Jonat saludó, retrocedió hasta la puerta y la cerró al salir. A falta de un lugar mejor, Waylander se sentó en el suelo apoyado en la pared.
—Estaba equivocado —dijo Gellan—. Has cambiado.
—Todos cambiamos. Es parte del proceso de la muerte.
—Creo que ya sabes a qué me refiero.
—Dímelo tú, que eres quien manda en el fuerte.
—Te has vuelto muy frío, Dak. Hemos sido amigos. Hermanos. Sin embargo, allá fuera me has saludado como si fuera un simple conocido.
—¿Y?
—Dime qué te ha pasado.
—Si quisiera confesarme, buscaría un templo. Además, tienes problemas más importantes de los que ocuparte. Como por ejemplo, que un ejército está a punto de aniquilaros.
—Muy bien —dijo Gellan con tristeza—, dejaremos de lado nuestra amistad de antaño. Háblame de tu amigo. Tiene enormes poderes. ¿En qué consisten y de dónde los saca?
—Que me condenen si lo sé —contestó Waylander—. Es un sacerdote de la Fuente. Evité que lo torturaran y lo mataran, y desde entonces ha sido una carga para mí. Pero hasta hoy no había visto indicios de que tuviera poderes.
—Puede ser muy valioso para nosotros.
—Desde luego. ¿Por qué no hablas con él?
—Lo haré. ¿Vendrás a Skultik?
—Es probable. Si es que sobrevivimos.
—Sí, sobreviviremos. Si lo logras, no lleves la ballesta.
—Es una buena arma —dijo Waylander.
—Sí, y muy poco habitual. Todos los oficiales tienen órdenes de buscar a un hombre con un arma como ésa; se dice que mató al rey. —Waylander no respondió, y cuando sus ojos oscuros se cruzaron con los de Gellan desvió la mirada—. Y ahora vete, Dakeyras —añadió Gellan después de hacer un gesto de asentimiento—. Quiero hablar con tu amigo.
—Las cosas no siempre son lo que parecen —dijo Waylander.
—Prefiero no oírlo. Ahora vete.
En cuanto Waylander se marchó, se abrió la puerta y entró Dardalion. Gellan se puso de pie para recibirlo y le tendió la mano. El sacerdote se la estrechó. Gellan advirtió que el apretón era firme pero no fuerte.
—Siéntate —dijo Gellan ofreciéndole a Dardalion un sitio en la cama—. Háblame de la persona que te acompaña.
—¿Dakeyras o Danyal?
—Dakeyras.
—Me salvó… nos salvó a todos. Ha demostrado ser un amigo excelente.
—¿Siempre lo has conocido como Dakeyras?
—¿Por qué os interesa saberlo, señor?
—Así pues, ¿lo has conocido bajo otro nombre?
—Eso no puedo divulgarlo.
—Ya he hablado con las niñas —dijo Gellan.
—Entonces no hace falta que os lo corrobore.
—No. Yo conocía a Dakeyras, o pensaba que lo conocía. Un hombre de honor.
—Ha demostrado serlo en los últimos días —dijo Dardalion—. Es suficiente.
—Tal vez. —Gellan sonrió y asintió—. Háblame de ti y de los temibles poderes que hoy has exhibido.
—Es poco lo que puedo decir. Soy… era… sacerdote de la Fuente. Tengo ciertos poderes de traslación y comunicación.
—Pero ¿qué hizo que el enemigo huyera?
—El miedo —dijo Dardalion simplemente.
—¿A qué?
—El miedo, nada más. El miedo que yo sentía se introdujo en sus mentes.
—Haz que yo también tenga miedo.
—¿Para qué?
—Para entenderlo.
—Ahora no tengo miedo. No puedo emplear esa arma.
—¿Puedes decirme si volverá el enemigo?
—No creo que lo haga. Entre ellos hay un hombre llamado Ceoris que los presiona para que ataquen, pero están atemorizados. Con el tiempo los convencerá, pero en una hora habrán llegado vuestros refuerzos.
