—¿Los dos… se… se casan en el futuro…? —pregunté con voz temblorosa.
—Sí, y en un futuro muy próximo. Tenemos que darnos prisa si queremos llegar puntuales —contestó el hombre del traje rosa.
William no contestó a Holgi, estaba aturdido, desbordado por la lluvia de estímulos y novedades que le estaba cayendo encima. Por eso le pedí:
—Luego te lo explico todo, pero antes echa discretamente a mi amigo.
Shakespeare pensó un momento cómo podría echar con buenas palabras y el máximo tacto posible a Holgi y luego le pidió:
—Sal de la habitación, por favor. Tengo que hacer aguas menores.
—¿Aquí? ¿No vas a ir al baño? Dime, Rosa, ¿qué te pasa? —Holgi estaba cada vez más preocupado.
—Ah, sí… —Carraspeé—. El baño… una excelente idea.
William buscó con la mirada, descubrió una puerta, se acercó a ella tambaleándose sobre los zapatos de tacón y la abrió.
—Eso es el trastero —comentó Holgi.
Shakespeare esbozó una sonrisa algo forzada, volvió a buscar con la mirada, encontró por fin la puerta, la cruzó, la cerró y se encontró en un cuarto de baño que, aunque el alicatado era de los años setenta, para él tenía un aspecto totalmente futurista.
—Supongo que ese chisme de ahí es el excusado.
—No, eso es el bidé.
—¿Qué es un bidé?
—Un invento casi tan bueno como los calzoncillos —contesté, y le expliqué brevemente por qué a las mujeres les gustaba tanto.
—No pretendía saberlo con tanto detalle —contesté después de la explicación de Rosa, y conjeturé—: Entonces, el excusado será la jofaina de cerámica que hay al lado.
—Sí… Pero ¿no me digas que tienes que usarlo? —pregunté; era muy extraño no saber si tenía ganas de ir o no.
—Pues sí, ¡tengo la vejiga llena!
—¡Mierda de té! —maldije. Ojalá no me hubiera bebido toda la taza. Intenté tranquilizarme y le dije con determinación—: William, hay tres reglas que tendrás que cumplir a rajatabla.
—¿Cuáles?
—Primera: no me mirarás. Segunda: ¡tienes que sentarte!
—¿Sentarme? Qué forma más rara de orinar.
—Desgraciadamente, eso mismo opinan muchos hombres de nuestra época —dije con un suspiro.
—¿Son nobles?
—Nosotras los llamamos de otra manera.
—¿Cómo?
—Idiotas.
—Nosotros también llamamos así a muchos nobles… ¿Y en qué consiste la tercera?
—Tendrás que tirar de la cadena.
—Será un placer, sea lo que sea «tirar de la cadena».
Pocos y desagradables minutos después, Shakespeare se levantó del váter, me puso bien la ropa y constató suspirando:
—Ésta ha sido probablemente la experiencia más extraña de toda mi vida.
—¿No me digas? —repliqué.
—No te digo. Al contrario, me encantaría correr un tupido velo sobre este asunto.
—Yo también lo correré.
—Me alegra saberlo —dije sonriendo.
Entonces le expliqué en qué consistía exactamente «tirar de la cadena». Lo hizo y, mientras el agua caía, admiró los agradables progresos de la humanidad en cuestiones de técnica sanitaria. Luego sacó el tema de la boda y le conté lo de las almas que siempre renacen. Que algunas vuelven al mundo en cuerpos siempre iguales, como Essex y María, y otras lo hacen en el cuerpo de alguien del otro sexo, como era el caso de nuestras almas. Y que todas se reencontraban siempre. Shakespeare calló. Mucho rato. Finalmente, me preguntó con aspereza:
—¿No creerás que Essex y tú estáis predestinados?
—Ejem… Bueno, eso espero —contesté, sorprendida de que hubiera reaccionado tan secamente.
—Pero Essex no puede ser el alma que te está predestinada.
—¿Y por qué no? —pregunté, y tuve miedo de la respuesta.
—Porque entonces Anne no podría ser el alma predestinada para mí.
—Ejem… ¿Cómo dices?
Así, de entrada, no lo entendí.
—Anne y yo estábamos predestinados. Yo siempre la amé. Siempre a ella y a nadie más. Si es cierto lo que has dicho sobre la inmortalidad de las almas, la suya también se encuentra en algún sitio de esta época. Y sea de quien sea el cuerpo que ahora habita, esa persona está predestinada para ti.
Si hubiera tenido boca, me habría quedado boquiabierta.
Era lógico. Muy, muy, muy lógico. El alma de Anne tenía que estar viviendo en la actualidad. Probablemente en el cuerpo de un hombre. Y ése sería el amor de mi vida.
Pero yo había amado a Jan de verdad. ¿Había sido tan sólo una equivocación por mi parte? Seguramente. Porque si hubiéramos estado predestinados, si te parabas a pensarlo detenidamente, Essex y Shakespeare tendrían que haber formado pareja en el pasado. A fin de cuentas, eran las encarnaciones anteriores de Jan y mía.
