Authors: Monica Lavin
María comprendió por qué tardaba en hundir el cálamo en el líquido negro, por qué no avanzaba más allá de la fecha anotada, 25 de abril de 1688. Temía, al contar la muerte de Isabel Ramírez, al explicar el dolor de la pérdida, no tener razones para haber desamparado a su única hija, la mayor, la que ahora llevaba por nombre el de su abuela y el de su madre. Tamaña paradoja, la criatura abandonada por el padre, el fugaz capitán Martínez de Santolaya, en el convento de las jerónimas al cuidado de su tía Juana Inés, llevaba los nombres de sus predecesoras, tan ocupadas la una de la otra que Isabel María había resultado invisible. Por eso ni iría a la ceremonia de su hija la novicia para sentarse como una extraña en las bancas de la capilla de San Jerónimo. No iría para que los santos y las hermanas la miraran subrayando su distancia.
¿No sabíamos que IsabelMaría tenía una madre? Creímos que erahuérfana y que por eso la madreJuana se ocupaba de todos los menesteres,gastos, techo y formación de tan dulcecriatura. Eso sí, se le parece en laforma de la nariz, en el óvalode la cara. Y la propia madre Juanaguarda parecido con usted.
No, ella era de la montaña, de Panoayan, huérfana de madre; el luto no le permitiría moverse de la hacienda. La muerte de Isabel Ramírez la eximía de la vergüenza y del miedo de atravesar los canales y encarar los ruidos y la plaza, y a los desarrapados y los peligros y la inmundicia, y el encierro de Isabel María destinada a la protección de la Iglesia y de su hermana Juana Inés.
Tal vez le escribiría a su hija un día y le contaría la importancia de su nombre, cómo llevaba en él el alma equívoca y tibia de su abuela Isabel y la suya distante y cobarde. Que orara por ellas porque Dios estaba a su lado. Y Dios era hombre. Se apresuró: había que escribir de una vez por todas aquella carta.
Querida hermana Juana Inés...
Sor Cecilia sintió remordimiento cuando su padre murió. La noticia llegó por carta, sus hermanos pedían que organizara las nueve misas por Diego Fernández allí mismo en San Jerónimo. Y como hija diligente que había sido, acató las órdenes y estuvo cerca de sus dos hermanos sin que mediara ningún cariño evidente. Por lo menos no al principio, cuando se sintió entre dos desconocidos. Pero a la quinta misa, en que ellos estuvieron allí solos, sin sus esposas ni la familia que habían ganado por el casamiento, Cecilia pudo conversar con ellos en el locutorio donde otras monjas, diligentes ante el duelo de los hermanos Fernández Isáureri, les proporcionaron chocolate y golosinas. Era cierto que unas lo hacían por mirar a esos dos hombres jóvenes esbeltos que parecían no compartir con su hermana la inclinación a comer a todas horas. Cecilia lo notaba y eso le daba una distinción que no tenía habitualmente. El locutorio le perteneció en aquellos nueve días más que a sor Juana y pudo escribir unas endechas a la muerte de su padre y leerlas a los hermanos que aprobaron condescendientes sin saber nada de métricas ni rimas. Para la séptima misa, Cecilia había recordado con ellos los juegos en el patio de la casa familiar. Empujaban una bola de madera con un palo hacia los agujeros que habían hecho entre las losas, la madre de los tres entró a la escena del recuerdo: sentada en la mecedora, bordando un paño de lino blanco, la sonrisa ligeramente ladeada. Y Cecilia preguntó si sabían algo de la madre. Los hermanos bebieron el chocolate con aprensión, como si se escondieran en el líquido oscuro, como si el tema incómodo hubiese sido sacado de debajo de la alfombra donde hacía tiempo estaba sepultado.
—No sabemos nada de mamá.
—Está en Belén —aclaró Rodrigo.
Cecilia no había querido preguntar más, pero cuando concluyó la novena misa y los hermanos se fueron llevándose de nuevo los juegos de niña, la voz del padre y la sonrisa de la madre bordando, ya no estuvo tranquila. Intentó apaciguar su desazón comiendo de más y robando bienmesabes cuando nadie la veía. Juana Inés la descubrió la tarde en que se introdujo en la bodega. Llevar la contabilidad orillaba a la madre verificar inventarios y preguntar sobre los gastos. Sor Cecilia intentó recomponerse y escondió las golosinas bajo el escapulario. La madre de la Cruz tuvo un gesto dulce con ella y le dijo que hacía mucho que no le leía nada de lo que escribía. Cecilia sintió su corazón dar un vuelco de alegría. Se sentaron las dos mujeres alrededor de la mesa donde Juana Inés apuntaba las entradas y salidas con precisión y caligrafía admirables. Sor Cecilia entonces le contó de la endecha a la muerte de su padre, misma que Juana Inés pidió ver cuanto antes. Cecilia, relajada, extrajo la mano de debajo del escapulario, con los dulces amasados entre los dedos, y se disculpó hablando de su desazón. Le daba hambre el dolor, mucha hambre. No dijo que eso le pasaba desde niña, desde que descubrió a su madre en aquella alacena con el tío, aunque entonces no supo que era el tío. Pero la sensación de asistir a algo prohibido quedó grabada en sus ojos de doce años.
Sor Cecilia tuvo entonces una idea ante aquella confianza inusitada que Juana Inés le prodigaba: disparó la pregunta.
—¿Sor Juana, podré ir a Belén a visitar a mi madre?
No era fácil que una monja en clausura saliera del convento, tenían que ser causas de fuerza mayor. Y Juana Inés le dijo a Cecilia que lo dejara en sus manos. Le indicó que se rumoraban asuntos desagradables de aquel lugar de encierro de mujeres y que aquello era una razón de peso para poder hablar con la superiora. Sor Cecilia se sorprendió cuando la madre superiora la mandó llamar y le dijo que haría una excepción, por la muerte reciente del padre, porque los hermanos seguirían siendo benefactores del convento y porque Juana Inés había intercedido por ella. Pero no debía ir sola, advirtió, que la acompañaran sus hermanos, o un sirviente de la familia, un hombre que la pudiera conducir a aquel lugar. Y no debía tardar más de dos días en volver. Eso era todo el permiso del que disponía, y que Dios nuestro señor supiera que lo hacía por pura misericordia con su dolor y por la caridad que por primera vez prodigaba a su madre.
Era verdad, pensó Cecilia, al salir de la oficina de la superiora, en diez años no se había preguntado sobre el destino de su madre. Sólo sabía dos cosas: no había muerto, porque de ello se hubiera enterado, y vivía en Belén, en aquel encierro de mujeres entre prostitutas, adúlteras y locas. Rodrigo y Marcos Fernández no quisieron ir con ella. La tildaron de necia, de absurdo empeño. Y no estaban dispuestos a levantar el castigo que le había impuesto el padre a la madre, ni a contravenir su voluntad y su honor. Qué necesidad tenía ella de ir allá.
—Avisar de la muerte del padre —dijo Cecilia, buscando un argumento convincente—. Es lo justo, es lo decente.
¿Decencia? ¿Por qué tenerla con ella? Eran más duros que la propia Cecilia que había atestiguado el infortunio; al fin y al cabo eran hombres, prolongación del padre. Pero Cecilia necesitaba saber que su madre estaba bien, necesitaba perdonarla.
