«¿Que no has dicho nada? ¿Nada? Mirad cómo me insulta y me deja por los suelos, ¡y encima, se pone que no ha dicho nada! Pero, ¡si es que habría que matarlo para que no pudiera mentir más! ¡El trullo no es bastante para un mierda como éste! ¡Un chulo asqueroso y degenerado!… ¡No basta!… ¡Lo que le haría falta es el patíbulo!»
Ya no quería calmarse de ningún modo. Ya no se entendía nada de su disputa en el taxi. Sólo se oían palabrotas con el estruendo del auto, el golpeteo de las ruedas con la lluvia y el viento que se lanzaba contra nuestra portezuela a ráfagas. Íbamos atestados de amenazas. «Es innoble… —repitió varias veces. Ya no podía hablar de otra cosa—. ¡Es innoble! —Y después probó el juego fuerte—: ¿Vienes? —le dijo—. ¿Vienes, Léon? ¿A la una?… ¿Vienes? ¿A las dos?… —Esperó—. ¿A las tres?… ¿No vienes, entonces?» «¡No! —le respondió él, sin hacer el menor movimiento—. ¡Haz lo que quieras!», añadió incluso. Respuesta clara.
Ella debió de echarse hacia atrás un poco en el asiento, al fondo. Debía de sujetar el revólver con las dos manos, porque, cuando le salió el disparo, parecía proceder derecho de su vientre y después, casi juntos, dos tiros más, dos veces seguidas… Lleno de humo picante quedó el taxi entonces.
Seguimos en marcha, de todos modos. Cayó sobre mí, Robinson, de lado, a sacudidas, farfullando. «¡Hop!» y «¡Hop!» No cesaba de gemir. «¡Hop!» y «¡Hop!» El conductor tenía que haber oído.
Aminoró un poco sólo al principio, para cerciorarse. Por fin, se detuvo del todo delante de un farol de gas.
En cuanto hubo abierto la portezuela, Madelon le dio un violento empujón y se lanzó afuera. Cayó rodando por el terraplén. Se largó corriendo entre la obscuridad del campo y por el barro. De nada sirvió que yo la llamara, ya estaba lejos.
Yo no sabía qué hacer con el herido. Llevarlo hasta París habría sido lo más práctico en cierto sentido… Pero ya no estábamos lejos de nuestra casa… La gente del pueblo no habría comprendido la maniobra… Conque Sophie y yo lo tapamos con los abrigos y lo colocamos en el propio rincón donde Madelon se había situado para disparar. «¡Despacio!», recomendé al conductor. Pero aún iba demasiado rápido, tenía prisa. Los tumbos hacían gemir aún más a Robinson.
Una vez que llegamos ante la casa, ni siquiera quería darnos su nombre, el conductor; estaba preocupado por los líos que eso le iba a traer, con la policía, los testimonios…
Decía también que seguramente habría manchas de sangre en los asientos. Quería marcharse al instante. Pero yo había tomado su número.
En el vientre había recibido Robinson las dos balas, tal vez tres, no sabía yo aún cuántas exactamente.
Había disparado justo delante de ella, eso lo había visto yo. No sangraban, las heridas. Entre Sophie y yo, pese a que lo sujetábamos, daba muchos tumbos, de todos modos, la cabeza se le bamboleaba. Hablaba, pero era difícil comprenderlo. Era ya delirio. «¡Hop!» y «¡Hop!», seguía canturreando. Iba a tener tiempo de morirse antes de que llegáramos.
La calle estaba recién adoquinada. En cuanto llegamos ante la verja, envié a la portera a buscar a Parapine en su habitación, a toda prisa. Bajó al instante y con él y un enfermero pudimos subir a Léon hasta su cama. Una vez desvestido, pudimos examinarlo y palparle la pared abdominal. Estaba ya muy tensa, la pared, bajo los dedos, a la palpación, e incluso producía un sonido sordo en algunos puntos. Dos agujeros, uno encima del otro, encontré, una de las balas debía de haberse perdido.
