Viaje alucinante (24 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Viaje alucinante
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–Sí, debería haberlo pensado –reconoció Morrison–. Empeorará si nos volvemos más pequeños.

–En realidad, no –lo tranquilizó Boranova–. Habrá otros efectos que lo contrarrestarán.

–No conozco ninguno –objetó Morrison ceñudo.

–Sin embargo, habrá tales efectos.

–Déjeselo a las Ecuaciones –murmuro Dezhnev en tono forzadamente piadoso–. Las Ecuaciones están al tanto.

–Creo que esto podría marearnos.

–En efecto, podría –siguió explicando Boranova– pero para ello hay un tratamiento químico. Nos hemos medicado con lo mismo que le dan a los cosmonautas contra el mareo espacial.

–A mí no –protestó Morrison indignado–. No solamente no se me ha medicado, sino que tampoco se me ha advertido.

–Le dijimos lo menos posible para evitarle la incomodidad y riesgos, en beneficio de su tranquilidad, Albert. En cuanto a la medicación, se la tomó con su desayuno... ¿Cómo se encuentra?

Morrison, que había empezado a sentirse un poco raro con toda esa conversación sobre el mareo, decidió que se encontraba muy bien. Sorpréndete, se dijo, la tiranía que la mente ejerce sobre el cuerpo. A media voz, respondió:

–Tolerablemente bien.

–Perfecto, porque ya estamos en el torrente sanguíneo del académico Shapirov.

Morrison miró a través de la pared transparente de la nave. ¿Sangre?

Su primer impulso fue esperar algo rojo. ¿Y qué más?

Siguió mirando, entrecerrando ligeramente los ojos, pero no podía ver nada incluso con la brillante de la luz de la nave. Podía encontrarse en un bote de remos, deslizándose sobre la tranquila superficie de un estanque, en una noche nublada y oscura.

De repente los pensamientos de Morrison cambiaron de rumbo. En sentido absoluto, la luz dentro de la nave tenía longitudes de onda de rayos gamma..., y además muy potentes. No obstante, las longitudes de onda que eran el resultado de la miniaturización de la luz visible, ordinaria, y de las igualmente miniaturizadas retinas y lóbulos ópticos de las personas en el interior de la nave, seguían siendo aún rayos de luz y seguían teniendo las propiedades de los rayos de luz.

Afuera, algo más allá del casco de la nave, donde terminaba el campo de miniaturización, los fotones miniaturizados aumentaban a ordinarios fotones de ondas de luz y aquellos que rebotaban en la nave volvían a miniaturizarse al cruzar los límites del campo. Los demás podían acostumbrarse a esta situación llena de paradojas, pero para él, el intento de captar el efecto de una burbuja miniaturizada dentro de un mar de normalidad, le producía vértigo. ¿Acaso el límite que separaba lo miniaturizado de lo normal, era visible? ¿Había discontinuidad en alguna parte?

Siguiendo el hilo de su pensamiento murmuró a Kaliinin, inclinada sobre sus instrumentos:

–Sofía, cuando nuestra luz abandona el campo de miniaturización y aumenta, debe desprender energía, y cuando ésta rebota en la nave debe absorber energía a fin de ser miniaturizada, y la energía debe salir de nosotros. ¿Estoy en lo cierto?

–Absolutamente, Albert –Kaliinin, ni siquiera levantó la vista–. Nuestro uso de la luz produce una pequeña pero continua pérdida de energía, pero nuestros motores pueden compensarla. No es una pérdida significativa.

–¿Y estamos realmente en el torrente sanguíneo?

–Ya lo creo que estamos. Natalya amortiguará la luz interior dentro de un momento y entonces podrá ver el exterior con más claridad.

Como si aquello fuera una señal, Boranova anunció:

–¡Bien! Ahora podemos relajarnos un momento –y las luces perdieron intensidad.

