—Dos lobos. Están saltando junto a un árbol, como si bailaran.
—Acércate más.
—Los lobos me atraparán —protestó Miriel.
—No, no lo harán; yo estoy aquí. No te verán. Acércate más.
—Saltan para llegar a un pobre cervatillo que está colgado del árbol.
—Bien. Ahora regresa y abre los ojos.
—Estoy cansada —dijo Miriel alzando la vista y bostezando.
—Sí —dijo Waylander en tono suave—. Pero primero haz como si me contaras un cuento para irnos a dormir y háblame de Dardalion y del otro hombre.
—Cuéntalo tú, Krylla. Tú eres mejor contando cuentos.
—Bueno —dijo Krylla, inclinándose hacia delante—, el hombre malo con la flecha en el ojo nos atrapó a Miriel y a mí. Nos hacía daño. Entonces llegó Dardalion y el hombre nos soltó. Y apareció una espada muy grande en la mano del hombre. Y nosotras salimos corriendo, ¿verdad, Miriel? Nos fuimos y nos quedamos dormidas en tu regazo, Waylander. Y allí estábamos a salvo. Pero a Dardalion lo herían mucho y volaba muy rápidamente. Lo perdimos. Pero lo volvimos a ver, cuando tú y Danyal lo sujetabais. Pareció crecer mucho, y una armadura de plata lo cubrió, y su ropa se encendió y se quemó. Tenía una espada y se reía. La espada del otro hombre era negra y se rompió, ¿verdad, Miriel?
»Entonces cayó de rodillas y empezó a sollozar. Y Dardalion le cortó los brazos y las piernas y desapareció. Dardalion se rió más todavía, partió y volvió a casa, adonde vive su cuerpo. Y ahora estamos bien.
—Sí, ahora estamos bien —convino Waylander—. Creo que ya es hora de irse a dormir. ¿Estás cansado, Culas? —El niño asintió con gesto sombrío—. ¿Qué te pasa, chico?
—Nada.
—Vamos, dímelo.
—No.
—Está enfadado porque no puede volar con nosotras —dijo Miriel con una risita.
—No es verdad —contestó con brusquedad Culas—. Al fin y al cabo, os lo inventáis todo.
—Escucha, Culas —dijo Waylander—. Yo tampoco puedo volar, pero eso no me preocupa. Y ahora no discutamos más y a dormir. Mañana será un día muy largo.
—¿Crees que decían la verdad? —Danyal se acercó a Waylander después de que los niños se acurrucaran juntos en el extremo opuesto.
—Sí, porque Miriel vio el ciervo que escondí.
—¿Entonces Dardalion mató realmente a su adversario?
—Eso parece.
—Me inquieta, y no sé por qué.
—Era un espíritu maligno. ¿Qué esperabas que hiciera un sacerdote? ¿Bendecirlo?
—¿Por qué eres siempre tan desagradable, Waylander?
—Porque quiero.
—En ese caso, supongo que no tendrás muchos amigos.
—No tengo ninguno.
—¿No te sientes solo?
—No. Es lo que me mantiene con vida.
—¡Vaya vida, llena de risa y diversión! —se mofó ella—. Me sorprende que no seas poeta.
—¿Por qué estás tan enfadada? ¿Por qué te importa?
—Porque eres parte de nuestra vida. Porque permanecerás en nuestra memoria mientras vivamos. Si fuera por mí, habría preferido otro salvador.
—Sí, he visto obras de teatro. El héroe tiene cabellos dorados y una capa blanca. Bien, yo no soy un héroe, mujer; soy un hombre atrapado en la red del sacerdote. ¿Crees que ha quedado mancillado? Pues yo también. La diferencia es que él necesitaba mi oscuridad para sobrevivir. Pero su luz me destruirá.
—¿No vais a acabar nunca con la trifulca? —preguntó Dardalion, sentándose y estirando los brazos.
—¿Cómo te sientes? —Danyal corrió a su lado.
