Yo, mi, me… contigo (16 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Algo malo, deduje, tenía que haberle causado Rosa a Phoebe. O bien había desvirgado al pequeño mal bicho o justamente no lo había hecho. Y si uno pensaba en el pudor que Rosa había sentido ante la idea de lavarme, seguro que el problema más bien radicaba en una no desfloración. Pero de ese dilema relativamente insignificante ya me ocuparía en otro momento. Primero tenía que expulsar a Rosa de mi cuerpo.

Me alejé a toda prisa del burdel, caminando por las callejuelas vacías en dirección al Támesis. Allí alquilé un pequeño bote y remé río abajo, por las aguas iluminadas por antorchas, hasta un edificio de piedra en ruinas que había sido construido por los normandos durante su dominio. Allí residía el alquimista Dee. Llamé a la puerta de hierro forjado y al cabo de unos segundos me abrió un chino de baja estatura, con bigote, un gorro negro y una indumentaria verde.

—¿Qué quiele? —me preguntó.

—Quiero ver a John Dee. Soy William Shakespeare.

El asiático se puso de muy buen humor al oír mi nombre.

—¿Shakespeale?… Me encanta
Tlabajos de amol peldidos.

¡Era un admirador de mi arte! Lo sabía: mis obras podían entusiasmar a las gentes de todo el mundo.

—¿Qué es exactamente lo que le gusta de la obra? —pregunté cuando entramos en el gran vestíbulo de piedra. Siempre era un placer escuchar cumplidos sobre mi trabajo.

—Los pelsonajes no palan de hacel el tonto.

Sí, ése era uno de los grandes secretos de las buenas historias: el público quería ver que la gente más hermosa y más rica también lo tenía difícil. Por eso escribía sobre los miedos de los señores, sobre amoríos de condes y sobre los amores incestuosos de los reyes.

El chino amante del teatro me condujo a una sala en la que había muchísimos planisferios celestes, con ayuda de los cuales Dee elaboraba horóscopos para aristócratas y, por lo que se rumoreaba, también para la reina. Además, las paredes estaban llenas de tapices asiáticos. Seguro que todo aquello, incluido el pequeño chino, eran recuerdos de los viajes legendarios de Dee a la remota Asia. El alquimista estaba ante un escritorio de piedra, inclinado sobre un pergamino chino en el que había un planisferio celeste dibujado. Probablemente elaboraba sus predicciones astrológicas con la ayuda de sus conocimientos de métodos orientales. Dee era un anciano, tenía las cejas pobladas y parecía un hombre al que no le interesaba nada más que la ciencia.

—¿Por qué osas estorbarme, Hop-Sing? —le preguntó con voz suave al chino, sin levantar la vista del planisferio.

—William Shakespeale quiele velos.

—¿Qué quieres, bardo? —preguntó, pero siguió sin levantar la vista del pergamino.

—Estoy poseído por un espíritu y necesito vuestra ayuda.

—No me interesa —fue la respuesta, y el alquimista hizo un gesto con la mano para indicarme que me fuera.

—Yo… os lo ruego… —supliqué desesperado—. El espíritu es una mujer…

—Me trae sin cuidado.

—… procede de una tierra lejana con un extraño nombre…

—También me trae sin cuidado.

—Esa tierra se llama Wuppertal…

Fue acabar de decirlo y el alquimista dejó el planisferio, me miró con los ojos abiertos como platos y me preguntó asombrado:

—¿Wuppertal?

34

Dee se incorporó y me preguntó inquisitorialmente qué sabía sobre Rosa y Wuppertal. Puesto que era muy poco, mis respuestas le resultaron ampliamente insatisfactorias.

—¿Por qué os interesáis tanto por Wuppertal? —acabé por preguntarle.

—Porque ese lugar no existirá hasta llegado un futuro lejano —replicó.

Lo miré sorprendido, ahora era yo quien tenía cientos de preguntas, pero Dee me dejó con la palabra en la boca y me ordenó:

—Vuelve dentro de dos noches. Ni antes ni después. Entonces te liberaré de ese espíritu, ¡de una vez por todas!

—¿Vas… vas a destruirlo? —pregunté.

De golpe me sentí un poco preocupado; después de todo, le había cogido cierta simpatía a Rosa.

—Cabe la posibilidad.

Tragué saliva y, puesto que el alquimista notó que me embargaban las dudas, comentó:

—Para hacer tortilla, hay que romper huevos.

Era una de las frases de moda que últimamente aparecían en el tesoro de la lengua londinense.

Sentí un escalofrío ante la idea de que el espíritu de Rosa tal vez sería destruido. Pero yo no podía seguir viviendo con ella en mi cuerpo y, por tanto, confirmé en voz baja:

—Para hacer tortilla, hay que romper huevos.

Salí de la casa del alquimista y regresé a Southwark al alba. Delante del teatro me esperaba ya el carruaje que debía llevarme a ver a la condesa María. Apenas sentarme en él, volví a perder el control de mi cuerpo porque Rosa se estaba despertando…

… por un instante confié en que despertaría en la caravana de Próspero en el circo y que el viaje al pasado sólo habría sido un mal sueño. Pero, evidentemente, no se dio el caso.

