Viracocha (30 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Calla Huasi abría siempre la marcha ya que era el único que tenía una leve noción del lugar en que se encontraban, y le seguían el español, las muchachas, el resto los criados y en último lugar, siempre muy distancia el «Runa», que no daba sin embargo la impresión de sentirse amargado, sino más bien increíblemente sereno y en perfecta armonía con su destino y consigo mismo.

Más afectadas parecían encontrarse Naika y Shungu Sinchi que se volvían de tanto en tanto como para cerciorarse que no se quedaba atrás o no tenía intención de abandonarlas y al español le produjeron la impresión de dos chicuelas que súbitamente hubieran descubierto que se habían quedado huérfanas de padre.

Por su parte, el fiel oficial inca aceptaba los hechos con el inconcebible fatalismo característico de su raza, puesto que incluso a su propia familia había decidido renunciar para siempre, limitándose a señalar que a partir de aquel momento era más el daño que el bien que podía causarle.

—Si no vuelvo a mi pueblo —dijo— creerán que fui uno de los miles de muertos de la batalla del Apurímac y nadie sería capaz de asegurar de qué lado luché. Los míos vivirán siempre en paz porque el «curaca» se encargará de que nada les falte. Pero si regreso descubrirán que fui un desertor con lo que, lo más probable, es que nos condenaran a todos a muerte. —Clavó la vista al frente, en las montañas, y concluyó—: No me siento capaz de convertirme en «Runa», pero confío en encontrar un lugar en que rehacer mi vida…

¿Pero existía ese lugar?

A la vista de la infernal sucesión de increíbles picachos, profundos abismos, espesas selvas y ríos torrenciales que se iban sucediendo a su paso, Alonso de Molina comenzaba a dudarlo ya que se le antojaba inconcebible que cualquier ser humano, incluidos aquellos sufridos incas, se sintieran capaces de habitar en tan hostil y olvidado rincón del universo.

No obstante, de tanto en tanto distinguían diminutos poblachos encaramados en las laderas de lejanas montañas o senderos que hablaban de invisibles lugareños, e incluso avistaron una monolítica fortaleza enclavada estratégicamente sobre un desfiladero, pero día a día tales señales de vida fueron haciéndose cada vez más escasas, ya que Calla Huasi se esforzaba por dejar atrás cuanto antes todo aquello que pudiera convertirse en testigo de su paso.

—No podemos correr riesgos —dijo—. No somos un grupo más de fugitivos, porque un «Viracocha» resulta siempre inconfundible y lo más probable es que Atahualpa tenga un interés especial en apresarte.

—¿Por qué?

—La profecía sigue en pie, y sabe que nunca será el decimotercer «Inca» sino el primer usurpador tras el cual llegarán los «Viracochas» que arrasarán el Imperio. Por eso te necesita.

—Pues yo le necesito tanto como un forúnculo en el ano. Si en verdad se instala definitivamente en el Cuzco, mi estancia en este país habrá tocado a su fin. No me agrada la idea de pasarme el resto de la vida huyendo.

—¿Y adónde irás?

—Aún no lo sé. —Señaló al grupo que descansaba—. Ahora lo que importa es ponerlos a salvo.

Calla Huasi indicó con un ademán de la cabeza la figura del «Runa» que había tomado asiento a cierta distancia.

—Él ya está a salvo de todo, excepto de sí mismo. Ni siquiera el bárbaro Calicuchima osaría ejecutar a un «Runa».

—No cabe duda de que eso de convertirse en «Runa» no deja de ser una buena forma de salvar el pellejo. Luego, cuando el peligro ha pasado, te dejas crecer de nuevo el pelo y a vivir…

El oficial pareció desconcertarse y se diría que le costaba un gran trabajo admitir lo que había oído:

—Nadie haría algo semejante —replicó molesto y casi ofendido—. Declararse «Runa» es aceptar libremente un hecho irreversible, pero volverse atrás significa la condenación eterna y exponerte a que el primero que descubra el engaño te cuelgue del pelo hasta que mueras. En toda nuestra historia no se recuerda ni a un solo «Runa» renegado.

