—Viviré siete años en este castillo sin tratar con ningún hombre.
No podía permitírselo, la condesa tenía que ir a la fiesta de la reina en el barco del almirante y por eso me apresuré en explicarle:
—Si esta noche no aceptáis voluntariamente la invitación de la reina y os casáis con Essex, la reina os ejecutará.
—En ese caso, cambiaré mis planes —replicó la condesa tras un breve instante de contención.
—Eso está bien —dije respirando con alivio.
—Me ahogaré ahora mismo en el estanque.
—¿QUÉ?
—Pondré fin a mi triste existencia.
Antes de que yo pudiera protestar, la condesa me cerró la puerta del castillo en las narices.
La gente del pasado era mucho más vital que nosotros, pero cuando se trataba de amor, a veces eran realmente un poco extremistas. Con nosotros, en el futuro, los sentimientos de las personas solían ser superficiales (muchos hombres querían más a su iPhone que a su novia), pero en la Inglaterra de Shakespeare, para alguna que otra mujer, tal vez habría sido mejor sentir un poco menos.
Rodeé corriendo el castillo y vi que la princesa se acercaba al profundo estanque. La agarré a toda prisa y le pedí que no se ahogara. Pero, en vez de contestar, la noble dama hizo algo que también hacían las actrices de Hollywood cuando las sujetaba un hombre, al menos las actrices de las comedias más zafias: la condesa me dio una patada en las partes blandas.
Nunca me había complacido menos ser un hombre.
—¡Yeiyeiyeiyei! —grité con voz inquietantemente aguda.
La condesa se había metido en el estanque y el agua ya le llegaba a las rodillas. No cabía otra elección:
—¡Condesa, os amo! —grité con voz de pito.
María se volvió y me miró con incredulidad.
—¡Es verdad, lo juro por lo más sagrado! —me ratifiqué, ya con un timbre de voz un poco más grave.
—Si eso es cierto —me exhortó—, demuéstramelo.
—¿Demostrarlo? —pregunté sorprendida.
—Bésame.
Habría preferido otra forma de demostrarlo.
—Bésame con pasión.
La habría preferido con mucho. Pero estaba en juego una vida. Así pues, hice acopio de valor, chapoteé en el agua y la estreché en mis brazos. La condesa cerró los ojos y puso boquita de piñón, con lo que quedaba bastante ridícula. La observé dubitativa y me pregunté si yo, cuando era mujer, también tenía un aspecto tan esperpéntico antes de dar un beso.
No había besado a una mujer en toda mi vida, y tampoco había notado nunca un deseo especial de hacerlo.
Excepto una vez en octavo, en una fiesta de pijamas, donde, cuando ya iba un poco piripi y por pura curiosidad adolescente, estuve a punto de probarlo con mi compañera de clase Bille, pero luego Bille prefirió montárselo con Gitta. Eso fue un duro golpe para mi autoestima, puesto que ni los niños ni las niñas habían querido besarme en mi pubertad (por cierto, Gitta es en la actualidad una abogada felizmente casada y Bille es entrenadora de fútbol femenino).
Puesto que dudaba, la condesa acercó sus labios a los míos, lenta y cariñosamente. Yo intentaba decirme todo el tiempo: estás salvando una vida, Rosa, estás salvando una vida… y, visto así, seguro que no es una buena idea crisparse y apartarse porque te sientas incómoda.
Pero antes de que pudiera lanzarme al apasionado beso, oí decir a William:
—Normalmente me gusta ver a dos mujeres besándose… Pero ahora una de las dos damas se encuentra en mi cuerpo…
Shakespeare volvía a estar despierto, y aunque me alegraba de verdad por su presencia (en las últimas horas lo había echado mucho de menos), sus dotes para la sincronización continuaban dejando mucho que desear. En aquel momento, no me hacía ninguna falta que se entrometiera. Por eso contesté:
—¡Haz el favor de cerrar la boca!
La condesa me apartó y me preguntó indignada:
—¿Qué pretendes decirme?
Era imposible continuar fingiendo sentimientos hacia ella, sobre todo si Shakespeare iba soltando comentarios. Así pues, opté por otra táctica, una táctica psicológica más sucia:
—Condesa, he mentido, no os amo.
Me miró espantada.
—No puedo amaros —proseguí—. Pero si os ahogáis, la reina me encerrará en la Torre.
La condesa puso cara de más espanto, temía por mí.
—Y si no queréis que sufra una muerte terrible allí, venid conmigo a la fiesta en el barco del almirante Drake.
María guardó un momento de silencio y luego, valerosa, dijo:
—Iré por amor a ti.
Había resultado. Pero me sentía miserable, había manipulado sus sentimientos. Shakespeare notó que tenía mala conciencia y encontró palabras de consuelo para mí:
—Con ello le has salvado la vida, Rosa. El fin no siempre justifica los medios, por ejemplo, no lo hace cuando alguien escoge el celibato con el fin de no procrear, pero en este caso, sí.
