Volverás a Región (14 page)

Read Volverás a Región Online

Authors: Juan Benet

BOOK: Volverás a Región
3.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tenía la sensación de que apenas le escuchaba. En varias ocasiones había intercalado, como los errores y supresiones que se disimulan en un dibujo para dar lugar a un juego de adivinanzas, ciertas insinuaciones y veladoras con las que esperó despertar su interés y estimular su curiosidad. Nada le preguntó; rodeada de sombras su cara —y su silueta— parecía haberse fundido con la pared que en la oscuridad aún guardaba cierta coloración purpúrea de las últimas luces de la tarde, de la misma tonalidad que las hojas marchitas de los chopos que cubrían el antepecho de la ventana. La había invitado reiteradamente a sentarse pero hasta entonces había permanecido de pie, inmóvil y atenta: El Doctor no sabía a qué esperaba; no le había dicho todavía —aunque imaginaba que a la postre se trataría de algo de eso— que pensaba seguir su viaje hacia la montaña y aunque estaba seguro de que, en tal caso, debía disuadirla, no sabía muy bien por qué. Trató de saber si su cara le había sido conocida, pero no lo logró no sin obligar —deforma recurrente— a insistir a la memoria sobre el momento en que le había abierto la puerta, para averiguar si se había producido una clase de reconocimiento.

«A veces he llegado a pensar que la familia es un organismo con entidad propia, que trasciende a la suma de las criaturas que la forman. Es la verdadera trampa de la razón: un animal rapaz, que vive en un nivel diferente al del hombre y que constituido por una miríada de impulsos fraccionarios, de microseres sin otra forma que una voluntad incipiente, un apetito voraz y un instinto automático para aunar sus fuerzas en torno al sacrificio del hombre, prevalece gracias a su condescendencia, a un deseo de tranquilidad que —aunque él lo niegue— está aparejado con su falta de dotes para la lucha; una de esas colonias de animales pelágicos —como el banco de arenques que se une alrededor de un cetáceo que les alimenta con sus excrementos y al que (actuando de pilotos) terminan por dirigirle hacia las zonas de plancton que ellos no prueban— desprovistas de razón de ser hasta el día en que logran aglomerarse en torno al individuo, carente de instinto predatorio y maniatado, esclavizado y sojuzgado por una razón que ya no puede evolucionar; todavía en mi juventud se daba por buena una teoría —quién sabe si nacida del horror a toda forma de respeto social— que en la liquidación de la familia veía la emancipación de un instinto anquilosado y amordazado por una razón astuta que se interroga siempre sobre el objeto de su entusiasmo (y en eso estimo su diferencia con la pasión) y que sólo en muy contadas ocasiones se atreve a utilizar su saber, haciendo caso omiso de sus propósitos y sus intenciones. No sé si resultó ser otra impostura, un nuevo despropósito, un nuevo cimbel dispuesto por la sociedad para distraer al individuo de su afán original, la pasión. Como quiera que fuera ese precario instinto —que no se conjuga tan fácilmente con el anhelo suicida deslumbrado por su satisfacción— también resultó fallido, porque incluso ante el cimbel erró la puntería: por eso a veces me represento a la razón como la trampa adonde el hombre ha ido a caer, perseguido por toda una turba de pasiones inestables cada una de las cuales ha requerido una amputación. Mejor dicho, este mundo no es una trampa, sino un escondrijo (en cierto modo gratuito y frívolo, muy propio del
dilettante
