Viaje alucinante (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
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Sintió otra sacudida en la nave cuando retiraron las abrazaderas, aunque no vio cómo lo hacían. Hacía un momento estaban allí y de pronto ya no estaban. El movimiento, a su escala, era demasiado rápido para verlo.

Volvió a sentir que se levantaba aunque sujeto por el cinturón que le retenía y lo interpretó como si la nave descendiera. A esto siguió una sensación de estar flotando.

Dezhnev indicó una oscura línea horizontal que subía y bajaba despacio contra el casco de la nave y dijo satisfecho:

–Es la superficie del agua. Pensé que el movimiento sería peor. Por lo visto hay ingenieros en este lugar que son casi tan buenos como yo.

–La verdad, es que la ingeniería tiene poco que ver con ello –explicó Boranova–. Nos sostenemos por la tensión superficial. Esto solamente durará mientras estemos en la superficie de un fluido. No nos afectará una vez entremos en el cuerpo de Shapirov.

–Pero este efecto de oleaje, Natasha, este movimiento arriba y abajo, ¿nos afecta en algo?

Boranova estudió sus instrumentos y, en particular, una pequeña pantalla en la que la línea horizontal parecía no moverse del centro. Morrison, retorciéndose y estirándose hasta que le dolió la espalda, podía verla apenas.

–Está tan firme como su mano, Arkady, cuando está sobrio –comentó Boranova.

–¿No mejor que eso? –exclamó Dezhnev con una risotada.

Parece aliviado, se dijo Morrison inquieto, y pensó en qué podía afectarle el
está
a Dezhnev.

–¿Y ahora qué pasa? –preguntó Morrison.

Konev habló por primera vez, por lo que el americano recordaba, desde que empezó la miniaturización.

–¿Es que hay que explicárselo todo?

–Sí –respondió Morrison con ardor–. A ustedes se lo han explicado todo. ¿Por qué no iba a explicárseme a mí también?

Boranova intervino, tranquila:

–Lo que dice Albert es perfectamente aceptable, Yuri. Por favor, domine su mal humor y sea razonable. Necesitará su ayuda dentro de poco y confío en que él no sea tan descortés como para mandarlo al diablo.

Los hombros de Konev se estremecieron, pero no contestó nada. Boranova, tranquila, aclaró:

–Acaban de poner la aguja. Ahora deberemos esperar un poco.

El interior de la nave, que estaba muy oscuro, se llenó de pronto de una luz blanquecina, más suave y más sedante que antes y Boranova prosiguió:

–De ahora en adelante no recibiremos más luz del exterior hasta que termine el viaje. Deberemos confiar sólo en nuestra propia iluminación, Albert.

Morrison, desconcertado, miró a su alrededor en busca de la procedencia de la luz. Parecía salir de las propias paredes transparentes. Kaliinin, interpretando su mirada, le dijo:

–Electroluminiscencia.

–Pero, ¿de dónde sale la energía?

–Disponemos de tres motores de microfusión –lo miró con orgullo–. De un tipo que es el mejor del mundo. Del
mundo
–repitió.

Morrison lo dejó pasar. Tuvo la tentación de hablar de los motores americanos de microfusión de las últimas naves espaciales, pero ¿de qué serviría? Algún día el mundo se liberaría de sus fervores nacionalistas, pero ese día aún no había llegado. No obstante, en tanto esos fervores no se expresaran en forma de violencia o de amenaza de violencia, el caso era tolerable.

Dezhnev, arrellanado en su asiento, con las manos cruzadas tras la nuca y hablando, aparentemente, a la pared suavemente iluminada que tenía delante, dijo:

–Algún día lo que vamos a hacer es ampliar una jeringa hipodérmica, colocarla alrededor de un barco de tamaño natural y miniaturizar el conjunto. Entonces no tendremos que soportar estas maniobras a pequeña escala.

–¿Así que también se puede hacer lo contrario? –preguntó Morrison–. ¿Cómo se llama? ¿Maximización? ¿Gigantización?

–No lo llamamos nada –interrumpió Konev– porque no puede hacerse.

–Pero tal vez algún día.

–No –insistió Konev–. Nunca. Es físicamente imposible. Hace falta mucha energía para miniaturizar, pero se necesitaría una cantidad infinita para maximizar.

–¿Incluso si lo conectaran a la relatividad?

–Incluso así.

–Ahí va eso en cuanto a su imposibilidad física –terció Dezhnev–. ¡Pero ya verá algún día!

Konev volvió a sumirse en su indignado silencio.

–¿A qué esperamos ahora? –preguntó Morrison.

–A la preparación de última hora de Shapirov –respondió Boranova–, luego llegar a la entrada de la aguja y su inyección en la carótida.

Mientras hablaba, la nave sufrió una sacudida hacía delante.

–¿Ya? –preguntó Morrison.

–Todavía no. Están simplemente eliminando las burbujas de aire. No sufra, Albert, ya lo sabremos.

–¿Cómo?

–Pues, porque nos lo dirán. Arkady está en contacto con ellos.

