—¿Los drenai pagarán todo lo que tienen para conseguir la Armadura? —preguntó Durmast.
—Sí.
—¿Los vagrianos pagarían más?
—Ya lo creo.
—¿Y lo vas a hacer por nada?
—Sí, con tu ayuda.
—¿Cuándo planeas marcharte?
—Mañana.
—¿Conoces el robledal, al norte?
—Sí.
—Nos encontraremos allí y saldremos por el paso de Delnoch.
—¿Y el dinero? —preguntó Waylander en voz baja.
—Seis mil, tal como has dicho, y quedamos en paz.
—Esperaba que pidieras más, teniendo en cuenta la magnitud de la empresa —dijo Waylander asintiendo pensativamente.
—La vida está llena de sorpresas, Waylander.
Después de que el Destructor se marchara, Durmast llamó al joven de rasgos afilados.
—¿Has oído eso? —preguntó.
—Sí. ¿Está loco?
—No, simplemente se ha reblandecido. A veces sucede, Sorak. Pero no lo subestimes. Es uno de los mejores guerreros que he conocido en mi vida; no resultará fácil liquidarlo.
—¿Por qué no lo matamos aunque sólo sea por el botín?
—Porque quiero la Armadura y el botín.
—Se acabó la amistad —dijo Sorak con una sonrisa irónica.
—Ya lo has oído. Los hombres como nosotros no tienen amigos.
Danyal llevó a las niñas a una escuela diminuta detrás del ayuntamiento, a cargo de tres sacerdotes de la Fuente. Allí se alojaban más de cuarenta niños, huérfanos de guerra. Habían albergado a otros trescientos en los hogares de los habitantes de Skarta. Krylla y Miriel parecían contentas de quedarse allí y agitaron alegremente la mano desde la zona de juegos mientras Danyal se alejaba caminando junto a un sacerdote de avanzada edad.
—Dime, hermana —pidió. Se habían detenido junto al portal de hierro forjado—. ¿Qué sabes de Dardalion?
—Es sacerdote, como vos.
—Pero un sacerdote que mata —dijo él, apenado.
—No puedo ayudaros. Hizo lo que creía necesario para salvar vidas; no hay mal en él.
—El mal está en todos nosotros, hermana, y lo que distingue a un hombre es la manera en que desafía el mal que lleva dentro. Nuestros jóvenes hablan mucho de Dardalion; me temo que puede constituir una amenaza tremenda para la Orden.
—O puede que ayude a salvarla —aventuró ella.
—Si necesitamos que los hombres nos salven, nuestras creencias no tienen sentido. Pues si en última instancia el hombre es más poderoso que dios, ¿qué necesidad hay de adorar a la divinidad? Pero no quiero agobiarte con nuestros problemas. Que la Fuente te bendiga, hermana.
Danyal se marchó y se puso a deambular por las calles de muros blancos. Tenía el vestido sucio y andrajoso; se sentía como una mendiga bajo el escrutinio de los lugareños. Un hombre bajo y gordo se le aproximó y le ofreció dinero; lo ahuyentó con una mirada colérica.
—¿Acabas de llegar? —le preguntó una mujer, tocándole el brazo al pasar.
—Sí.
—¿En tu grupo venía alguien llamado Vanek?
—Sí, un soldado que cojea.
La mujer pareció aliviada. Era regordeta; en otros tiempos habría sido bonita, pero ahora tenía la cara arrugada, y como había perdido varios dientes del lado derecho de la cara, ésta tenía un aspecto asimétrico.
—Me llamo Tacia. Si quieres, puedes venir a la casa de baños que hay al lado de mi casa.
La casa de baños estaba desierta y el baño principal, sin agua; pero quedaban varias bañeras en las salas laterales. Tacia ayudó a Danyal a llenar una bañera de cobre con cubos de agua que sacaron de un pozo de la parte trasera de la casa. Tacia se sentó; Danyal se quitó la ropa y se metió en el agua fría.