que carece de energías y motivos para abordar una actividad seria) que ese hombre. se ha fabricado para ocultarse a su propio demonio. Incluso el humor procede de ahí, de la actitud de quien; quieto y oculto, ve cómo los demás corren frenéticos en pos del agujero que él ocupa. Sólo que esa existencia en el escondrijo de la razón... llega a cansar, pronto se añoran aquellas carreras descabelladas, aquel no tener necesidad de lucidez tanto como de piernas, de aliento, de miedo, sí, de miedo. ¡La nostalgia del miedo! Hasta su propia razón se debilita, en la humedad de ese agujero: un día, mientras languidece prisionero de su propia protección, para superar su aflicción se deja arrastrar por el terreno de las confesiones. Ya está perdido; luego, con el pretexto del cariño, de la comprensión, de la compañía empieza a ser devorado por un cierto número de criaturas que lo consideran cosa propia. Ya no será nunca más un individuo, un hombre dueño de sus actos tanto como de un instante, un reducto de libertad. No sólo le exigirán la entrega total, la primacía de los deberes para con ellos, sino que considerarán ultrajante, vejatorio y punible aquel gesto —el más fútil e inocente— mediante el cual pretende reservarse un pedazo de su vida para sí mismo. ¡Eso sí que no! Lo que no comprendo es cómo hasta ahora no ha sido capaz de redactar un código que esté de acuerdo con sus deseos, que se preocupe de defender su naturaleza más íntima. En contraste, no conoce la fatiga para redactar las leyes de protección a su más encarnizado enemigo, la familia, la sociedad. Y sin duda porque los códigos son redactados por la razón, un aparato al que apenas le interesa lo que el hombre es y desea. Yo me pregunto: si el hombre además de tener razón contara con un caparazón calcáreo, con cuatro pares de patas articuladas y una capacidad de reproducción de sesenta huevos por puesta, quizá el código no dejara de ser el mismo, una serie de principios de forma elaborados con abstracción de la naturaleza; no una regla de convivencia sino un estímulo a la sociabilidad, para enajenar y atrofiar ese inagotable afán de soledad y emancipación y libertad que constituye el tronco de su especie. Porque el hombre no es un monumento al amor sino al desprecio al otro, el que lo quiera olvidar se confunde. En la generación de mi padre se hablaba ya de la comunidad humana e, incluso, de la “gran familia”. ¡Qué bien lo estamos pagando, qué caro nos va a costar! Una gran familia, sí; pobre de recursos pero atiborrada de principios; todos se deberán a todos y nadie se tendrá a sí mismo. Los pocos hombres que nacieron en esta tierra y pretendieron luchar contra esa corriente —porque eran demasiado ingenuos para renunciar a su amor propio o porque, demasiado rudos, vieron con desprecio o compasión cómo una doctrina de amor no buscaba más que la degradación de la grey— fueron buscados, acorralados y aniquilados como animales dañinos.»

Acomodado en el viejo sillón de cuero negro, tan gastado que dejaba asomar los muelles a través de los agujeros y una segunda piel de color tabaco, se le veía un tanto inquieto. La primavera anterior, con los días más largos y el aroma de almidón de los castaños en floración, con los chillidos de los vencejos que, embriagados de velocidad, giraban en torno a las chimeneas de la casa y los olmos de la carretera, había vuelto a percibir ciertos síntomas que le procuraban un profundo y permanente malestar. No podía decir con certeza de qué se trataba, unas voces vespertinas, un zumbido nocturno y mañanero que sólo al mediodía se silenciaba, unas luces esporádicas en la silueta sombría de los montes, unos bandos de pájaros que no esperaban a octubre para dirigirse hacia el sur y muchos montones de papeles que el viento traía apelotonados, subiendo por la carretera: hojas de periódicos envueltas en un gran rollo y que al llegar a su puerta se abrían insinuantes y a las que jamás se acercó pero que durante todo el verano trataron por todos los medios de introducirse en la casa, golpeándose contra los cristales, remolineando por los balcones y obturando las chimeneas (todas las tardes las veía mientras reprimía sus escalofríos tras el ventanal) para terminar, descoloridas y agujereadas por la lluvia, deshechas por los golpes de viento, colgando de las ramas de los arbustos y espinos. Y también —y no por ser lo más usual era lo menos grave— el eco de un motor —o de unos motores— de poca potencia que, acelerado y agotado al mismo tiempo, durante varios meses había tratado en vano de remontar un repecho lejano y virtualmente próximo gracias a la resonancia con que una