No es difícil. Los fotones de las radioondas se miniaturizan al cruzar el límite de allí a aquí y se desminiaturizan al cruzar en sentido inverso. Se consume poca energía en ello, menos incluso que en el caso de la luz.

–Ya es hora de acercarnos a la base de la aguja –advirtió Dezhnev.

–Adelante, pues –asintió Boranova–. Merece la pena probar la fuerza motriz bajo miniaturización.

Empezó a oírse un rumor que alcanzó cierto punto y terminó en un zumbido apagado. Morrison torció cuanto pudo la cabeza para mirar hacia atrás, todo lo que dio de sí su cinturón.

El agua burbujeaba detrás de ellos como si giraran unas ruedas. En ausencia de cualquier punto de referencia exterior era imposible juzgar a qué velocidad se movían, pero a Morrison le pareció que avanzaban despacio.

–¿Avanzamos mucho? –preguntó.

–No, pero no es necesario. Es inútil malgastar energía tratando de ir más de prisa –comentó Boranova–. Después de todo, tropezamos con moléculas de tamaño normal, lo que significa alta viscosidad según nuestra escala.

–Pero con motores de microfusión...

–Tenemos más necesidad de energía para otras cosas que para la propulsión.

–Sólo me estaba preguntando cuánto tardaremos en llegar a los puntos clave del cerebro.

–Créame, yo también me lo pregunto, pero la corriente arterial nos llevará lo más cerca posible.

Dezhnev exclamó de pronto:

–¡Ya estamos! ¿Lo ven?

Delante de ellos, a la luz del faro delantero de la nave, se podía ver un círculo. Morrison no tuvo dificultad en identificarlo como la base de la aguja.

Al otro lado de esta aguja se encontrarían con el torrente sanguíneo de Pyotr Shapirov y estarían realmente dentro de un cuerpo humano.

–Somos demasiado grandes para entrar en la aguja, Natalya –observó Morrison.

Al pensarlo, sentía una extraña mezcla de emociones. Sobre todo, la esperanza de que quizá todo el experimento había fallado. Eran lo más pequeños que podían ser, pero no lo bastante. Tendrían que desminiaturizarse y todo habría terminado.

Por debajo de aquel pensamiento, cuidadosamente oculto, sentía una pequeña decepción. Habiendo llegado hasta tan lejos, ¿no sería preferible entrar en el cuerpo y estudiar el interior de una célula nerviosa? En general, no siendo alguien que desafiara el peligro, ni un escalador de alturas, Morrison se hubiera apartado horrorizado ante la idea –y sí,
se había apartado
horrorizado– pero una vez miniaturizado, una vez llegado a este punto, habiendo sobrevivido hasta ahora al terror, ¿era acaso posible que quisiera seguir adelante?

Pero, por encima de estos impulsos contradictorios apareció un cierto realismo. Seguro que esa gente no era tan idiota como para servirse de una nave que no pudiera ser reducida al tamaño necesario para pasar por la aguja por la que se suponía que debía hacerlo. Ninguna estupidez concebible, en gente tan inteligente, podía llegar a eso. Y Boranova como si se hiciera eco de aquel pensamiento dijo, casi con indiferencia:

–Ahora somos demasiado grandes, pero no vamos a seguir siéndolo. Éste es mi trabajo aquí.

–¿El suyo? –dijo Morrison perplejo.

–Naturalmente. Hemos sido reducidos a este punto por nuestro dispositivo central de miniaturización. Ahora los ajustes más delicados, los haré yo.

Kaliinin murmuró:

–Ésta es una de las funciones para la que debemos ahorrar nuestros motores de microfusión todo lo que sea posible.

Morrison miró de una a otra.

–¿Tenemos suficiente energía a bordo para miniaturizarnos aún más? Yo tenía la impresión de que se necesitaba una enorme cantidad de energía para...

–Albert, si la gravitación fuera cuantificada, se precisaría una enorme cantidad de energía para reducir una masa a la mitad, sin tener en cuenta el valor original de dicha masa. Para reducir la masa de un ratón a la mitad se precisaría la misma energía que para reducir a la mitad la masa de un elefante... Pero, la interacción gravitacional no está cuantificada y, por lo tanto, tampoco lo está la pérdida de masa. Esto significa que la energía precisa para pérdida de masa disminuye con la pérdida... no enteramente en proporción, pero hasta cierto punto. Tenemos tan poca masa, ahora, que precisaremos menos energía para miniaturizarnos más.

–Pero –objetó Morrison– como nunca han miniaturizado nada tan grande como esta nave a través de varios órdenes de magnitud, dependen de la extrapolación de datos obtenidos para conseguir un diferente tipo de tamaño.

(No están hablando con un niño, pensó indignado. Soy su igual.)

–Sí –respondió Boranova–. Estamos corriendo el riesgo de que la extrapolación
se mantenga,
y que algo nuevo e inesperado
nos
sorprenda. De todos modos, vivimos en un universo que nos presenta incertidumbres de vez en cuando. Y esto no puede evitarse.

–Pero, si algo sale mal, nos enfrentaremos con la muerte.