—Desde que el concejal se marchó —dijo Tacia— ya no calientan el agua. Era el dueño de los baños; se fue a Drenan.
—Así está muy bien —dijo Danyal—. ¿Habrá un poco de jabón?
Tacia salió y volvió al cabo de unos minutos trayendo jabón, toallas, una falda y una túnica corta.
—Te quedará demasiado grande, pero puedo arreglarla en un momento.
—¿Eres la mujer de Vanek?
—Lo era. Ahora vive con una chica del barrio sur.
—Lo siento.
—Nunca te cases con un soldado, ¿no es eso lo que dicen? Los niños lo echan de menos; se le dan muy bien.
—¿Estuvisteis casados mucho tiempo?
—Doce años.
—Quizá volváis a estar juntos —dijo Danyal.
—Quizá, ¡si me crecieran los dientes de nuevo y se me borraran los años de la cara! ¿Tienes dónde alojarte?
—No.
—Si quieres compartir mi casa, serás bienvenida. No es gran cosa, pero es cómoda, siempre que no te importen los niños.
—Gracias, Tacia, pero no estoy segura de que vaya a quedarme en Skarta.
—¿A qué otro sitio se puede ir? He oído decir que Purdol está a punto de caer, a pesar de las promesas de Karnak y Egel. Deben de pensar que somos tontos. Nadie podrá resistir mucho tiempo a los vagrianos… fíjate qué rápidamente han conquistado el país.
Danyal no dijo nada; sabía que no tenía un antídoto para la desesperación de la mujer.
—¿Estás con algún hombre? —preguntó Tacia. Danyal pensó al instante en Waylander. Hizo un gesto de negación—. Tienes suerte —siguió la mujer—. Las mujeres nos enamoramos de los hombres, y ellos, de una piel suave y unos ojos brillantes. ¿Sabes?, yo lo quería de verdad. No me habría importado que durmiera con ella de vez en cuando. Pero ¿por qué tenía que dejarme?
—Lo siento. No sé qué decir.
—No. Lo sabrás algún día, cuando ese bonito pelo tuyo se llene de canas y la piel se te ponga áspera. Ojalá fuera joven de nuevo. Ojalá tuviera el pelo rojo y no supiera qué contestarle a una vieja.
—No eres vieja.
—Cuando estés lista —dijo Tacia, poniéndose de pie y extendiendo la ropa sobre la silla—, ven a la puerta de al lado. He preparado algo de cenar. Me temo que sólo verduras, pero todavía nos quedan algunas especias para sazonarlas.
Danyal la observó marcharse, se enjabonó el pelo y se frotó el cuerpo para quitarse la suciedad y la grasa. Finalmente se puso de pie y se secó ante un espejo de bronce al otro extremo de la estancia.
Por alguna razón la visión de su belleza no consiguió animarla como otras veces.
Dardalion se encaminó a las afueras de la ciudad. Cruzó un puente curvo de piedra que pasaba sobre un arroyuelo. Allí los árboles eran más delgados: olmos y abedules, esbeltos y gráciles en comparación con los robles gigantescos del bosque. La vegetación florecía junto a la orilla, y las campanillas parecían flotar sobre el suelo como una niebla de zafiro.
«Aquí se respira tranquilidad —pensó Dardalion—. Armonía.»
Las tiendas de los sacerdotes estaban distribuidas en un prado formando un círculo perfecto. En las inmediaciones había un cementerio nuevo con túmulos alfombrados de flores.
Incómodo dentro de la armadura, Dardalion se adentró en el prado y vio que los ojos de los sacerdotes se volvían hacia él. Una mezcla de sentimientos lo golpeó con fuerza: angustia, dolor, decepción, júbilo, orgullo, desesperación… Los absorbió al tiempo que absorbía las imágenes mentales de los que proyectaban esas emociones, y respondió con un amor cargado de pena.
