Más calmado, volvió a la cama. Y se quedó dormido.
Se encontró sobre una montaña oscura, bajo estrellas desconocidas, con la mente aturdida y confusa. Ante él había un viejo con vestiduras marrones harapientas.
—Bienvenido, general. —Hablaba con los ojos cerrados—. ¿Buscáis la Armadura?
—¿Armadura? —preguntó Kaem—. ¿Qué Armadura?
—La Armadura de Bronce. La Armadura de Orien.
—La ha escondido —dijo Kaem—. Nadie sabe dónde.
—Yo lo sé.
Kaem se sentó frente al viejo. Al igual que todos los estudiosos de la historia moderna, había oído hablar de la Armadura. Algunos afirmaban que tenía propiedades mágicas que garantizaban la victoria a su poseedor, pero ésos eran o bien unos simples, o bien poetas de sagas.
Kaem había estudiado detenidamente el proceso bélico y sabía que Orien no era más que un maestro de la estrategia. Sin embargo, la Armadura era un símbolo, un símbolo con mucha fuerza.
—¿Dónde está? —preguntó.
—¿Hasta qué punto la deseáis? —El viejo no abrió los ojos.
—Me gustaría tenerla, pero no tiene demasiada importancia.
—¿Cómo definís la importancia?
—Venceré con o sin ella.
—¿Tan seguro estáis, general? Purdol resiste, y Egel tiene un contingente en Skultik.
—Purdol es mía. Puede que me lleve un mes, pero caerá. Y Egel está atrapado; no puede hacerme ningún daño.
—Podría si tuviera la Armadura.
—¿Cómo? ¿Es mágica, entonces?
—No, es sólo un trozo de metal. Pero es un símbolo, y los drenai se apiñarán junto al hombre que la use. Hasta vuestros soldados conocen sus supuestas propiedades, y su moral se resentirá. Sabéis que es verdad.
—De acuerdo —dijo Kaem—. Reconozco que puede perjudicarme. ¿Dónde está?
—En territorio nadir.
—Eso cubre un área muy extensa, viejo.
—Está escondida en el corazón de las montañas de la Luna.
—¿Por qué me lo cuentas? ¿Quién eres?
—Soy un soñador dentro de un sueño, tu sueño, Kaem. Lo que digo es cierto, y tus esperanzas residen en cómo lo interpretes.
—¿Cómo encontraré la Armadura?
—Sigue al hombre que la busca.
—¿Quién es?
—¿A quién temes más en el mundo de la carne?
—¿Waylander?
—El mismo.
—¿Para qué querría él la Armadura? Esta guerra no le interesa.
—Mató al rey por encargo tuyo, Kaem. Y aun así lo persigues. Los drenai lo matarían si lo supieran, y los vagrianos lo matarán si lo encuentran. Quizá quiera regatear.
—¿Cómo conoce el paradero de la Armadura?
—Yo se lo he dicho.
—¿Por qué? ¿Qué clase de juego es éste?
—Un juego mortal, Kaem.
Los ojos del viejo se abrieron. Kaem, rodeado de relampagueantes lenguas de fuego, lanzó un grito.
Y se despertó.
Durante tres noches los sueños de Kaem se vieron acosados por visiones de armaduras de bronce y de dos espadas fabulosas. En una ocasión vio que la Armadura flotaba sobre el bosque de Skultik, brillando como un segundo sol. Después caía muy despacio sobre los árboles, bañando con su luz las fuerzas de Egel. El contingente se engrosaba a medida que los árboles se convertían en hombres, en un ejército vasto e invencible.
La noche siguiente vio que Waylander aparecía entre los árboles portando una de esas espadas terribles, y se dio cuenta de que él era la presa del asesino. Salió corriendo, pero sus piernas eran débiles y pesadas, y observó espantado cómo Waylander lo descuartizaba lentamente.
La tercera noche se vio enfundado en la Armadura de Orien, subiendo por las escalinatas de mármol que conducían al trono de Vagria. Los vítores de la multitud y la mirada de adoración de sus nuevos súbditos lo llenaron de gozo.
La mañana del cuarto día, mientras escuchaba los informes de sus generales, advirtió que su mente divagaba.
Se obligó a concentrarse en la serie aparentemente interminable de pequeños problemas que afectan a un ejército en guerra. Las provisiones que venían del oeste llegaban con lentitud, ya que las carretas escaseaban más de lo previsto; se estaban construyendo más. Habían tenido que matar seiscientos caballos cerca de Drenan después de que encontraran a unos cuantos escupiendo sangre; se creía que la enfermedad estaba controlada. Se habían castigado con severidad ciertas infracciones de la disciplina entre los hombres, pero era necesario recordarles que las raciones escaseaban.
—¿Y qué hay de los lentrianos? —preguntó Kaem.
—Rechazaron nuestro primer ataque, mi señor. —Xertes, un joven oficial lejanamente emparentado con el emperador, dio un paso adelante—. Pero ya los hemos obligado a retroceder.
—Me aseguraste que con diez mil hombres podrías tomar Lentria en una semana.