Claro que era bastante improbable que ellos dos pudieran amarse. Aunque, por otro lado, ¿podía excluirse totalmente esa posibilidad? Essex me había besado siendo yo un hombre. O sea que en él latían tendencias homosexuales. Y, de adolescente, Shakespeare había pasado semanas enteras con fray Lorenzo, o sea que, en su caso, tampoco podía excluirse por completo que volviera a amar a un hombre. Por lo tanto, Essex y Shakespeare podrían haber estado predestinados en el pasado. En cualquier caso, yo tenía esa esperanza. Y si mi esperanza no me engañaba y realmente no había sido una equivocación que el alma de Jan y la mía estuvieran hechas la una para la otra…, eso significaría que Anne había sido una equivocación de Shakespeare. Por lo tanto, dije:
—Aun así, quiero ir a la boda.
—¿Por qué? ¡El novio no está predestinado para ti, sino para la condesa María!
—A lo mejor, sí —objeté.
—¡No, de ninguna manera!
—Bueno, podría ser… —me atreví a decir— que Anne no fuera la mujer predestinada para ti, sino que Essex fuera el hombre predestinado para ti.
—¡Esa afirmación es tan absurda como repugnante, Rosa! Puede que tú y yo poseamos una única y misma alma, pero tu mente es de naturaleza endeble.
—¿Que mi mente qué? —yo también me puse de mala uva.
—¡Y su estado es tan deplorable como el de tus pechos!
—A lo mejor eres tú el que se engaña —objeté cabreada—. Algo debió de pasar entre tú y Anne o no te sentirías culpable. ¡Vamos, que no pudo ser todo tan maravilloso entre vosotros dos!
—¡No sabes de qué hablas! —la increpé.
Lo que me encolerizó no fue tanto que Rosa considerara posible un amor invertido entre Essex y yo como que ensuciara mi amor por Anne.
—Pues dímelo tú —lo reté—. ¿Qué pasó entre Anne y tú?
—¡Calla, maldita! —rugí temblando de ira.
—¡No me da la gana!
—Ojalá Dee hubiera tenido razón con su advertencia —se me escapó.
—¿Qué te advirtió? —pregunté desconcertada.
—Dee me explicó que tu espíritu podía quedar aniquilado con el procedimiento del péndulo. Pero, desgraciadamente, ¡no se dio el caso!
—Tú… ¿Tú habrías aniquilado mi espíritu?
No me lo podía creer, y me sentí traicionada y vendida por él. Los dos callamos enfurecidos. Luego, Shakespeare dijo:
—Te demostraré que Essex y tú no estáis predestinados. ¡Y con ese objetivo iremos a la boda!
Después de que yo pronunciara esas palabras, Rosa guardó silencio, perpleja. Volví a la sala de estar con su amigo. Por el efecto que causaba verlo, aquel hombre me recordaba a Kempe. Por lo visto, deduje, las almas amigas también caminaban juntas a través de los siglos. Era todo un consuelo. ¿Sería Dios el responsable? ¿O la naturaleza había dotado a nuestras almas de una energía vital que duraba eternamente?
Sí, eso parecía convincente. Siempre me había resultado más fácil creer en las fuerzas de la naturaleza que en un dios. Entre el cielo y la tierra había más de lo que nuestra erudición soñaba, eso ya lo dijo mi amigo Kempe cuando me enseñó aquel libro de tierras lejanas llamado
Kamasutra.
Mientras se hacía evidente que Rosa había decidido guardar silencio ofendida después de nuestra discusión, el gordinflón me sacó de casa. Holgi, como se llamaba la reencarnación gordinflona de Kempe, me hizo subir a uno de aquellos curiosos vehículos, al que él mismo denominó curiosamente «dos caballos», aunque no se viera equino alguno por ningún lado.
Holgi (por cierto, ¿qué nombre era ése?) metió una llave en una cerradura y el vehículo se puso en marcha al instante, como por arte de magia, y corrió a una velocidad increíble por aquellas extrañas calles. Sin embargo, aún más chocante que todos aquellos vehículos era el hecho de que en ellos hubiera tantas personas de avanzada edad. ¿Cuántos años tendrían? ¿Sesenta…? ¿Cien…? ¿Doscientos? Y si la gente podía llegar a ser tan vieja, ¿por qué la mayoría, incluso los jóvenes, parecían mucho más infelices que la gente de mi Londres? ¿No sabían que la vida les estaba obsequiando años con suma generosidad? ¿Por qué no se mostraban agradecidos por ello?
Todos aquellos vehículos y aparatos mágicos ¿les aceleraban tanto la vida que no eran capaces de percibir su felicidad? Si yo viviera en su lugar, ¿le hablaría también a una cajita, embargado por la tristeza?
En contraste con los rostros taciturnos, había imágenes descomunales colgadas en casi todas las esquinas, en las que aparecían chicas escasas de ropa desperezándose. Daba la impresión de que recomendaban mercancías. Mercancías cuya finalidad se me escapaba. Le pregunté a Holgi discretamente por ello, y él respondió crípticamente:
—La de Bacardi, la tengo clara. La de la crema bronceadora, también. Pero la de los clubes de fitness es realmente absurda.
