nuevo rumbo fuera mejor que el viejo, lo cual tampoco podía ser tan difícil.
—¿Quiere? —preguntó Próspero, y yo empecé a sentir miedo. ¿Qué se proponía aquel tipo? ¿Hipnotizarme?
—Yo… yo… —farfullé—. Yo creo que me he dejado la plancha enchufada en casa…
Di media vuelta para irme. Pero Próspero se interpuso serenamente en mi camino, cerró la puerta de la caravana… y cogió el péndulo de la mesa.
Drake estaba en el escenario, desenvainó su espada y cortó amenazadoramente el aire con ella, del mismo modo que pronto me rebanaría el cuello.
—Lo conseguirás, William. Tú eres el mejor —musitó Robert.
—Me animaría más si me lo dijera un hombre sin voz de falsete —repliqué en un susurro.
Drake se me acercó a paso ligero blandiendo su espada. Yo estaba obligado a desenvainar también la mía. Era una espada de teatro ligera con la que el príncipe de Navarra correteaba en nuestra última obra,
Trabajos de amor perdidos
. La cabeza me bullía. ¿Qué iba a hacer? Tenía que atizarle con mis armas, con palabras. Si provocaba con insidia a Drake, quizás cometería un error que yo podría aprovechar para asestarle una estocada mortal.
—Sólo he tenido una amante que fuera peor que vuestra esposa —proclamé.
—¿Quién? —preguntó Drake, picado por la curiosidad de saber quién podía ser más horrorosa que su esposa en la cama.
—Vuestra señora madre.
Drake se abalanzó rojo de ira hacia mí e intentó asestarme un primer golpe, que pude parar sin problema. Gracias a las escenas de espadachines poseía unas dotes modestas cuando se trataba de luchar a espada.
—Robert, mi padrino, también se acostó con vuestra madre. Ama a las mujeres que tienen más barba que él.
—Si vuelves a ofender a mi madre… —amenazó Drake.
—Se ofende todas las mañanas, justo cuando se mira al espejo —repliqué mientras paraba una estocada que apuntaba directamente a mi corazón.
Drake me obligaba a retroceder con pasos rápidos y yo estaba a punto de caerme del escenario. Había llegado el momento de intensificar las ofensas, a ser posible hasta lo inaudito.
—Vuestra madre trabaja en el puerto, en los pesqueros. —Drake se quedó desconcertado, y yo concluí—: ¡De hediondez!
Drake resolló. Yo continué con mi osado juego:
—Y cuando sale de allí y se adentra nadando en el mar, las ballenas se alegran de volver a acogerla en el seno familiar.
—MI MADRE NO ES UNA BALLENA —gritó Drake, y me atacó con la espada, una y otra vez.
Había conseguido apartarlo del elegante estilo por el que era admirado en todo el reino.
—Lo admito, es demasiado delgada para ser una ballena —gemí mientras intentaba rechazar los coléricos embates.
—ARGGG —gritó entonces como un animal enfurecido.
—Os expresáis de un modo fascinante —me burlé.
—ARGGG.
—Y tan variado.
—¡ARRRGGGGGG!
—Dejadlo o sentiré celos de vuestro arte para fabular.
El enfurecido Drake me dio en el brazo. No fue un gran rasguño, pero la sangre brotaba de la herida como de una pequeña fontana. Mi estrategia parecía fallar. Miré a Kempe y vi que sus ojos también irradiaban poca confianza. Mi muerte parecía aproximarse inexorablemente y sería dolorosa. Dios mío, cuánto deseaba que otra persona estuviera en mi lugar.
Próspero sostenía el péndulo delante de mí.
—Las verdaderas regresiones no transcurren como en la pista —explicó.
—¿Y cómo transcurren? —pregunté, aunque hubiera preferido largarme, puesto que la curiosidad que sentía era tan grande como el miedo.
—Relajadamente. El viajero en el tiempo se tumba y cae en una especie de sueño. Luego permanece todo el rato relajado —contestó Próspero.
—¿Una especie de sueño? —inquirí.
—No dura mucho en nuestro tiempo, sólo unas horas. Pero, en la regresión, durante esas horas algunos viajeros han vivido toda una vida en el pasado.
—¿Toda una vida?
—Tienen la sensación de haber estado años o incluso décadas en el pasado. Yo mismo viví cinco años siendo un guerrero de Ablai Khan. Y sólo estuve dos horas en trance.
—Bueno, al menos la gente obtiene algo a cambio de lo que paga —me burlé, aunque las rodillas me temblaban ligeramente.
—No acepto dinero.
—Entonces, ¿qué? ¿Bonos?
—Mi misión es ayudar a la gente —replicó Próspero, y me acercó el péndulo dorado—. Mire fijamente el péndulo.
—No lo dirá en serio —dije sonriendo con nerviosismo.
—Mire fijamente el péndulo.
Quise apartar la vista, pero oscilaba tan plácidamente. Y la voz de Próspero era tan agradable.
—Mire fijamente el péndulo…
—Vuestra madre, con su sola presencia, es capaz de despojar a los hombres de su fertilidad.
Mis tentativas de provocar a Drake eran cada vez más desesperadas. Entonces, de repente, se me cerraron los ojos.
—Así, muy bien… sígalo con la mirada… —susurró Próspero.
El péndulo oscilaba de un lado a otro con regularidad, me sentía tranquila y pensé: «Realmente no está nada mal un péndulo, qué relajante.»
—¿Cuál es el mayor problema de su vida? —preguntó Próspero.
—El amor… —respondí relajada, y me senté en su catre.
—Suele ocurrirle a la mayoría de las personas. Eso se debe a que no saben qué es el verdadero amor.
Los párpados se me cerraron lentamente. Me invadió un cansancio inaudito.
Fue como si alguien me hubiera dado un bebedizo para dormir. Todavía balbuceé:
—Seguro que vuestra madre también es capaz de castrar ovejas con su sola presencia…
—Ahora túmbese —susurró Próspero.
Yo estaba completamente relajada y me tumbé de espaldas.
—No piense en nada.
—Hum… no pensar en nada… suena seductor…
Sonreí y cerré del todo los párpados.
La vista se me nubló definitivamente, pronto moriría atravesado por la espada de Drake. Mi penúltimo pensamiento de añoranza fue para mis hijos: Susanna… Judith… Hamnet… Y mi último pensamiento fue para el amor de mi vida… Anne… mi maravillosa Anne…
—Ahora viajará al pasado —oí decir a Próspero en la lejanía—. Pero debo advertirla. El viaje es peligroso y si muere estando en el pasado, su espíritu morirá también en el presente. O sea que tenga cuidado.
Si no hubiera estado tan profundamente relajada, eso me habría dado un miedo terrible.
Y, finalmente, oí decir a Próspero en voz muy baja:
—Volverá a despertarse cuando haya descubierto qué es el verdadero amor.