Authors: Monica Lavin
Ser acusada de elación, de vanidad, cuando ella había dejado desnudos de nombre los primeros villancicos que escribiera, qué injusto sustantivo. Ella había acatado de siempre los encargos que otros le hicieran. Cuánto poema de ocasión le tocó escribir. María Luisa había escuchado de su propio pecho sus palabras cargadas de verdad y de sigilo: "Tanto trabajo por encargo y sólo un poema verdadero, María Luisa, y los que a tus pies y tu fineza he dirigido". No fue por cuenta propia que su nombre acompañó cada uno de los versos, los sonetos, las liras, las loas, peticiones las más, de lo que de su pluma fue emanando. ¿Elación? Se le acusaba de poner su persona por encima del amor a Cristo. Sor Filotea, el mismísimo obispo de Puebla, su amigo Fernández de Santa Cruz, disfrazado de faldas, le recriminaba la ingratitud y la soberbia cuando a la crítica añadía sus ideas sobre la fineza de Cristo. Sor Juana le explicaba que si bien el obispo alababa su claridad en la refutación sobre aquel sermón del mandato que había escrito el jesuita portugués Antonio Vieira, en donde, henchido —él sí— de soberbia, afirmaba que a cualquier fineza hecha por los santos él podía proponer una mejor. Que a ella se le hubiera ocurrido añadir su propia visión sobre la mayor fineza de Cristo era un exceso. La falsa sor Filotea criticaba —aunque consideraba impecablemente escrita aquella argumentación escolástica— que sor Juana, la monja intelectual, sostuviera que los beneficios negativos eran la mayor fineza de Cristo. Cómo era posible que tanta inteligencia la llevara a afirmar que dejar de dar por parte de Jesucristo, ese sacrificio en la forma de desdén, fuese una manera de reprender a los ingratos, a quienes descreían de él. A sor Filotea le parecía altamente impropio aquello de los beneficios negativos que ella proponía y pedía que atendiese a los dones que ella poseía; precisamente a esos beneficios que la fineza de Cristo había colocado en ella. Esa luz natural para cautivar su entendimiento.
María Luisa repasaba consternada las líneas. Había olvidado la taza de chocolate que acompañaba sus mañanas y cuando intentó dar un sorbo reconfortante la recibió un líquido frío y espeso. ¿Qué significaba esa carta pública firmada por Filotea que la llamaba a la reflexión, que la señalaba frente a todos, advirtiendo eso sí, que no consideraba impropio de las mujeres el estudio, pero que sor Juana debía usar el estudio de lo humano para estar más cerca de lo divino? La monja no veía cómo reponerse de aquel acto público, de esa denuncia ventilada a ojos de todos; le preguntaba a María Luisa si ella podía darle la respuesta. Porque en lugar de una carta íntima, el obispo Fernández de Santa Cruz, que había publicado la
Crisis de un sermón,
con entusiasmo, ahora publicaba la carta que la reprendía. Sor Filotea la desnudaba con la autoridad de un hombre disimulado en amistades de mujer.
Vaya bajeza, pensaba María Luisa, vaya artimaña para quitarle brillo a quien de sí lo poseía y cuyos versos o prosa elocuente no hacían más que mostrarlo. ¿Por qué la reprendía si él mismo había admirado "la viveza de los conceptos, la discreción de las pruebas y la enérgica claridad con que convence el asunto, compañera inseparable de la sabiduría"? Sor Juana había tenido la precaución de incluir la carta de sor Filotea para que ella misma juzgase y acompañase su ofensa. María Luisa supuso que en esa carta de sor Filotea, el obispo amigo de la monja obedecía más a los de su grey que a su propio juicio. ¿O sería que en asunto de terrenos invadidos la amistad no contaba? Ella sería incapaz de traicionar a su amiga, pero en otros asuntos y para conseguir aquel viaje a América, Tomás y ella habían desconocido a quienes estorbaban a tal propósito. El obispo se había portado como un torero: incitando al toro a acercarse al capote,
publique usted la crítica a Vieira,
y teniendo al animal encandilado con el rojo revuelo de la tela, le había enterrado la espada en la plaza, a la vista de todos, la sangre corriendo porque la monja poeta se había creído aquella invitación a embestir con todo el peso de la inteligencia sin saber que los giros de la tela eran una celada para sorprenderla con la muerte. ¿O no es la muerte la exposición pública de quien siendo monja parece haberse salido del blanco y negro de sus hábitos, siendo más cura que esposa de Cristo? ¿No es una manera de apedrear a la adúltera? ¿Acaso Fernández de Santa Cruz había utilizado aquella refutación inteligente que hacía la monja a Vieira como un instrumento personal para ganarse el aprecio de Aguiar y Seijas? ¿Y ahora que veía en el desenfado teológico de sor Juana una amenaza, una incorrección política, la llamaba a la contención? ¿Por qué no la convocó a solas y la previno de los atrevimientos de su hipótesis? ¿Por qué lo hacía de manera pública?