Al ver en una de las imágenes a una dama especialmente escasa de ropa, su anatomía me pareció muy poco natural (ninguna mujer podía tener el vientre tan liso y a la vez unos pechos tan voluminosos). Y aún menos natural era su sonrisa, como si no le saliera del corazón. Pensé inevitablemente en Anne, que siempre tuvo una sonrisa cálida y afectuosa. Y recordé lo que Rosa había afirmado en su casa: al parecer, las almas predestinadas se atraían siempre. ¡Eso significaba que una de las personas infelices y atosigadas que vivían allí era Anne!
¿La hallaría? Aunque se encontrara en un nuevo cuerpo, yo reconocería sin falta su dulce sonrisa. Si la hallaba, le imploraría perdón. Y si me perdonaba, entonces… entonces creería a buen seguro en Dios.
Delante de la iglesia, situada en el barrio más elegante de Düsseldorf, Holgi aparcó en zona prohibida, se arregló el traje rosa y bajó del coche. Shakespeare lo siguió con mi cuerpo y observó con interés a los invitados a la boda.
Vimos a un montón de amigos ricos de Jan y Olivia, luciendo trajes elegantes y vestidos de noche caros. Por primera vez en mi vida, esa gente elegante no me intimidó, puesto que había aprendido de forma muy gráfica que los aristócratas también eran humanos: había visto a la reina Isabel en el retrete.
Shakespeare observaba en silencio a la multitud, buscando algo con la mirada. Examinaba a una mujer tras otra, aunque no se fijaba en sus cuerpos, sino en sus caras.
Ninguna sonreía como Anne. Ni siquiera por asomo. Aquellas mujeres no poseían la bondad de su corazón. Y examinaban con desconfianza a las otras hembras: ¿Había alguna más guapa que ella? ¿Iba mejor vestida? Las mujeres también me escrutaban a mí y, a juzgar por sus miradas, se consideraban mejores que Rosa. Entonces lo comprendí de golpe: todo el mundo me veía como a una mujer y si yo era una mujer… ¡seguro que en esa época Anne estaba en el cuerpo de un hombre!
A partir de ese momento me dediqué a observar a los hombres. Llevaban calzones largos y anchos en vez de calzas, lo cual, bien pensado, era un grato avance en cuanto a estética.
La mayoría de aquellos hombres no sonreía, de modo que intenté animarlos con mi propia sonrisa.
En un primer momento pensé espantada: ¿William pretende ligar con hombres para sentir el goce femenino? Pero luego recordé que conocía bien a Shakespeare: era un alma herida. Y seguro que estaba buscando a Anne. Lástima que la buscara en Björn sonriéndole. Björn era un amigo soltero de Jan que creía ser un tipo que gustaba a las mujeres. Una opinión que nadie compartía.
Animado por mi sonrisa, se me acercó un hombre fornido. Me sonreía ampliamente. Por desgracia, su sonrisa no recordaba en nada a Anne.
—Los dos estamos en la mesa de los solteros —dijo el hombre, sin que yo tuviera ni idea de qué me estaba hablando. Y luego añadió—: Y si tienes suerte, pasarás la noche en mi cama de soltero.
Si hubiera tenido el control de mi cuerpo, habría vomitado encima de los zapatos de Björn.
El hombre acarició el prominente trasero de Rosa, y yo me quedé totalmente perplejo ante su insolencia: ¿No era costumbre en aquella época requebrar a las mujeres con palabras prominentes? ¿Recitarles poemas de amor, extasiarlas con cumplidos o susurrarles tiernamente al oído? ¿Aunque sólo se quisiera compartir cama con la dama una noche?
El acto de la conquista era al menos tan excitante como el acto carnal en sí. Y, por lo general, duraba más. O sea que sacabas más provecho de todo. Pero, si la gente de aquella época no sabía saborear la conquista, ¿de qué podían disfrutar?
Björn apartó la mano de mi trasero. Agradecí realmente no haber podido notar cómo me tocaba. Antes de que pudiera avisar a Shakespeare de que no sonriera a todos los hombres que se sentaran en la mesa de los solteros, la madre de Jan vino hacia nosotros. Saltaba a la vista que se había hecho un repaso general en una clínica de belleza: el moreno de la piel era artificial, la frente una zona contaminada por el bótox y los labios tenían demasiado relleno. Antes de que pudiera explicarle a Shakespeare, que estaba aturdido, quién era aquella mujer, la madre de Jan se plantó delante de mí. Estaba increíblemente contenta de que yo no fuera su nuera y murmuró:
—Rosa, querida, ¿cómo está tu madre? ¿Aún tiene hongos en la vagina?
—Señora mía, su vocabulario es tan basto como su aspecto —repliqué fríamente.
Aunque estaba enfadadísimo con Rosa, no me gustaba que nadie la ofendiera. Y menos aún semejante arpía. Por eso le pregunté: