—No todos pueden haber estado siempre equivocados.
Era casi una niña aún, pero acababa de pronunciar la frase que de una u otra forma giraba tiempo atrás en la cabeza de Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, obsesionándole: «No todos pueden haber estado siempre equivocados».
—¿Y si lo están…?
—En ese caso todo tu mundo se vendría abajo. —La muchacha se encogió levemente de hombros—. Y en realidad, tampoco me extrañaría: mi padre aseguraba que eran muchas las cosas que veía en las estrellas que no concordaban con lo que veía en la tierra. ¿Por qué se esconde el «Viracocha»?
Acarició apenas el negrísimo cabello que caía hasta la cintura y se maravilló una vez más ante la perfecta belleza de aquel rostro de diosa.
—El «Inca» no desea que se le vea hasta que los sacerdotes se pongan de acuerdo sobre quién es en realidad. Permanecerá aquí hasta que Yana Puma decida. Además, quieren matarle.
—¿Por qué?
—Es peligroso.
—¿Para quién?
—Para Atahualpa, por ejemplo. Y para Chili Rimac que asesinó a su amigo negro. Y para todos los que creen que no es un dios, sino un enviado de Sopay que ha venido a provocar una guerra civil. Hanco Queché, el Gobernador de Cajamarca, llegó a confesar que hubiera preferido que aquel sucio «costeño» hubiera conseguido su propósito.
—Y tú… ¿Qué prefieres? El «curaca» comenzó a desnudarla muy despacio, regodeándose en el placer que significaba ir descubriendo centímetro a centímetro aquel delgado y pétreo cuerpo que siempre le asombraba, y sin apartar los ojos de su pecho, oscuro y agresivo, replicó escuetamente:
—Es mi amigo.
—¿Tu amigo? —se sorprendió Naika—. Siempre dijiste que un «curaca» no debe tener amigos.
—Y es cierto, pero éste lo es… Me salvó la vida.
—Cuéntame cómo.
—Ahora no tengo ganas de contar nada. Ahora lo deseo es hacer el amor.
—¡No! —fue la firme respuesta—. Antes cuéntame cómo te salvó la vida el «Viracocha».
Alonso de Molina se enamoró de Naika en el momento mismo en que la vio.
Se le antojó tan irreal como una muñeca que de improviso hubiera cobrado vida y movimiento, porque diminuta y perfecta en cada línea de su cuerpo y sus facciones, más parecía una exquisita marioneta de teatrillo italiano, que una auténtica mujer de carne y hueso con la dificultad de actuar a su albedrío.
Pero ninguna marioneta tuvo jamás aquellos ojos, ni la capacidad de mirar mostrando el alma en cada parpadeo, escudriñando en el interior de las personas con tanta intensidad que cabría pensar que extraía de los cerebros las ideas antes incluso de que hubieran comenzado a conformarse.
Había tomado asiento en un rincón y el español se sintió observado como por dos zafiros refulgentes o un «cunaguaro» al acecho, pues Naika, por su forma de actuar y de moverse, le recordó de inmediato el gran gato listado de las selvas del interior de Tierra Firme que unas veces se comportaba como una feroz pantera y otras como un minino faldero.
Le bastó una ojeada para comprender que se trataba de la mujer más agresiva y tierna que hubiera conocido; un ser capaz de mudar de actitud de un segundo al siguiente, habituada sin duda a dominar a la fuerza sus ímpetus, pero con tal carga de pasión en el cuerpo que raro parecía que no hubiera hecho estallar en mil pedazos su pequeña estructura, ya que era como un puñado de pólvora bien atacada en el fondo del arma, pacífica y callada pero siempre latente, aguardando la chispa que la hiciera reventar empujando la bala.
Nada tenía que ver con las sumisas muchachas que le acosaran en Túmbez, ni con ninguna otra que se hubiera cruzado anteriormente en su camino a uno u otro lado del océano.
«Su padre es el "amauta" encargado por el "Inca" de estudiar el movimiento de los astros, y su madre era una "salvaje" del Oriente que jamás se habituó a vivir lejos de sus selvas. De ella heredó Naika su rebeldía y su fiereza…»
Era otro el «curaca» desde que había llegado al Cuzco, como si el hecho de saberse a salvo y rodeado por lo suyos relajara la tensión a la que continuamente parecía sentirse sometido, aunque resultaba evidente a todas luces que el más acusado de sus cambios se debía a la presencia de aquella sorprendente criatura que pese a su minúsculo tamaño parecía llenar por completo los mayores espacios.
Para el andaluz, que había aprendido a apreciar sinceramente al «curaca», descubrir la auténtica naturaleza de su personal interés por la inquietante muchacha y comprender hasta qué punto parecía ser aquél un sentimiento compartido le produjo una confusa sensación de desasosiego, pues nada podía encontrarse más lejos de su ánimo que sumergirse en una aventura amorosa que pudiera afectar al único amigo que tenía.
