Yo, la peor (38 page)

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Authors: Monica Lavin

BOOK: Yo, la peor
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—Debe haber sido por ti, mi sangre, mi niña.

Y se encerró en la celda, y no le permitió la entrada. Aunque Isabel María sabía que era una ira injusta, le dolió y se desahogó con sor Andrea que sabía consolarla siempre sin palabras.

Cómo iba Isabel María a decirle todo aquello al padre Núñez. No podía contar el dolor por la injusta acusación de su tía y mucho menos las maneras que había encontrado para salir de su desconcierto. No quería confesarse. Y lo tendría que hacer antes de aquella misa celebratoria. Podría guardarse los pecados, así se lo había aconsejado sor Andrea, pero no podría disimular la rabia que le tenía al cura por aquel contento con que dirigió el desmantelamiento de la biblioteca de la tía que de cuando en cuando justificaba alegando que Aguiar y Seijas daría el dinero de la venta de esos bienes a los pobres. Uno a uno tomó los libros que habían venido de España, los que le había hecho llegar el bachiller Sigüenza y Góngora, el padre Eusebio, el padre Manuel de Argüelles, el propio Fernández de Santa Cruz, su padrino Velásquez de la Cadena, el marqués de Mancera, los que habían sido de su abuelo, los que mandaban la marquesa de la Laguna y el conde de Paredes; Góngoras y Quevedos, Lope y Alarcón, San Juan de la Cruz y el cuidado que dejó abandonado a las azucenas, Calderón y Gracián con su
Agudeza y arte de ingenio
que a veces ojeara ella cuando pasaba el paño para extraer el polvo y cuidar de los estragos de la humedad. Lo hacía con ceremonia, sabiendo cuánto importaban esos objetos a su tía. Y lo hacía con veneración, como si fuesen las alhajas que guardaba en un cajón y que también tomaría el cura para el mismo propósito de auxilio de pobres y desamparados. Se fue el
Orlando furioso
y la
Arcadia
de Sanazzaro, se fue
El cortesano de Catiglione
y el
Breviario romano
y
Las vidas de santos,
los libros de los romanos Séneca y Cicerón, y Plinio
el Viejo,
y sus mitologías que atesoraba como la
Genealogía de los dioses
de Bocaccio, el
Teatro de los dioses de la gentilidad
de Vitoria y las
Etimologías
de san Isidoro y la teoría musical de Casiodoro, y la música de las esferas en los volúmenes del padre Kircher, uno de sus favoritos. Aquella cascada de papel llenando cajas le recordaba a Isabel María la quema de los libros de Alonso Quijano en manos del bachiller y el cura, que su tía le había leído divertida del libro del
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
porque el padre tomó también las novelas de caballerías que habían dañado tanto al señor como el
Amadís de Gaula
y las puso con desdén en el baúl. Miró satisfecho los estantes vacíos, limpiaba así la cabeza de Juana Inés de los destellos de las palabras, de los entretenimientos de la inteligencia, de la curiosidad y de las hazañas de los hombres: se fue la
Grandeza mexicana
de Balbuena y el
Corpus hemeticum
de Plotino.

Isabel María no podría hincarse en aquella ceremonia tan cerca del cura Núñez si le tenía un profundo desprecio. Cómo, si no hizo el menor intento de detener la voluntad de su tía cuando ella depositó aquel volumen enviado de España, ese segundo tomo con la reunión de su obra que la marquesa de la Laguna le había mandado como salvavidas para su ánimo pasada la acusación de sor Filotea. El padre Núñez sopesó la reunión de poesías y teatros, se fijó en la portadilla seguramente curioso de la procedencia y de quién había costeado tal edición en Sevilla, y luego, como si el peso mismo del libro le confirmara lo acertado de sus acciones, el rescate que hacía de aquella alma mundana, tan entretenida en las vanidades del mundo, en el reconocimiento de sus pares y no del esposo al que había descuidado, lo colocó en el último barreno, cerró la tapa y echó llave. Aquel éxodo de baúles parecía barcos zarpando de una costa.

—El dinero de su venta aliviará a los pobres —insistió el jesuita respondiendo a la mirada denunciante de la monja.

Aquel día, Juana Inés se quedó en silencio. Isabel María pudo contemplarla desde la parte baja de la celda; no quería dejarla sola. La vio sentarse en aquel aposento vacío salvo por la mesa frente a donde se estuvo con las manos aferradas al medallón de la Anunciación que colgaba en su pecho, con la vista ya perdida de todo deseo de lucha, y con una sonrisa de estúpida paz. Esa sonrisa es la que Isabel María no le podía perdonar a Núñez.

Esa tarde de preparativos para festejar los veinticinco años del matrimonio de Juana Inés con Cristo, entró de nuevo a la pieza de la monja con el estómago encogido por no volverla a encontrar como antes, con la plumilla y el folio.

—¿Cómo va todo? —preguntó la monja.

—El ante de betabel está en su punto —dio Isabel por respuesta.

Dejó a la novia de Cristo a solas para que repasara los votos que refrendaría y salió al pasillo pensando que confesaría a Núñez que la ira la invadía. La desolación no era un pecado. Y de ésa Juana Inés ya no la podría salvar.

Tocamientos

Sor Cecilia entró a la iglesia antes de las vísperas; sentía necesidad de hablar con Dios. Las tribulaciones de su corazón y la tiranía de su apetito habían aumentado desde que vio pasar el cargamento de libros y objetos de la madre Juana por los pasillos del convento. Después de las bodas de plata y de las palabras de Núñez desde el pulpito felicitando el matrimonio de la madre Juana Inés, su renovado deseo de cumplir con los votos de religiosa, comprendió que si la monja ilustre había renunciado a la palabra, a escribir una sola línea más que diese cuenta de que se amaba a ella misma más que a Dios, ella no podría poner por escrito nada tampoco. Ante tal ejemplo, sintió odio por la figura de la monja que antes le había atajado, con su elocuente talento, la posibilidad de ser vista, y que ahora, quitada del mundo de los libros y la escritura, la obligaba a seguir sus pasos, cuanto más que ella no gozaba de la fama y el prestigio de su propia obra.

El sacrificio de Juana Inés era la condena de Cecilia. Hundía la cara entre sus manos olorosas a canela cuando le pareció escuchar unos ruidos. Hurgó con la vista hacia el lugar de donde provenían y alcanzó a ver el borde de un hábito en las puertas del confesionario. Quiso ser invisible para atestiguar lo que allí ocurría e hizo callar a sus propios pensamientos. Movimientos y ajetreos hacían vibrar la puerta y le pareció escuchar un ruido sofocado. Pensó que debía ocultarse para que quien estuviera allí no descubriese que había sido mirada. Pero no quería hacer ruido al incorporarse y avanzar hacia algún lado. Observó que la puerta se abría y se tendió en el piso entre la banca y el reclinatorio, sin reparar en la incomodidad de los maderos contra su vientre. Desde allí distinguió los hábitos de dos monjas y el calzado que con sigilo se dirigía hacia la puerta. Intentó levantar la cara para saber quiénes eran; esperó hasta el último momento antes de que salieran y se incorporó deseosa de reconocerlas, pero no alcanzó a ver más que el uniforme de dos religiosas, la una más alta, la otra más baja.

Se santiguó y salió del templo. Quería saber quiénes habían estado allí escondidas; su cabeza ya fantaseaba tocamientos que les eran prohibidos pero que algunas practicaban y otras imaginaban y que ella alguna vez se había procurado sobre el cuerpo, sin contarle a nadie. Fue cuando se acercó a la fuente que vio a sor Isabel María y a sor Andrea reclinadas en el borde, como si se hubiesen encontrado casualmente. Las miró incisiva, pero ninguna se intimidó; por el contrario, sor Andrea metió la mano a la fuente y aventó agua hacia donde ella estaba.

—Sé lo que hacen —les dijo, enfurruñada.

Las dos se alejaron sin decir palabra.

Esa misma tarde, sor Cecilia vio cómo Isabel María cruzaba el patio y pasaba de nuevo cerca de la fuente. Aprovechó que no venía acompañada de la otra monja de cara larga y morena y la alcanzó. No se iban a burlar de ellas así nada más. Pretextó que quería saber cómo se encontraba la madre Juana.

—Regular —confesó Isabel María atribulada por la actitud esquiva de su tía.

—¿Y por qué la prisa? —siguió asediando sor Cecilia. Era su oportunidad de intimidar a la sobrina de sor Juana.

—Debo entregar esta carta a la portera y luego llevar una infusión a mi tía. No se siente bien.

Le mostró el sobre con aires de importancia y sor Cecilia pudo comprobar que era una carta para la ex virreina, la marquesa de la Laguna.

—Yo la llevo para que puedas atender a tu tía —insistió Cecilia.

—A mi tía le disgusta que no la entregue en mano de quien la enviará —se defendió Isabel María.

—Tampoco le va a gustar saber de tus encierros en el confesionario con sor Andrea —dijo tomando un extremo del sobre.

Isabel María se sonrojó y detuvo el paso, luego miró en todas direcciones por si alguien había escuchado. Cecilia notó su fragilidad y arremetió.

—La verdad te quiero ayudar, yo sé que te preocupa mucho tu tía.

—Está bien —dijo Isabel María y soltó la carta—. Pero debe ser cuanto antes. Va a Madrid y es urgente.

Cecilia la observó dirigirse hacia la cocina. Sintió alivio, Isabel María había confiado en ella. Siguió su camino y muy cerca del portón, se desvió a la bodega que estaba al lado y entrecerró la puerta. Se sentó en un costal de maíz y aprovechó la ranura de luz que entraba por una ventana alta para desprender el sello y leer la carta. El pulso le temblaba pero ya estaba decidida a violar esa correspondencia íntima. Las veces que Juana Inés la había desairado después de que volvió de intentar buscar a su madre le daban el derecho. Mucho mal le había causado su indiferencia. Dos o tres comentarios insulsos sobre un soneto y nunca un tiempo para leer la comedia de enredos. Si ella no tenía importancia para la monja famosa, ahora la tendría. Despegó el sobre con cuidado: eran cuatro cartas que no habían salido de la celda de la madre Juana. Con la luz que entraba por el ventanujo las leyó victoriosa. Reconocía los nombres de esas cuatro cartas sobre tres lobos y una falsa renuncia.

Sonrió orgullosa. El padre Núñez le había prometido hacer publicar sus versos si le facilitaba información de conducta inadecuada de la madre Juana Inés, cuando acudió a él para contarle de Virgilia años atrás. Esperaba que aún mantuviera su promesa. Cecilia no tenía nada que perder. Escondió la carta entre el pliegue del escapulario y el cinturón y fue a buscar a la priora. Con el semblante de enfermiza palidez, pidió a la superiora llamaran al padre Antonio cuanto antes: era menester su confesión. Pero el padre Antonio Núñez de Miranda había muerto esa mañana.