—¡Famélico! —Apartó la manta y se acercó al fuego, ensartando al pasar dos tiras de venado en el espetón. Lo volvió a poner en su sitio y añadió combustible a las llamas que estaban mermando.
Waylander no dijo nada, pero la tristeza lo envolvió como una capa oscura.
Waylander se levantó primero y salió de la cueva. Se despojó de la camisa y las polainas y se internó en la espuma helada. Se quedó flotando de espaldas y dejó que el agua le pasara por encima. El arroyo tenía apenas unas pulgadas de profundidad y corría sobre piedras redondeadas, pero la corriente era fuerte y sintió que se deslizaba suavemente por la pendiente del arroyo. Girándose, se empapó la cara y la barba, se puso de pie y trepó por la orilla. Se sentó en la hierba mientras esperaba que la brisa del amanecer le secara la piel.
—Pareces un pescado muerto hace tres días —dijo Danyal.
—Y tú empiezas a oler como si lo fueras —respondió él con una mueca—, Vamos, lávate.
Lo miró detenidamente durante un momento, se encogió de hombros y se quitó la túnica de lana verde. Waylander se reclinó y la observó. Tenía la cintura delgada, las caderas suaves, la piel…
Se volvió a mirar una ardilla roja que saltaba por las ramas cercanas, se puso de pie y se estiró. Junto al arroyo había una espesa cortina de arbustos, y entre ellos un pequeño matojo de melisa. Arrancó un puñado de las hojas en forma de escudo y las llevó adonde se sentaba Danyal.
—Toma, estrújalas y frótate el cuerpo con ellas.
—Gracias —dijo ella tomándolas.
Consciente de pronto de su desnudez, Waylander buscó la ropa y se vistió. Habría deseado tener una camisa de recambio, pero la usaba el sacerdote, y notó, incómodo, la suciedad de la suya.
Regresó a la cueva y se colocó las hombreras de cota de malla sobre el jubón de cuero negro. Cogió las botas, sacó los dos cuchillos de recambio y les pasó la piedra de afilar antes de volver a colocarlos en las vainas cosidas en el interior de las botas.
—¿Podrías dejarme un cuchillo? —le preguntó Dardalion, que había estado observando el cuidado con que manejaba las armas.
—Por supuesto. ¿Pesado o ligero?
—Pesado.
—Éste será suficiente. —Waylander recogió el cinturón y extrajo una vaina oscura que contenía un cuchillo con mango de ébano—. Es de doble filo, y corta tanto que puedes afeitarte con él. —Dardalion enhebró su estrechó cinturón en la vaina y se la colocó en la cadera derecha—. ¿Eres zurdo? —preguntó Waylander.
—No.
—Entonces colócatelo en ángulo en la cadera izquierda. Así, cuando desenvaines, la hoja apuntará a tu adversario.
—Gracias.
—Me preocupas, sacerdote. —Waylander se abrochó también el cinturón y se frotó la barbilla.
—¿Por qué?
—Ayer no habrías matado ni una mosca. Ahora estás dispuesto a matar a un hombre. ¿Tan débil era tu fe?
—Sigo teniendo fe, Waylander. Pero ahora veo las cosas con más claridad. La recibí de ti, de tu sangre.
—Me pregunto si fue un regalo o un robo. Siento que te he robado algo precioso.
—Si es así, ten la seguridad de que no lo echo de menos.
—El tiempo lo dirá, sacerdote.
—Llámame Dardalion. Sabes que ése es mi nombre.
—¿«Sacerdote» ya no te parece bien?
—En absoluto. ¿Preferirías tú que te llamara «asesino»?
—Llámame como quieras. Nada de lo que digas influirá en el modo en que yo me considero.
—¿Te he ofendido? —preguntó Dardalion.
—No.
—No me has preguntado nada sobre el duelo con mi adversario.
—No.
—¿No te importa?