Cuando se aproximó, los sacerdotes lo rodearon en silencio, abriéndole el paso a la tienda que estaba en el centro del círculo. Avanzó hacia allí; un hombre entrado en años salió de la tienda y le hizo una profunda reverencia. Dardalion se puso de rodillas ante el abad e inclinó la cabeza.
—Bienvenido, hermano Dardalion —dijo el anciano con afabilidad.
—Gracias, padre abad.
—Por favor, ¿podrías quitarte el atuendo bélico y reunirte con tus hermanos?
—Lamento tener que negarme.
—Entonces ya no eres sacerdote y no debes arrodillarte ante mí. Ponte de pie como un hombre libre de sus votos.
—No deseo liberarme de mis votos.
—El águila no tira del arado, Dardalion, y la Fuente no acepta héroes a medias.
El anciano se inclinó y lo obligó suavemente a ponerse de pie. El joven sacerdote guerrero lo miró a los ojos en busca de una cólera justificada, pero sólo halló tristeza. El abad era muy viejo; el peso de la vida le había surcado el rostro de arrugas. Sin embargo, tenía los ojos brillantes, vivaces y cargados de inteligencia.
—No deseo liberarme. Quiero dirigirme a la Fuente por un camino distinto.
—Todos los caminos conducen a la Fuente, ya sea para gozar o para ser juzgados.
—No juguéis a los acertijos conmigo, padre abad. No soy ningún niño. Pero he visto cómo el mal triunfa en todo el país y no pienso quedarme de brazos cruzados.
—¿Quién determina dónde reside el triunfo? ¿Qué es la vida sino una búsqueda de dios? ¿Un campo de batalla, una letrina, un paraíso? Veo el dolor al igual que tú y me entristece. Donde encuentro dolor llevo consuelo, y donde encuentro pesar llevo promesas de gozo futuro. Existo para curar heridas, Dardalion. La victoria no está en la espada.
Dardalion se irguió y echó un vistazo a su alrededor, sintiendo el peso de las preguntas no formuladas. Todos los ojos estaban puestos sobre él; suspiró y cerró los suyos, rezando en busca de consejo. Pero su plegaria no obtuvo respuesta, y la carga que lo abrumaba no se alivió.
—He traído a dos niñas a Skarta, brillantes, vivaces, de dotes extraordinarias. He visto morir a hombres malvados, y sé que gracias a su muerte otros inocentes conocerán la vida. Y he orado constantemente por mi camino, mis actos y mi futuro. En mi opinión, padre abad, la Fuente requiere que el mundo esté en equilibrio. Cazadores y cazados. Los lobos atrapan al ternero más débil del rebaño. De ese modo la raza se conserva fuerte. Pero si hay demasiados lobos, acaban con el rebaño; y los cazadores tienen que perseguirlos, y atrapan a los más débiles y viejos.
»¿Cuántos ejemplos hacen falta para demostrar que la Fuente es un dios equitativo? ¿Por qué crear el águila y el lobo, el saltamontes y el escorpión? Constantemente se recupera el equilibrio. Sin embargo, cuando vemos el mal de la Hermandad en acción y a los adoradores del Caos mancillando el país, nos quedamos sentados en la tienda especulando sobre los misterios de las estrellas. ¿Dónde está el equilibrio entonces, padre abad?
»Nos proponemos enseñarle al mundo que debe adoptar nuestros valores. Pero si todos adoptaran el celibato, ¿adonde iría a parar el mundo? La humanidad desaparecería.
—Y no habría más guerras —dijo el abad—. Ni codicia, ni lujuria, ni tristeza…
—Cierto, pero tampoco amor, alegría ni satisfacción.
—¿Te sentías satisfecho siendo sacerdote?
—Sí. Extraordinariamente.
—¿Y no demuestra eso dónde reside el error de tu argumento?