Shakespeare me hacía sentir bien. Si hubiéramos tenido dos cuerpos, lo habría abrazado sin problemas.
—Sabes, Rosa, esta noble dama no está realmente enamorada de ti… de mí. Simplemente está muy trastornada por la muerte de su hermano.
Shakespeare también tenía razón en eso. Y yo deseé encarecidamente que María volviera a ser feliz con Essex y que él la ayudara a mitigar el dolor. Porque en el amor también se trataba de eso: de curar las heridas que te inflige la vida.
Sentada en el carruaje en marcha, con las botas chorreando, me sentí un poco esperanzada con que podría unir a Essex y a María en el barco del almirante. Pero cuando iba a recostarme aliviada en el asiento, Shakespeare me recordó que aún nos quedaba una tarea por resolver:
—Si Walsingham no recibe en la fiesta el soneto que nos encargó, nos hará encerrar en la Torre. Tenemos que escribir el final lo más deprisa posible si queremos evitar que los verdugos nos enseñen con sus tenazas cuánto miden nuestras tripas.
—A veces me gustaría que no hablaras tan gráficamente —contesté tragando saliva, y luego añadí—: Por cierto, tengo un par de ideas para el soneto. Necesitamos a alguien concreto a quien dirigir nuestros versos.
—¿Alguien concreto? —pregunté desconcertado.
—Una persona por la que sientas algo muy profundo.
—¿En quién estás pensando?
Respondí asomándome por la ventana y gritando hacia el pescante:
—Hop-Sing, ¡llévanos a Stratford-upon-Avon!
Durante el trayecto, Shakespeare insistió en que le dijera a quién íbamos a ver. ¿A sus hijos? ¿A fray Lorenzo? ¿A Tybalt, el amante de los cerdos? Naturalmente, no sospechaba a quién visitaríamos. Me daba perfecta cuenta; a esas alturas, estábamos tan íntimamente unidos que podía percibir los temores que a Shakespeare no le agradaba expresar.
—¿Adónde tengo que il? —preguntó Hop-Sing cuando el carruaje rodaba por la pequeña ciudad.
—Al cementerio —contesté.
—Esto se pone cada vez más diveltido —replicó Hop-Sing en tono agridulce. Por lo visto, en la China del siglo XVI ya conocían el concepto de «salcasmo».
—No he visitado nunca la tumba de Anne —protesté—. ¡Y no pienso hacerlo nunca!
—No tienes elección. Irás adonde yo vaya con tu cuerpo —expliqué decidida.
—Eso es extorsión… —increpé, para disimular mi temor.
—No lo es.
—Entonces, ¿cómo lo llamarías tú?
—Toma de rehenes amistosa —dije sonriendo con malicia mientras Hop-Sing detenía el carruaje delante del cementerio.
El camposanto estaba situado justo al lado de la pequeña iglesia del pueblo desde cuya torre se había lanzado Anne. No era de extrañar, pues, que Shakespeare nunca hubiera querido regresar allí. Por fuera, la iglesia era una monada, podías imaginarte casándote en un templo así, y el cementerio también era pequeño y acogedor, y estaba lleno de flores y de pequeñas lápidas sin pretensiones. La más sencilla era la de Anne. Mientras me acercaba a la tumba, le exigí a Shakespeare:
—¡Compón versos para ella!
—¿Para Anne? —pregunté con voz temblorosa.
—Si quieres llegar a ser un gran escritor, tienes que enfrentarte a tu dolor. Si continúas reprimiéndolo, en el futuro sólo te saldrán obras imperfectas como
Trabajos de amor perdidos
.
—Yo… no estoy tan seguro… —vacilé, atenazado por el miedo.
—Tú qué quieres ser, un gran dramaturgo o alguien un poco por encima de la media que huye cobardemente de sus sentimientos.
—Oh, un poco por encima de la media también está bien —contesté sin mucho entusiasmo.
—Respuesta incorrecta.
—Lo sé —admití tímidamente.
Me detuve y le pedí a Shakespeare que compusiera el final de nuestro soneto de verano. Ante la tumba de su gran amor, Shakespeare intentó hacer acopio de todo su coraje. De hecho, se puso a ello…
Mas no se velará tu…
Pero enseguida volvió a dejarlo.
—No… no puedo… —dije apenas en un susurro.
—Yo estoy contigo —contesté dándole ánimos.
—Más de lo que a veces me gustaría —repliqué sin poder evitar que se me escapara una risita nerviosa.
—Dímelo a mí —repliqué también riendo.
—Mejor no —comenté, riendo para mis adentros un poquito más relajado.
Y aquel pequeño instante de risas al unísono me prestó la fuerza para enfrentarme al fin al luto por la muerte de Anne. Y compuse como jamás antes en la vida había compuesto.
Mas no se velará tu eterno estío
ni la belleza perderás con creces
ni irá la Muerte a hacer contigo avío
si en estos versos para siempre creces.
Pues esto ha de vivir y tú con ello
si hay hombres con mirada y con resuello.