—Tal vez no vuelva a verla… —se dijo aquella misma noche tumbado a oscuras en una amplia estancia del palacio—. Mañana mismo me entrevistaré con Huáscar y seguiré mi camino…
Pero a la mañana siguiente Naika fue la primera persona con quien se tropezó en el jardín, y cuando por unos segundos sus miradas se cruzaron, se dijeron sin palabras mucho más de lo que ninguno de los dos hubiera dicho nunca a nadie en este mundo.
—¡Mierda! —fue todo lo que se le ocurrió exclamar a Alonso de Molina al alejarse—. Debo estar loco… ¿Es que acaso no existen diez millones de mujeres sin marido…?
Le costó un enorme esfuerzo enfrentarse a su amigo como si temiera llevar grabados en la frente sus más íntimos deseos, experimentando al propio tiempo una ternura y un profundo rencor por el «curaca» pues no podía olvidar que acababa de pasar la noche con la mujer de la que se había enamorado.
—Mi Señor, «Inca» Atahualpa, ordena que no te dejes ver hasta que envíe a buscarte… —fue lo primero que le dijo—. Graves problemas reclaman su atención y ha tenido que viajar a Ollantaytambo… Hay espías de Atahualpa en la ciudad, y es muy posible que también haya llegado alguno de los asesinos de Chili Rimac. En mi casa estarás seguro.
—No he venido hasta el confín del mundo para encerrarme entre cuatro paredes… —fue la áspera respuesta del español—. Me has obligado a realizar la última parte del camino de noche, y ahora ni siquiera puedo conocer la ciudad de la que tanto me has hablado. ¿De qué sirve en ese caso mi viaje?
—Tiempo tendrás de verlo todo si conservas la vida —sentenció seriamente Chabcha Pusí—. Y si te matan antes, de poco te valdrá haberlo visto. Come bien, atibórrate de «chicha» y descansa… Las más lindas esclavas están deseando ayudarte a pasar el tiempo alegremente. Elige las que quieras.
Prefirió guardar silencio porque hubiera resultado de todo punto improcedente replicar que en aquellos momentos no podía imaginar poner las manos sobre ninguna mujer que no fuera su esposa, y cuando al fin se decidió a hablar fue para cambiar por completo de tema:
—¿Por qué ha tenido que marcharse Huáscar a Ollantaytambo? —inquirió—. ¿Tan peligroso se ha vuelto Atahualpa?
—Debe saber que estás en Cuzco y si tiene la intención de rebelarse, lo lógico es que lo haga antes de que se corra la voz de que el «Viracocha» está de parte de su hermano.
—Tú sabes bien que no pienso tomar partido por ninguno.
El otro asintió con un gesto:
—Yo lo sé, pero los demás no lo saben, y el mío es un pueblo impresionable, que se rige por leyendas y supersticiones. Si por primera vez existe una lucha por el trono y por primera vez en siglos hace su aparición un «Viracocha», lo normal es suponer que viene a respaldar a uno de los pretendientes. ¿O no?
Expuesto de ese modo, el planteamiento no carecía de lógica y debía resultar muy difícil convencer a todo un pueblo de que ambos hechos no tenían la más mínima relación entre sí. Por lo poco o mucho que Alonso de Molina sabía de Historia, tenía plena conciencia de que en demasiadas ocasiones coincidencias semejantes habían cambiado por completo el curso de los acontecimientos y ésta podía muy bien convertirse en una de ellas.
No tuvo tiempo sin embargo de exponer su opinión, ya que Naika hizo su entrada portando un inmenso ramo de flores que comenzó a distribuir por las diferentes hornacinas que a modo de nichos se distribuían por las paredes, por lo que los dos hombres permanecieron en silencio fascinados por la presencia de aquella extraordinaria criatura que parecía atraer, como un imán, hasta la última de sus miradas.
—Corren rumores… —comentó sin volverse, segura al parecer de que estaban pendientes de cada uno de sus gestos—. Por tercera vez Atahualpa se ha negado a acudir a acudir a la ceremonia de coronación, y Huáscar ordenará la movilización del ejército para traerle por la fuerza. Las mujeres están inquietas.
—Las mujeres harían mejor dedicándose a cotillear de sus asuntos, que a meterse en problemas políticos. Nadie puede adivinar lo que piensa el «Inca» y a la que sorprendan hablando de esos temas le cortarán la lengua.
—Los astros aseguran que pasada la Fiesta del Sol los ríos bajarán rojos de sangre.
—Cada cual puede interpretar los movimientos de los astros como quiera —replicó el «curaca» molesto—. Y quien lo hace se arriesga a ser castigado por revelar secretos que están hechos para el oído del «Inca».
Los oscuros ojos de Naika relampaguearon un instante, pero se volvió a Alonso de Molina y de inmediato pareció como si toda su furia se diluyera en agua.
—Siempre te gustó que te contara los secretos de las estrellas —señaló con marcada intención.