Noté un vaivén y oí un trote de caballos. Abrí los ojos: volvía a estar en el carruaje, llevaba una camisa abullonada marrón y unas calzas verdes. Noté algo dentro, metí la mano en el bolsillo y encontré un medallón. Sin embargo, no era el que contenía el retrato de la condesa rubia que se asemejaba tanto a Olivia; dentro había un retrato de dos criaturas de la misma edad, unos siete u ocho años. La niña llevaba un casto vestido blanco, era guapa y estaba radiante. El niño vestía calzas, camisa abullonada y gorguera, y parecía triste, sensible y muy frágil.

—Hamnet y Judith, mis gemelos.

—O sea que tienes hijos —constaté.

Poco a poco me iba acostumbrando a que Shakespeare hablara conmigo desde la nada en mi cabeza.

—¿Dudabas de mi potencia?

—Tu potencia no me interesa —repliqué.

—Pues a todas las mujeres les interesa.

—Yo no soy «todas».

—Sí, ya me lo parecía.

No lo dijo despectivamente, sino más bien con amabilidad. ¿Empezaba a apreciarme? ¿Igual que él a mí me resultaba cada vez más simpático? Volví a hablarle de sus hijos:

—Es que como vives en un cuarto pequeño y eso no es lugar para una familia…

—Mis hijos siguen en mi pueblo natal, en Stratford-upon-Avon.

—Entonces, ¿por qué tú estás en Londres y no en Stratford?

—En mi pueblo, por desgracia, hay una demanda ínfima de dramaturgos. Allí sólo podría haberme ganado la vida trabajando de zapatero. Igual que mi padre. Y si hay algo que no me gustaría es acabar siendo como mi padre.

Lo comprendía perfectamente, yo tampoco quería ser como mi madre. Llena de curiosidad, continué preguntando:

—¿Y ves a tus hijos a menudo?

—Poquísimo.

Se esforzó en reprimir el tono de pena en su voz, pero no lo consiguió.

—Los quieres mucho, ¿verdad? —pregunté compadecida.

—¡Sólo un bárbaro no querría a sus hijos!

—¿Estás divorciado?

—¿Divorciado? ¿Qué quieres decir?

Ah, claro: el divorcio todavía no se había inventado. Ni los contratos matrimoniales, las pensiones alimenticias y los litigios por la patria potestad. Corregí la pregunta:

—Me refería a tu mujer. ¿Por qué no quiso venir contigo a Londres?

—Eres muy curiosa, Rosa.

—Perdona… —contesté.

Tenía razón, aquello no me incumbía. Yo no era una amiga, sólo era un espíritu que se había apoderado por casualidad de su cuerpo.

Me supo mal haber puesto a Rosa tan bruscamente en su sitio. Parecía interesarse sinceramente por mi suerte y, además de mi fiel amigo Kempe, era la única criatura en este mundo de Dios que quería ser partícipe de mi ventura. ¿Debía hablarle a Rosa de Anne?

Shakespeare se quedó callado y yo noté automáticamente que quería hablar de sus sentimientos, pero no se atrevía. ¡Típico de hombres!

—A veces va bien hablar de tus sentimientos… —le planteé.

Hablar de tus sentimientos, pensé, qué idea más rara.

—Ya sé que a los hombres os cuesta mucho. Pero hablar de tus sentimientos es como vomitar.

—¿Vomitar?

—Al principio es desagradable, pero luego se siente alivio.

—Tienes un interesante olfato para las metáforas —apunté divertido.

—Gracias —dije esbozando una sonrisa.

Durante un breve instante medité si no debería atreverme. Al fin y al cabo, hacía años que no hablaba con nadie de mis penas. Excepto aquella noche en que le confié todo lo que abrumaba mi corazón a la prostituta Sophie, a sabiendas de que la prostituta roncaba durmiendo la borrachera. Pero, aunque casi creyera a Rosa en que abrir mi corazón podría aliviarme, continuaba siendo incapaz de reunir el valor suficiente para confiarle a alguien la historia de mi ventura.

—¿Y bien? ¿Quieres hablar? —pregunté cautelosa.

—Estoy agotado. Tengo que descansar…

A partir de entonces, Shakespeare no dijo una palabra más. Seguramente, no habíamos llegado tan lejos como para hablar de sentimientos. Probablemente, tampoco era necesario, ni oportuno… Bien pensado, incluso era absurdo: ¿por qué iba a hablar el gran Shakespeare de sus sentimientos precisamente con alguien como yo?

Acaso porque teníamos una y la misma alma.

Al pensarlo, sentí una pequeña esperanza: Shakespeare y yo no lo habíamos tenido fácil en el amor. Tal vez cabía la posibilidad de que algún día nos ayudáramos mutuamente. Quizás podríamos descubrir juntos qué es el verdadero amor.