Era claro que la obligaba a responderle de la misma manera, que la incitaba a una defensa a ojos abiertos. Tal vez esto era la última de una cadena de provocaciones para su amiga. Tal vez había caído en la provocación de Antonio de Vieira, en la propia provocación del obispo Fernández de Santa Cruz, quien le pidió que asentara su crítica en papel. María Luisa volvió a ver aquellos patos en vuelo despegar de la laguna de Texcoco, los vio rizar el aire en idas y venidas marciales y cuando estaban desprevenidos escuchó las detonaciones y los miró desplomarse y hundirse en el agua. Los cazadores rieron, mandaron a los chicos y a los perros a cobrar la presa. No se ensuciaron las manos con el fango del fondo del lago. Las botas los protegieron. Juana Inés se preguntaba en aquella carta si había actuado como religiosa obedeciendo o como duelista en un reto de inteligencias. Decir que no estaba dispuesta a escribir aquello que sólo era un comentario de pasillo habría sido desatender sus juramentos como jerónima. Y si sor Filotea quería que se atuviera a la crítica meramente, no la conocía lo suficiente. El obispo le había extendido aquella oportunidad. Ahora blandía, con fingida hermandad, un juicio y la acusaba de imprudencia; peor aún, de ingratitud con el amado, con Cristo su esposo, de vanidad. La reprendía como religiosa, como escritora, como mujer pensante, deducía María Luisa indignada. Si había hablado de los beneficios negativos que Dios hacía a los hombres como un sacrificio para que no fueran ingratos, no estaba tachando de falta de generosidad a quien ella amaba por encima de todas las cosas. Como esposa conocía el principio de lealtad para con el amantísimo. La indignación dolida de Juana Inés era mayúscula.
La virreina sintió que el Atlántico la ahogaba; hubiera querido correr a abrazarla, unirse a su voz para desatar un escándalo. Someter al arzobispo y al obispo, a ellos que aún seguían allí donde María Luisa sólo era un
indicio vano
de un tiempo en que fue venerada y escuchada. Juana Inés tenía razón en su reclamo de injusticia. Don Manuel le cortaba la lengua por donde podía dolerle más: cuestionando su fe. Aseverando que lo profano había pesado sobre lo divino. Tenía las manos atadas. ¿La comprendía María Luisa? Sus dedos eran muñones sangrantes porque aunque su deseo primero y arrebatado fuese tomar la pluma y contestar poseída por el don de las palabras elocuentes para defender su fidelidad, las palabras públicas de la tal Filotea la habían paralizado. ¿Esta era una nueva provocación para que la acusaran de hereje y la llevaran al santo tribunal? Antes que establecer una esgrima de plumas, contestando a sor Filotea, lo que de suyo a ella le parecía obvio y por lo tanto indigno de no ser reconocido, antes que dar vuelo a su ironía y a su obligación de esposa de la Iglesia se recogió en la intimidad de la celda, para escribir a su amiga María Luisa Manrique, así se lo explicaba, para encontrar compañía y consuelo en quien podía comprenderla aunque su ayuda a la distancia —lo lamentaba María Luisa— sólo pudiese atender la publicación de su obra. Había perdido el poder, y el poder de las palabras impresas, como las que ahora circulaban en la Nueva España, ensombrecía las luces anteriores plasmadas en los autos sacramentales, las comedias, los sonetos y las liras, los cuantiosos villancicos que Juana Inés escribiera año con año, y aquel excelso, oscuro y poderoso
Sueño
que ella leyó por primera vez. Pensar en voz alta y dejarlo por escrito no era cosa bien vista en una mujer, no importaba su estatura de religiosa, ni de poeta del reino. Expresar ideas correspondía a la jerarquía de los hombres. A las mujeres, callar, y si les era permitido hablar, saber callarse a tiempo. Se había salido del huacal, protestó sor Juana, con aquella palabra mexicana. Sus dotes versificadoras al servicio de los halagos, las felicitaciones, los acontecimientos públicos, los festejos religiosos tenían cabida, no las ideas que permitían mirar a Cristo de otra manera. Leer el libro de Jesucristo, le había pedido sor Filotea, aunque leerlo a su manera parecía herejía. Necesitaba los libros, la palabra y el papel, la tinta que era su sangre para entablar un diálogo con la verdad, escribió en aquella carta, y a ella ya no le bastaba el poder acotado de su pluma. Esa era su tragedia y con ella habría de encararse.
María Luisa vio la blancura rotunda de la nieve frente a sus ojos; la luz del mediodía la hacía refulgir hiriente. Le dolió la indignación justificada de su amiga. La imaginó atosigada por las dimensiones de su celda, bajando las escaleras para calmar esa ansia, esa ira que retenían sus manos encrespadas, echando a andar por los corredores. Pero el espacio le quedaba corto, el atrio del convento le era también estrecho; María Luisa quiso empujarla fuera del convento, refrescarla en el Salto del Agua y acompañarla hasta la Plaza Mayor. La ex virreina estaba segura de que si sor Juana hubiera tenido la ciudad entera para andarla con el hábito rozándole las piernas, con la calzadura descomponiéndole la piel del tobillo, le hubiera resultado pequeña, más que su Nepantla y su Panoayan tanto tiempo no vistos. No había campo ni carretera que hubiera bastado para fatigar su ira, su pesar, y las dudas que la asaltaban. Si se había sentido una mujer de caballería, batiéndose con el contrincante de armadura, utilizado su pluma como certera lanza, ahora era Don Quijote vencido por el Caballero de la Blanca Luna: herido y a punto de morir. Así como el de la Blanca Luna había tenido que reconocer la hermosura de Dulcinea del Toboso ante un vencido Don Quijote, don Manuel reconocía los dones de Juana Inés; el de la Blanca Luna pedía al Quijote un sacrificio, una rectificación del camino, como el obispo a ella. Don Quijote debía dejar las armas. ¿Ella qué debía hacer? Su arma eran sus palabras.
María Luisa temió que Juana Inés se quedara aguardando entre los juncos, que detuviera el vuelo, o que el perdigón hubiera dado en el blanco y la hundiera en las aguas saladas del lago de su tierra.
Isabel María de San José sirvió el caldo sobre aquellos platos azules y blancos. Las novicias se turnaban el trabajo en el comedor y ella, fácil a la alegría, gozaba de ver cómo desaparecían aquellos motivos orientales cuando el líquido con verduras y pollo ocupaba el tazón. Sirvió primero la mesa de la madre superiora y las hermanas mayores. Fue entonces que notó la ausencia de su tía. No supo qué contestar a la priora que le preguntó por sor Juana. Rara vez faltaba a la mesa. Así que Isabel María contestó lo que sospechó no podía ser una mentira: se siente mal. Le habría gustado acudir a la celda para ver qué sucedía. ¿Y si se hubiera caído por las escaleras? ¿Si necesitara ayuda como había ocurrido con sor Jimena que había tenido un desmayo por los cólicos menstruales que le venían con fuerza diabólica cada mes? No era el caso de su tía, porque no la había visto lavar los paños con sangre en la pileta común como lo hacían las otras. Su tía no sangraba más, pero Isabel María había visto las dolencias de las que ya no sangraban. Como la propia superiora que se sentaba en el patio en los días de mayo, los más calurosos de aquel año, y abría las piernas, cosa que disimulaba el hábito largo, pero no la posición de sus pies despuntando por la bastilla. Y se sostenía del borde de la pileta, como reteniendo un vahído. Isabel María la miraba desde el corredor de la planta alta abanicarse y hasta despojarse del tocado. El calor era cosa difícil cuando se estaba vestida de pies a cabeza con aquellos trajes oscuros. Pero su tía no padecía de esos calores y bochornos de las más viejas. Cuando escribía en la celda, en la mesa que había hecho colocar junto a los libros en la parte alta, no se descubría la cabeza. Parecía que el ceñimiento le ajustaba las ideas, o le exprimiría esas palabras justas con que luego entretenía en las obras de teatro o convencía en las cartas. Isabel María ignoraba de dónde le habían salido tantas ideas a su tía, de dónde tanto conocimiento por el que la visitaban la virreina de Galve y muy respetados señores, catedráticos de la universidad. Su tía era la única que hablaba con los hombres como si fuera un hombre. A veces ella había estado en el locutorio con las visitas y le asombraba la manera en que desaparecían los ojos tibios que tenía con ella y su mirada se endurecía y se hacía intensa, como si fuera una guerrera y las palabras espadas. Le habían contado que cuando joven había estado en Palacio, perseguida por hombres, consentida por la virreina Leonor que en paz descansaba, asistiendo a saraos, vistiendo de todos colores. Isabel María la miraba contrita entre sus libros o en los cuadernos anotando los gastos del convento y no podía imaginarla quebrada.
—Pido permiso para ir con la madre Juana —dijo María Isabel asaltada por la preocupación.
—Después de la cena —contestó la priora—. La madre sabe sus obligaciones.
Isabel María obedeció silenciosa. Terminó de servir a las otras y se sentó perturbada. Sabía que en otro tiempo las cosas no habían sido así, pero desde que se fuera la marquesa de la Laguna, desde que pasara el furor por los libros que le publicaran en España, su tía no era la misma. Guerreaba aún con las palabras, pero los demás le exigían más, desde la priora hasta el obispo. Miró a la priora desde su banca sin entender dónde estaba la caridad cristiana que pregonaba. La miró con recelo pero los ojos de la superiora, intensos, la atizaron con la culpa. Obedecer, obedecer, pensó Isabel María mientras se llevaba a la boca las cucharadas del caldo tibio. Servir a las demás obligaba a comer al último, pero la verdad ella no tenía apetito.
Su tía no flaqueaba; cuando ella tenía dudas porque extrañaba la vida de allá afuera, la casa de su bisabuelo, la ordeña de las vacas, el sol sobre sus piernas en el arroyo, a sus hermanos, su tía le daba consuelo. Le decía que no había vida más alta que estar cerca de Dios, que sería una mujer ajada y llena de hijos allá afuera, y pobre porque sus dineros no eran tanto y que aquí en cambio hacía el bien enseñando a las niñas labores de costura, aromas de cocina, música. Lo que la convencía no eran las palabras de su tía sino su manera de pronunciarlas, sin pizca de nostalgia, sin deseos de asomarse por una ventana al mundo de pregones de la calle. Ella, en cambio, nunca era más dichosa que cuando atendía las peticiones de agua en la puerta del convento. Aunque a las monjas más viejas les correspondía abrir la puerta, no siempre tenían las fuerzas y se hacían ayudar por las jóvenes. Por turnos, como todo en el convento, las novicias permitían que entraran por agua, pues al convento llegaba directamente del viaducto y la ley obligaba a que se suministrara a quienes la pidieran. Entonces la tornera abría el zaguán y se acercaban a la fuente hombres, mujeres y niños que llevaban toneles de madera o vientres de cerdo curados. Era un día de fiesta mirar a los muchachos jóvenes inclinarse sobre el agua y con sus brazos fuertes alzar las cubetas. Alguno ya se había percatado de la mirada de las novicias y se solazaba en llevar los antebrazos descubiertos. Isabel María no había elegido a ninguno para mirarlo, y se sentía aliviada, porque otras en cambio, como sor Catalina, padecían ya la tortura de esperar a que volviera el aguador de los ojos oscuros. Sufría cuando su turno tardaba y pagaba a las otras porque le vendieran el suyo y ya la superiora empezaba a notarlo; pero sor Catalina no se percataba del peligro porque se le había nublado la razón. La van a quemar viva, murmuraban las hermanas. De seguir allí tan atenta al cuerpo de ese muchacho la mandarán a otras tareas, pero no a la puerta. Isabel María rezaba mientras miraba ese hato de piernas, ese ondular del lomerío masculino, como el ganado de Panoayan paciendo sobre la hierba. Se santiguaba porque le llegaba una punzada a la entrepierna como si la hubiera picado un animal. Rezaba con más ahínco mientras los hombres cargaban sobre la espalda la cubeta repleta de agua. Cerraba los ojos y el sonido del líquido la mecía. Y el animal la pellizcaba entre sus vellos, como si no llevara bragas, como si anduviera desnuda por debajo y la atenazara con fuerza dulce, y cuando sus ojos comenzaban a mirar sin mirar, reconocía al animal aquel. Sabía que el demonio tenía sus mañas y que podía ser una serpiente metiéndose por su pulpa rosada para ocuparla toda, para hacerla hija del mal, sierva de Satanás. Se santiguó, sudorosa, con el ansia de ahorcar aquel animal entre sus piernas. De aquello no habló nunca con su tía; en cambio lo compartió con sor Andrea.