Al instante, los objetos fuera de la nave se hicieron vagamente visibles. Todavía no podía distinguirlos claramente, pero estaban metidos en algo heterogéneo, algo donde había objetos flotantes, como debería ser la verdadera sangre.

Morrison se movió inquieto, retenido por su cinturón de seguridad, dijo:

–Pero si estamos en la corriente sanguínea, que está a una temperatura de treinta y siete grados Celsius, nosotros...

–Nuestra temperatura está condicionada. Estaremos perfectamente –le tranquilizó Kaliinin–. Realmente, Albert, todo eso ha sido bien calculado.

–Puede que lo hayan calculado bien –protestó Morrison algo ofendido–, pero a mí no se me han comunicado dichos pensamientos, ¿no es verdad? ¿Cómo puede condicionarse la temperatura si no disponen de un tanque frío?

–No hay ninguno aquí, pero existe el espacio exterior, ¿no cree? Los motores de microfusión producen una fina lluvia de partículas subatómicas que, bajo condiciones de miniaturización, tienen una masa casi de cero. Por consiguiente viajan, virtualmente, a la velocidad de la luz penetrando en la materia tan fácilmente como hacen los neutrinos y llevándose energía. En menos de un segundo, se encuentran en el espacio exterior, de forma que el efecto es la transferencia del calor del interior de la nave al espacio exterior y así nos mantenemos frescos. ¿Se da cuenta?

–Ya –masculló Morrison. Era ingenioso..., pero quizá solamente obvio, después de todo, para quienes estaban acostumbrados a pensar en términos de miniaturización. También se fijó en que los controles de la nave, bajo las manos de Dezhnev, eran luminosos, como lo eran los instrumentos delante de Kaliinin. Se debatió para levantarse de su asiento y consiguió ver una esquina de la pantalla de la computadora de Konev. Contenía lo que le pareció un mapa del sistema circulatorio del cuello. Por un momento, antes de que su cuerpo dejara de luchar contra los tirones del cinturón y volviera a dejarse caer en su asiento distinguió una pequeña mancha roja en la pantalla que, dedujo, sería un dispositivo para marcar la posición de la nave en el interior izquierdo de la arteria carótida.

Jadeaba un poco como resultado del esfuerzo y tuvo que esperar un instante hasta recuperar el control de su aliento. El hueco en el que descansaba su propia computadora estaba iluminado y apartó aquella escasa luz de su rostro, levantando la mano izquierda. Entonces, miró fuera.

Lejos pudo ver algo que parecía una pared, una especie de barrera. Retrocedía, se acercaba, volvía a retroceder una y otra vez, rítmicamente. Por un impulso maquinal miró su reloj unos segundos. Sí, era, claramente, la pulsación de la pared arterial. En voz baja dijo a Kaliinin:

–Es obvio que el paso del tiempo no se ve afectado por la miniaturización. Por lo menos el latido del corazón es exactamente lo que debe ser, aunque lo mire con ojos miniaturizados y lo compruebe con un reloj también miniaturizado.

Quien le contestó fue Konev.

–El tiempo, aparentemente, no está cuantificado, o por lo menos no lo afecta el campo de miniaturización, lo que viene a ser lo mismo. Es conveniente. Si tuviéramos que tener en cuenta el paso del tiempo, las cosas se harían intolerablemente complicadas.

Morrison asintió en silencio y dirigió sus pensamientos en otras direcciones. Si estaban dentro de una arteria, y la nave era llevada hacia delante sólo por la corriente, el movimiento de avance debería hacerse a sacudidas, una sacudida por cada contracción del lejano corazón (del muy lejano corazón..., a escala de su tamaño actual). Y si
era así,
debería sentir esas sacudidas del movimiento.

Cerró lo ojos y trató de mantenerse lo más quieto posible, de no moverse, excepto por el temblor del movimiento browniano..., que al fin y al cabo, no podía controlar de ningún modo.

Ah, ya lo notaba. Una ligera pero clara sacudida hacia atrás al empezar la contracción, y un ligero empujón hacia delante, al terminar.