—Sí, Dardalion. No sé por qué, pero me importa. La razón es mucho más sencilla. Comercio con la muerte, amigo mío, que es algo definitivo. Estás aquí, por lo tanto lo has matado y ya no me interesa. Me inquieta que le hayas cortado los brazos y las piernas, pero lo olvidaré, del mismo modo que te olvidaré a ti en cuanto estés con Egel sano y salvo.
—Esperaba que fuéramos amigos.
—No tengo amigos. No los deseo.
—¿Siempre ha sido así?
—«Siempre» es mucho tiempo. Tuve amigos antes de convertirme en Waylander. Pero eso fue en otro universo, sacerdote.
—Cuéntamelo.
—No veo por qué habría de hacerlo —replicó Waylander—. Despierta a los niños. Nos espera un día muy largo.
Waylander se paseó desde la cueva hasta el lugar donde había atado los caballos, los ensilló y guió su caballo capón adonde había colgado el ciervo. Cortó varias tiras de carne y las guardó en un saco de lona para la cena. Descolgó del árbol los restos y los dejó sobre la hierba para los lobos.
—¿Tú tenías amigos, cervatillo? —preguntó, mirando fijamente los ojos grises e inexpresivos.
Mientras guiaba al caballo de vuelta a la cueva, recordó los días de camaradería en Dros Purdol. Había destacado como oficial joven, aunque no tenía idea de por qué; le disgustaba la autoridad pero disfrutaba de la disciplina.
Él y Gellan estaban más unidos que si fueran hermanos, siempre juntos, ya fuera para patrullar o para ir de putas. Gellan era un compañero ingenioso, y sólo se habían enfrentado en el torneo de la Espada de Plata. Gellan siempre ganaba; lo que sucedía es que era inhumanamente rápido. Se separaron cuando Waylander conoció a Tania, la hija de un mercader de Vado Medrax, un pueblo al sur del paso de Skeln. Waylander se había enamorado incluso antes de saberlo, y renunció a su puesto para irse a vivir a una granja. A Gellan se le partió el corazón.
—Aun así —había dicho el último día—, supongo que no tardaré en seguirte. ¡La vida en el ejército va a ser tremendamente aburrida!
Waylander se preguntaba si Gellan lo habría hecho. ¿Era granjero en algún sitio? ¿O mercader? ¿O habría muerto en alguna de las muchas batallas perdidas por los drenai?
En el último caso, Waylander suponía que habría dejado un bonito montón de cadáveres alrededor de su cuerpo, ya que su espada era más rápida que una lengua de serpiente.
—Debería haberme quedado, Gellan —dijo—. En serio.
Gellan estaba acalorado y cansado; el sudor le resbalaba por la nuca bajo las hombreras de cota de malla y le provocaba un picor insoportable en la espina dorsal. Se quitó el yelmo negro y se pasó los dedos por el pelo. No soplaba la más mínima brisa y maldijo en voz baja.
Quedaban cuarenta millas para llegar a Skultik y a la relativa seguridad del campamento de Egel; los caballos estaban cansados y los hombres desanimados. Gellan levantó el brazo derecho con el puño cerrado, dando la señal de que llevaran los caballos a pie. Los cincuenta jinetes desmontaron detrás de él; nadie hablaba.
Sarvaj se adelantó hasta alcanzar a Gellan y los dos desmontaron al mismo tiempo. Gellan colgó el yelmo de la silla y sacó un pañuelo de lino del cinturón. Se enjugó el sudor de la cara y se volvió hacia Sarvaj.
—No creo que encontremos ni un pueblo en pie —dijo. Sarvaj asintió con un gesto pero no le contestó. Llevaba medio año bajo las órdenes de Gellan, y ya sabía cuándo los comentarios del oficial eran retóricos.
Caminaron lado a lado durante media hora hasta que Gellan hizo una señal indicando una parada de descanso y los hombres se sentaron junto a los caballos.
—La moral está baja —dijo Gellan. Sarvaj asintió. Gellan se desabrochó la capa roja y la extendió sobre la silla. Apretando las manos contra la región lumbar, se estiró y gruñó. Como les sucede a casi todos los hombres altos, las largas horas sobre la silla de montar le resultaban molestas y lo aquejaba un dolor de espalda permanente.