Si yo hubiera estado en su lugar, habría preferido una hemorragia interna, eso te inunda el vientre, y tarda poco. Se te llena el peritoneo y se acabó. Mientras que una peritonitis es infección en perspectiva, larga.
Podíamos preguntarnos cómo iría a hacer, para acabar. El vientre se le hinchaba, nos miraba, Léon, ya muy fijo, gemía, pero no demasiado. Era como una calma. Yo ya lo había visto muy enfermo, y en muchos lugares diferentes, pero aquello era un asunto en que todo era nuevo, los suspiros y los ojos y todo. Ya no se lo podía retener, podríamos decir, se iba de minuto en minuto. Transpiraba con gotas tan gruesas, que era como si llorase con toda la cara. En esos momentos es un poco violento haberse vuelto tan pobre y tan duro. Careces de casi todo lo que haría falta para ayudar a morir a alguien. Ya sólo te quedan cosas útiles para la vida de todos los días, la vida de la comodidad, la vida propia sólo, la cabronada. Has perdido la confianza por el camino. Has expulsado, ahuyentado, la piedad que te quedaba, con cuidado, hasta el fondo del cuerpo, como una píldora asquerosa. La has empujado hasta el extremo del intestino, la piedad, con la mierda. Ahí está bien, te dices.
Y yo seguía, delante de Léon, para compadecerme, y nunca me había sentido tan violento. No lo conseguía… Él me encontraba… Las pasaba putas… Él debía de buscar a otro Ferdinand, mucho mayor que yo, desde luego, para morir, para ayudarlo a morir más bien, más despacio. Hacía esfuerzos para darse cuenta de si por casualidad no habría hecho progresos el mundo. Hacía el inventario, el pobre desgraciado, en su conciencia… Si no habrían cambiado un poco los hombres, para mejor, mientras él había vivido, si no habría sido alguna vez injusto con ellos sin quererlo… Pero sólo estaba yo, yo y sólo yo, junto a él, un Ferdinand muy real al que faltaba lo que haría a un hombre más grande que su simple vida, el amor por la vida de los demás. De eso no tenía yo, o tan poco, la verdad, que no valía la pena enseñarlo. Yo no era grande como la muerte. Era mucho más pequeño. Carecía de la gran idea humana. Habría sentido incluso, creo, pena con mayor facilidad de un perro estirando la pata que de él, Robinson, porque un perro no es listillo, mientras que él era un poco listillo, de todos modos, Léon. También yo era un listillo, éramos unos listillos… Todo lo demás había desaparecido por el camino y hasta esas muecas que pueden aún servir junto a los agonizantes las había perdido, había perdido todo, estaba visto, por el camino, no encontraba nada de lo que se necesita para diñarla, sólo malicias. Mi sentimiento era como una casa adonde sólo se va de vacaciones. Es casi inhabitable. Y, además, es que es exigente, un agonizante moribundo. Agonizar no basta. Hay que gozar al tiempo que se casca, con los últimos estertores hay que gozar aún, en el punto más bajo de la vida, con las arterias llenas de urea.
Lloriquean aún, los agonizantes, porque no gozan bastante… Reclaman… Protestan. Es la comedia de la desgracia, que intenta pasar de la vida a la propia muerte.
Recuperó un poco el sentido, cuando Parapine le hubo puesto la inyección de morfina. Nos contó incluso cosas entonces sobre lo que acababa de ocurrir. «Es mejor que esto acabe así… —dijo y añadió—: No duele tanto como yo hubiera creído…» Cuando Parapine le preguntó en qué punto le dolía exactamente, se veía ya bien que estaba un poco ido, pero también que aún quería, pese a todo, decirnos cosas… Le faltaba la fuerza y también los medios. Lloraba, se asfixiaba y se reía un instante después. No era como un enfermo corriente, no sabíamos qué actitud adoptar ante él.
Era como si intentara ayudarnos a vivir ahora a nosotros. Como si nos buscase, a nosotros, placeres para permanecer. Nos tenía cogidos de la mano. Una a cada uno. Lo besé. Eso es ya lo único que se puede hacer sin equivocarse en esos casos. Esperamos. Ya no dijo nada más. Un poco después, una hora tal vez, no más, se decidió la hemorragia, pero entonces abundante, interna, masiva. Se lo llevó.
