Me senté en la cama, me quité los zapatos y descubrí que Shakespeare era propenso a que los pies le olieran a queso.
Ignoré como pude el olor y me tumbé. Contemplé el techo de madera oscura, luego el ventanuco desde donde se podía ver el cielo estrellado —ya era de noche—, que brillaba de manera realmente impresionante. Como aquel día junto al mar, cuando Jan y yo nos besamos por primera vez. El recuerdo de aquel maravilloso momento me confortó: aquel beso había sido uno de los escasos momentos de mi vida que había disfrutado enteramente, del que nunca tuve que arrepentirme y por el que había valido la pena vivir.
Mientras me deleitaba con los recuerdos, llamaron a la puerta. Por un instante temí que entrara Kempe con Kunga, Kitty y Vicky, y que colgaran allí mismo un trapecio. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió y entró una chica con un vestido marrón. Tenía un rostro corriente y me miraba ensimismada con sus ojos ligeramente bizcos.
—Soy yo —dijo exultante.
—Sí… Ejem… Cierto… Eres tú… —confirmé.
Encendió las velas que había en la habitación y yo intenté descubrir discretamente cuál era mi situación:
—Y… ¿Y qué haces por aquí?
—Voy a desnudarme.
—¿DESNUDARTE?
De golpe y porrazo comprendí cuál era mi situación.
—Exacto, tu pequeña Phoebe va a desvestirse —confirmó, y me sonrió con los ojos un poco más bizcos.
Luego, la pequeña Phoebe hizo realidad sus palabras. ¡Y era más que rápida desnudándose! Por lo visto había subestimado a las mujeres de la época, que eran realmente hábiles despojándose de sus corsés.
Pocos segundos después, la joven estaba completamente desnuda delante de mí y me pedía:
—Ahora desnúdate tú.
—Ejem… Mejor no… —balbuceé.
—¿Por qué no?
Busqué una excusa deprisa y corriendo, y la encontré:
—Porque… me huelen los pies.
—Pues no te quites las calzas —dijo Phoebe sonriendo.
—Pero es que el olor las traspasa —repliqué con voz ligeramente aguda, intentando salir de aquel follón.
—Cuando amo a un hombre, lo amo todo entero.
No se dejó liar y se sentó a mi lado en la cama. Nunca había estado tumbada tan cerca de una mujer desnuda. ¡Y tampoco lo había echado nunca de menos!
—Ejem, pero es que mis pies apestan de verdad. Huele —dije, y acerqué desesperada el pie a Phoebe.
—Aguantaré la respiración —replicó sonriendo ampliamente Phoebe, que apartó el pie y empezó a desabrocharme la camisa.
—Yo… Yo… También me huelen los sobacos.
Siguió desabrochando imperturbable.
—Y he comido cebolla —expliqué presa del pánico.
—Nada me detendrá —dijo Phoebe con una sonrisa.
Para subrayar sus palabras, empezó a besuquearme el cuello. Eso me resultó extremadamente desagradable. Antes de que la cosa degenerara, me apresuré a decir:
—Deberías irte.
Phoebe me miró totalmente estupefacta:
—Pero… tú… Tú prometiste desvirgarme.
¡Shakespeare era un capullo!
—Tal vez en otra ocasión —le ofrecí torpemente—, cuando tenga los pies limpios.
—No, la noche maravillosa tiene que ser hoy.
—Oh, sabes, la primera vez no es tan maravillosa, si uno pudiera saltársela…
—Hace poco me dijiste otra cosa —me interrumpió—. Dijiste que eras el rey de la desfloración.
¡Shakespeare era el rey de los capullos! Antes de que pudiera replicar nada, la joven deslizó su mano hacia mi entrepierna, ¡directa a las calzas!
No podía ser que hiciera eso.
Me acarició allí con la mano.
¡No podía hacerme eso!
Continuó acariciando.
Algo se movió dentro de mis calzas.