—¿Quiere eso decir que, efectivamente, es como si Naika se hubiera quedado viuda?

—Al no tener hijos es como si jamás hubiera esta casada. Desde el día en que le baje la próxima regla, que significará que no se encuentra embarazada, es libre de aceptar por esposo a quien le plazca. —Hizo una corta pausa y añadió con marcada intención—: ¿Piensas casarte con ella?

—Aún es pronto para hablar de ello.

—Sabes que lo está deseando. Ahora fue Alonso de Molina el que indicó con un gesto la figura del «curaca».

—Debo respetarle —dijo—. Sigue siendo mi mejor amigo y no puedo lanzarme sobre la mujer que ama cuando aún llevar su olor. Incluso si hubiera muerto tendría que dejar pasar un tiempo.

—Él ya no la ama. Su condición se lo prohíbe. No «existe» y lo que pretende es no haber existido jamás. Si te casas con Naika le estarás haciendo un favor puesto que le facilitarás la labor de convertirse en lo que desea: es decir, en nada.

—Cuesta trabajo aceptarlo.

—Porque aún no has conseguido entendernos. Hagas lo que hagas, siempre serás un «Viracocha».

Era cierto. Pese a todos sus esfuerzos por adaptarse, Alonso de Molina tenía que admitir que su mentalidad continuaba siendo la de un español de Úbeda al que aún le resultaba intragable la comida insípida negándose a lamer a cambio una piedra de sal, al igual que se negaba a aceptar que todos los hombres se encontraran sujetos al capricho de un «Inca» que disponía de ellos sin consentir siquiera una protesta.

Aún le costaba igualmente entender que aquellas gentes fueran incapaces de exteriorizar sus emociones o les estuviera vedada la búsqueda de la felicidad, por lo que se encontraba muy lejos de la mentalidad de quien decidía renunciar voluntariamente a cuanto había sido hasta el momento para pasar a convertirse en poco más que un perro abandonado.

Pero allí seguía sin embargo el «Runa», quieto, absorto y rodeado por una especie de invisible campana de cristal que le aislaba del resto de los humanos y le convertía en un ser diferente que producía un innegable malestar y al que costaba un gran esfuerzo aproximarse.

¿Por qué?

¿A qué se debía aquel impalpable halo de misterio que hora tras hora se iba apoderando de Chabcha Pusí transformándolo a ojos vista?

Su forma de hablar, de moverse, de caminar, e incluso de mirar parecía estar sufriendo una continua metamorfosis, y a ratos al español le asaltaba la desagradable sensación de que era un extraño quien les seguía en silencio o que estaba aprovechando su posición en la fila para dejar colgados de las ramas de los árboles, sin que nadie los viera, los últimos jirones de su antigua personalidad.

Al amanecer del tercer día se había cargado al hombro el pequeño cañón que hasta aquel momento habían transportado entre dos porteadores, y marchaba con él a cuestas durante toda la jornada con la misma naturalidad con que Alonso de Molina se colgaba el arcabuz o Calla Huasi su corta lanza.

No era ya un hombre joven ni alguien que hubiera estado acostumbrado desde siempre a realizar grandes esfuerzos, y sin embargo no daba la impresión de que le fatigase en exceso la carga si se tenía en cuenta, además, que apenas se alimentaba de las escasas sobras que dejaban los peones.

Incluso parecía haber renunciado por completo a sus más arraigadas costumbres, ya que cuando todos se arrodillaban ante alguna de las múltiples fuentes que encontraban a su paso para arrancarse una pestaña y suplicar —según las viejas tradiciones— que jamás se secasen, él pasaba de largo sin dirigirles tan siquiera una mirada, al igual que cruzaba los arroyos y los ríos sin detenerse a rendirles pleitesía.