topografía maligna lo había recogido, magnificado y repetido, después de una tarde espejearte de agosto. Nada de todo aquello le había pasado inadvertido al Doctor aun cuando su conciencia —su deseo de paz, su renuncia al inconformismo— se negaba a aceptar la proximidad de nuevos hechos y posibles prodigios. Había vivido y conocido muchos casos desgraciados y muchas aventuras insensatas y pocas veces las premoniciones habían llegado a afectar a la paz en que vivía. En ninguna ocasión el viajero se había detenido en su casa (con excepción del día que, los belgas llamaron a su puerta, para pedir agua, potable); un par de días después de que el eco repitiese y trasladase a una octava que el oído no podía soportar, el zumbido del motor, y unas horas antes de que el viento trajera a su puerta, la tarjeta de visita, había visto la nube de polvo, después de rebasar la collada, ascendiendo por el escabroso camino de Mantua. Y sin embargo había abierto; a sí mismo se repetía que tal vez era la suerte quien le habla deparado aquella prueba y no para devolverle, restaurarle o regenerar la confianza en sí mismo sino, muy al contrario, para robustecer una especie de abstracto despego y de radical desconfianza que nunca había sido contrastada, al menos desde que terminó la guerra civil, con una realidad —no por supuesta menos ingrata— que al fin iba a sancionar la misma fuente de sus reservas. Sentada en el sillón gemelo de la consulta de tanto en tanto se volvía hacia el Doctor con esa mirada significativa, chocarrera y vivaz, que guarda para el fiscal que le acusa, ese delincuente regocijado que en medio del estupor y espanto de la sala, se demuestra incapaz de comprender la magnitud de su delito. Pero al Doctor no le había pasado inadvertida la posibilidad de que su huésped, a fin de rehuir toda justificación, se refugiara en una suerte de artificiosa indiferencia con la que silenciar el temor al fallo aun a costa de poner de manifiesto una intención hipócrita. Por otra parte él no tenía la menor duda de que, al hacer uso de su penetración para averiguar los móviles del viaje, aun en una prudente medida y sólo con fines disuasorios, no podría por menos de revelar una serie de opiniones cuyo verdadero origen y fuerza estaba muy lejos de querer —o poder— confesar; así que contemplaba aquella situación en que —voluntaria o involuntariamente, eso al fin y al cabo era lo anecdótico— se había envuelto con esa mezcla de deleite e intriga que al espectador procurare esos cuadros de tema mitológico, bíblico o devoto y cuyo asunto no conoce cabalmente (como el
Paisaje con el velo de Tisbe
o el
Viaje de san Genaro
), en la que toda la índole del argumento se centra en una liviana y lejana figura al fondo de un escenario exuberante; y de la misma forma que en tales cuadros la ignorancia estima caprichosos ciertos acontecimientos que se desarrollan en otros planos que, de otra forma, están ligados a aquella— enigmática figura por un vínculo que sólo puede descifrar una erudición ausente o la clave de un lenguaje esotérico que el artista utilizó para hacer manifiesta una creencia prohibida, así trataba de comprender la razón de aquella visita y la relación que podía guardar con los augurios del monte y la intolerable calma que parecía emanar de la sierra desde dos primaveras atrás —después de tantos años de desastres y resignación que hasta los pocos melocotoneros supervivientes se habían acostumbrado a producir orejones— y que él, en cuanto hombre viejo y rodeado y protegido de astutos desengaños, intuía que anunciaban el comienzo de una nueva revulsión. No podía creer en los presagios y sin embargo no podía dejar de lado —sin hacer uso de todos los prejuicios locales— la relación entre dos o más series de acontecimientos que ninguna ciencia podía resumir: todos los años que florecían los jacintos había una muerte violenta en Mantua. Sólo había logrado sentirse sosegado —yen paz con su país— los días que el mal tiempo —que habían sido muy escasos— había desplazado, siquiera fuera por unas pocas horas, aquel ambiente tan apacible como