Pero, ¿por qué no era más enérgico el latido? ¿Por qué no se notaba sacudido de atrás hacia delante, de forma brutal?

Después recordó la masa que ya no poseía. Como el resto de su masa, su inercia era igualmente diminuta. La viscosidad del fluido normal de la corriente sanguínea ejercía el efecto de un acolchado, al extremo de que las sacudidas casi se fundían en el movimiento browniano. Y casi imperceptiblemente, Morrison, se fue relajando. Sintió que sus nudos interiores se aflojaban un poco. El entorno miniaturizado era inesperadamente benigno.

Volvió a mirar a través del casco transparente de la nave, fijando la vista en el espacio que los separaba de la pared arterial. Podía ver burbujas, vagamente perfiladas. No, no eran burbujas, sino cosas sustanciales..., muchas de ellas. Algunas giraban despacio y su forma aparente cambiaba al hacerlo, así que ya no eran esferas. Ahora veía que eran discos.

Comprendió de pronto la verdad y sintió vergüenza. ¿Por qué era tan lento en identificarlas, puesto que sabía que se encontraba en una corriente sanguínea? Pero también conocía la respuesta. No podía concebir que se encontrara en una corriente sanguínea; era demasiado sencillo suponer que se hallaba en un submarino avanzando por un océano. Naturalmente, esperaría ver las imágenes familiares de un océano y se sentiría totalmente perplejo al ver cualquier cosa que no encajara con tal suposición.

Vería los glóbulos rojos de la sangre, los eritrocitos, y no los reconocería.

Claro que no eran rojos, sino algo amarillentos. Cada uno absorbía alguna luz de onda corta para producir ese color. Pero, reuniéndolos en cantidad, millones y billones de ellos, absorberían suficiente luz como para parecer rojos..., en todo caso, en la sangre arterial, y ahora estaban en la arteria. Una vez las células retiraran el oxígeno transportado por los glóbulos rojos, los glóbulos individuales parecerían azulados, y en conjunto, azul morados.

Se fijó interesado en los eritrocitos y ahora vio claramente que había sabido reconocerlos por lo que eran.

Eran discos bicóncavos, con los centros hundidos por ambos lados. Para Morrison eran enormes, considerando que, en condiciones normales, eran microscópicos; tal vez siete y medio micrómetros de diámetro y algo más de dos micrómetros de espesor. Aquí, ahora, eran objetos hinchados del tamaño de su mano.

Había muchos de ellos a la vista y tenían tendencia a apiñarse en ruedas. Pero no eran estáticos. Algunos glóbulos se desprendían de esas ruedas y otros se colgaban de ellas y había siempre glóbulos solitarios a la vista. Los que eran visibles tendían a mantenerse visibles; no se movían en relación con la nave.

–Deduzco –observó Morrison– que flotamos simplemente con la corriente.

–En efecto –confirmó Kaliinin–, se ahorra energía.

Pero tampoco los glóbulos rojos eran enteramente estacionarios en relación a la nave. Morrison se fijó en uno que flotaba lentamente hacia ésta, llevado quizá por un poco de microturbulencia o por una sacudida del movimiento browniano. El glóbulo se aplastó ligera y momentáneamente contra el plástico de la nave y después rebotó.

Morrison se volvió a Kaliinin.

–¿Ha visto eso, Sofía?

–¿El glóbulo rojo que chocó con nosotros? Sí.

–¿Por qué no se miniaturizó? Seguro que entró en el campo.

–No del todo, Albert. Rebotó del campo que se extiende a una pequeña distancia más allá de un objeto miniaturizado, como es nuestra nave, en todas direcciones. Existe un cierto rechazo entre la materia normal y la materia miniaturizada, y cuanto mayor la miniaturización, más fuerte es el rechazo. Ésta es la razón por la que los objetos diminutos, como átomos o partículas subatómicas miniaturizados, atraviesan la materia sin que haya interacción. Es también lo que mantiene metastable el estado miniaturizado.

