Authors: Monica Lavin
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida —contestó sor Cecilia al padre Núñez, afiebrada por la confesión y la venganza—. Confieso que he pecado; he escuchado lo que no debía.
Aquel vientre abultado incomodaba a la virreina, sobre todo porque impedía sus visitas frecuentes al convento. A Tomás de la Cerda le mentía, que dormía mal, que temía por el nacimiento de la criatura; le aterraba que fuera mujer cuando él deseaba un descendiente. La elocuencia con que pronunciaba sus temores era tal que disimulaba lo que verdaderamente le afligía: no escuchar las palabras de Juana Inés, conversar con ella, mirarle los ojos que reflejaban esa perspicacia de la razón y las luces del sentimiento. Se encontraba sin par, sola, frente al virrey y sus atenciones varias, demasiadas, pensaba María Luisa. El doctor le había mandado reposo, lo cual le parecía intolerable. Y lo hubiera sido si no llegaran a Palacio las misivas con aquellos sonetos que elogiaban su futura maternidad. Con esas palabras, le parecía que eran dos las madres que esperaban a la criatura que se movía caprichosa en su cuerpo, ella y Juana Inés. Y que no había mejor persona con quien compartir la alegría y las tribulaciones de un estado que va a mudar porque el ánimo todo deberá acoger otra presencia que necesitará afecto, cuidados, crianza, que con la monja destinada a la infertilidad, a ser esposa sin descendencia, a tener marido sin caricias. La virreina leía por enésima vez las líneas de Juana Inés mientras acariciaba su vientre fuerte, restirado por aquella vida que palpitaba próxima a aflorar. Y al hacerlo rozaba sus pechos frondosos, sus pezones reventando de vida. Estar próxima a parir la exaltaba y aquellas bondades del cuerpo no las podía expresar más que a la vera de Juana Inés, más mujer que monja, más cercana que su propio marido tan preocupado por ella. No entendía que Tomás le diera más importancia a su estado parturiento que a su deber de estar en Veracruz donde los piratas habían tomado el puerto. Aunque la virreina albergaba sospechas de que retuviera al virrey el amorío que tenía con la actriz del Coliseo, más que su estado de gravidez. "¿Cómo mandar una comitiva a negociar con los delincuentes el pago, aludiendo el delicado estado de su mujer? Y con ello, querida Juana Inés, me ha arruinado." Deseaba escribir aquel pensamiento, hacerlo llegar a la monja para que reconociera en la transparencia de su corazón el desasosiego de tenerle que ser fiel a la excusa de su marido. No podía salir de Palacio, porque qué dirían quienes la vieran tan delicada ella, montando en carreta, zarandeando el cuerpo con el futuro conde, el hijo del virrey, un noble más. No podía decirle la verdad a la monja y faltarle al respeto al marido; tampoco podía hablar a solas con ella. Sólo le quedaba el placer de leerla, de escribirle una carta para que si la monja también padecía su ausencia como ella, al no mirarla ni escucharla, comprendiera entre líneas su dolor.
