Viracocha (8 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Histórico

BOOK: Viracocha
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Alonso de Molina aprovechó la confusión para aferrar del brazo al tembloroso «curaca» y alejarlo de allí antes de que el humo se disipase por completo.

Cuando a los diez minutos el más valiente de los soldados se atrevió por fin a abrir los ojos, no distinguió más que muerte, desolación, y un desagradable y picante olor que flotaba en el ambiente: el olor de los dioses que con sus rayos y sus sonoras voces protegían al gigantesco y terrible «Viracocha».

Se perdieron de vista en las tinieblas alejándose sin rumbo, aprisa y en silencio, hasta que no se advirtió ya rastro alguno de la hoguera, y el viento dejó de traer en volandas los aullidos de terror de los soldados.

Chabcha Pusí aún temblaba.

Cuando al fin consiguió recuperar su entereza, alzó el rostro, estudió las estrellas y marcó decididamente un rumbo.

—Hacia el Sur —dijo—. Cruzaremos el lago.

Poco después hizo su aparición la luna, y su rostro de plata hizo que el frío aumentase y el cierzo soplara con más fuerza empujándolos como si se tratara de una mano invisible que quisiera alejarlos de inconcretos peligros.

Pero ese viento era en sí mismo el mayor de los peligros.

El viento y el frío que trasportaba a cuestas como si le complaciera arrancarlo de las cumbres nevadas para desparramarlo caprichosamente por la puna abortando de ese modo cualquier brote de vida.

Los charcos —infinitos charcos— les sumergían a menudo en agua helada hasta las pantorrillas, y al tropezar y caer se les mojaban igualmente las ropas cuyo contacto comenzó a volverse muy pronto insoportable.

—Tenemos que encontrar un refugio o nos congelaremos —masculló convencido el español—. No puedo dar un paso.

—¡No te detengas! —le respondió la ronca y decidida voz del inca—. Si dejamos de caminar moriremos de frío. Vamos… ¡Vamos!

Compartieron las últimas hojas de coca que quedaban, y una suave tibieza les reconfortó hasta que distinguieron en la penumbra una minúscula choza y una especie de primitivo aprisco protegido por un muro de barro en el que se amontonaban dos docenas de alpacas.

Se mezclaron con ellas, agradeciendo que el calor de sus cuerpos les permitiera reaccionar, y Alonso de Molina acabó por dejarse caer sin importarle en absoluto la pestilencia de los excrementos ni el agrio olor que despedían las bestias. Incrustado entre dos de ellas, que apenas protestaron, cerró los ojos y permitió que el sueño le alejara de la difícil noche. Sus manos eran ya como garfios que se negaban incluso a aferrar el arma, y las piernas dejaron de obedecerle desde el momento mismo en que cesó de moverlas.

Era tan grande el frío y tan profundo su cansancio, que llegó a imaginar por un instante que la muerte se presentaba más tranquila que nunca, y no le importó en absoluto no volver a despertar jamás.

Pero lo hizo con la primera claridad del alba, cuando advirtió una leve inquietud entre los animales, y alzando el rostro atisbo la presencia de un hombre
fornido y sucio que había hecho su aparición surgiendo de la minúscula choza, y que tras lanzar un sonoro bostezo se alzaba los mugrientos ropajes y orinaba largamente contra el muro.

El español se volvió hacia Chabcha Pusí, que desde su refugio, a no más de tres metros de distancia, le hizo significativos ademanes para que permaneciera agazapado, pero le costó un gran esfuerzo obedecer, porque al concluir su tarea, el pastor lanzó una breve ojeada a su alrededor, se cercioró de que no se distinguía a ser humano alguno en la inmensa soledad de la llanura, y sin bajarse el poncho se aproximó con naturalidad a la bestia más cercana que no hizo gesto alguno de apartarse, se colocó tras ella, y comenzó a sodomizarla mientras chasqueaba la lengua con la evidente intención de evitar que se espantara.

El manifiesto horror del español no pareció ser compartido en absoluto por el «curaca», que desde su escondite se limitó a encogerse de hombros como dando a entender que debían armarse de paciencia, ya que no les quedaba otro remedio que aguardar a que el hombre concluyera de satisfacer aquella perentoria necesidad fisiológica.

Cuando quince minutos después el indecente pastor se alejó por la llanura seguido por su rebaño sin haber reparado siquiera en la presencia de los intrusos, Alonso de Molina no pudo refrenar su indignación.

—¿Has visto eso? —exclamó—. ¡Maldito cerdo! Ganas me daban de cortarle los huevos.

El «curaca» le observó desconcertado.

—¿Por qué? —quiso saber—. Si no consigue una mujer resulta comprensible que se desahogue como pueda. La mayoría de los pastores lo hacen.

—¿Y nadie los castiga? En mi pueblo lo quemarían vivo. El bestialismo es una aberración diabólica.

—¿Qué tiene que ver el diablo con esto? Yo no lo apruebo, pero la gente de la puna no tiene donde elegir. Si quemáramos a todos los que mantienen relaciones con sus animales pronto no quedaría quien cuidara el ganado. —Se habían encaminado a la minúscula choza en la que penetraron venciendo el rechazo que producía el espantoso olor que se encerraba entre aquellas cuatro renegridas y mugrientas paredes—. Y los rebaños constituyen la principal riqueza del Imperio. Sin llamas, alpacas o vicuñas no tendríamos lana, leche, carne o bestias de carga y el hecho de que los pastores las monten no parece que las perjudique en absoluto. Incluso se asegura que sus llamas predilectas suelen tener el pelo más lustroso…

Pareció dar por concluido el tema, y apoderándose de una gran vasija de barro repleta de leche bebió largamente ofreciéndosela a continuación.

—¡Toma! —dijo—. Llénate la tripa porque cualquiera sabe cuándo encontraremos algo de comer.

Poco después reemprendían la larga caminata, pero como si se tratara de una burla, el helado viento de la noche cesó de soplar, una quietud de muerte se apoderó del Altiplano y un sol violento, que estaba allí más cerca que en ninguna otra parte de este mundo, les abrasó hasta el punto de que a media mañana el español pudo advertir cómo la piel de la nariz y la frente se le desprendía a pedazos.

El agua de las lagunas y los charcos no llegaba sin embargo a calentarse, y andaban por lo tanto con los pies congelados y la cabeza ardiendo.

—¡Hermoso clima! —masculló el español malhumorado—. Supongo que a estas gentes tampoco les estará permitido vivir en otra parte… ¿O sí?

Chabcha Pusí hizo un amplio gesto indicando a su alrededor al tiempo que replicaba:

—Al igual que Dios creó las plantas y los animales dándole a cada cual sus características particulares, su función en la vida y su lugar sobre la tierra, el «Inca» marca a los hombres el trabajo que deben efectuar y dónde deben hacerlo. Así lo dispuso nuestro padre el Sol, y así debe cumplirse.

—A menudo me pregunto si hablas en serio o me tomas el pelo —respondió Molina ciertamente confuso—. Te considero un hombre inteligente, pero en todo cuanto se refiere al «Inca» tu entendimiento se debilita. ¿Cómo puedes aceptar que un hombre hijo de otro hombre resulte al propio tiempo un dios?

—Mal te irá en el Cuzco si no aceptas eso. Negar la divinidad de Huáscar significará tanto como negar tu posible divinidad. Piénsalo bien porque tengo la impresión de que en ese caso cada paso que demos hacia la capital puede ser un paso que des hacia la muerte.

Tenía razón el «curaca», Molina lo sabía, y comenzaba a preguntarse cuál sería su reacción cuando se encontrase al fin ante Huáscar y se viera en la necesidad de acatarle como a un dios, ya que la existencia de «reyes-dioses» no entraba en sus cálculos cuando tomó la decisión de desembarcar en un país aparentemente pacífico que le recibía con los brazos abiertos.

«Tú serás mi Embajador… —le había dicho Pizarro al despedirle—. Me representarás a mí, y por lo tanto al Emperador, y cuando vuelva, ¡que volveré!, me servirás de lazo de unión con estas gentes…»

Pero aquéllas habían sido palabras e ilusiones de Pizarro, no suyas, porque él, Alonso de Molina, jamás aspiró a actuar como embajador de nadie, servir de lazo de unión entre un posible Conquistador y un pueblo conquistado, y menos aún ser considerado la reencarnación de «Viracocha». Él siempre tuvo otro tipo de sueños mucho más íntimamente ligados a los sueños de aquel niño que allá en Úbeda aspiraba a emular al audaz Marco Polo de que su abuelo ciego recitaba las hazañas de memoria.

Las aventuras narradas por Marco Polo iluminaron en cierto modo la oscuridad que se había apoderado de los últimos años de la vida de su abuelo —un arquitecto lombardo afincado primero en Toledo y más tarde en Sevilla— y años después iluminaron también los ojos de la inquietante Beatriz de Aguirre, que intentaba llenar con su lectura el vacío de largas horas de navegación.

A Beatriz de Aguirre, morena, menuda, ingeniosa y atractiva, que acudía a Panamá a reunirse con su hermano —un trepador astuto que aspiraba medrar a la sombra del intrigante Pedrarías Dávila— le entusiasmó que un simple alférez fuera capaz de recitar de memoria pasajes enteros de aquel libro y de otros muchos que sin duda tenían que haber sido leídos en su idioma original.

—Un hombre así no debería perder su tiempo en guerras ni conquistas —dijo—. Su futuro está en la Corte.

—Aborrezco la Corte y cuanto significa… —había replicado convencido el andaluz pese a que se veía en la obligación de admitir que resultaba sumamente agradable sentarse en proa durante horas en compañía de aquella muchacha vivaz e inteligente que compartía su afición por los libros y por el exótico país de Ku-blai-Kan.