Ningún otro indígena osaba vadear una corriente por pequeña que fuese sin tomar antes un poco de agua en la mano y pedirle en voz muy baja que no le causara daño alguno, y era tan natural ese hábito que incluso Alonso de Molina se detenía a esperar que cumplieran el rito pero aun así el «Runa» parecía pretender ignorarlo, y si de improviso el río se hubiera vuelto profundo, se habría hundido en él arrastrado hasta el fondo por el peso del cañón.

Al español le preocupaba aquella posibilidad de que se ahogase o se precipitase al fondo de cualquiera de los peligrosísimos abismos que continuamente se veía obligados a franquear, pero podría creerse que, al igual que el «Runa», se esforzaba por mantenerse al margen de las leyes naturales, éstas habían decidido ignorarle también de idéntica manera.

—¡País de locos…! —mascullaba una y otra vez el andaluz rascándose violentamente la espesa barba—. ¡Todos locos! ¿Dónde se ha visto que alguien pueda con un cañón al hombro como si se tratase de un loro…? ¡Todos locos!

Pero el más loco de todos era ahora el paisaje.

Quebrada tras quebrada las montañas parecían haber sido acuchilladas con ensañamiento por un furioso cíclope obsesionado por cortarlas como una inmensa barra de pan, y a cada hondonada seguía un nuevo picacho y a éste otro barranco aún más profundo cuya pared opuesta se alzaba casi a tiro de piedra en busca de otra cumbre.

Días de angustiosa marcha daban como fruto, por tanto, avances de no más de unos minutos a vuelo de pájaro, y al extender la vista desde un otero y distinguir todos los horizontes dominados por idéntica masa de agrestes cumbres, una especie de mudo terror o invencible impotencia se apoderaba de los ánimos, y a cuanto se aspiraba era a permitir que la paz de la muerte proporcionara algún descanso.

Muy abajo, en los profundos valles el húmedo y agobiante calor llegaba a hacerse asfixiante porque podría creerse que el aire no se había renovado durante los tres últimos siglos, al tiempo que en las cumbres el viento helado se metía en los huesos y obligaba a castañetear diente con diente.

Más tarde llegaron las grandes lluvias. Fue el día que avistaron, muy a lo lejos, el fin de la Cordillera y el nacimiento de la profunda depresión que iba a morir a las infinitas selvas orientales; selvas verdes y húmedas de las que llegaban, como ejércitos, compactas masas de espesas nubes que iban a detenerse contra las laderas de las altas montañas vaciando allí su carga de agua.

—Más hacia el Este, la mitad del año hay lluvia, y la otra mitad, diluvia… —sentenció Calla Huasi—. No existe paso alguno hacia las llanuras, y por lo tanto mejor es que busquemos de nuevo el cauce del Urubamba.

Habían dejado muy al Oeste, rodeándola, la poderosa fortaleza de Ollantaytambo que protegía el Cuzco de las improbables invasiones que pudieran llegar por el cauce de los grandes ríos que iban a desembocar en la cuenca amazónica, y cabía imaginar que incluso los cóndores habían decidido abandonar a su suerte una áspera región que no ofrecía más que hermosos paisajes, desolación y muerte.

Escaseaban los alimentos y el miedo había hecho presa tiempo atrás en los porteadores, a los que incluso las huestes de Calicuchima se les antojaban ahora menos crueles que aquel hostil tobogán sin horizontes, y Alonso de Molina comprendió que debían buscar el río Urubamba, o corrían el riesgo de no salir jamás de aquel terrorífico laberinto de montañas.

Como siempre, el «Runa» era el único que daba la impresión de no sufrir por las infinitas calamidades que estaban padeciendo, y continuaba subiendo y bajando riscos con el cañón a cuestas con la misma naturalidad que si estuviera dando un tranquilo paseo por las hermosas, colinas que circundaban el Cuzco.

