—Te lo digo por última vez: olvida a esa mujer.
—¿Sabes qué empiezo a sospechar, Rosa?
—No, pero seguro que me lo dices ahora mismo.
—Estás celosa de la condesa.
—¿Que yo estoy celosa de la condesa? —exclamé indignada.
—Amas a Essex, eso está más claro que el agua; no tiene sentido desmentirlo.
Guardé silencio.
—¡Lo besaste! Y lo hiciste apasionadamente.
Me estaba abroncando, casi se podía creer que él estaba tan celoso de Essex como yo de la condesa.
El tono de mi voz había sonado demasiado áspero. Pero es que no entendía por qué las mujeres se sentían atraídas por necios simplones como Essex. Sobre todo si se trataba de criaturas tan ingeniosas como Rosa. Puesto que seguía callada, continué chinchándola:
—Y te habría encantado irte a la cama con él.
No quise callar por más tiempo y protesté:
—¡Yo no quería acostarme con Essex!
—Me alegra oírlo —comentó una voz gélida femenina.
Espantada, levanté la vista y descubrí delante de mí… a la reina. ¡Era la maldita reina!
—¡No te jode! —exclamé sin pensarlo.
—Eso es muy vulgar, Shakespeare —me reprendió la reina, que llevaba un vestido azul y dorado y lucía en la cabeza una pequeña corona de paseo.
—Rosa —advertí despavorido—, no sería la primera vez que la reina hace enterrar vivo a alguien por motivos mucho más insignificantes.
¿Enterrar vivo? Se me heló la sangre al imaginarlo. Tenía que desdecirme de alguna manera.
—Yo… yo… yo… no he dicho «no te jode»…
—Entonces, ¿qué? —inquirió la reina.
Buena pregunta.
Mientras cavilaba, la reina torció la cabeza ligeramente a un lado, como un ave de rapiña.
—Ejem… decía que «no-de-jo-de» admirar el fagot.
—¿El fagot?
—¿El fagot? —preguntó la reina, también desconcertada.
—El instrumento… —expliqué débilmente.
—Ya sabe qué es un fagot —dije suspirando.
—Ya sé lo que es un fagot —replicó la reina con voz cortante.
—¿Qué te había dicho?
En aquel instante parecía que la reina, además de querer enterrarme con vida, haría que pusieran una colonia entera de termitas en el ataúd. Luego, no sin razón, puntualizó:
—No veo ningún fagot por aquí.
—Ejem… —balbuceé—, quería decir que me gustaría saber tocar el fagot.
—Me veis y, al verme, ¿exclamáis que os gustaría tocar el fagot? —La reina puso cara de «otras veces me han tomado el pelo con más gracia».
—Ejem… Sí… En vuestro honor —repliqué tímidamente.
—O sea que deseáis tocar el fagot en mi honor.
Como respuesta, sonreí débilmente.
—¿No se os ocurre nada mejor para excusar vuestra grosería?
—Eso mismo iba a preguntar yo.
—Por desgracia, no —respondí aún más tímidamente.
La reina torció un poco más la cabeza a un lado y casi fue de temer que se le resbalara la corona.
—Sabía que me llevarías a la tumba, Rosa.
La reina entornó los ojos y abrió la boca. Supuse que llamaría a sus guardias, que debían de esperar fuera del laberinto, para que me sepultaran en el bosque más cercano. Me preparé para el final. Pero entonces la reina se echó a reír. A carcajadas.
Eso resultó un tanto inesperado.
La risa de la reina era franca y abierta, casi simpática, como si detrás de la fachada de dureza se escondiera en el fondo una mujer alegre, sólo que atrapada por reglas y convenciones. Sin embargo, aún no me sentí aliviada; a lo mejor sólo reía porque se le había ocurrido algo más divertido que enterrarme viva…
Seguro que se le ha ocurrido alguna infamia con un fagot y los orificios de mi cuerpo…
La reina se sentó a mi lado en el banco y se secó las lágrimas de los ojos.
—Sabéis, Shakespeare, habría ordenado ejecutar a cualquiera que pronunciara semejante grosería en mi presencia. Pero me habéis hecho reír. ¿Sabéis cuánto hacía que no me reía tanto?
Debía de hacer mucho tiempo, pensé al observar las arrugas que tenía en las comisuras de los labios. Pero no quise darle esa respuesta, y repliqué:
—No, no lo sé.
—Yo tampoco.
La reina suspiró; de pronto parecía tan tierna y dulce. ¿Cómo habría sido de joven, sin el peso del cargo? ¿Había sido una muchacha que, como todos los adolescentes, tuvo una pubertad irresponsable y alegre, bebió demasiado alcohol, sacó de quicio a sus regios padres y vivió su primer amor y, acto seguido, sus primeras penas amorosas? ¿Se podía hablar del tema con ella?
Seguramente no, porque enseguida se controló y recuperó el tono frío e impersonal de quien habla de negocios:
—He venido a ver si habíais hecho progresos.