—No; más bien revela el egoísmo de mi alma. Nos esforzamos por ser altruistas, pues ansiamos la bendición de la Fuente. Pero no es el altruismo ni el amor lo que nos guía, sino el interés. No difundimos un mensaje de amor por amor, sino por nuestro futuro como sacerdotes de la Fuente. ¿Decís que ofrecéis alivio a los que sufren? ¿Cómo? ¿Cómo podéis comprender su dolor? Somos unos hombres cerebrales que vivimos al margen del mundo real. Incluso nuestra muerte es una desgracia moral, pues la recibimos como un billete al paraíso. ¿Dónde está el sacrificio? El enemigo nos trae lo que deseamos; aceptamos la muerte como un regalo. Un regalo del Caos, una ofrenda del mismo Diablo, sucia, sangrienta, vil.
—Hablas como alguien mancillado por el Caos. Todo lo que dices es verosímil; ésa es la fuerza del Espíritu del Caos. Por eso se lo llamó Estrella Matutina y ahora Príncipe de la Mentira. Los crédulos devoran sus promesas mientras él los devora a ellos. He mirado en tu interior, Dardalion, y no albergas el mal. Pero tu pureza ha sido tu ruina, pues te permitiste ir en compañía del asesino Waylander. Confiaste demasiado en tu pureza y el mal de ese hombre te venció.
—No creo que sea malo —dijo Dardalion—. Amoral y cruel, tal vez, pero no malo. De todos modos, tenéis razón cuando decís que me ha afectado. Pero la pureza no es una capa que una tormenta pueda manchar. Simplemente ha hecho que me cuestionara ciertos valores que daba por sentados.
—¡Tonterías! —replicó irritado el abad—. Te alimentó con su sangre y, por lo tanto, con su alma. Y te fundiste con él, aunque ahora luche contra la mancha que supones para su maldad. Estáis unidos como gemelos simbióticos, Dardalion. El se esfuerza por practicar el bien, en tanto que tú te esfuerzas por hacer el mal. ¿No lo ves? Si te escuchamos, la Orden estará acabada; a nuestra disciplina se la llevará el viento del desierto. Lo que pides demuestra tu egoísmo, pues lo que buscas entre los sacerdotes de la Fuente es seguridad. Si te aceptamos, tus dudas se calmarán. No te aceptaremos.
—Habláis de egoísmo, padre abad. Permitidme que os haga una pregunta, entonces: si nuestra vida de sacerdotes nos enseña a abjurar del egoísmo, ¿por qué permitimos que la Hermandad nos mate? Si la generosidad significa renunciar a lo que deseamos para ayudar a los demás, la lucha contra la Hermandad será una muestra de ello. No queremos combatir, queremos morir; por lo tanto, cuando combatimos dejamos de lado el egoísmo y ayudamos a inocentes que de otro modo morirían.
—Vete, Dardalion, estás tan contaminado que no puedes escuchar mi humilde consejo.
—Me enfrentaré a ellos yo solo —dijo Dardalion haciendo una reverencia envarada.
Dio media vuelta y los sacerdotes retrocedieron para abrirle paso. Avanzó sin girar la cabeza para no verles la cara, con la mente cerrada a sus emociones.
Se alejó del grupo, cruzó el puente de piedra e hizo una pausa para contemplar la corriente. Ya no se sentía incómodo en la armadura y el peso de su alma había desaparecido. Un sonido de pasos hizo que se volviera, y vio que un grupo de sacerdotes, todos jóvenes, cruzaban el puente.
—Queremos hablar contigo, hermano —dijo el primero en llegar, un hombre bajo y corpulento, de brillantes ojos azules y cabello rubio corto. Dardalion asintió. Formaron un semicírculo a su alrededor y se sentaron sobre la hierba—. Me llamo Astila —prosiguió el sacerdote rubio—; mis hermanos y yo te esperábamos. ¿Tienes inconveniente en que nos fundamos contigo?
—¿Con qué propósito?
—Queremos saber más de tu vida y del cambio que has experimentado. Lo comprenderemos mejor si compartimos tus recuerdos.
—¿Y si se contamina vuestra pureza?
—Si se diera el caso, podremos combatirlo; somos bastantes.
—Entonces acepto.