Yo, mi, me… contigo (28 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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También era espeluznante…

Y también pavoroso…

Pero hermoso…

Y excitante…

Yo…

La amaba.

Lo amaba.

Oh

Ay

¡!

58

Seguro que lo que sentía por William no era el verdadero amor. No podía serlo. Porque, hablando en plata, una relación entre dos personas que vivían dentro de un mismo cuerpo, fijo que no era la panacea. Pero me daba igual. Lo que sentía por Shakespeare era más de lo que nunca había sentido por nadie. Y si se me permitía vivir con él y él correspondía a mis sentimientos, eso me haría a buen seguro más que feliz.

Pensándolo bien, en aquel momento el verdadero amor incluso supondría un gran peligro para mí. Porque, si lo encontraba por casualidad en algún sitio, regresaría a mi época, y sin Shakespeare.

¡Al cuerno con el verdadero amor!

Todos aquellos pensamientos me agitaron profundamente. Y me di cuenta de que Shakespeare también estaba hecho un lío. ¿Notaba lo que yo sentía por él? Sólo había un modo de averiguarlo: tenía que confesarle mi amor.

De repente, tuve náuseas. De miedo. Confesarle a alguien tu amor ya es un asunto delicado en la vida normal, sobre todo si del objeto de tu deseo (como me pasó una vez a los veinte y pocos) vas a recibir por respuesta: «Oh, vaya… No te lo había dicho nunca, pero estoy casado… Y, además, ahí está mi tranvía… Adiós…»

Si te ocurre algo así, te vas a casa, te echas a llorar y escuchas la canción
Nunca más
de Ulla Meinecke. Hasta el final, cuando la muy tonta canta «Nunca más… hasta la próxima vez». Luego tiras el radiocasete y te lamentas de que los hombres son aún más idiotas que Ulla Meinecke.

Pero en el caso especial de Shakespeare y mío, no podría largarme sin más para compadecerme de mí misma revolcándome en mi camita. ¡Permanecería para siempre con él!

—Eh, bardo. —De buenas a primeras, una voz interrumpió mis pensamientos—. No has hecho muy buen trabajo con la condesa.

Bajé la vista y vi a Essex sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la borda y una botella de whisky en la mano. Saltaba a la vista que el conde se había escapado adrede de la fiesta porque, apenado a causa de la condesa, no podía soportar el alegre bullicio. Fue de nuevo asombroso ver aquella versión con melena y calzas de mi ex novio Jan. Aunque en esa ocasión no me afectó porque aquel hombre ya no despertaba sentimientos en mí. Mi corazón ya no le pertenecía.

En aquel momento, Essex me traía sin cuidado, yo estaba pensando en cómo y en qué momento podría confesarle mi amor a Rosa, si es que llegaba a atreverme. ¿Qué ocurriría si me rechazaba? En tal caso, no podría despedirme de ella sin más para ir a emborracharme por los prostíbulos.

—¿Qué ha pasado con la condesa? —preguntó Essex débilmente, y bebió otro trago de whisky.

—Bueno, ha surgido una pequeña complicación —expliqué.

—¿Cuál? —quiso saber.

—Iba a quitarme la vida —dijo la condesa, y se nos acercó.

Llevaba un vestido blanco, con el que tenía un aspecto sumamente digno. Como una novia. Una novia muy, muy triste.

—¿Por qué ibas a quitarte tu maravillosa vida? —exclamó Essex preocupado, y se puso en pie de inmediato.

—Porque este poeta no me ama —explicó, tan dignamente como pudo.

Essex me miró entonces muy celoso.

—Querida condesa, en realidad no me amáis —empecé a decir—. Sólo os habéis enamorado de mis dulces palabras. Unas palabras que os emocionaron porque la muerte de vuestro hermano os ha afectado profundamente. Buscabais consuelo en mí, no amor. Ambas cosas pueden confundirse.

Eso también lo había aprendido. Y ahora tenía que aprenderlo la condesa. Y, por lo visto, funcionó: parecía insegura. Ahora se trataba de desanimarla definitivamente.

—Mis tiernas palabras nunca se dirigieron a vos —proseguí—. Y, para demostrároslo, os recitaré otra versión de mi poema. Veamos qué os provocan estas palabras:

¿A un día de invierno te comparo?

Tú tienes más monotonía y tedio.

Tu frialdad cual cadáver yo encaro

y hueles a zapatos sin remedio.

La condesa me miró espantada. El poema no era de ninguna manera impecable, pero causaba efecto. Y de eso se trataba. Rosa se aturulló y yo le dicté los siguientes versos:

Jamás pudiste hacer conmigo avío,

jamás la belleza fue en ti tangible,

pues tal del interior es atavío,

Los versos de Shakespeare funcionaron. En los ojos de la condesa se apreciaba el desprecio. Pero William se detuvo, en su improvisación no encontraba nada que rimara con «tangible». Así pues, retomé yo el texto:

por eso para mí eres invisible.