¿Qué le explicaba? ¿Que Shakespeare estaba colado por la condesa, la condesa por mí y yo por Essex? Eso sería con toda seguridad el camino más corto hacia la tumba.
—Ejem… Sí… Voy haciendo progresos… No muy deprisa… Más bien pequeños progresos… Algo así como progresos chiquititos de bebé…
—¿Y por qué gritabais que no queríais acostaros con Essex? —me interrumpió.
Me temía la pregunta.
—Porque no quiero acostarme con él —dije con franqueza y a falta de una respuesta más inteligente.
—Lo sabía —comentó sonriendo la reina—. Sois invertido.
—¿Invertido? —pregunté desconcertada.
—«Invertido» significa amar a los hombres. ¡Ahora la reina cree que yo amo a los hombres! Y todo gracias a ti, ¡criatura insensata! ¡Rectifica de inmediato!
No me gustó el tono de Shakespeare y todavía estaba mosqueada por su palabrería arrogante y celosa de antes. Por eso pensé que no le vendría mal una pequeña lección. Ya le enseñaría yo quién era el mandamás de su cuerpo.
—Sí, soy invertido —dije.
—¿Qué?
—Sólo me gustan los hombres.
Me divertía hacer enfadar a Shakespeare.
—Rosa, ¡estás destruyendo mi fama!
—Era lo que pensaba. Tenéis un aspecto un poco afeminado.
—¡Eh, un momento!
—Totalmente afeminado —corroboré.
—Te mataré…
—A veces también me pongo cosas de mujeres: zapatos altos, un vestido…
—… ¡te daré una muerte lenta y dolorosa!
—… y me encanta pintarme las uñas.
—Me trae sin cuidado que quieras darme una lección, Rosa. Pero quisiera advertirte de que, en nuestro país, ¡la Iglesia quema en la hoguera a los invertidos!
Tragué saliva y la reina sonrió.
—A mis religiosos les gustaría quemar en la hoguera a todos los invertidos…
—Te avisé…
Tal vez debería de haber buscado otra cosa para jugarle una mala pasada a Shakespeare. Fue acabar de pensarlo y la reina comentó:
—Pero tranquilo, yo me llevo bien con los invertidos.
—Yo también —dije esbozando con alivio una sonrisa y pensando en mi amigo Holgi.
—Con los invertidos puedes hablar de tus propias penas.
—¿Y cuáles son vuestras penas? —pregunté.
No contestó, seguramente no le gustaba hablar de sus penas con el primer invertido que pasaba.
—Disculpadme, mi reina, he mostrado demasiada curiosidad —dije.
—No, no, estimado Shakespeare, está bien. Hablemos. Necesito a alguien a quien poder abrir mi corazón.
—De acuerdo…
—Pero os advierto. El último invertido al que abrí mi corazón pregonó mis secretos en la corte.
—¿Y qué le ocurrió?
—¡No queremos saberlo!
—Ordené que lo colgaran de la lengua.
La reina sonrió y yo me estremecí.
—¿Qué te había dicho, Rosa? No queremos saberlo.
—Voy a contaros lo que oprime mi corazón —empezó—. Una reina nunca tiene vida privada. Nunca puede enamorarse. A lo sumo, de un hombre de sangre real. Pero ¿sabéis quiénes son mis pretendientes de sangre real?
—No, no lo sé.
—El rey de Dinamarca es un hombre tosco que en un banquete me confesó que le gusta satisfacer a varias doncellas a la vez, y me preguntó si quería ser testigo de su legendaria potencia. El rey sueco, en cambio, no es capaz de controlar su vejiga y, por lo que cuentan, al príncipe italiano le encanta vestirse de mujer.
Guau, pensé, la reina lo tenía peor para elegir que yo en «elite-amor.com».
—Y los nobles de los que me enamoro son tabú para mí.
—Como Essex —dije en voz baja.
No contestó. Pero su mirada triste revelaba que había dado en el blanco. Sentí verdadera lástima por ella.
Recordé que, hacia el año 1930, un sucesor a la Corona inglesa había renunciado al trono para casarse con su amor plebeyo. Por eso, ingenua de mí, le pregunté:
—¿Y si abdicarais? ¿Si cedierais la corona a otra persona?
—En tal caso, mi media hermana María ocuparía el trono. Pondría el país en manos de los españoles y mi Inglaterra perdería su grandeza, su dignidad y su orgullo. ¡Sería su ruina!
En su cara de asco podía reconocerse hasta qué punto le resultaba insufrible la idea.
—¿Amáis más a Inglaterra que a vuestra propia felicidad?
—Sí —respondió con franqueza y con un orgullo majestuoso en la voz.
La observé. Aquella mujer amaba su país. Con ello tenía algo que daba sentido a su vida. Y su vida tenía más sentido que la de la mayoría de la gente. También más que la mía.
¿Debía aprender de ella que el verdadero amor no se profesaba a una persona, sino a algo superior?