¡Oh, Dios mío!
Acarició con más esmero.
Algo se movió aún más dentro de mis calzas.
¡OH, DIOS MÍO!
Phoebe se esforzaba de verdad.
Las calzas empezaron a tensarse ligeramente.
¡OH, DIOS MÍO! ¡OH, DIOS MÍO! ¡OH, DIOS MÍO! ¡DIOS! ¡DIOS! ¡DIOS!
Salté de la cama, despavorida.
—¡No me toques ahí! ¡No me toques ahí! —grité.
—¿Por qué no?
—¡Yo tampoco me toco! —contesté fuera de mí.
—¿Tú tampoco te tocas? ¿Y cómo haces pipí?
—Me inclino hacia delante.
—¿Te inclinas hacia delante? —preguntó Phoebe, francamente perpleja.
—¡Da igual! —apremié—. ¡Sal de mi habitación!
Phoebe me fulminó con la mirada.
—¿Sabes qué pasará si me echas?
—Sí —contesté agitada—. ¡Evitaré el acto sexual más extraño de toda la historia de la humanidad!
No replicó a ese comentario, seguramente sorprendente para ella, sino que masculló:
—La pequeña Phoebe le contará a su padre que tú me has desvirgado.
—Pero eso no es verdad —contesté desconcertada.
—Aun así, lo haré.
—Pero ¿por qué?
No acababa de entenderlo.
—Porque entonces sus hombres te perseguirán y te arrojarán por la ventana.
¡La pequeña Phoebe era una cabronaza!
—Pero si me desvirgas, la pequeña Phoebe no le dirá a su padre que tú la has desvirgado —dijo sonriendo con malicia y una mirada bastante bizca.
Si todas las mujeres de aquella época eran así, comprendía un poco la imagen negativa que Shakespeare tenía de ellas.
—¿Qué? ¿Te acostarás conmigo? —me pidió con su mirada bizca que probablemente pretendía ser seductora.
Y volvió a deslizar la mano hacia mi entrepierna. Yo me enfrentaba a la elección entre la muerte y unas calzas donde se podía colgar una percha.
Eso no era una elección.
—¡Haz el favor de irte! —le pedí sin ambages.
Phoebe escrutó mi semblante decidido. Lágrimas de furia y desesperación brotaron de sus ojos; estaba furiosa como la madre de un alumno de primaria cuando le explican que su hijo no destaca por su conducta de superdotado, sino simplemente por su conducta.
—¡Eres muuuuuy malo! —gritó Phoebe.
Agarró sus cosas y se vistió casi tan deprisa como se había desvestido. También había subestimado a las mujeres de la época en lo tocante a la velocidad para vestirse.
—¡Te arrepentirás! —refunfuñó al salir de la habitación.
Me la quedé mirando. Me daba miedo, pero intenté tranquilizarme. Tal vez sólo era un farol. Si tanto quería que Shakespeare la desvirgara, no se encargaría ahora de que lo mataran. La gente de aquella época estaba más loca que yo en las cosas del amor, pero no llegarían tan lejos. ¿O sí?
Volví a tumbarme en la cama y suspiré profundamente. Cuando menos lo esperaba, echaron la puerta abajo. Tres hombres enormes, vestidos con camisas negras, calzas negras y capuchas oscuras que recordaban al Ku Klux Klan, se precipitaron en la habitación. Y yo pensé: «Oh, mierda, ya han llegado.»
Los hombres con capucha me agarraron y me arrancaron de la cama. Hicieron el trabajo con suma dureza y me pregunté si no habría sido mejor dejar que Phoebe se entretuviera en las calzas. Yo misma contesté a la pregunta con un categórico: «¡No!»
—Puedo explicarlo todo… —empecé a decir, si bien no sabía exactamente cómo explicarlo.
Phoebe había ido a contarle a su padre que yo la había desvirgado. Si me limitaba a decir que era mentira, seguramente no me creerían.
—No queremos explicaciones… —musitó el primer encapuchado.
—Yo… Yo… lo admito… He estado con ella…, pero soy impotente —solté presa del pánico. A lo mejor se creían que no me había acostado con Phoebe porque no podía y que, por lo tanto, ella continuaba siendo virgen. Así pues, proseguí—: No se me levanta.
Jamás habría pensado que algún día pronunciaría esa frase.
—Pues ya va bien con lo que planeábamos hacerte —dijo el segundo encapuchado amenazando a saco—. ¡Te vamos a cortar los huevos!
Hacía muy poco que era un hombre, pero aquello me sonó bastante desagradable. Me pregunté de nuevo si no habría sido mejor acceder a los deseos de Phoebe. Y de repente ya no estuve tan segura de seguir contestando a la pregunta con un «no».
—Y después te rebanaremos el cuello —se guaseó el tercer encapuchado.
Era el más alto de los tres, tenía una voz profunda y vibrante y parecía ser el jefe. Para dar más fuerza a sus palabras, sacó un puñal de plata.
¡Ah, tendría que haberme acostado con Phoebe!
El cabecilla me puso el puñal en la nuez y presionó con la hoja. Noté que la piel se desgarraba y un pequeño reguero de sangre caliente fluía por mi cuello. Estaba a punto de gritar de miedo.
—La boca cerrada —musitó el cabecilla.
Sentí un miedo increíble, como nunca antes en toda mi vida, ¿o debería decir en mis dos vidas? Estaba a punto de hacérmelo encima.
—Harás lo que te digamos —exigió el cabecilla intimidándome.
No le contesté.
—¿Por qué no contestas? —preguntó.
Me habría encantado responderle: ¡Porque tú, tonto del haba, has dicho que tuviera la boca cerrada! Pero, como la sangre ya me chorreaba lentamente desde el cuello hasta el esternón, decidí que era mejor contestar suavemente:
—Entendido.
—Bien.
El hombre bajó el puñal.
Yo respiré hondo.
—Ahora mismo iré a ver a Phoebe.
—¿Phoebe? ¿Qué Phoebe? —preguntó desconcertado el jefe.
—La mujer a la que tenía que desflorar —contesté.
Otra frase que jamás pensé que llegaría a pronunciar algún día.
—No tengo la más remota idea de qué me estás hablando —comentó el cabecilla, que parecía confundido.
—Pero si vosotros queríais matarme porque no me acosté con ella —comenté, no menos perpleja ante su perplejidad.
—Válgame Dios, poeta, por lo visto tienes problemas a mansalva —dijo riendo el hombre con voz profunda y vibrante.
Y los otros dos encapuchados también se rieron.
—Ya lo sé —contesté, aún más confusa: ¿Aquella gente no tenía nada que ver con Phoebe? ¿Entonces? ¿Qué querían de mí o, mejor dicho, de Shakespeare?
El hombre dejó de reír en seco y explicó:
—Nuestro jefe quiere que Essex siga siendo infeliz. Tú te ocuparás de ello. De lo contrario, ¡volveremos! Y no seremos tan clementes contigo.
Luego, los tres hombres salieron del pequeño cuarto de Shakespeare. Así pues, no los había enviado el padre de Phoebe, ellos tenían en su agenda algo más siniestro: si su misterioso señor no quería que Essex levantara cabeza, entonces actuaban contra los intereses de la reina. ¿Qué había dicho la soberana? Que si Inglaterra ganaba la guerra a Irlanda, los españoles recibirían un duro golpe. Y para ganarla, Essex tenía que dirigir las tropas. Si no lo hacía, Inglaterra perdería contra Irlanda. Y España aprovecharía ese momento de debilidad para aplastar su reino. Por lo tanto, deduje que los encapuchados y su jefe eran espías españoles que pretendían impedir que Essex superara sus penas con mi ayuda y partiera hacia Irlanda.
¡No hacía ni veinticuatro horas que estaba en el pasado y ya me había implicado en una intriga de Estado!
Eso me infundió más miedo que el puñal en el cuello, pues una cosa estaba clara: tenía que descubrir a toda prisa qué era el verdadero amor. Porque allí, antes o después, alguien me mataría. Probablemente antes.
Me dolía la herida del cuello y me hacían daño los brazos. Me levanté y me acerqué a un pequeño espejo colgado en la pared. Estaba sucio y torcido. Por lo visto, Shakespeare no era precisamente un fanático del orden, lo cual lo hacía un poquito más simpático.
En el espejo comprobé que el corte del cuello se estaba cerrando. Me quité la camisa y examiné los hematomas de los brazos. El torso de Shakespeare estaba bien formado, quizás era un poco delgaducho, pero atractivo. En cualquier caso, más atractivo que mi poco atractivo cuerpo de mujer en el tercer milenio. Si hubiera visto el torso de Shakespeare en una playa, me lo habría quedado mirando. Pero, puesto que en aquel momento yo me encontraba dentro de ese cuerpo, volví a ponerme la camisa a toda prisa. Caminé arriba y abajo con nerviosismo por la pequeña habitación. Estaba demasiado inquieta para echarme en la cama, por no hablar de dormir. Después de lo ocurrido, ya no podía pegar ojo. En casa me habría tumbado en el sofá, me habría mordido las uñas y habría pasado horas haciendo
zapping
, buscando la enésima reposición de series como
Mujeres desesperadas, The O. C
. o incluso
Sensación de vivir
, sólo para constatar que todos los canales estaban atarugados de programas de cocina o de mujeres medio desnudas que, con problemas de dicción, pedían que alguien las llamara. Pero, puesto que en la Inglaterra de Shakespeare había cierta carencia de televisión por cable, desgraciadamente no podía distraerme con eso. Así pues, continué caminando por la austera habitación, arriba y abajo sobre las tablas de madera que crujían. En verdad, Shakespeare no disfrutaba de un estatus elevado. O bien no ganaba dinero con sus obras, lo cual costaba imaginar con tantos espectadores, o bien se gastaba el dinero en otras cosas: ¿prostitutas?, ¿alcohol?, ¿tabaco? Mi Holgi —y Kempe también— seguramente habría dicho que hay inversiones bastante peores.
Mi mirada se posó en un cuadro colgado en la pared que estaba tapado con un paño rojo. Me acerqué, quité el trapo y vi a una mujer dulce de mirada cariñosa. Quizás no era de una belleza deslumbrante, pero tenía una sonrisa confortadora. Comparada con aquella mujer, la trillada Mona Lisa era una sonrisitas
amateur
. Eché un vistazo al dorso del retrato y allí, en letras pequeñas, ponía: Mrs. Shakespeare.
O sea que Shakespeare estaba casado. Pero ¿por qué no había ningún indicio de que allí viviera una mujer? A lo mejor estaba divorciado. Pero ¿existía el divorcio en aquella época? Seguramente no. Era de suponer que los matrimonios sólo podían separarse usando una guadaña y borrando todo rastro acto seguido.
Lo más probable era que Mrs. Shakespeare viviera en otro sitio porque hacía mucho que no soportaba al rey de la desfloración.
Volví a tapar el retrato de Mrs. Shakespeare y eché un vistazo a los papeles que Shakespeare había escrito con una larga pluma negra y tinta del mismo color.
Hamlet, una comedia
estaba encima. Aparté el
Hamlet
cómico y debajo encontré el comienzo de un poema:
Tú eres comparable a un día de verano
que tanto me gustara
Hum, eso todavía no era un poema, por mucho que los versos fueran del poeta más célebre de la historia del mundo. Saltaba a la vista que al joven Shakespeare todavía le faltaba algo para convertirse en un gran autor.