La condesa ya tenía bastante. Se le notaba claramente. Así pues, pasé a las rimas finales:

Mientras aún haya alguien con resuello,

antes que verte, yo mi muerte sello.

Ya estaba: la condesa se apartó de mí asqueada y se acercó a la borda. En vez de darme las gracias, el conde me miraba también huraño porque había ofendido a su adorada. Tenía que hacer algo para que la condesa se fijara en Essex. Pero ¿qué era ese algo? Entonces, al mirar al agua, se me ocurrió de repente una idea. Me acordé de mi primer encuentro con Jan, cuando lo salvé de morir ahogado. Así pues, me acerqué a la condesa y con todas las fuerzas de que disponía la agarré y la tiré de cabeza por la borda, al Támesis.

María gritó como una posesa y chapoteó espectacularmente en el agua. Como era de esperar, aquellos vestidos no eran aptos para bañarse: la condesa se hundió más deprisa de lo que puede decirse «en caso de duda, consulte a su médico o farmacéutico».

Al mirar aterrado por la borda, Essex sólo vio burbujas de aire. Ni corto ni perezoso, se desabrochó el cinto de la espada y saltó en pos de la condesa. Se sumergió en el agua, sacó a María a la superficie y la llevó hasta la orilla. Cuando la condesa acabó de resoplar y jadear, lo miró agradecida y enamorada. Al fin había comprendido que Essex era el alma que le estaba predestinada. Yo no sólo había dejado que los dos se casaran en mi época, sino que también los había unido en el pasado. Había cumplido mi misión a bordo del barco y por fin podía dedicarme a mis propios asuntos: tenía que confesarle mi amor a Shakespeare.

Las rodillas empezaron a temblarme de miedo y emoción. Vi a mi lado la botella de whisky de la que había bebido Essex y le eché el guante para hacer algo que habían hecho infinidad de enamorados antes que yo: emborracharme para hacer acopio de valor. Me incorporé con la botella en la mano, fui al otro lado del barco, miré al Támesis y observé los botes de remos que pasaban por delante. Estaban adornados con flores magníficas, y unos cuantos artistas ejecutaban números acrobáticos para divertimento de los invitados a la fiesta. Un malabarista con mazas en llamas patinó, y los nobles espectadores se lo pasaron en grande cuando se chamuscó la nariz a causa del descuido.

Eché un buen trago de la botella. El whisky me quemó el gaznate y pensé que, si alguien se bebía la botella entera, sus futuros hijos seguramente serían disléxicos. Pero me sentó bien el brebaje, te confortaba mucho mejor que el Ramazzotti que bebía en mi vida anterior.

Sí, correcto, a mi vida antes de conocer a William ya la llamaba «anterior».

Era desolador no poder sentir el alcohol. Embriagarse seguramente habría sido útil para encontrar las palabras correctas del amor en presencia de Rosa.

Uno de los botes con flores salió de la formación y se acercó lentamente a la popa del barco del almirante, pasando desapercibido para los invitados y los guardias. En el bote iban tres hombres. Vestían ropa de colores tan chillones que incluso a Thomas Gottschalk le habría parecido demasiado psicodélica. También llevaban consigo antorchas encendidas, pero no hacían malabares con ellas. En vez de eso, empezaron a arrojar al agua los ramilletes de flores que había en el bote. ¿Por qué lo hacían? No tuve que esperar mucho la respuesta: quedaron al descubierto unos barriles. De los que salían unas mechas.

59

De pronto me percaté de que aquellos tres hombres eran los espías españoles que me habían amenazado en casa de Shakespeare por encargo de su misterioso jefe.

Las mechas permitían deducir fácilmente que en los barriles había pólvora. Estaba claro que aquellos tipos querían hacer estallar por los aires el barco del almirante. Ni idea de si se trataba de un atentado suicida o si saltarían a tiempo por la borda y dejarían la carga explosiva en la nave, pero el resultado sería el mismo.

Puesto que yo era la única que estaba en popa, nadie más había descubierto a los terroristas. Mi primera idea fue saltar al agua y alejarme a nado del barco tan deprisa como pudiera.

—Tenemos que saltar al agua y alejarnos de aquí a nado tan deprisa como podamos…

Shakespeare y yo pensábamos lo mismo también en lo tocante a ese punto. Sin embargo, todos los invitados volarían por los aires si no los avisaba. Pensé en toda la gente que moriría: la reina, Walsingham, Drake y los nobles que se reían cuando alguien se achicharraba la nariz. Y entonces me di cuenta de algo: ¡buf, ninguno de ellos era simpático ni siquiera por asomo! ¿Iba a arriesgar mi vida por aquellas personas? ¿Y a la vez la de Shakespeare? Eso sería como si alguien pusiera la vida de su amor en juego por un grupo de invitados compuesto por oligarcas rusos, banqueros y Paris Hilton. Además, moriría antes de haber podido confesarle mis sentimientos a William. Sería horrible que mi vida acabara sin haberle abierto mi corazón.