inquietante. Y a pesar de que en su fuero interno se repetía —sin convencerse— de que una reiterada coincidencia sólo podía dar lugar a una ficción, un espejismo o cualquier forma de superstición (porque él ya no creía ni en el tiempo ni en la salud del cuerpo; sabía que no existe lo porvenir ni las nevadas ni las avenidas del río), en realidad sólo confiaba en los catarros y en las tormentas para alejar de su espíritu un anhelo de presagios y sucesos que se traducía en una permanente desazón. Había comprendido que vivía en la zozobra cuando se apercibió de que —tras muchos años de haberlo tenido en olvido, o, mejor dicho, secuestrado en un piso de la memoria donde con independencia del buen sentido se recluyen ciertos registros ridículos para curarlos de un sabor demasiado recio e ingrato y transformarlos en esa gelatina conceptual de la que se alimentan los temperamentos serenos— desde la primavera anterior casi todos los mediodías se preguntaba por el estado del cielo. En aquel momento estaba dispuesto a creer —tal era su impaciencia— que aquella mirada maliciosa sabía muy bien lo que se estaba tramando en las alturas de la atmósfera; a ratos callaba, volviéndose de súbito hacia ella para espiar un movimiento, un gesto o un sesgo mediante el cual desenmascarar sus intenciones; a ratos permanecía hundido en el sillón, con el dedo en la boca y la respiración tranquila y una mirada extraviada, indolente; envuelta en un halo de húmedos brillos provocados por anacrónicas semblanzas y propósitos tardíos. Sin embargo se guardó muy bien de mencionar su temor; en un principio pensó que llegado el momento se podría permitir ciertas preguntas sin abandonar su actitud de discreción pero pronto rectificó; toda su fortaleza descansaba, una vez más, en su capacidad para contemporizar y esperar sin adelantarse a las preguntas de su huésped con un interés que difícilmente era capaz de demostrar sin hacer visibles los síntomas de su desamparo; eso era justamente lo último que habría confesado y lo primero que trataría de evitar, consumido y mortificado desde mucho tiempo atrás y en sus fibras más íntimas— por una incurable sensación de fracaso (y por consiguiente por ciertos residuos de entusiasmo —ya no pasión —respecto a ciertas cosas ante las que a sí mismo se consideraba desafectado y a través de las cuales se podían vislumbrar las contradicciones de su supuesta pasividad, la supervivencia de las esperanzas fenecidas) que las actitudes más escépticas y los remedios más delusorios no habían sido capaces de mitigar. Y no era tanto un último residuo de pudor ni de apego a la tierra o a sus costumbres, ni tampoco el horror que podía producirle la opinión de una persona extraña y tan mal conocedora de unas circunstancias que dominaban a cualquier interpretación, sino una forma de desconcierto y estupor (que tanto se traducía en desprecio como en malestar) que desde su vuelta a Región le habla encerrado en aquella casa, había abortado toda decisión, le habla condenado a aquella butaca desvencijada junto a una ventana en la que se iba acumulando el polvo y frente a un país desolado mientras en una cabeza lúcida bullían todavía los viejos rencores, el fuego del desacato y el humo de adolescentes ímpetus, y esa actitud boquiabierta, expectante y suspensa del hombre que aguarda un estornudo frustrado, detenido a la altura de la nariz con un picor singular. Había llegado a pensar que su padre vivía todavía refugiado en Mantua, bajo la tutela del viejo Numa; que esperaba su vuelta, que de vez en cuando enviaba un mensaje que él —por miedo, por impericia, por cobardía— no había aprendido a captar. Pero tampoco lo podía llegar a creer: era demasiado tiempo y, sobre todo, demasiado ocio. En cambio, su madre... quizá era la que disparaba; no era una venganza sino la reanudación del ciclo —crónico; la fiesta saturnal de una mente arcaica que exigía el
regressus ad uterum