Su corazón se puso a latir cada vez más deprisa y después como un loco. Corría, su corazón, tras su sangre, agotado, ahí, minúsculo ya, al final de las arterias, temblando en la punta de los dedos. La palidez le subió desde el cuello y le inundó toda la cara. Acabó asfixiándose. Se marchó de golpe, como si hubiera tomado carrerilla, apretándose contra nosotros dos, con los dos brazos.
Y después volvió, ante nosotros, casi al instante, crispado, adquiriendo ya todo su peso de muerto.
Nos levantamos, nosotros, nos desprendimos de sus manos. Se le quedaron en el aire, las manos, muy rígidas, alzadas, bien amarillas y azules bajo la lámpara.
En la habitación parecía un extranjero ahora, Robinson, que viniera de un país atroz y al que no nos atreviésemos ya a hablar.
Parapine conservaba la presencia de ánimo. Encontró el medio de enviar a un hombre a la comisaría. Precisamente era Gustave, nuestro Gustave, quien estaba de plantón, después de volver de su trabajo con el tráfico.
«¡Vaya, otra desgracia!», dijo Gustave, en cuanto entró en la habitación y vio.
Y después se sentó al lado para cobrar aliento y echar un trago también en la mesa de los enfermeros, que aún no habían recogido. «Como es un crimen, lo mejor sería llevarlo a la comisaría —propuso y después comentó también—: Era un buen chico, Robinson, incapaz de hacer daño a una mosca. Me pregunto por qué lo habrá matado…» Y volvió a echar un trago. No debería haberlo hecho. Toleraba mal la bebida. Pero le gustaba la botella. Era su debilidad.
Fuimos a buscar una camilla arriba, con él, en el almacén. Era ya muy tarde para molestar al personal, decidimos transportar el cuerpo hasta la comisaría nosotros mismos. La comisaría quedaba lejos, en el otro extremo del pueblo, después del paso a nivel, la última casa.
Conque nos pusimos en marcha. Parapine sujetaba la camilla por delante. Gustave Mandamour por el otro extremo. Sólo, que no iban demasiado derechos ni uno ni otro. Sophie tuvo incluso que guiarlos un poco para bajar la escalerita. En aquel momento observé que no parecía demasiado emocionada, Sophie. Y, sin embargo, había sucedido a su lado y tan cerca incluso, que habría podido muy bien recibir una de las balas, mientras la otra loca disparaba. Pero Sophie, ya lo había yo notado en otras circunstancias, necesitaba tiempo para ponerse a tono con las emociones. No es que fuera fría, ya que le venía más bien como una tormenta, pero necesitaba tiempo.
Yo quería seguirlos aún un poco con el cuerpo para asegurarme de que todo había acabado. Pero, en lugar de seguirlos con su camilla, como debería haber hecho, deambulé más bien de derecha a izquierda a lo largo de la carretera y después, al final, una vez pasada la gran escuela que está junto al paso a nivel, me metí por un caminito que baja entre los setos primero y después a pique hacia el Sena.
Por encima de las verjas los vi alejarse con su camilla, iban como a asfixiarse entre las fajas de niebla, que se rehacían despacio detrás de ellos. A orillas del río el agua chocaba con fuerza contra las gabarras, bien apretadas contra la crecida. De la llanura de Gennevilliers llegaba aún un frío que pelaba a bocanadas sobre los remolinos del río y lo hacía relucir entre los arcos del puente.