Cuando Shakespeare acabó, yo tenía lágrimas en los ojos. Con sus palabras había creado algo maravilloso: su amor por Anne sería inmortal. Y, con ello, también la propia Anne. Después de unos minutos de silencio, Shakespeare me dijo con voz suave y relajada:
—Rosa, me haces sentir bien.
—Tú a mí, también —respondí con franqueza.
Y, de repente, ya no me pareció para nada absurdo vivir el resto de mi existencia con Shakespeare en el pasado.
Hop-Sing me dejó por la tarde delante del Rose, donde precisamente estaban representando
Romeo y Julieta
. Sin embargo, se trataba de una primera versión no definitiva de la obra. En esa versión, además de todo el romanticismo, también se notaba un tono alegre que se oía en frases frívolas como la que Kempe acababa de gritar al público: «¡Mejor bien ahorcado que mal casado!»
Los espectadores lo jalearon. Shakespeare me explicó que pronto reescribiría
Romeo y Julieta
para transformarlo en un romance dramático con final triste. Se proponía que la nueva historia se alimentara de las penas que él había sufrido con Anne.
Al haber compuesto versos junto a la tumba, Shakespeare había conquistado finalmente un nuevo mundo de la escritura. Ahora que se había enfrentado a su sufrimiento, por fin podía convertirse en un gran autor.
Pero antes teníamos que ir a la fiesta de la reina y cumplir nuestra misión. Aunque no podíamos aparecer por allí apestando como apestábamos.
—Tenemos que cambiarnos de ropa. Y lavarnos —le dije.
—¿Lavarnos? ¿Significa eso que… vas a lavarme? —pregunté con cierta desazón.
—Si tienes una idea mejor… —repliqué, esperando que tuviera alguna, pues yo tampoco me moría de ganas de hacerlo.
—Podríamos cambiarnos de ropa y rociarnos con gran profusión de perfume —propuse.
—Esa idea no es mejor —opiné.
—Es verdad —admití compungido.
—¿Hay agua para lavarse en algún sitio? —inquirí. Shakespeare calló, y yo interpreté su silencio—: Eso significa que sí.
A continuación, me guió de mala gana hacia la parte posterior del teatro, donde escogimos algunas prendas elegantes (incluida una aristocrática gorguera) para después. Cogimos una pastilla de jabón y una toalla de un armario y luego salimos a la parte de atrás del teatro, donde había una gran bomba de agua y se cabía de pie debajo.
—¿O sea que ahora vas a desnudarme? —pregunté, con mucho reparo.
—Ducharse con estos trapos apestosos no tiene sentido —repliqué, me quité las botas y me desabotoné la camisa abullonada.
—¡Detente! —exclamé cuando mi torso estuvo al aire libre y Rosa se dirigía a las calzas.
—¿Tienes miedo de que te vea desnudo? —pregunté muy sorprendida.
Shakespeare calló un momento y luego reconoció tímidamente:
—Sólo había sentido tanta vergüenza como ahora con dos mujeres.
—¿Con qué mujeres?
—Primero, con mi madre, cuando empezaba a ser un jovencito que experimentaba sus primeros placeres a solas en el baño.
—¿Y quién fue la segunda mujer?
—La segunda fue Anne en nuestra primera noche juntos.
¿Me estaba comparando con su madre o con su esposa muerta? ¿Sentía algo por mí, igual que por Anne? ¿Podía permitirme pensar algo tan disparatado? No, ¡no podía! Daba igual si se avergonzaba, yo tenía que desvestirme/desvestirlo y tomar una ducha debajo del chorro de agua que salía de la bomba. A decir verdad, estaba muy intrigada por su cuerpo: ¿era tan atractivo y fibroso como suponía?
—Tenemos que lavarnos —dije con determinación, y empecé a quitarme las calzas.
—¿Rosa? —pregunté atemorizado.
—¿Sí?
—No querrás sondear por curiosidad el goce masculino, ¿verdad…?
Solté una carcajada.
—¿De qué te ríes? —inquirí—. Poseemos la misma alma y, respecto a eso, tal vez los mismos pensamientos.
—No te preocupes, William. He visto a bastantes hombres gozando y, créeme, no me gustaría tener esa pinta.
Al desvestirme descubrí que Shakespeare tenía un cuerpo esbelto y musculoso, realmente mucho más atractivo que el de los demás hombres que había visto desnudos (algunos de mis amantes tenían un tipo con el que se podría llegar a ser una estrella de la comedia). Evidentemente, no examiné la entrepierna de Shakespeare; a pesar de la curiosidad, guardé el decoro. Accioné la bomba, me puse debajo y el agua helada me salpicó con fuerza. Sorprendentemente, la sensación fue fabulosa, como una ducha después de la sauna. Cogí el jabón y me lavé a conciencia, y admito que era excitante tocar aquel cuerpo musculoso. Pero, antes de que pudiera continuar disfrutando de ello, entró Kempe y me dijo: