Jan luchaba contra las lágrimas: la mujer a la que había apoyado durante años a pesar de tanta oposición se estaba besuqueando con un extraño. Y eso demostraba que todos tenían razón: yo no merecía ser su Julieta. En ese momento, a Jan se le hundió el mundo. Mejor dicho: nuestro mundo. Y yo había pulsado la tecla de la autodestrucción.
Dejé la copa de Ramazzotti en la mesa, delante de Holgi; después de ese recuerdo prefería beber directamente de la botella.
—También hay otra cosa que tú tienes y Olivia no… —añadió Holgi en tono amigable.
—No quiero oírla.
—Tú…
—¡Me da la impresión de que lo que no quiero es oírte a ti! —refunfuñé.
Holgi tenía que parar de una vez de hurgar en mis heridas, tampoco había que exagerar con la franqueza entre amigos.
—Tú tienes más corazón que ella, Rosa.
Miré asombradísima a Holgi, que sonreía para darme ánimos.
—Y tienes mucho carácter —afirmó elogioso—. Nunca te quedas con el culo al aire.
—Y eso que es descomunal —dije sonriendo irónicamente.
—Y tienes sentido del humor. Y por todo eso eres también mucho más fantástica que Olivia.
Las palabras de Holgi me confortaron más de lo que podría haber hecho cualquier Ramazzotti. Era lo bueno de tener un amigo que siempre era franco. También era sincero en los elogios.
Volví a mirar la foto de la invitación de boda y me pregunté si Jan aún sentiría algo por mí, si aún seguiría pensando en secreto que yo era más fantástica que Olivia. Al fin y al cabo, sólo me había dejado porque yo le había roto el corazón. Tal vez debería luchar por él, ir a verlo a su consulta de dentista y recordarle que antes los dos pensábamos que estábamos hechos el uno para el otro. Proponerle que quizás deberíamos volver a intentarlo y que él podría decirle a la tontaina de Olivia que se fuera a pasear sola por su establo la escoba que se había tragado… Y mientras lo pensaba, volví a servirme una copa.
Tres Ramazzotti más tarde me ponía en camino hacia la consulta.
Quería volver a conquistar a Jan. Como las protagonistas de las películas de Hollywood.
Puestos a ser un cliché, ¡mejor serlo del todo!
Cuando Holgi se dio cuenta de que quería ir a ver a Jan, me siguió hasta la puerta de mi pequeño piso de alquiler diciéndome cosas como «ay, ay, ay», «madre mía» y «conozco a un psicólogo muy bueno».
Le expliqué que yo era un cliché y que las protagonistas típicas y tópicas de las películas de Hollywood siempre tenían éxito cuando pedían perdón en el último momento y confesaban su amor. Ellas solían hacerlo delante del altar y yo, en comparación, lo hacía antes, puesto que la boda no se celebraría hasta dentro de dos días.
—Pero —me dio que pensar Holgi— todas esas mujeres han sufrido una evolución antes del final y han cambiado su carácter. Lo único que te ha cambiado a ti en estos años ha sido el tipo.
Eso era cierto; comparado conmigo, el monstruo de las galletas era un tío comedido.
—Y hay otra razón por la que no deberías ir a verlo —explicó Holgi, y se interpuso entre la puerta y yo.
—¿Cuál?
—Jan no es tan fantástico como piensas.
Lo miré sorprendida.
—¿Por qué no?
—¿Que por qué no? ¡Es dentista!
Aparté a Holgi a un lado, salí del piso y le oí gritar desesperado detrás de mí:
—El psicólogo es bueno… muy bueno… ¡Hasta me ha ayudado a superar la envidia fálica…!
Yo ya no lo escuchaba, cogí el coche y me dirigí al centro de Düsseldorf, a la gran clínica dental de Jan. La chica rubia de recepción me explicó con una sonrisa postiza de dentífrico que Jan tenía visitas hasta las seis, y se concentró de nuevo en el ordenador. Eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que no estaba en condiciones de esperar un par de horas, puesto que tenía el nivel justo de alcohol para llevar a cabo mi alocado plan. En un par de horas seguro que habría perdido todo el ímpetu y el coraje etílico.
—Pero ¡es que yo tengo visita con él ahora! —dije enérgicamente.
La mujer miró en el ordenador y dijo:
—No será usted el señor Bergmann, ¿verdad?
—Quería decir de aquí a diez minutos —me apresuré a corregir el farol.
—Ah, entonces usted es la señora Reiter.
—Sí, claro, yo soy la señora Reiter —repliqué pasada de rosca.
La recepcionista me miró dudando. Luego comprobó que yo (o sea, la señora Reiter) ya había dado antes los datos del seguro médico para el tratamiento y me señaló el consultorio número 1. Entré a lo que era como cualquier consultorio de dentista: un bonito y pequeño vestíbulo al infierno. Olía a desinfectante. Estaba iluminado con luz fluorescente y se oía la típica música de fondo. Cuando vi los instrumentos de tortura y mientras me preguntaba por qué la humanidad era capaz de volar a la Luna pero no conseguía inventar una odontología humana, oí unos pasos que se acercaban. Se me aceleró el pulso, enseguida volvería a ver a Jan. Respiré hondo, repasando mentalmente las palabras que iba a decirle. La puerta se abrió y entró… Olivia.