Y resultó luego agradable acudir en los atardeceres a casa de su hermano para continuar aquellas maravillosas charlas, pero él seguía siendo un simple soldado de fortuna obligado a enrolarse en absurdas aventuras que más hambre y calamidades que oro y fama proporcionaban, y al regreso de una de aquellas inútiles correrías por el interior de Tierra Firme, la encontró comprometida con uno de los muchos elegantes parásitos que sin exponer jamás la vida obtenían más beneficios de la Conquista que los más esforzados capitanes.

Comprendió sus razones. Para una mujer como Beatriz de Aguirre el descubrimiento de nuevos mundos era cosa de libros y relatos en los atardeceres y no una forma de vida que compartir con un hombre que jamás sería dueño más que de su yelmo, su arcabuz y su espada.

—Soy «Viracocha» —dijo de pronto.

Chabcha Pusí se detuvo bruscamente y le miró con sorna:

—El «soroche» te está afectando a la cabeza —dijo.

—¿Qué es el «soroche»?

—El mal de las alturas que ataca a los que no están habituados a la montaña… ¿A qué viene eso de proclamar de pronto a voz en grito que eres efectivamente «Viracocha»? ¿Acaso pretendes convencerte a ti mismo?

—¿A ti no te convence?

—En absoluto. Yo ya sé perfectamente quién eres.

—Y dime… ¿Qué le responderás a Huáscar, tu «Inca», tu Dios, cuando te pregunte tu opinión sobre mí?

—Supongo que si efectivamente es Dios, averiguará de inmediato la verdad. Y si no lo es, pondrá el caso en manos de sabios y sacerdotes. Y a ésos sé cómo tratarlos.

—¿Empiezas a dudar?

—Tal vez. Me he dado cuenta de que el principal problema que hay en ti, no se centra en el hecho de que poseas un «Tubo de Truenos» que mata de lejos o que consigas extraer terroríficas voces de una flauta. Tu principal peligro estriba en que obligas a pensar.

Habían alcanzado la orilla de un ancho lago cuya margen opuesta apenas se distinguía, oculta por una especie de cortina formada por millones de juncos, y el «curaca» lo estudió con detenimiento para acabar agitando la cabeza con gesto de fastidio:

—Rodearlo nos llevará por lo menos tres días ya que el terreno es blando y pantanoso, pero pedirle a un pescador que nos cruce significa arriesgarnos a que cuente que nos ha visto.

—No necesariamente.

El otro le miró con expresión adusta.

—Si le ordeno a un pescador que no le diga a nadie que nos vio, no lo dirá, pero si alguien superior a mí se pregunta, tendrá que decir la verdad. Ésa es la ley.

—¿Existe algo en tu país que no esté previsto por las leyes? A veces me pregunto si no tendréis regulado incluso el aire que puede respirar cada persona dependiendo lógicamente de su jerarquía o grado de parentesco con el «Inca». Resulta un tanto… asfixiante.

—El Sol regula los movimientos de los astros con matemática precisión año tras año y siglo tras siglo. De él aprendieron sus hijos a regir los destinos de su pueblo Hay un lugar para cada hombre, y cada hombre debe estar siempre en su lugar. Y todo marcha.

—Sí. Ya veo que todo marcha, aunque muchos no recen demasiado felices de cómo marchan las cosas. El español se encogió de hombros—. Pero supongo que no venido a criticar, ni hacer política, sino tan sólo a conocer. —Señaló el lago con un gesto—. ¿Intentamos cruzarlo?

—¿Cómo?

—Buscando una barca. —Únicamente los pescadores pueden cruzar los lagos. Sólo ellos tienen los conocimientos y la autorización necesarios.

Alonso de Molina lanzó un resoplido que pretendía mostrar a las claras su fastidio.

—¡Escucha, Chabcha Pusí, «curaca» de Acomayo…! —exclamó—. Empiezo a estar hasta las narices de tantas directrices… Para cruzar este lago lo único que necesitamos es una barca; de los conocimientos y la autorización nos ocuparemos más adelante…¿De acuerdo?

El otro pareció resignarse.

—De acuerdo —aceptó de mala gana.

Poco más de una hora después descubrieron una embarcación varada en la desembocadura de un riachuelo, pero cuando el inca se dispuso a trepar a ella, Alonso de Molina le detuvo con un gesto:

—¿Adónde vas? —quiso saber—. ¿Qué es esto?

—¡Pues una barca! —fue la impaciente respuesta—. ¿No es lo que querías?

—¿Una barca? —se asombró el andaluz—. No es más que un amasijo de cañas mal atadas. En mi país las barcas son de madera.

—¿Y de dónde quieres que la saquen…? No hay un árbol en más de diez días de marcha alrededor. Aquí las barcas se hacen de juncos. La «totora» es el junco más útil del mundo: sirve para construir casas o embarcaciones, y también se utiliza como combustible o alimento… En el Titicaca, que es el mayor lago del Universo y en el que «Viracocha» creó al Sol y a la Luna, todo gira en torno a la «totora». La vida es «totora».

—Será lo que tú quieras, pero yo no atravieso un lago en semejante trasto —replicó Molina malhumorado—. Da la impresión de que en cualquier momento se va a empapar para hundirse como un pedazo de pan mojado.

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