—¿Quién viene?
—Un hombre corpulento llamado Karnak y cuatrocientos jinetes.
—Muy buenas noticias, realmente. Resulta muy útil conocerte, Dardalion. ¿Cuáles son tus planes?
—¿Planes? No tengo planes. No he pensado…
—En Skultik tenemos sacerdotes, más de doscientos. Pero no querrán luchar como tú; si lo hicieran, la causa de los drenai ganaría mucho. Con tus poderes multiplicados por cien podríamos espantar varios ejércitos.
—Sí —dijo Dardalion con tono cansino—, pero ése no es el camino de la Fuente. La debilidad me ha convertido en lo que soy. Si fuera tan fuerte como mis hermanos sacerdotes, al igual que ellos, habría resistido tales abusos de poder. No puedo pedirles que se conviertan en lo que odian. El verdadero poder de la Fuente siempre ha residido en la ausencia de poder. ¿Lo entendéis?
—No estoy seguro de que pueda hacerlo.
—Es como si uno pusiera una lanza contra el pecho del adversario y la apartara. Si el contrincante nos mata sabrá que no es gracias a su fuerza sino porque uno lo ha querido así.
—Sin embargo, y continuando con tu analogía, habrías muerto, ¿no?
—La muerte no tiene importancia. Veréis, los sacerdotes de la Fuente creen que para que haya vida debe existir la armonía que crea el equilibrio. Por cada hombre que vive para robar y matar, tiene que haber otro que viva para dar y salvar. En mi templo lo llamaban «la marea del amor»; mi abad nos lo enseñaba a menudo. En una tienda, el comerciante me devuelve con el cambio más monedas de las que corresponden. Me guardo las monedas, encantado con mi suerte. Pero cuando me voy él advierte el error y se enfada consigo mismo y conmigo. Así que cuando entra otro cliente lo estafa para recuperar el dinero. Este último a su vez se da cuenta más tarde; también se enfada y quizás descarga su cólera sobre algún otro. Así avanza la marea, y cada oleada afecta a un mayor número de personas.
»La Fuente nos enseña a hacer sólo buenas acciones, a ser honrados y a vivir dando bien por mal, para hacer retroceder la marea.
—Muy noble —dijo Gellan—, pero poco práctico. Cuando el lobo ataca el redil, ¡no se lo espanta dándole ovejas para que se las coma! De todos modos, no es momento de debates teológicos. Y ya has demostrado a favor de quién están tus sentimientos.
—¿Puedo preguntaros algo, Dun Gellan?
—Por supuesto.
—Hoy he observado cómo luchabais; erais diferente a los demás. Os vi tranquilo y en paz. En medio de la matanza y del miedo, sólo vos permanecíais en calma. ¿Cómo lo conseguís?
—No tenía nada que perder —dijo Gellan.
—Podíais perder la vida.
—Ah, sí, la vida. ¿Hay algo más que quieras saber?
—No, pero si me disculpáis, permitidme decir algo: todos los niños están hechos para la alegría, y todas las personas son capaces de amar. Creéis que lo habéis perdido todo; sin embargo, hubo un tiempo, anterior al de vuestra dicha, en que vuestros hijos no existían y aún no habíais conocido a vuestra esposa. ¿No podría haber una mujer en alguna parte que llene de amor vuestra vida y os dé hijos que os devuelvan la alegría?
—Márchate, sacerdote —dijo Gellan con amabilidad.
Waylander volvió a la muralla y observó al enemigo. El líder había concluido su arenga y los hombres, sentados con expresión de abatimiento, tenían la vista clavada en el fuerte. Waylander se frotó los ojos. Sabía cómo se sentían. Por la mañana confiaban en su capacidad, se sentían arrogantes y orgullosos. En aquel momento estaban desmoralizados ante la evidencia de la derrota.