—A los hombres les faltaba coraje —dijo Xertes.
—Ese no ha sido jamás el punto débil de los vagrianos. Lo que les faltó fue un buen liderazgo.
—No por lo que a mí respecta —replicó Xertes furioso—. Le ordené a Misalas que tomara la elevación en el flanco derecho para que yo pudiera introducir una cuña en el centro. Pero falló; no fue culpa mía.
—Misalas dispone de caballería ligera: petos de cuero y sables. El flanco derecho del enemigo estaba atrincherado, y la colina, cubierta de árboles. ¿Cómo, en nombre del Espíritu, podías esperar que la caballería ligera tomara esa posición? Los arqueros los destrozaron.
—¡No permitiré que se me humille de esta forma! —gritó Xertes—. Escribiré a mi tío.
—La noble cuna no te exime de asumir tu responsabilidad —sentenció Kaem—. Has hecho muchas promesas y no has cumplido ninguna. ¿Obligados a retroceder, dices? Tengo entendido que los lentrianos te asestaron un buen revés y que luego volvieron a sus posiciones dispuestos a infligirte otro. Te dije que entraras en Lentria a toda velocidad para no darles tiempo de atrincherarse. Pero ¿tú qué hiciste? Acampaste en sus fronteras y enviaste a tus exploradores a examinar el terreno, de modo que hasta un ciego habría visto dónde planeabas atacar. Me has costado dos mil hombres.
—¡No es justo!
—¡Silencio, gusano! Quedas expulsado del servicio. ¡Vete a casa, chico!
El color se desvaneció en el rostro de Xertes, que acercó la mano a la daga ornamentada.
Kaem sonrió…
Xertes se quedó helado, hizo una breve reverencia y salió, marchando con paso rígido.
—Expulsado —dijo Kaem mirando al grupo que lo rodeaba: diez oficiales en posición de firmes; ni una mirada se cruzó con la suya.
Después de que se marcharan, hizo pasar a Dalnor.
—Xertes se va a casa —dijo al joven oficial, ofreciéndole una silla.
—Eso he oído, mi señor.
—Es un viaje peligroso… pueden pasarle muchas cosas.
—Ya lo creo, mi señor.
—¿Por ejemplo Waylander, el asesino?
—Sí, mi señor.
—El emperador se quedaría consternado si alguien como él asesinara a un vagriano de sangre real.
—Desde luego, mi señor. Emplearía todos sus recursos para que le siguieran la pista y lo mataran.
—Así pues, debemos aseguramos de que nada desagradable le suceda al joven Xertes. Encárgate de que lleve escolta.
—Lo haré, mi señor.
—Dalnor…
—Sí, mi señor.
—Waylander usa una pequeña ballesta con saetas de hierro negro.
El viejo fuerte sólo tenía tres murallas en buenas condiciones, de veinte pies de altura cada una; los lugareños habían desmantelado parcialmente la cuarta y habían usado las piedras para construir cimientos. Ahora la aldea estaba desierta y el fuerte se erguía sobre sus restos como un guardia tullido. El Torreón, tal como lo llamaban, era húmedo y frío. Parte del techo había caído en años anteriores y, a juzgar por ciertos indicios, la cámara central se había usado como establo; el hedor persistía mucho después de que se hubiera trasladado a los animales.
Gellan ordenó que colocaran las carretas contra la cuarta muralla desprotegida, formando una especie de barrera contra el ataque vagriano. La lluvia, que caía con fuerza, azotaba la piedra de las antiguas almenas y le confería un brillo marmóreo.
Los relámpagos restallaban en el cielo nocturno y al este retumbó un trueno. Gellan se arrebujó en su capa y miró hacia el norte. Sarvaj trepó a las almenas por los decrépitos escalones y se acercó al oficial.
—Espero que tengas razón —le dijo. Gellan no respondió; estaba al borde de la desesperación.
El primer día estaba convencido de que los vagrianos los encontrarían. El segundo sus preocupaciones se habían acrecentado. El tercero se había permitido albergar esperanzas de que entrarían en Skultik al son de una fanfarria triunfal.
Entonces los atacó la lluvia, hundiendo las carretas en un mar de barro. En aquel momento debería haber destruido las provisiones y escapado al bosque, ahora lo sabía. Pero había vacilado demasiado tiempo, y los vagrianos los habían rodeado.
Tal como señaló Jonat, habrían tenido tiempo de salir huyendo, pero Gellan estaba obsesionado con llevar las provisiones a Egel.
En la esperanza de que no fueran más de doscientos los vagrianos a los que deberían enfrentarse, había dirigido la caravana hacia el oeste, en dirección al fuerte en ruinas de Masin. Cincuenta hombres podrían defender el fuerte contra una fuerza de doscientos hombres quizá durante tres días. Mientras tanto había despachado a tres jinetes a Skultik en busca de ayuda urgente.
Pero, como era de esperar, la suerte no sonrió a Gellan. Los exploradores le informaron de que se enfrentaban a una fuerza de quinientos hombres. Todas las previsiones indicaban que los aplastarían al primer asalto.