—Siempre que sean secretos que no afecten a la paz del Imperio —replicó su marido—. Una cosa es saber si va a nacer un nuevo Hijo del Sol, o si será buena la cosecha, y otra muy distinta hablar de ríos de sangre. Con demasiada frecuencia las guerras empiezan porque se empieza a hablar de guerra…
—Sin embargo… —intervino Alonso de Molina al que se diría que le costaba un gran esfuerzo apartar la mirada de Naika—, negar algo que resulta evidente puede convertirse en una estúpida cobardía. Si existe una innegable desobediencia de Atahualpa de nada sirve ignorarla, y cuanto más se demore hacerle frente, más se envalentonará.
—¿Te parece justo entonces que sea Huáscar el que inicie las hostilidades tratando de obligar a su hermano a que venga a rendirle pleitesía…?
Era Naika quien había hecho la pregunta yendo a sentarse a los pies de su marido y observando con extraña fijeza al español que no podía por menos que sentirse cada vez más nervioso en su proximidad.
—No soy quién para opinar… —musitó al fin tímidamente—. No se trata de mi país.
—Tampoco es el mío —fue la sorprendente respuesta. ¿Sabías que mi madre fue una «salvaje»? La sacaron a la fuerza del paraíso en que vivía, allá en Oriente, donde nunca hace frío y los niños se bañan todo el año en los ríos, y la trajeron a las montañas donde acabó muriendo de pena. Siempre me recordaba que yo no pertenecía a las montañas, sino a la selva. Y es cierto.
—Jamás has visto una selva… —protestó Chabcha Pusí—. ¿Cómo puedes saberlo?
La muchacha se señaló con el dedo índice la frente, y luego el corazón.
—Porque aquí conservo todo lo que me contó, y aquí lo que siempre he sentido. Ella podría ser una «salvaje», pero su forma de vivir me parece mucho más lógica que la nuestra. Los «aucas» son libres, mientras que aquí vivimos eternamente sometidos a los caprichos del «Inca»
—Calla… No debes hablar de esas cosas.
—¿Por qué? —replicó desafiante—. ¿Es que ni siquiera en mi casa puedo decir lo que pienso? Mi madre, sus hermanos o sus padres iban adonde querían y hablaban de lo que les apetecía, y a mí me gustaría ser como ellos. ¿Qué tiene eso de malo?
—Nosotros somos seres humanos que nos regimos por leyes construimos casas, cultivamos los campos, apacentamos el ganado y extraemos de las entrañas de la tierra los minerales que necesitamos. Los «aucas» vagan por las selvas viviendo de lo que encuentran y disputando como los monos. Algunos incluso se devoran entre sí.
—¡Mi madre jamás lo hizo!
—Tu madre quizá no… ¿Pero cómo sabes si lo hacían sus padres, o los padres de sus padres…? —Comenzó a acariciarle tiernamente el cabello con un ademán más paternal que amoroso, pese a lo cual Alonso de Molina tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los dientes—. Todo parece muy bonito contado por una mujer nostálgica a la que sacaron de allí siendo una niña, pero la realidad es muy distinta.
—Cuando ya no te parezca hermosa y te canses de mi, me iré a la selva.
—Yo nunca me cansaré de ti y lo sabes —fue la sentida respuesta del «curaca»—. Pero si tanto interés tienes, te doy mi consentimiento para que, cuando muera, te vayas… —Se volvió al andaluz—. Tú llegaste por el Oeste y sin embargo siempre aseguras que tu país de origen queda al Oriente… ¿Hay selvas allí?
—No; en España no hay selvas. Se encuentra más al Norte, al otro lado del mar.
—Nunca he visto el mar… —señaló la muchacha—. Aseguran que es como el Titicaca pero que se pierde de vista en la distancia. ¿Es cierto?
Alonso de Molina permanecía tan absorto contemplándola que ni siquiera reparó en la pregunta, y ella tuvo que repetírsela para conseguir que saliera de su ensimismamiento buscando atolondradamente una respuesta.
A Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo, no le pasó inadvertido el desconcierto de su amigo.
H
uáscar te espera.
—¿A estas horas…? —se asombró.
—A estas horas.
Abandonó malhumorado el lecho, se lavó la cara y comenzó a vestirse, pero cuando se disponía a ceñirse la espada, Chabcha Pusí le detuvo con un gesto:
—Nadie puede presentarse armado ante el «Inca»… —dijo—. Y deberás llevar una pequeña carga de maíz sobre el hombro en señal de sumisión.
Alonso de Molina meditó unos instantes y por último replicó con firmeza:
—No llevaré armas, pero tampoco cargaré nada… O me acepta como «Viracocha», o como Embajador, y en ninguno de los dos casos tengo por qué mostrarme sumiso.
El otro dudó, pero al fin se encogió de hombros:
—Es tu cabeza la que está en juego, no la mía —replicó—. He hecho cuanto estaba en mi mano para ponerte al corriente de cómo funciona mi país, pero no quiero hacerme responsable de tu actitud cuando te encares al «Inca». Tú sabrás lo que haces.
Fuera aguardaba una docena de hombres armados que les escoltaron a través de oscuras calles iluminadas tan sólo por las tristes antorchas que les precedían y por una luna en creciente que de tanto en tanto pugnaba por hacer su aparición por entre espesas nubes.