Impulsada por la ilusión de cercanía que la palabra escrita le brindaba, se sentó en la escribanía y contó a Juana Inés la preocupación de su marido por la toma de Veracruz y la humillación a la que habían sido sometidos los habitantes porque un tal Lorencillo y el francés Agramont habían hecho de las suyas en el puerto principal de la Nueva España. Tal vez ella no estaba enterada pero no sólo se habían aposentado saqueando casas e iglesias, sino que se llevaban más de mil esclavos para su beneficio. Aunque el beneficio que la asolaba era el que obtenía su marido en el cuerpo de la puta, de aquella actriz a la que había dado el mando del Coliseo. Y entre el saqueo habían tomado rehenes y ahora la única manera de librarse de ellos era pagando el rescate que pedían. Aunque la derrota era la suya, sujeta por la lujuria de su marido, utilizada como pretexto para mecerse en las carnes de una mujer de la escena, sin poder gozar del único aliciente a su esclavitud: visitar a sor Juana. Seguramente de todo ello estaba enterada la monja a quien llegaban las noticias por muy buenas fuentes —el gobernador Pedro Velásquez de la Cadena, su hermano el rector Diego Velásquez, el propio obispo de Puebla, el bachiller Sigüenza y Góngora, entre muchos otros— al locutorio de Santa Paula; pero ella quería que la monja entendiera su aflicción por la derrota de su marido a manos de los filibusteros, aquellos salvajes que no respetaban ley, que desafiaban a la muerte, que no tenían dios que les indicara el camino del bien, como ocurría con los indios de Nuevo México que hacía dos años se habían sublevado sin que las tropas del virrey pudieran acallarlos. Cómo hubiera sido prudente entonces un soneto de la monja cantando victorias para exaltar el ánimo de su marido y con ello el de ella, subrayó; pero ahora había que esperar la partida de los malhechores, la liberación de los rehenes y la respuesta del rey. Esperaba que su marido encontrara la manera de restituir su respetabilidad como gobernante y entonces, tal vez, los acontecimientos podrían acaso inflamar a la poeta para que buscara nobleza donde había habido ineptitud. Estaba claro que en un pago no había victoria, sino derrota y sometimiento, debilidad manifiesta; que sin el relumbrón de las armas y el tronar de la pólvora, sin los enemigos muertos no había gloria que contar. Había escrito de todo aquello que sin duda le importaba, porque la reputación de su marido estaba en juego, así como los años de permanencia en la Nueva España; pero también lo había hecho por colocar su exaltación en la prudencia. Por no verter los sentimientos reales donde se mezclaba la indignidad pública y la soledad de su encierro.
Su único deseo, pensó María Luisa, atenta a sus sentimientos exaltados, era poder estar con sor Juana y constatar su cercanía antes del alumbramiento próximo. Temía que siendo madre dejaría de ser venerada por la monja, temía que sus funciones la desligaran de las visitas habituales. Y quería, desde ahora, suplicarle que asistiera al bautizo del futuro vástago que se celebraría en catedral. Suponía que la priora habría de consentir, y si no ella misma lo solicitaría, pues no existía para ella mayor gozo que compartir tan brillante acontecimiento frente a Dios y ante la presencia de la monja. Se cuidó de dedicar abundantes líneas a la preocupación de su marido por su salud para que quedara claro que aquello la encadenaba a su recámara en Palacio y no su voluntad. Que si no acudía al convento era porque estaba obligada a ser consistente con las razones de su marido para aplazar el viaje a Veracruz. No le diría que sospechaba de amores ajenos entre el virrey y una actriz; pero, suplicó, necesitaba los versos de la monja, su amistad, su amor y la generosidad de sus palabras, de su talento lúcido y elevado como el de los poetas españoles que tanto se alababa en los confines del reino. Notó que se excedía, que las palabras escritas ponían en claro lo que no podía reprimir: la certeza de que la vida le había dado la oportunidad de estar ante una inteligencia poco usual, una mujer como no había conocido alguna. Y aquello la regocijaba; la sapiencia la entusiasmaba, pero la sensibilidad y la sublimación de su persona transmutada en Lysi en los versos de la monja la extasiaban.
Aunque cegué de mirarte
¿qué importa cegar o ver,
si gozos que son del alma
también un ciego los ve?
Qué don de Dios ser ella la receptora de aquel genio, de aquella vehemencia. Entre el dolor de la lejanía a la que estaba condenada esas semanas, agradecía ser la depositaría de esos versos sonoros y perfectos. Una punzada en el vientre la alertó. No había más tiempo para lamentaciones, era preciso llamar a la partera. Daría a luz a un hijo en la Nueva España. Alguien tendría que buscar al virrey.