Sus pensamientos se hacían eco de esa desesperación. La semana anterior era Waylander el Destructor, seguro de su talento y libre de culpa.
Ahora se sentía más solo que nunca. Qué extraño que la soledad lo afectara justamente cuando estaba rodeado de personas, pensó. Mientras vivía en la montaña o en los bosques no había sentido jamás esa sensación. Su charla con Gellan lo había herido en lo más profundo y, como siempre, se había refugiado en la petulancia. De todos cuantos poblaban su memoria, Gellan era el único a quien recordaba con afecto.
Pero ¿qué podría haberle dicho? «Bien, Gellan, amigo mío, ya veo que te has quedado en el ejército. ¿Yo? Oh, me he convertido en un asesino. Mato a quien sea por dinero, he matado incluso a tu rey. Ha sido fácil; le disparé por la espalda mientras paseaba por el jardín.»
O quizá podría haberle mencionado el asesinato de su familia. ¿Habría comprendido Gellan su desesperación y cómo lo afectó? ¿Por qué habría de hacerlo? ¿No había perdido también él a su familia?
La culpa era del maldito sacerdote. Debería haberlo dejado atado al árbol. Tenía poderes: al tocar la ropa de los ladrones había sentido el mal a través de la tela. Waylander lo había convertido en un asesino al mancillar su pureza. Pero ¿era un poder de doble filo? ¿Había devuelto el sacerdote el impío regalo armando a Waylander de bondad? Waylander sonrió.
Un jinete vagriano se acercó al galope desde el norte y tiró de las riendas para detenerse ante el general. Al cabo de unos minutos los vagrianos montaron y se dirigieron hacia el este.
Waylander meneó la cabeza y aflojó las cuerdas de la ballesta. Los soldados drenai corrieron a las murallas para observar la marcha del enemigo y prorrumpieron en vítores. Waylander se sentó.
—¿Qué sucede? —preguntó Vanek, bostezando y desperezándose. Se sentó y volvió a bostezar.
—Los vagrianos se han ido.
—Qué bien. Dioses, estoy hambriento.
—¿Siempre te duermes en medio de la batalla?
—No lo sé, ésta es la primera vez que participo en una, a no ser que cuente cuando capturamos las carretas, que fue más bien una masacre. Te lo diré cuando haya participado en algunas más. ¿Te has acabado mi cantimplora?
Waylander le arrojó la cantimplora medio vacía, se puso de pie y se encaminó al Torreón. El cocinero había abierto un barril de manzanas; cogió dos y se las comió antes de subir a la torre por la escalera de caracol. Emergió a la luz de sol y vio que Danyal, asomada al muro, miraba fijamente al norte.
—Ya ha terminado —dijo Waylander—. Estás a salvo.
—Por ahora. —Danyal se volvió y sonrió.
—No se puede pedir más.
—Quédate y hablemos.
—No tengo nada que decir —dijo Waylander. Al mirarla, vio que el sol se reflejaba en el pelo de color rojo dorado.
—He temido por ti durante el enfrentamiento —dijo deprisa—. No quería que murieras. —Waylander ya estaba internándose en las sombras de la entrada. Se detuvo, dándole la espalda unos segundos, y se volvió.
—Lamento lo del niño —dijo en voz baja—. Pero la herida era muy grave y habría sufrido dolores terribles durante horas, quizá días.
—Lo sé.
—No me gusta matar niños. No sé por qué lo dije. No sirvo para hablar… ni para estar con otras personas. —Se acercó al muro y miró abajo. Los soldados enganchaban los bueyes a las carretas, preparándose para el largo trayecto hacia Skultik. Gellan estaba en el centro de la operación, flanqueado por Sarvaj y Jonat.
—He sido oficial —continuó—. He sido muchas cosas. Marido. Padre. Parecía tan en paz ahí tendido entre las flores. Como si estuviera dormido al sol. El día anterior le había enseñado a saltar obstáculos pequeños con el poni. Salí a cazar… quería venir conmigo. —Waylander bajó la mirada y la fijó en el empedrado gris—. Tenía siete años. Aun así, lo mataron. Eran diecinueve: renegados y desertores.