Mientras la carreta que la llevaba con el criado de Rodrigo, un indio joven, avanzaba calle abajo, Cecilia se sintió ligera a pesar de su vestimenta de jerónima. El sol y la vista de las casas y la gente, los vendedores, los caballos, los perros que merodeaban por el camino le dieron una probada de la vida que había dejado hacía mucho. Se sentía inflamada de heroísmo. Virtuosa. Ella que abrigaba rencores a la menor provocación, ahora perdonaba a su madre. Cumplía a cabalidad con su estatura de religiosa, encima de todo contaba con el apoyo de la monja más poderosa del reino, la misma Juana Inés de la Cruz que leería sus poemas de ahora en adelante. Quién sabe si hasta consiguiera que se los publicaran en colecciones como las que organizaba el bachiller Sigüenza y Góngora. El ronroneo de la carreta por el empedrado y más tarde por la terracería que conducía al lugar de las mujeres la llenó de contento. Sacó de su jubón un trozo de pan y queso y lo repartió con el indio. Manuel, dijo llamarse.
Cuando llegaron a la casa del encierro, Cecilia sintió el júbilo inesperado de volver a ver a su madre. Recordó la serenidad con la que bordaba y los miraba de cuando en cuando durante sus juegos en el patio; sintió el azul del cielo en la mirada de su madre, por eso no le alarmó demasiado la altura de la barda al estar ya cerca. Manuel bajó el pedal de la carreta para que la monja pudiera poner pie y miró hacia otro lado cuando sor Cecilia se levantó el hábito y mostró las puntas de sus zapatos negros y las medias oscuras con las que enfundaba sus piernas regordetas. Ya en el portón les llamó la atención un grupo de hombres que cuchicheaba y que al verlos realzó sus murmullos, como si la visión de la religiosa produjera malestar. Entonces fue que sor Cecilia se preguntó qué clase de lugar era aquella fortaleza sin ventana alguna a la calle. La austeridad de su fachada era mucho mayor que la del convento de San Jerónimo cuyas ventanas daban a la calle y permitían la luz del cielo.
Manuel se adelantó y se quedó quieto frente al portón. Los hombres cesaron su corro y espiaron la conducta de los recién llegados. Se acercaron cautelosos y sor Cecilia, altiva, dio un paso adelante, tomó la aldaba de metal y dio con fuerza al portón. Los hombres se colocaron a sus espaldas. Tardaban en abrir y uno de ellos se atrevió a injuriar a la monja:
Como no sea que se haya portadomal, mejor ni se acerque. Las tienenencerradas en el infierno.
Cecilia trató de fingir que no había escuchado.
¿No será que viene a adoctrinarlas?
Otro más allá, con la voz atrabancada por el alcohol, dijo que quería a su mujer afuera, que el loco y sus ayudantes abusaban de ella, de todas ellas, en nombre de Dios. Entonces Cecilia dio a la aldaba con desesperación al tiempo que se persignaba e invocaba a la Virgen María, en rezos bajos. Se abrió la mirilla y un hombre preguntó quién iba.
El diablo,
gritó el borracho,
el diablo vestido de monja.
Sor Cecilia explicó que era una religiosa del convento de San Jerónimo, que venía con la venia de la superiora para visitar a su madre que tenía años de encierro. Pero el cuidador dudó de las palabras de la mujer y le dijo que cómo saber que no era un hombre celoso.
Sor Cecilia le acercó las manos a la ventanilla para que viera su condición de mujer.
—He visto manos de varón así de pequeñas y gordas.
Uno de los hombres a sus espaldas se apiadó de la monja y arguyó:
—Por Dios, que es una hermana, baste verle el medallón en el pecho.
—O el pecho —farfulló el borracho.
Manuel se acercó a la mirilla y suplicó que dejaran entrar a la monja, que los hermanos Fernández Isáureri lo enviaban para cuidar de ella.
De mal modo y con mucha desconfianza, el cuidador abrió una rendija del pesado zaguán para que pasara la mujer, y cuando el indio intentó seguirla el otro le dijo que no podían entrar hombres. Sin más le cerró la puerta en las narices. De nada valió la cara azorada de sor Cecilia, la mirada de monja con la que interpeló al hombrón que celaba esa extraña morada. Bastó posar la vista al frente para olvidarse de Manuel al ver los pasillos y el patio rebosantes de mujeres con sayas rotas, algunas con los senos de fuera, otras con las piernas al aire. Le parecía haber entrado a una enfermería zumbante de mujeres semidesnudas, despeinadas, ruidosas. No se atrevió a dar un paso más pues sintió temor. A la derecha, dos de ellas peleaban en el piso y otras las rodeaban, entre el movimiento de las piernas y los cuerpos, pudo ver los vellos del pubis, y la raja de las nalgas ostentosamente abierta. Se alarmó y se santiguó. El cuidador gritó desde la puerta.