–¿Acaso lo ignoraba? ¿Ha sentido inquietud acerca de este viaje fantástico simplemente por el placer de sentirse inquieto? Pero no estamos solos en esto. Si las cosas van mal y la reserva de energía de la miniaturización es liberada, no solamente nos destruirá a nosotros, sino que puede dañar la Gruta hasta cierto extremo. Estoy segura de que muchas personas no miniaturizadas, ahí fuera, contienen el aliento pensando si él o ella sobrevivirán a una explosión. Verá usted, Albert, incluso los que no se someten al peligro de la miniaturización, no están del todo a salvo.

Dezhnev se volvió con una amplia sonrisa. Morrison se fijó en que una de sus muelas superiores estaba enfundada y no hacía juego con el color amarillento de su dentadura.

–Concéntrese en la idea, amigo –le dijo– de que si algo va mal no se enterará jamás. Mi padre solía decir: «Como todos debemos morir, qué otra cosa mejor podemos desear que una muerte rápida y repentina»

–Julio César dijo lo mismo –observó Morrison.

–Sí, pero ni siquiera tendremos tiempo para decir: «¿Tú también, Bruto?»

–No habrá ninguna muerte –cortó Konev– y es estúpido hablar de ello. Las ecuaciones son correctas.

–Oh –murmuró Dezhnev–. En tiempos de superstición, la gente confiaba en la protección de Dios. Gracias a las ecuaciones, ahora confiamos en las Ecuaciones.

–No tiene gracia –saltó Konev.

–No pretendía ser gracioso, Yuri. Natasha, afuera ya están dispuestos para que sigamos adelante.

–En este caso, es innecesario seguir especulando. Ahí vamos.

Morrison se agarró con fuerza al asiento, preparándose, pero no sintió que ocurriera nada. No obstante, adelante, el círculo que había observado creció y se hizo más y más borroso a medida que iba retrocediendo hasta que ya no se podía distinguir.

–¿Nos movemos? –preguntó maquinalmente. Era el tipo de pregunta que no podía evitar hacer, aun cuando la respuesta era obvia.

–Sí –contestó Kaliinin– y no gastamos energía al hacerlo. No luchamos contra las moléculas del agua. La corriente nos arrastra dentro de la aguja a medida que el cilindro va presionando despacio.

Morrison empezó a contar mentalmente. Le mantenía la mente ocupada con más eficacia que lo que el estudio del minutero de su reloj lo hubiera hecho. Cuando llegó a cien, preguntó:

–¿Cuánto tardaremos?

–¿Cuánto tardaremos en
qué?
–preguntó Kaliinin.

–¿Cuándo llegaremos al torrente sanguíneo?

–Dentro de unos minutos –contestó Dezhnev–. Van muy despacio, para evitar en lo posible cualquier tipo de microturbulencia. Como dijo mi padre una vez: «Es más lento, pero más seguro, bajar despacio la pendiente que saltar por encima del precipicio»

–¿Estamos todavía miniaturizándonos? –gruñó Morrison.

Desde detrás de él, Boranova le respondió:

–No. Hemos llegado al tamaño celular y para nuestras necesidades actuales, es suficiente.

Morrison se asombró al notar que estaba temblando. Después de todo, era tanto lo que estaba ocurriendo, y existían tantas nuevas cosas en qué pensar, que le había faltado espacio para seguir aterrorizado.
No
estaba aterrorizado, por la menos no al máximo. No obstante, por alguna razón, seguía temblando.

Trató de obligarse a relajarse. Intentó abandonarse, pero esto requería una mayor fuerza de voluntad. Necesitaba un tirón gravitacional y no lo había. Cerró los ojos y se obligó a respirar pausadamente. Incluso trató de tararear entre dientes la coral de la Novena Sinfonía de Beethoven. Finalmente, se vio forzado a comentarlo, confesando:

–Lo siento. Pero estoy temblando.

–¡Aja! Me estaba preguntando quién sería el primero en mencionarlo –comentó Dezhnev.

–No es usted, Albert –aclaró Boranova–. Todos temblamos más o menos. Es la nave.

Morrison volvió a sentir pavor:

–¿Algo no funciona?

–No. Es cuestión de tamaño. Es lo suficientemente pequeña como para notar el efecto del movimiento browniano. ¿Ya sabe lo que es, verdad?

Era una pregunta puramente retórica. Boranova debía saber que cualquier estudiante de Física de enseñanza media, conocería lo que era el movimiento browniano, dejando aparte a Morrison; pero éste se encontró explicándoselo mentalmente, no en palabras, sino en un destello conceptual.

Cada objeto suspendido en un líquido está sometido por todos lados al bombardeo de los átomos o moléculas del líquido. Estas partículas golpean al azar y por lo tanto irregularmente, pero la irregularidad es tan pequeña comparada al total que es inadvertida y sin efectos mensurables. No obstante, a medida que un objeto disminuye de tamaño, la irregularidad se hace mayor entre el número más y más pequeño de partículas que chocan con el objeto en un momento dado. La nave era lo bastante pequeña ahora para responder al ligero exceso de colisiones..., primero en una dirección, luego en otra..., al azar. En consecuencia se agitaba ligeramente, con un temblor fortuito.

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