Allí, muy a lo lejos, estaba el mar. Pero yo ya no podía imaginar nada sobre el mar. Tenía otras cosas que hacer. De nada me servía intentar perderme para no volver a encontrarme ante mi vida, por todos lados me la encontraba, sencillamente. Volví sobre mí mismo. Mi trajinar estaba acabado y bien acabado. ¡Que otros siguieran!… ¡El mundo se había vuelto a cerrar! ¡Al final habíamos llegado, nosotros!… ¡Como en la verbena!… Sentir pena no basta, habría que poder reanudar la música, ir a buscar más pena… Pero, ¡que otros lo hiciesen!… Es juventud lo que pedimos de nuevo, así, como quien no quiere la cosa… ¡Y desenvueltos!… Para empezar, ¡ya no estaba dispuesto a soportar más tampoco!… Y, sin embargo, ¡ni siquiera había llegado tan lejos como Robinson, yo, en la vida!… No había triunfado, en definitiva. No había logrado hacerme una sola idea de ella bien sólida, como la que se le había ocurrido a él para que le dieran para el pelo. Una idea más grande aún que mi gruesa cabeza, más grande que todo el miedo que llevaba dentro, una idea hermosa, magnífica y muy cómoda para morir… ¿Cuántas vidas me harían falta a mí para hacerme una idea así más fuerte que todo en el mundo? ¡Imposible decirlo! ¡Era un fracaso! Mis ideas vagabundeaban más bien en mi cabeza con mucho espacio entre medias, eran como humildes velitas trémulas que se pasaban la vida encendiéndose y apagándose en medio de un invierno abominable y muy horrible…
Las cosas iban tal vez un poco mejor que veinte años antes, no se podía decir que no hubiese empezado a hacer progresos, pero, en fin, no era de prever que llegara nunca yo, como Robinson, a llenarme la cabeza con una sola idea, pero es que una idea soberbia, claramente más poderosa que la muerte, y que consiguiera, con mi simple idea, soltar por todos lados placer, despreocupación y valor. Un héroe fardón.
La tira de valor tendría yo entonces. Chorrearía incluso por todos lados valor y vida y la propia vida ya no sería sino una completa idea de valor, que lo movería todo, a los hombres y las cosas desde la Tierra hasta el Cielo. Amor habría tanto, al mismo tiempo, que la Muerte quedaría encerrada dentro con la ternura y tan a gusto en su interior, tan caliente, que gozaría al fin, la muy puta, que acabaría divirtiéndose con amor también ella, con todo el mundo. ¡Eso sí que sería hermoso! ¡Sería un éxito! Me reía solo a la orilla del río pensando en todos los trucos que debería hacer para llegar a hincharme así con resoluciones infinitas… ¡Un auténtico sapo de ideal! La fiebre, al fin y al cabo.
¡Hacía una hora por lo menos que los compañeros me buscaban! Sobre todo porque habían advertido sin duda alguna que, al separarme de ellos, no estaba animado precisamente… Fue Gustave Mandamour quien me divisó el primero bajo el farol de gas. «¡Eh, doctor! —me llamó. Tenía, la verdad, una voz de la hostia, Mandamour—. ¡Por aquí! ¡Lo llaman en la comisaría! ¡Para la declaración!…» «Oiga, doctor… —añadió, pero entonces al oído—, ¡tiene usted muy mal aspecto!» Me acompañó. Me sostuvo incluso para andar. Me quería mucho, Gustave. Yo no le hacía nunca reproches sobre la bebida. Comprendía todo, yo. Mientras que Parapine, ése era un poco severo. Le avergonzaba de vez en cuando por lo de la bebida. Habría hecho muchas cosas por mí, Gustave. Me admiraba incluso. Me lo dijo. No sabía por qué. Yo tampoco. Pero me admiraba. Era el único.
Recorrimos dos o tres calles juntos hasta divisar el farol de la comisaría. Ya no podíamos perdernos. El informe que debía hacer era lo que le preocupaba, a Gustave. No se atrevía a decírmelo. Ya había hecho firmar a todo el mundo, al pie del informe, pero, aun así, le faltaban todavía muchas cosas a su informe.
Tenía una cabeza enorme, Gustave, por el estilo de la mía, y hasta podía yo ponerme su quepis, con eso está dicho todo, pero olvidaba con facilidad los detalles. Las ideas no acudían solícitas, hacía esfuerzos para expresarse y muchos más aún para escribir. Parapine lo habría ayudado con gusto a redactar, pero no sabía nada de las circunstancias del drama, Parapine. Habría tenido que inventar y el comisario no quería que se inventaran los informes, quería la verdad y nada más que la verdad, como él decía.