—Incluso estoy dispuesta —prosiguió la reina— a enviar al hombre que amo a Irlanda, a la guerra. Pongo en juego su vida por Inglaterra.
Por un breve instante le tembló la voz, pero luego recuperó la compostura y declaró con una profunda convicción:
—Lo hago de todo corazón por Inglaterra.
Estaba dispuesta a sacrificar a su amor. ¿Era eso? ¿El verdadero amor significaba hacer sacrificios?
Me rebelé contra esa idea. ¡Con todas mis fuerzas! Yo no quería acabar como la reina. Siendo una mujer infeliz que se sacrificaba en aras de un objetivo más elevado. Tenía que haber otro camino. Más placentero. Más alegre.
—¿Visitará la condesa a Essex y lo amará? —preguntó la reina, volviendo a los negocios.
—Hará falta un poco más de tiempo —contesté sin revelar nada más.
—No tenemos tiempo. Nuestro ejército está a punto de ser rechazado en Irlanda. Essex debe ponerse al mando de inmediato o la derrota de Inglaterra está asegurada. Ordenaré a mis guardias que vayan a por la condesa.
—¿Que vayan a por ella? —pregunté desconcertada.
—La obligaré a casarse con Essex —explicó la reina, y se levantó del banco.
Era increíble: no sólo iba a enviar a su gran amor a la guerra, ¡sino que también iba a casarlo con otra mujer!
—Pero ¿y si la condesa no quiere casarse…? —pregunté.
—Si no está dispuesta a hacerlo, ordenaré que la ejecuten.
—Rosa, no… no podemos permitirlo…
Por una vez estuve de acuerdo con Shakespeare, que probablemente ya veía derrumbarse el futuro teatro Globe financiado por la condesa. Yo no la soportaba, pero aquella mujer no se merecía ni un matrimonio forzoso ni una ejecución.
Salí corriendo detrás de la reina y grité:
—Esperad, Majestad.
Se detuvo y se dio la vuelta.
—Dadme un poco más de tiempo —le pedí.
La reina me observó con mirada penetrante. Al cabo de un poco, contestó:
—Me sois simpático, Shakespeare. Dentro de dos días daré una gran fiesta en el barco de la Armada que capitanea el almirante Drake. Tenéis de plazo hasta entonces para conseguir resultados. En caso contrario, desposaré allí mismo a Essex y a la condesa. Pero os lo advierto, ¡no me decepcionéis!
—No lo haré —empecé a parlotear agradecida—. Yo tampoco soporto las decepciones. Son siempre tan decepcionantes y…
—Os he entendido —dijo la reina en tono cortante, y abandonó el laberinto haciendo crujir su vestido de amplio vuelo.
Volví a sentarme en el banco y me sequé el sudor de la frente. Había salvado a la condesa, al menos de momento. Y, sin querer, pensé que había dejado de ser un simple cliché. ¿Qué heroína de Hollywood intercedía por la rival intachable en las comedias románticas? Vaya, ¿me convertiría tal vez en una persona más madura gracias a aquel viaje al pasado?
Con ese bonito pensamiento, levanté la vista al cielo, vi los árboles por encima de los setos y contemplé sus copas. Era un día hermoso de verano, el cielo era azul y el aire cálido, con la brisa justa para no sudar. Había pájaros cantando en las ramas, ardillas brincando y hombres de negro con flechas y arcos…
Los reconocí enseguida, eran los espías españoles que en casa de Shakespeare me habían amenazado con matarme si ayudaba a la reina a emparejar a Essex con la condesa.
Vaya, no hay respiro que valga en el pasado.
—¿Quiénes son esos hombres agazapados en lo alto de los árboles? —inquirí.
—Seguro que no son ornitólogos —contesté lacónica, y me entró el canguelo de que en cualquier momento me apuntarían con sus arcos.
—¿Qué son «ornitólogos»?
—Gente que observa a los pájaros.
—¿Y por qué rediantre habría que observar a los pájaros?
—Para ellos es un entretenimiento…
—¿Quién es tan necio para dedicarse a ese entretenimiento?
—Bueno, está el escritor Jonathan Franzen… Bah, ¡eso ahora no importa una mierda!
—¿O tal vez te referías a los que observan a la gente cuando le están dando al pajarito? Claro que, a ésos, nosotros no los llamamos ornitólogos…
—¿Podríamos concentrarnos en el problema que tenemos delante? Esos hombres quieren matarnos, ¡maldita sea!
—Oh —dije, tragando saliva—, en tal caso, preferiría que fueran ornitólogos.
Le expliqué a Shakespeare a toda prisa que aquellos hombres eran espías españoles y que por eso querían nuestro pellejo. No se sorprendió, después de todo llevaba más tiempo viviendo en tiempos políticamente complejos. Le pregunté quién podría ser el jefe de aquellos hombres. Pero Shakespeare sólo contestó que no lo sabía y que era dificilísimo descubrir siquiera por asomo ese tipo de intrigas.
—Quien intenta comprender la política acaba loco por fuerza.