para borrar los errores y descarríos de la edad presente y preparar el nacimiento de una nueva raza. Cuando llamó a la puerta se encontró ante la disyuntiva dé franquear la entrada a la visitante o —al negarse á aceptar los pertinaces timbrazos— arrumbar para siempre el difícil equilibrio que habla logrado arbitrar entre el signo de los tiempos y su propio desconcierto. No había querido tomar —respecto a la conducta de ella— una decisión porque ni tenia urgencia en disuadirla ni razones bastantes para convencerla de la inanidad de sus esperanzas y porque, en definitiva, no estaba en las tradiciones del país —tolerante hasta la indiferencia respecto a las conductas más inesperadas— el arrogarse una misión que sólo los acontecimientos sabrían colocar en su justo marco. Ciertamente todo el país padecía una enfermedad crónica y una epidemia porque (aparte de que nadie podía sentirse atraído por el ministerio del augur) en la conciencia popular se había llegado a considerar punible, insensata e imprudente la más ligera advertencia acerca de los peligros que encerraban los atractivos del monte; era ese punto de hipocresía lo que concedía al viaje anual el valor de un rito, el misterio de una fe y el sentido de una confirmación. Sin duda la reiteración del caso había conducido a la formación de un vínculo en la conciencia popular —ala que por fuerza no podía sustraerse el Doctor— entre aquella confirmación y la preservación del secreto por los habitantes del llano; algunas razas arcaicas —y ésa lo era, o lo es— han llegado a la astucia a través de una perífrasis —un largo, complicado y redundante período en el que se insertan premoniciones, costumbres, superstición y mito —,tal vez para rehuir un esquema causal demasiado breve y expedito, demasiado simple, y en el que no tiene entrada, ni justificación posible, la contradicción de una especie que no aprende a vivir en paz. Sabía de sobra que aquella hora era funesta; sólo salía de la casa un rato, antes de comer, y entrada ya la noche a la hora en que (al igual que la madrugada para el condenado a muerte)— la oscuridad sobre la montaña imponía una fecha más de aquella inquietante tregua; salía para atrancar la cancela exterior y dar un pequeño paseo por el jardín que el Doctor aprovechaba para orinar en la hierba de acuerdo con una práctica que él reputaba como uno de los remedios más eficaces contra el mal de nervios «y sobre todo en los días cálidos» «cuando el sol, al levantar su mano déspota sobre la pradera, cae vencido y en la pradera surge, instantáneo, acompasado y unísono al canto de victoria de las ranas y las cigarras, esa explosión de voces jubilosas que se unen para alcanzar una dimensión ultrasonora con la que festejar su reciente liberación». Apenas cenaba y sólo lo hacia de tarde en tarde, los días que el mal estado de su cabeza le obligaba a beber con moderación, un guiso de patatas o zanahorias que él preparaba para los dos. Hacía uso de la cena como de una medicina que, tres o cuatro veces por semana, se veía obligado a ingerir para no interrumpir sus hábitos de bebida y para poder prolongar, diariamente, sus largas veladas. Se acostaba muy tarde, pero casi toda la mañana permanecía encerrado en la habitación —no se oía el menor ruido en la casa. Acostumbraba a beber sólo por la tarde, sentado en el sillón de cuero negro ante el largo vaso sucio en el que todos los días —dentro del supino e impenetrable éxtasis inspirado no por la unión mística con el orbe que le circundaba sino por la contemplación del principio de individuación, cristalizado en el agua madre del absurdo, la futilidad y la ingratitud— se reiteraban los procesos del caos representados en la lenta e interminable ascensión de las pequeñas burbujas hacia el ambiente que las extinguirá, para interrogarse —sin posibilidad alguna de encontrar una respuesta— sobre esas constantes dolorosas de la memoria que el tiempo, como el líquido, ha aprisionado en un medio del que sólo pueden salir para extinguirse.

Other books

Maggie on the Bounty by Kate Danley
The Devil's Dozen by Katherine Ramsland
A Christmas Kiss by Caroline Burnes
Baby On The Way by Sandra Paul
3 Weeks 'Til Forever by Yuwanda Black
The Lion's Mouth by Anne Holt
Winter Craving by Marisa Chenery