—Me he quedado demasiado tiempo, Sarvaj. Tendría que haberlo dejado el año pasado. Cuarenta y un años son demasiados para un oficial de la Legión.
—Dun Esterik tiene cincuenta y uno —comentó Sarvaj.
—Si me hubiera marchado, tú habrías asumido el mando. —Gellan sonrió irónicamente.
—Vaya época ideal para hacerlo, con el ejército aplastado y la Legión deambulando por los bosques. ¡No, gracias!
Se habían detenido en un bosquecillo de olmos y Gellan se alejó para sentarse a solas. Sarvaj lo observó marcharse y se quitó el yelmo; el pelo castaño oscuro raleaba mucho y el cuero cabelludo le brillaba por el sudor. Cohibido, se echó hacia atrás el pelo con los dedos para cubrir las zonas calvas y se volvió a poner el yelmo.
«Aunque tengo quince años menos que Gellan, ya parezco un viejo», se dijo. Sonrió con una mueca ante su vanidad y se sacó el yelmo.
Era un hombre regordete, desmañado cuando no estaba sobre la silla de montar, y uno de los pocos soldados de carrera que quedaban en la Legión después de los brutales recortes del otoño anterior, cuando el rey Niallad puso en marcha un nuevo programa de milicias. Habían expulsado a diez mil soldados, y solo la determinación de Gellan había salvado a Sarvaj.
Ahora Niallad había muerto y los drenai estaban prácticamente vencidos.
Sarvaj no había derramado ni una lágrima por el rey, pues era un tonto… ¡Más que tonto!
—¿Otra vez se ha ido a dar uno de sus paseos? —preguntó una voz. Sarvaj alzó la vista. Jonat se sentó sobre la hierba, extendió el largo cuerpo huesudo y se echó atrás con la cabeza entre las manos.
—Tiene que pensar —dijo Sarvaj.
—Sí. Tiene que pensar cómo lograremos atravesar el territorio nadir. Estoy harto de Skultik.
—Todos estamos hartos de Skultik, pero no veo qué conseguiremos yendo hacia el norte. Puede que signifique tener que combatir a las tribus nadir en lugar de a los vagrianos.
—Al menos allí tendremos alguna oportunidad. Aquí no tenemos ninguna. —Jonat se rascó la rala barba negra—. Maldita sea, si nos hubieran escuchado el año pasado, no nos habríamos metido en este embrollo.
—Pero no lo hicieron —dijo Sarvaj en tono fatigado.
—¡Cortesanos apestosos! En cierta manera la Jauría nos ha hecho un favor matando a esos bastardos.
—Eso no se lo digas a Gellan, perdió muchos amigos en Skoda y Drenan.
—Todos hemos perdido amigos —replicó Jonat, irritado— y perderemos aún más. ¿Cuánto tiempo va a tenernos Egel enjaulados en este condenado bosque?
—No lo sé, Jonat. Gellan no lo sabe, y dudo que el mismo Egel lo sepa.
—Tenemos que ir hacia el norte, a través de Gulgothir, y dirigimos a los puertos orientales. No me importaría instalarme en Ventria. Siempre cálido, repleto de mujeres. Podríamos ofrecemos como mercenarios.
—Sí —dijo Sarvaj, demasiado hastiado para discutir. No conseguía entender por qué Gellan había ascendido a Jonat al mando de un Cuarto: era un insolente amargado.
Pero lo más exasperante era que tenía razón. Cuando el programa de milicias de Niallad se puso en práctica, los hombres de la Legión se opusieron enérgicamente. Todos los indicios señalaban que los vagrianos se disponían a invadir. Pero Niallad afirmaba que los vagrianos, a su vez, temían el ataque del ejército drenai, más poderoso, y que su decisión impulsaría una paz duradera y el desarrollo del comercio.