Tener hijos era cosa de Dios; que Josefa supiera, ninguna mujer de la familia se había preocupado por la permanencia del padre. Pareciera como si la persistencia honorable del abuelo Pedro las hubiera condenado a ellas y a su madre a no tener marido constante, aunque el capitán había demostrado ser una presencia permanente y dar protección y certeza a Isabel. Salvo por su hermana Juana Inés, María y ella habían mudado de hombre pues el padre de los hijos no había permanecido. ¿Acaso era una condena que tenían que cargar por la propia actitud del padre Asbaje? Por suerte, Josefa había conocido a Francisco de Villena, que la había tomado con los cuatro críos pequeños y les había dado techo y apellido. Era afortunada en haber dado con aquel hombre honorable que la quería y la protegía y la había traído a la capital, que era donde él vivía y podía mirar por José Felipe, Francisco, Rosa Teresa y María. La vida la había recompensado. En cambio María, su hermana mayor, después de juntarse con Lope de Ulloque, que le aceptó a la primera hija natural, un día no supo más de él. Si al principio todos habían respirado el alivio de que teniendo hija ya hubiera hombre que cargara con ella, cuando le dejó a Isabel de María, a Lope e Ignacio para que se las viera como su madre se las había visto antes del capitán Ruiz de Lozano, todos se quedaron perplejos.
Esa mañana Josefa estaba alterada: había recibido la carta de su hermana Juana Inés y su vergüenza era muy grande. No sólo por la injusticia que cometía su hijo José Felipe yendo a reclamarle un dinero que él creía era de Josefa, sino porque había expuesto aquella ayuda que solicitara Josefa en tiempos malos. Su hermana generosamente desde el convento había conseguido el dinero. Juana Inés se codeaba con virreyes y prelados, cobraba por sus palabras; en materia de apuro Josefa pensó que era la indicada. Pero tenía que ir José Felipe, que salió como su verdadero padre, irresponsable, con vena de rico y poco espíritu para el trabajo, a reclamar doscientos pesos. El muchacho no comprendía cómo había sido el mundo para Josefa sin el padre de las criaturas. No tenía idea de que en tiempos de desesperación, antes de que Francisco Villena se ocupara de ellos, fue necesario pedirle a Juana Inés un préstamo a cambio de unos platos de plata. Necesitaba el dinero para pagar el arrendamiento de la hacienda. Los platos no bastaban. Juana Inés se las había ingeniado para deshacerse de otras cosas suyas y tener aquel dinero que tanto bien les había hecho.
Le escribía a Josefa notificándole que había tenido que contar al sobrino las razones y la situación real de aquel préstamo que el insolente reclamaba. Si se lo comunicaba a ella era para que no la tomara por sorpresa lo que se divulgaba por allí; se disculpaba Juana Inés de hacer públicas las miserias que alguna vez padeció su hermana, sus menesteres y sus apremios, y lamentaba que su sobrino no lo comprendiera. Bajo la luz de la antorcha en el pasillo, Josefa leía aquella carta afligida, sin saber cómo contarle a Francisco, el padre, el proceder de su hijo, que aunque no era de su sangre había criado con entera y cabal responsabilidad. Tendrían otro disgusto como los que solían tener por las desapariciones de José Felipe, por sus excesos en los palenques a los que tenía prohibido acudir, por las pulquerías que visitaba, por sus golferías con las señoras públicas.
—Parece hijo de otro —había reclamado Francisco, y Josefa había sentido la daga de la verdad y reconocido al verdadero padre que bullía en el cuerpo de su segundo varón, porque el primero era un joven responsable y amoroso, pero éste... En el propio aspecto gallardo y retador se parecía al verdadero, José de Paredes, bravucón y seductor, que en un rato le hizo cuatro hijos, le dio alegría y sorpresas y de golpe la descobijó para, seguramente, repetir la seducción y la ofensa. Increíble que el pasado reviviera en la conducta del hijo, que aquel marido irresponsable se le apersonase de nuevo. Ya podía escuchar a Francisco Villena retándola, y quién sabe, tal vez amenazando con desproteger a los que no eran de su sangre si José Felipe persistía en esas conductas vergonzantes.