Los lobos

Febrero 17 de 1695

Convento de San Jerónimo

María Luisa, entrañable amiga y poeta:

La pluma se quedó detenida por un mes, un mes en que me vuelve la pesadilla del momento lento, puntilloso en que el primer lobo entró a mi celda y arguyendo que la venta de mis libros, de mis instrumentos musicales y científicos —laúdes, telescopios, planos, balanzas—, sería para el bien de los menesterosos, desvistió las repisas de los tomos que tan lentamente habían ido a vivir conmigo. Con diligencia de cirujano, me despojó de la convivencia largamente amasada. Nunca la desnudez fue tan hiriente como la de esos muros encalados sin palabras que los vistieran. Llenó los baúles asombrado de que se necesitaran tantos para poder dar por terminada su empresa. Me advirtió que no había salida, que el Santo Oficio me tenía en la mira y que de no dar prueba contundente de mi sacrificio y voluntad de retomar mis votos de obediencia, encierro y castidad no habría vuelta de hoja. Lo dijo severo, tal vez dolido porque alguna vez, sobre todo cuando yo era joven, reconoció mis capacidades y se sorprendió con ellas. Ahora les temía.

Aguiar, el lobo mayor, ha sido contundente. Me usará como ejemplo de santidad, de renuncia, de vuelta al redil. Sus verdugos son los otros dos lobos, Fernández de Santa Cruz sentenciándome por escrito, Núñez de Miranda atendiendo a mis bodas de plata, mi confesión y la limpieza de mis bienes. Aguiar, sin ensuciarse las manos, trabaja su hechura a distancia. Me rehace a su capricho y yo debo ser ejemplar. Lo peor es que cree en la efectividad de sus acciones. No es que le importe yo, yo soy un medio para su exposición pública: La monja notable redimida, una lección para las religiosas del reino, no sólo de la Nueva España donde la liviandad de nuestras formas lo ofendía, sino del resto del reino. Quiere la austeridad castellana, la que tú conoces, Lysi, porque no corre esta mezcla de sangres tan reciente y tan fecunda en tus confines, o por lo menos no en Castilla ni mucho menos en Aragón, será en el sur más teñido de moros y de calor. Y esos sureños son los que vinieron a repartir su semilla, a sembrar novohispanos con ojos achinados, pieles renegridas.

La labor del arzobispo tiene que ser espectáculo como lo son los autos del Santo Oficio. Si éste no me va a sentenciar a la hoguera y quemarme en la plaza como a otras, hará de mi reconversión una victoria pública. Me orillaron a celebrar las bodas de plata con gran boato, a firmar la protesta de fe, a despojarme de mis libros, a renunciar a la fama, al fausto público que yo no he perseguido. No niego mi voluntad de escribir, mucho me era solicitado, muy poco ha sido por placer. Ahora que gracias a tus gestiones con las monjas portuguesas las veinte redondillas me han tenido absorta, he encontrado el placer de tener eco en otras mujeres, religiosas como yo, cultas como tú, ensortijadas en el juego de las palabras, sus resonancias y sus ecos infinitos. Yo me sumé al espectáculo, querida Lysi, sólo tú poseerás la verdad de mi proceder. Sé que sin representación no hay contundencia, como cuando llegaste con tu esposo el virrey a nuestras tierras, y los dos arcos efímeros, el de Santo Domingo y el de Catedral te recibieron. Ha sido necesario actuar. Accedí a celebrar mis bodas de plata por todo lo alto, me tiré sobre el piso de nuevo con los brazos abiertos pero sin la emoción antigua, y grité mis pecados: me acusé de vanidosa, de haber descuidado mis deberes de esposa, de haber desobedecido, de haber tenido vida mundana, de violentar la clausura con los intercambios en el locutorio y las epístolas, juré no dedicar mi entendimiento a lo terreno, ni tener transacciones con el mundo muros afuera, juré no escribir una sola carta ni una palabra más que no fuera en los versos religiosos, juré ser quien no era y fingí dolor, el dolor era real, claro, y los convenció, aunque las razones del mismo son otras. Renunciar a ser la que soy desde hace tanto me es imposible. Pero ellos pretenden mostrar que recapacito. Saben que es el temor a la muerte lo que me ha conducido a ello. Pobres ilusos, piensan que el temor es mayor a mi deseo de sobrevivir por la palabra y con la palabra. Pensando a través de los signos del idioma.

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