Había enviado a los exploradores con Egel, y en el fuerte nadie sabía lo numeroso que era el enemigo. Gellan se sentía como un traidor por no haber informado a Sarvaj, pero la moral era, en el mejor de los casos, una criatura a la que había que tratar con delicadeza.
—Podríamos resistir aunque contaran con más hombres de los que pensamos —dijo Gellan por fin.
—La muralla occidental está muy deteriorada —dijo Sarvaj—. Hasta un niño enfadado la podría derribar. Las carretas no son una gran barrera que digamos.
—Será suficiente.
—Entonces, ¿crees que serán unos doscientos?
—Puede que trescientos —admitió Gellan.
—Espero que no.
—Recuerda el manual, Sarvaj: «Una buena fortificación puede resistir una fuerza diez veces superior a la de los defensores…» —citó.
—No me gusta discutir con un superior, pero ¿no ponía en el manual «cinco veces»?
—Lo comprobaremos cuando lleguemos a Skultik.
—Jonat sigue quejándose. Pero los hombres se alegran de estar a cubierto; han encendido el fuego en el Torreón. ¿Por qué no entras un rato?
—¿Te preocupan mis viejos huesos?
—Creo que deberías descansar. Puede que mañana las cosas se pongan difíciles.
—Sí, tienes razón. Mantén alerta a los centinelas, Sarvaj.
—Haré todo lo posible.
—Hay más de quinientos vagrianos —dijo Gellan volviéndose al llegar a las escaleras.
—Me lo imaginaba —dijo Sarvaj—. Intenta dormir un poco. Y cuidado con los escalones. ¡Me pongo a rezar cada vez que subo!
Gellan bajó por la escalera y atravesó el patio empedrado en dirección al Torreón. El óxido había destruido los goznes de las puertas, pero los soldados las habían encajado con unas cuñas. Gellan se coló por la rendija y se acercó al enorme hogar. El fuego se agradecía; se calentó las manos frente a las llamas. Los hombres se quedaron en silencio cuando entró. Uno de ellos, Vanek, se aproximó a él.
—Hemos encendido un fuego para vos, señor. En la sala oriental. Hay un jergón por si queréis dormir un poco.
—Gracias, Vanek. Jonat, ¿puedes venir un momento?
Jonat, alto y huesudo, se incorporó y siguió al oficial. Adivinó que Sarvaj había vuelto a quejarse de él y empezó a preparar sus argumentos. Una vez dentro de la salita, Gellan se quitó la capa y el peto y se quedó de pie frente al fuego chisporroteante.
—¿Sabes por qué te he ascendido? —preguntó Gellan.
—¿Porque creíais que podría hacerlo bien? —aventuró Jonat.
—Más que eso. Lo sabía. Confío en ti, Jonat.
—Gracias, señor —dijo Jonat, inquieto.
—Así que permíteme decirte, y quiero que te lo reserves para ti por esta noche, que hay al menos quinientos vagrianos dispuestos a asediarnos.
—Es imposible que podamos resistir.
—Espero que lo hagamos, pues Egel necesita las provisiones. Sólo hemos de aguantar tres días. Quiero que defiendas la muralla occidental. Coge veinte hombres, los mejores arqueros, los espadachines más experimentados, ¡pero defiéndela!
—Deberíamos haber dejado todo y huido; todavía estamos a tiempo.
—Egel tiene cuatro mil hombres y andan escasos de pertrechos, comida y medicinas; el pueblo de Skarta está pasando hambre para aprovisionarlos. Pero no pueden seguir así. Esta noche he revisado las carretas. Ya sabes que hay más de veinte mil lanzas, arcos, espadas y picas; también cecina, frutos secos y más de cien mil piezas de plata.
—Cien mil… ¡era su paga!
—Exacto. Y con eso Egel puede establecer relaciones comerciales incluso con los nadir.
—No me extraña que hayan enviado a quinientos hombres para recobrarlas. Me sorprende que no sean un millar.
—Les haremos desear que hubiera sido así —dijo Gellan—. ¿Puedes defender la muralla oriental con veinte hombres?
—Puedo intentarlo.
—Es todo lo que pido.
Después de que Jonat se fuera, Gellan se acostó en el jergón. Olía a polvo y decadencia, pero para él era mejor que una cama con dosel de seda.
Se durmió dos horas antes del amanecer. Su último pensamiento mientras estaba despierto fue sobre los niños, el día que los había llevado a jugar a la montaña.
Si hubiera sabido que era su último día juntos, habría hecho las cosas de manera tan diferente… Los habría estrechado entre sus brazos y les habría dicho que los quería.
Durante la noche la tormenta había cesado; el cielo del amanecer estaba despejado y lucía un brillante azul primaveral. A Gellan lo despertaron poco después de que se avistaran jinetes al este. Se vistió rápidamente, se afeitó y se encaminó a la muralla.
A lo lejos se veían dos caballos muy cargados que avanzaban con lentitud. Cuando se aproximaron, Gellan vio que en uno iban un hombre y una mujer, mientras que el otro transportaba a un hombre y dos niñas.