Se me cortó la respiración.
Olivia se había recogido el pelo en una trenza y llevaba una bata blanca, pero incluso con ese
look
tenía el descaro de parecer mucho mejor, mucho más elegante y mucho más aristocrática que yo. A juzgar por la bata, ahora trabajaba con Jan en la consulta. Y estaba como mínimo tan sorprendida de verme como yo de verla a ella.
—¿Rosa? Creía que la señora Reiter…
¿Qué iba a decirle? ¿Confesarle que había contado una trola porque quería quitarle a su futuro marido?
—Ejem… yo… yo… yo… me han dejado pasar, he venido para una revisión —balbuceé.
Olivia caviló un momento.
—Ya, bueno… Entonces, siéntate…
—Yo… yo pensaba que Jan…
—Tiene una intervención aquí al lado, puedo hacerlo yo.
Tragué saliva.
—¿O no te fías de mí? —preguntó machacona.
Pues claro que no me fiaba. Olivia no me había tragado nunca porque ya quería a Jan antes de que yo lo pescara en el mar.
—Ejem… sí… sí… claro… que me fío de ti —repliqué y me senté indecisa en la silla.
Olivia se puso en plan superprofesional y cogió uno de esos trastos con un espejito para ver los dientes.
—Pues entonces, abre la boca —me pidió.
Hice lo que me ordenaba.
—Uf —dijo, ligeramente asqueada.
—«Uf»… ¿Cómo que «uf»? —pregunté preocupada.
Hacía dos años que no iba al dentista porque una visita me habría recordado demasiado a Jan.
—El aliento te huele a alcohol —contestó Olivia un poco indignada.
Me puse colorada.
—Y esto no tiene buen aspecto.
—¿No tiene buen aspecto?
Me dio mal rollo.
—Con «no tiene buen aspecto» me refiero a que está fatal.
—¡¿Fatal?!
Empecé a tener miedo.
—Realmente fatal. Un agujero enorme. Pero no te preocupes, enseguida lo arreglamos —explicó Olivia, y cogió un taladro.
—No… no hace falta que lo arreglemos ahora —repliqué despavorida.
—Sí, hay que arreglarlo —afirmó fría y profesionalmente. Luego pulsó un botón del intercomunicador y dijo: «Señora Asmus, necesito algodón en el consultorio 1.»
—¿Algodón? ¿Para qué necesitas algodón? —pregunté desconcertada.
—Para limpiar los instrumentos.
—Ah, bueno —dije.
—Y para detener la hemorragia.
—¿¡DETENER LA HEMORRAGIA!?
No me lo podía creer.
—No te preocupes —respondió Olivia.
¿No te preocupes? ¡¿No te preocupes?! Para la muy tonta era fácil decirlo, ella estaba en el lado correcto del taladro.
—Levanta la mano si te duele —recomendó.
Puso en marcha el taladro, que empezó a zumbar, y yo moví la mano al instante, antes de que la cabeza del taladro pudiera acercarse a mi boca.
—Eso no puede haberte dolido —dijo Olivia, y me hundió en la butaca.
El taladro zumbó entonces delante de mi cara, ya no podía huir sin que ese trasto me grabara en la mejilla un dibujo en zigzag, y entonces parecería que había caído en manos de un tatuador con párkinson.
El taladro entró en mi boca al abordaje y Olivia dijo:
—Oh, se me ha olvidado preguntarte si querías anestesia. Pero ya está bien así, ¿verdad?
Cuando lo preguntó, creí ver en ella el amago de una sonrisa sádica. Y, adrede, hizo caso omiso de mis manoteos.
Diez minutos más tarde, seguía allí sentada, con dolor y una pila de algodón en la boca. Olivia había dejado el taladro.
—No ha sido para tanto, ¿verdad? —preguntó.
Sí, había sido para tanto y más. Pero no pensaba reconocerlo y darle a Olivia esa satisfacción. Por eso le hice una señal levantando el pulgar con valentía. Con todo aquel algodón en la boca no podía articular palabra.
En la radio sonaba Abba. Me vino a la cabeza que Abba se llamaba así por las iniciales de los nombres de quienes fundaron el grupo —Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frid— y me pregunté cómo se habría llamado Abba si sus nombres hubieran sido Frieder, Bjarne, Merle y Friedafrid. ¿FBMF? ¿O qué habría ocurrido si los músicos hubieran tenido los siguientes nombres: Frietjof, Ulla, Catherine y Karlsson?
En ese momento irrumpió en la sala Jan, también con bata y contando indignado:
—Alguien se ha hecho pasar por la señora Reiter, que ahora está en la sala de espera, enfadadísima…
Entonces me descubrió y se detuvo en medio del movimiento. Seguía teniendo un aspecto magnífico a sus casi cuarenta años, mucho mejor que el mío a los treinta y cuatro. Me quedé embelesada al verlo. Amaba a ese hombre. ¡Por encima de todo!