—¿De dónde saca las fuerzas?

Naika, que era a quien iba dirigida la pregunta, se limitó a encogerse de hombros admitiendo su ignorancia.

—No lo sé, porque jamás se ha dado el caso de que una mujer se convierta en «Runa» —sonrió con tristeza—. «Runa» significa «Hombre» y por definición nos está negado ese derecho a prescindir de todo. En realidad creo que tampoco lo haríamos porque hace falta un inmenso egoísmo para conseguir olvidar a cuantos has amado hasta ese instante.

—Chabcha Pusí no lo ha hecho por egoísmo, sino generosidad.

—¿Generosidad hacia quién? ¿Hacia Shungu Sinchi o hacia mí…? Privarnos de la posibilidad de demostrar que le queremos y le necesitamos no se me antoja una muestra de generosidad. Cuando alguien a quien amas, muere, sabes al menos que descansa en paz y su recuerdo se va diluyendo en tu memoria dulcemente. Pero verlo así, convertido en una especie de sombra vagabunda que no descansa pero te recuerda a cada instante sus sufrimientos resulta muy duro.

—No se me había ocurrido pensarlo de ese modo.

—¿Y cuál otro existe? Para mí, más que un esposo, fue siempre un padre… ¿A quién le pido ahora consejo o a quien le demuestro que necesito protección?

—A mí —fue la sincera respuesta—. Lo único que deseo es brindarte mi ayuda. ¿Por qué no te casas conmigo?

Habían tomado asiento sobre una ancha laja de piedra al borde de una agreste ladera teniendo bajo sus pies el blanco mar de nubes que se perdía de vista en la distancia, y resultó evidente que a la muchacha no le sorprendía en absoluto una proposición que parecía estar aguardando tiempo atrás, aunque resultó, eso sí, mucho más desconcertante, su firme respuesta:

—Me casaré contigo, si te casas también con Shungu. Sinchi.

—¿Cómo has dicho? —se asombró el español.

—Que nos casaremos las dos, o ninguna. Shungu Sinchi te ama tanto como yo, y también ha quedado desamparada. No es justo que yo encuentre la felicidad sin pensar en quien ha sido como mi hermana durante tanto tiempo.

—¡Pero eso es una locura…! —barbotó Alonso de Molina confuso—. ¡Casarse con dos mujeres a la vez…! ¿A quién se le ocurre?

—Aquí puedes hacerlo.

—¡Pero yo soy español…!

—Renunciaste a serlo… Estás en otro país y otras son las costumbres… —Hizo un amplio ademán señalando las nevadas cumbres y los profundos abismos—. Y aquí perdidos, ni siquiera esas costumbres cuentan. —Alargó la mano y acarició dulcemente el rostro del andaluz—. Nada deseo en esta vida más que unirme a ti para siempre, pero no quiero cimentar mi dicha sobre la infelicidad de Shungu Sinchi. Sé que podemos formar una hermosa familia y encontrar un lugar en que establecernos para vivir tranquilos… ¡Piénsalo!

Se alejó sin prisas dejándole para que meditase a solas sobre la más extraña propuesta que le habían hecho nunca y pudiera preguntarse por enésima vez qué demonios hacía un español de Úbeda sentado en la cima del mundo planteándose el hecho de que para unirse a la mujer que amaba tenía que cargar —como si fueran mantas— con otra de propina.

Observó a Shungu Sinchi a quien Naika debía estar poniendo al corriente de la conversación que acababan de mantener, y que le observaba a su vez con un extraño brillo en la mirada. Era una criatura delicada y armoniosa, casi una niña con cuerpo de mujer que atraía de inmediato el interés de los hombres, y que constituía sin lugar a dudas un magnífico regalo para la vista y los sentidos ya que se advertía claramente que todo su cuerpo estaba ansioso por entregarse sin reservas.

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