35

El carruaje recorría la ciudad de camino a casa de la condesa y confié en que los espías españoles no me siguieran. También caí en la cuenta de que Essex no venía con nosotros, ¿seguiría en el teatro? Había estado tan ocupada con Shakespeare y con mi situación que casi me había olvidado de él. Era la primera vez en años que no me despertaba pensando en Jan.

El carruaje se acercaba a la puerta de la ciudad, vigilada por soldados. En el camino nos cruzamos con campesinos de aspecto miserable que entraban en la ciudad avanzando despacio y tirando de carros cargados de cereales; por lo visto, no podían permitirse un caballo. Los hombres estaban demacradísimos y seguro que les habrían encantado las subvenciones agrarias de la UE. Al franquear la puerta, vi algo terrorífico: dos cabezas humanas cortadas y ensartadas en unas lanzas. Nunca había visto nada tan horrible y conté con que vomitaría en cualquier momento, pero por lo visto el estómago de Shakespeare era más resistente que el mío. Probablemente él ya estaba acostumbrado a esas imágenes. Una vez más, me compadecí de él.

William seguía sin decir esta boca es mía, era evidente que estaba durmiendo en algún lugar en el fondo de su… mi… nuestro cerebro. Se lo había ganado, el tiempo que pasaba conmigo seguro que también era agotador para él. Confié en que el resto de la noche lo hubiera utilizado realmente sólo para lavarse y cambiarse de ropa, y no para algún desfloramiento.

El carruaje salió de la ciudad y el aire mejoró mucho al instante. Los prados estaban cubiertos de preciosas flores amarillas y rojas, a las que les sentaba bien que aún no se hubiera inventado la lluvia ácida ni las emisiones de monóxido de carbono. La visión de aquellos prados era maravillosa y me distrajo de la de las cabezas cortadas. Por desgracia, también me llevó a imaginar lo fantástico que sería pasear por ellos con Jan/Essex. En esa fantasía, yo poseía mi cuerpo de Rosa, claro. De lo contrario, habría recordado a
Brokeback Mountain
.

Después de recorrer unos cuantos kilómetros a través de un paisaje maravilloso llegamos a un pequeño castillo. Era un castillo de verdad, no una mansión de la campiña inglesa como las que conocemos por las películas de Jane Austen. Pasamos por un puente levadizo, cruzamos un portalón abierto y recorrimos un precioso jardín en el que había un laberinto de setos. Todo el complejo era fascinante y pensé: si yo fuera condesa, también querría tener un castillo como éste.

El carruaje se detuvo ante el portal, bajé y llamé a la puerta maciza de roble. Al cabo de unos instantes abrió un señor mayor, vestido con calzas blancas, chaqueta azul, chaleco rojo y una gorra que recordaba vagamente esos chismes que lleva la gente en la gala del carnaval de Mainz. El hombre parecía muy envarado y hablaba por la nariz:

—Soy Malvolio, el
maior domus
de la casa.

—De acuerdo… —contesté, sin tener la más remota idea de qué era realmente un
maior domus
.

—Y vos, ¿quién sois? —inquirió el hombre.

—William Shakespeare.

Era la primera vez que pronunciaba el nombre sin titubear.

—¿Y qué deseáis? —preguntó.

—Ver a la condesa.

—Cómo no, sólo tenéis que esperar un poco.

—¿Cuánto?

—Siete años.

El hombre sonrió y me cerró la puerta en las narices.

¿Siete años? Aquella mujer se había tomado realmente en serio su voto de guardar la memoria de su hermano muerto y no ver a ningún hombre durante ese largo período de duelo.

Ni corta ni perezosa, rodeé el castillo, encontré una ventana abierta y entré por ella. Dentro, todo era mucho menos acogedor que en el jardín. En las paredes había más animales disecados que en una taberna del Tirol. Y entre los cadáveres de animales colgaban un montón de cuadros de un hombre joven y un poco regordete. Se lo veía cazando, practicando la esgrima o mirando tontamente a la nada como sólo vemos hacer a las personas que quedaron inmortalizadas en un lienzo. Seguro que aquel hombre era el hermano muerto al que tanto lloraba María. Confié en que no se tratara de uno de aquellos amores fraternales ante los que cualquier persona socializada con normalidad exclamaría: «maldita procreación consanguínea».

Al final del pasillo descubrí una puerta abierta que conducía fuera de la casa, a la parte posterior de la finca.

De repente oí a mis espaldas los pasos y resoplidos del
maior domus
. Salí por la puerta a toda prisa y me dirigí a un pequeño estanque lleno de nenúfares. El
maior domus
no me siguió, o sea que no me había oído. Respiré hondo y entonces oí otros pasos, esta vez más ligeros. Volví la cabeza y vi salir a la condesa. Era clavada a Olivia, llevaba el pelo recogido en un moño alto y una toalla en la mano, pero, más que nada, iba completamente desnuda. Saltaba a la vista que quería bañarse en su pequeño estanque. Aún no me había descubierto, pero si me veía, seguro que gritaría pidiendo auxilio. Y entonces no estaría tan predispuesta a aceptar mi petición y el jefe de los servicios secretos Walsingham haría realidad su amenaza de cortarme el cuello.

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