—A ver si ya se están sosiegas, rameras.
Cuando se percató de la religiosa, hizo un ademán de disculpa y se acercó a Cecilia, que no podía moverse de su sitio. Algunas de las mujeres la descubrieron y avanzaron hacia ella. No con benevolencia, con ira. El cuidador las alejó.
—Nada de meterse con la hermana.
—Será tu hermana —gritó una.
—Ya no temen a Dios, ya no temen a nada —le advirtió—. Han perdido la razón. ¿Usted cree que aquí pueda encontrar a su madre?
Cecilia miró entre los rostros polvosos, a través de las miradas torvas, idas, congestionadas y suplicantes. Una mujer defecaba en el pasillo, a unos pasos de ella. El mosquerío revoloteaba por todos lados. Supo de inmediato que tendría que llevarse a su madre de allí, que no la podía dejar un minuto en aquella pocilga.
—Tiene que ir con el padre Barcia. Sígame.
Y poniéndose frente a ella, el cuidador le abrió paso a través del patio donde las mujeres alargaban los brazos intentando alcanzarla a ella; otras se arrastraban por el piso y alzaban las manos al paso del hombre para tocarlo con impudicia. El hombre manoteaba y las alejaba.
—Al rato les doy su comida —contestó vulgar, sin importarle que Cecilia notara su gesto obsceno, ese sobarse el sexo como preparándolo para el banquete.
Una mujer menuda se arrastró como un gato asustado cuando pasaron a su lado. Le faltaba una pierna y no podía hacerse a un lado a la velocidad de las otras. El hombre intentó patearla para quitarla del paso. Una mujer mayor salió a protegerla. Cecilia de súbito tuvo la visión de que aquélla podía ser su madre, tal vez la edad se lo indicaba, tal vez el gesto con que protegió a la tullida.
—Y luego vendrás a abusar de ella, ¿verdad, Satanás? Madre, apiádese de nosotros. Sáquenos de aquí.
Cecilia se detuvo, no podía seguir como si aquel enjambre de mujeres donde estaba su madre no importara, no podía hacerse la sorda, ahuyentar los olores, taparse los ojos. El cuidador giró. Cecilia había quedado rodeada por mujeres que imploraban, mostraban heridas, vientres abultados. El cerco se cerraba sobre ella y Cecilia se asustó. El cuidador gritó:
A comer, zorras.
Y de pronto todas desaparecieron hacia un costado, como perros hambrientos, como si ella no existiera, como si sus súplicas fueran una mentira.
—De prisa —advirtió el hombre—, devorarán en un santiamén.
Pero aún no había visto lo peor, cuando avanzó a la sacristía y el hombre empujó la puerta para que entrara retirándose de prisa, como si así estuviera instruido a hacerlo, frente a ella sentado en un sillón, el sacristán, o alguien vestido de sacristán, tenía a una mujer desnuda sobre sus piernas. Alcanzó a ver las pantorrillas velludas del hombre y los retorcimientos de la mujer que se solazaba atornillada al cuerpo del otro. Aquello era abrupto y descarnado, no mediaba una cortina o una celosía que protegiera a sor Cecilia de la visión. A un lado del hombre otra mujer con las piernas abiertas disfrutaba el trastabilleo de los dedos de ese hombre en su sexo desparpajado. Cecilia buscó la puerta para salir, pero estaba cerrada. El ruido de sus pasos advirtió al hombre de su presencia. Las mujeres la miraron sin cesar sus meneos de placer, pero el hombre intentó apartarlas en un apuro inesperado.