Sintió que ella le ponía las manos sobre los hombros; se volvió y se refugió en sus brazos. Danyal no había entendido casi nada de lo que decía, pero notaba la angustia tras las palabras. Waylander se sentó sobre el muro, la atrajo hacia él y pegó el rostro contra el de ella. Danyal sintió que las lágrimas de Waylander le mojaban las mejillas.
—Parecía tan lleno de paz…
—Como Culas —susurró Danyal.
—Sí. Los encontré a todos; me llevó años. Sus cabezas tenían precio; fui empleando cada una de las recompensas para Financiar la búsqueda del resto. Cuando atrapé al último, quise que supiera por qué iba a morir. Cuando le dije quién era yo, no recordaba los asesinatos. Murió sin saber por qué.
—¿Cómo te sentiste?
—Vacío. Perdido.
—¿Cómo te sientes ahora?
—No lo sé. Prefiero no pensar en ello.
Danyal alzó las manos y le rodeó la cara, volviéndola hacia la suya. Inclinó la cabeza y lo besó, primero en la mejilla y después en la boca. Dio un paso atrás y lo obligó a ponerse de pie.
—Dakeyras, nos has dado la vida a las niñas y a mí. Siempre te querremos por eso.
Antes de que él pudiera responder, se elevó otra aclamación desde las murallas de abajo.
Karnak había llegado con cuatrocientos jinetes
Gellan ordenó que retiraran las carretas de la brecha y Karnak entró en el fuerte con diez oficiales. Era enorme, tirando a gordo, y parecía mayor de los treinta y dos años que tenía. Desmontó al lado de Gellan y sonrió ampliamente.
—¡Dioses, sois fantásticos! —exclamó. Se volvió, se desabrochó la capa verde y la extendió sobre la montura—. Vosotros, acercaos —gritó—. Quiero ver a los héroes de Masin. Tú también, Vanek. ¡Y tú, Parak!
Los veinticinco supervivientes se aproximaron, sonriendo con timidez. Aunque muchos estaban heridos, se irguieron ufanos ante el carismático general.
—Dioses, ¡me enorgullezco de todos vosotros! Habéis ahuyentado a la flor y nata de los vagrianos. Y, por añadidura, os apoderasteis de provisiones suficientes para mantenernos un mes. Pero lo que es aún mejor, habéis demostrado de qué es capaz el coraje de los drenai. Vuestras hazañas iluminarán como una antorcha al pueblo drenai, y os prometo que esto no es más que el comienzo. Puede que estemos desanimados, pero no acabados; no mientras tengamos hombres como vosotros. El enemigo nos las pagará. Os doy mi palabra. Y ahora vámonos a Skultik; ya veréis lo que es una celebración. —Se acercó a Gellan, lo tomó del hombro con su brazo musculoso y le preguntó—: ¿Dónde está ese hechicero vuestro?
—En el Torreón, señor. ¿Cómo habéis sabido de él?
—Por eso estamos aquí. Anoche se puso en contacto con uno de nuestros sacerdotes y nos contó que estabais en un aprieto. Caramba, creo que esto podría cambiar las tornas a nuestro favor.
—Ojalá, señor.
—Lo has hecho de maravilla, Gellan.
—He perdido casi la mitad de mis hombres, señor. Tendría que haber abandonado las carretas hace dos días.
—¡Tonterías! Si no hubiéramos llegado a tiempo y os hubieran matado a todos, te daría la razón. Pero el riesgo ha valido la pena. He de ser franco: no me lo esperaba de ti. No es que dudara de tu coraje, pero eres muy cauto.
—Decís «cauto» como si fuera un insulto, señor.
—Tal vez. Pero estos tiempos desesperados en que vivimos exigen riesgos extraordinarios. No expulsaremos al enemigo a base de cautela.