En cambio, Jan no parecía embelesado, sólo completamente atónito.
—Rosa…, ¿te has hecho pasar por la señora Reiter?
No tenía ni idea de qué debía contestarle. Pero nunca había podido mentir a Jan y por eso moví la cabeza afirmativamente.
—¿Por qué? —inquirió.
—Porque está borracha —explicó Olivia.
Jan se acercó a mi boca y me olió el aliento.
—Vaya, pues es verdad —dijo preocupado.
Me dio tanta vergüenza que deseé que la silla me tragara. Había imaginado mi gran acción de reconquista de una manera muy distinta.
—¿A qué has venido? —preguntó Jan con voz insegura.
Me levanté y me quité el algodón de la boca. Me dolía, pero me daba igual. Las heroínas de Hollywood no conocen el dolor.
—Eso no es bueno para la herida —me reprendió Olivia.
—Tiene razón —añadió Jan.
Era reconfortante ver que todavía era capaz de preocuparse por mí.
—Tengo que decirte una cosa urgentemente —expliqué a Jan. Luego señalé a Olivia y añadí—: A solas.
Jan dudó. Eso puso visiblemente nerviosa a Olivia.
—¿No pensarás escuchar a esta mujer? —preguntó con cierto matiz de espanto.
Me gustó que tuviera miedo. Al parecer, todavía me consideraba una amenaza. Eso era una buena señal. Abba cantaba entonces
The winner takes it all…
Enseguida se sabría quién de nosotras dos sería la «winner».
—Espera fuera, por favor —pidió Jan.
Olivia no daba crédito a sus oídos. Pero Jan se mantuvo firme con la mirada, de modo que salió del consultorio sin decir palabra. Y yo lo interpreté también como una buena señal: Jan echaba a su futura esposa por mí. ¿Podía tener esperanzas?
—Bueno, Rosa… ¿Qué querías decirme? —preguntó Jan.
Él también estaba nervioso. ¿Presentía lo que iba a ocurrir? ¿Tenía las mismas esperanzas? ¿Podía tener yo la esperanza de que él tuviera la misma esperanza?
Empecé a parlotear nerviosa.
—He venido para decirte que siento mucho la cerdada que te hice, y que me gustaría horrores deshacer lo hecho, pero por desgracia no se puede viajar al pasado… —Se me escapó una risita nerviosa, bebí un trago de agua de uno de esos vasitos de plástico que hay en las sillas de dentista y siempre están llenos, y proseguí—: Quiero pedirte perdón…
Él callaba, estaba confuso, intentaba procesarlo todo, pero saltaba a la vista que no lo conseguía. Luego pronuncié la única frase que importaba, todo el parloteo anterior era irrelevante, se trataba únicamente de esa frase y de la respuesta de Jan.
—Yo aún te quiero.
Jan tuvo que tragar saliva. Y yo tuve que esperar su respuesta. El tiempo se dilató, quizás sólo fueron segundos, pero a mí me parecieron horas, días, años, eones. Durante ese tiempo percibido habrían podido surgir civilizaciones y se habrían podido extinguir. Si Albert Einstein hubiera vivido ese momento, habría reescrito la teoría de la relatividad. Jan se dispuso por fin a contestar. Casi se me paró el corazón de nerviosismo. Aquel consultorio, aquel vestíbulo del infierno podía transformarse en el cielo en cualquier instante. Todos mis sueños podían hacerse realidad. Mi triste vida podía volver a tener sentido.
—Pero yo ya no te quiero —dijo en voz baja.
Fue como si alguien me desgarrara el corazón, de tanto que me dolió.
Jan me miraba disculpándose, era evidente que le sabía mal hacerme tanto daño.
—Yo te quería —empezó a explicar— y después de aquella historia me derrumbé… —Sonrió débilmente, pero yo me sentía demasiado débil para sonreírle débilmente—. Pero gracias a esa experiencia he madurado —prosiguió—. Ahora sé mejor lo que quiero, y el amor con Olivia es un amor profundo, adulto… un amor maduro… Sabemos que estamos hechos el uno para el otro… y… y… —Vio en mi cara que yo no quería oír por qué con Olivia todo era mucho más fantástico que conmigo, y concluyó—: Y tal vez no debería seguir hablando.
Me miró, calló y, antes de que me dijera algo tan tonto como «podemos seguir siendo amigos», lo liberé de su inseguridad.
—Ve con ella, yo ya encontraré la salida.
Asintió, volvió a mirarme un instante y luego se fue al pasillo con su Olivia y la abrazó, cosa que a todas luces la alivió. Realmente había tenido miedo de mí.
Los observé: así pues, su amor era maduro, maravilloso e inmenso, estaban hechos el uno para el otro… Eso había dicho Jan. No sólo no me quería. Quería más a Olivia de lo que jamás me había querido a mí. Entonces, en mi interior se quebró todo. Todas mis esperanzas, mis ganas de vivir y mi autoestima.
Abba cantaba «
The looser is standing small
».
Y yo pensé: Frietjof, Ulla, Catherine y Karlsson.
Odiaba horrores ser un cliché.
Y deseaba tanto no seguir siéndolo.