Cuando ya estaba encima de la borda, dispuesta a saltar al agua, me detuvo precisamente la idea de confesar mi amor. En caso de que Shakespeare correspondiera a mis sentimientos, ¿cómo iba a lastrar nuestro amor con la muerte de tantas personas?

Bajé de la borda y dije:

—Tenemos que avisar a los invitados.

—La probabilidad de que, en ese caso, muramos me parece demasiado grande —objeté.

—Si no lo hacemos, cargaremos con muchas muertes sobre nuestra conciencia —repliqué con determinación.

—De personas cuya humanidad deja muchísimo que desear.

Shakespeare tenía tanto miedo como yo, pero tenía que superarlo y por eso lo provoqué:

—¿Tú qué eres? ¿Hombre o ratón?

—Odio esa pregunta.

—¡Contesta, William!

—Ratón —respondí titubeando.

—Otra vez la respuesta equivocada.

—Hombre —corregí después de unos instantes de titubeo.

Y era la verdad, puesto que durante el tiempo que había compartido con Rosa había dejado de ser el ratón que había sido hasta pocos días atrás y me había transformado en hombre. En un hombre que incluso poseía el coraje de enfrentarse a su dolor.

Eché a correr hacia la cubierta principal. El almirante Drake me salió al paso; por lo visto, él también quería encontrar un poco de tranquilidad lejos de los invitados. Quise avisarlo enseguida y exclamé:

—Sir Francis…

—Te he dicho que abandonaras el barco, cerdo —gruñó con rencor.

—Ya… Pero es que hay un bote acercándose por popa… —empecé a parlotear excitada.

—Lo sé —me interrumpió.

—¡Y dentro hay espías españoles!

—Lo sé.

—¡Quieren hacer saltar el barco por los aires!

—Lo sé.

—El almirante dice «lo sé» demasiado a menudo para mi gusto —le comenté a Rosa, con una sensación desagradable.

Yo también me había dado cuenta, por eso balbuceé insegura:

—Ejem… Tenemos que advertir a la reina…

—Oh… No lo sé —dijo Drake sonriendo con malicia.

Luego me arrancó brutalmente la gorguera de un tirón y me agarró por el cuello.

—Me da la impresión de que tiene otros planes —constaté con voz temblorosa.

Drake me estrangulaba y, sin pelos en la lengua, dijo:

—Como incluso un cabeza de chorlito como tú habrá comprendido, estoy compinchado con España.

Así pues, él era el jefe de los espías. La cuestión era únicamente, ¿por qué? Drake había llevado a la victoria a la flota inglesa contra la Armada española. ¿Por qué ahora se había aliado con los enemigos de la Corona?

—A pesar de mis méritos, la reina no me ha nombrado lord protector. Pero cuando ella muera, los españoles me proclamarán algo aún superior: rey de Inglaterra —declaró con fanfarronería.

El tipo apretó con más fuerza todavía; hasta ese momento, yo no tenía ni idea de cómo podía doler la maldita nuez de los hombres.

—En estas circunstancias, supongo que comprenderás que no voy a permitir que avises a la reina —masculló Drake.

—Jrjjj —resollé de manera poco comprensible.

Apenas podía coger aire. Miré despavorida a mi alrededor para ver si alguien podía acudir en mi ayuda. Pero no había nadie cerca. En el Támesis, nadie veía que me estaban estrangulando junto a la borda; tampoco había nadie en las jarcias que pudiera mirar hacia abajo, y Essex… Essex probablemente seguía en tierra, mirando profundamente a los ojos a la condesa.

—Bueno, bardo, tendrías que haberme hecho caso y haber abandonado el barco a tiempo —dijo Drake sonriendo con malicia.

¿No bastaba con que me estrangulara que encima tenía que dárselas de listo? Estaba a punto de perder el conocimiento y no me quedaba mucho tiempo hasta que la luz de nuestra vida expirara. Pero yo no quería irme de este mundo sin haberle confesado mi amor a Shakespeare. Así pues, dije:

—Te amo, William.

Lástima que sonara como «tjemoguilam».

—Ejem… ¿Qué has dicho? —pregunté desesperado.

—Jjemoguiam —resollé más alto.

—Tienes que resollar más claro —le pedí inquieto.

—Me parto de la risa —refunfuñé, pero sonó como «mpajtoisa».

—¿Y eso qué significa? —inquirí, aún más inquieto.

De pura impotencia, habría resollado «¡jdt!».

Sin embargo, mis jadeos habían puesto bastante nervioso a Drake.

—Por el amor de Dios, me produce dolor de cabeza que una víctima se agite tanto.

Mi compasión hacia él era moderada. Cada vez me estrangulaba con más fuerza y yo me agitaba cada vez más. Sin embargo, poco antes de que perdiera totalmente el conocimiento, Drake anunció de repente y por sorpresa:

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