No podía imaginar su vida otra vez en el campo: el frío de la montaña, la brega de la cosecha y la venta, el aislamiento y la aburrición. Le gustaba la ciudad con sus carnavales y sus procesiones, con su música y sus mercados, con sus misas y sus canales. Era una mujer sencilla y alegre, mundana. Le gustaba acompañar a su marido al teatro, educar a sus hijos en los modos de la ciudad. Le alegraba el traqueteo de las pezuñas de los caballos en el empedrado. No podría soportar de nuevo el silencio de las noches de campo. No le diría nada al marido, dejaría que las cosas siguieran su curso; lo que sí no haría era pedir a Juana Inés que Rosa Teresa y María entraran al convento bajo su vigilancia. Ya tenía bastante la monja con haberse preocupado por Antonia e Inés, y ahora por la niña de María. El mantenimiento de Isabel María corría por cuenta de sor Juana, porque ni el verdadero padre que la entregó a la monja ni María, su madre, habían visto más por ella.
Josefa sintió la urgencia de reprender a su hijo: se tenía que enterar de las bondades de la monja, de su generosidad, y no andar sacando conjeturas de la ausencia de los platos de plata. El chico no se habría enterado si ella no le echara en cara, molesta, cuánto se gastaba y cómo hacía sufrir a su padre para acabar diciendo que si no fuera por aquel hombre ella seguiría empeñando sus bienes como lo había hecho con los platos de plata. Hay cosas que no se hablan con los hijos, pero el joven quería monedas para su dispendio, y como había sobrepasado la cuota que su padre le asignaba quería que su madre lo socorriera. Con arrumacos, diciéndole lo guapa que se veía para salir a misa, chantajeándola con su deseo de cortejar a una muchacha de padres navarros, soltaba su necesidad de dinero.
Ese día, a la hora del almuerzo, Francisco Villena notó su rostro consternado. Por más que Josefa hablaba con las chicas de los vestidos para la fiesta que darían en casa, su semblante ensombrecido alteró al marido. No soportaba que su mujer sufriera por la conducta de un hijo malagradecido.
—¿Pasó algo con José Felipe? —preguntó.
—Indiscreciones del muchacho. Trapitos al aire —lo defendió su madre.
—Uno más y se va de casa —advirtió Villena.
Josefa buscó la carta en su escribanía y en lugar de responderle a su hermana, la deshizo en mil pedazos. No permitiría que su hogar se deshiciera también.
Juana de San José no supo si había sido el escándalo con Virgilia que estuvo dos días ausente y luego fue reprendida por la priora, acusada de hacer magia y brujería y despedida del convento, y que no llegó a mayores porque Juana Inés intercedió por ella pidiendo simplemente que la dejaran ir, lo que la tenía desconcertada. Pobre muchacha flaca y solitaria. Tenía las ojeras más oscuras que la piel cuando salió con sus pilchas por el portón. Juana de San José la había seguido caminando detrás de ella. No nada más por ser hermana de color, sino porque Virgilia le simpatizaba. Juntas murmuraban las canciones de arrullo que sólo sus madres conocieron. Con Virgilia podía reírse y hasta imitar bailecitos y movimientos de caderas cuando se encontraban en la pileta del lavado. Virgilia lavaba la mantelería, ella la ropa de sor Juana y de Antonia e Inés, sus hermanas. Mientras caminaba hacia el zaguán del convento seguida por ella, Virgilia no volteó. Cuando llegó al portón y la tornera corrió el pasador, sin mirar ya más atrás, Virgilia levantó la mano y la sacudió en despedida. Ni una voz, ni un adiós. Le hubiera gustado decirle que le agradaba su compañía. Sobre todo ahora que lavaba a solas o con las otras criadas, casi todas indias que hablaban su lengua.