–¿Qué quiere decir?

–Cualquier objeto miniaturizado está siempre rodeado de materia normal excepto si está en el espacio profundo. Si nada sirviera para mantener la materia normal fuera del campo, esta materia se miniaturizaría eternamente y, en el proceso, absorbería energía del objeto miniaturizado. La pérdida sería significativa y el objeto miniaturizado se desminiaturizaría rápidamente. De hecho, sería imposible inducir a la miniaturización en primer lugar, puesto que la energía concentrada en el objeto miniaturizado se escaparía al instante. Lo que entonces estaríamos tratando de hacer, en efecto, sería miniaturizar todo el Universo... Naturalmente, dado nuestro tamaño, el rechazo no es extremadamente fuerte. Si un glóbulo rojo chocara con suficiente fuerza, la superficie tocada sufriría cierta miniaturización.

Morrison volvió a contemplar nuevamente el espectáculo y casi al momento algo que obviamente era un glóbulo rojo hecho jirones, apareció a la vista.

–¡Oh! –exclamó Morrison–; ¿es esto un ejemplo de que se acercó a nosotros con demasiado ímpetu?

Kaliinin se inclinó hacia Morrison para ver mejor lo que éste le señalaba. Sacudió la cabeza:

–No lo creo, Albert. Los glóbulos rojos tienen una vida limitada, de unos ciento veinte días. Los pobrecillos se desgastan y se acaban. En el volumen de sangre que podemos ver, varias docenas se desharían cada minuto, de modo que la vista de un glóbulo rojo hecho trizas, dañado, sería una visión corriente... Y es una buena cosa, también, porque significa que si empleáramos nuestra fuerza y nos precipitáramos por la corriente sanguínea, destrozando unos cuantos glóbulos rojos, o incluso algunos millones, no haríamos ningún daño a Shapirov. No podríamos destruir glóbulos rojos a una velocidad parecida siquiera a un agotamiento natural.

–¿Y qué hay de las plaquetas?

–¿Por qué lo pregunta?

–Porque lo que estoy viendo ahí debe ser una plaqueta. Tiene forma de lenteja y su tamaño es la mitad del de los glóbulos rojos.

Hubo una pausa, luego Kaliinin asintió:

–Ah, sí, ya la veo. Es una plaqueta. Debería haber una de ellas por cada veinte glóbulos rojos.

Más o menos así, pensó Morrison. Si se encontrara en un tiovivo intentando agarrar argollas al pasar, y cada glóbulo rojo fuera una argolla de hierro, la plaqueta ocasional representaría la tan deseada anilla de cobre. Entonces dijo:

–Lo que pienso, Sofía, es que las plaquetas son más frágiles que los glóbulos rojos y cuando se rompen comienza el proceso de coagulación. Si destrozamos unas cuantas se empezará a formar un coágulo en la arteria. Entonces Shapirov tendrá otro ataque y morirá con toda seguridad.

Boranova que había estado escuchando la conversación entre Morrison y Kaliinin, intervino, en aquel punto, diciendo:

–En primer lugar las plaquetas no son tan frágiles como eso. Pueden chocar con nosotros, ligeramente, y rebotar sin el menor daño. El peligro de otro ataque está en la pared arterial. Las plaquetas se mueven mucho más de prisa en relación con la cara interna de la arteria carótida, que en relación con nosotros. Y la cara interna de la arteria puede estar cubierta de colesterol y placas lípidas de todo tipo. Esa superficie es por la tanto más rugosa e irregular que la lisa superficie plástica del casco de nuestra nave. Es en la pared arterial donde pueden formarse los coágulos..., no aquí. Incluso eso no conlleva un peligro enorme. Una sola plaqueta..., o unos centenares de ellas, pueden romperse y no bastar para iniciar el proceso de coagulación de manera que no cese. Deben dañarse enormes cantidades de plaquetas para dispararlo.

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