Una tarde, Robinson lo invitó al billar, en broma, creo. Pero lo suyo era la constancia, conque desde entonces había vuelto siempre, Gustave, a la misma hora todas las tardes, a las ocho. Se encontraba a gusto con nosotros, Gustave, mejor que en el café, según nos decía él mismo, por las discusiones políticas, que a menudo se enconaban, entre los asiduos. Nosotros nunca discutíamos de política. En el caso de Gustave, era terreno bastante delicado la política. En el café había tenido problemas con eso. En principio, no debería haber hablado de política, sobre todo cuando había bebido un poco, lo que no era raro. Era conocido incluso porque le daba a la priva, era su debilidad. Mientras que con nosotros se sentía seguro en todos los sentidos. Lo reconocía él mismo. Nosotros no bebíamos. Podía sacar los pies del plato, no había problema. Había confianza.
Cuando pensábamos, Parapine y yo, en la situación de la que nos habíamos librado y la que nos había correspondido en casa de Baryton, no nos quejábamos, no teníamos motivos, porque, a fin de cuentas, habíamos tenido una suerte milagrosa y disponíamos de todo lo necesario y no nos faltaba nada tanto desde el punto de vista de la consideración como de las comodidades materiales.
Sólo, que yo siempre había pensado que no duraría el milagro. Tenía un pasado con muy mala pata, que me repetía, como eructos del Destino. Ya al principio de estar en Vigny, había recibido tres cartas anónimas que me habían parecido de lo más equívocas y amenazadoras. Y después, muchas otras cartas más, todas igual de rencorosas. Cierto es que recibíamos a menudo, cartas anónimas, en Vigny y, por lo general, no les hacíamos demasiado caso. La mayoría procedían de antiguos enfermos, a quienes sus persecuciones iban a atormentarlos a domicilio.
Pero aquellas cartas, por el tono, me inquietaban más, no se parecían a las otras; sus acusaciones eran precisas y, además, sólo se referían a Robinson y a mí. En una palabra, nos acusaban de estar liados. Era una canallada de suposición. Al principio, me resultaba violento contárselo, pero después me decidí, de todos modos, porque no cesaban de llegarme nuevas cartas del mismo estilo. Entonces pensamos juntos a ver de quién podían ser. Enumeramos todas las personas posibles de entre nuestros conocidos comunes. No se nos ocurría ninguna. Para empezar, era una acusación sin pies ni cabeza. Por mi parte, la inversión no era mi estilo y a Robinson, por la suya, ya es que se la chupaban con ganas las cosas del sexo, tanto por delante como por detrás. Si algo le preocupaba, no era, desde luego, la jodienda. Tenía que ser por lo menos una celosa para imaginar semejantes cochinadas.
En resumen, sólo conocíamos a Madelon capaz de venir a acosarnos con invenciones tan asquerosas hasta Vigny. Me daba igual que siguiera escribiendo sus chorradas, pero yo tenía motivos para temer que, exasperada por no recibir respuesta, viniese a acosarnos, en persona, un día u otro, y a armar escándalo en el establecimiento. Había que esperarse lo peor.
Pasamos así unas semanas durante las cuales nos sobresaltábamos cada vez que sonaba el timbre. Yo me esperaba una visita de Madelon o, peor aún, de la autoridad.
Cada vez que el agente Mandamour llegaba para la partida un poco antes que de costumbre, yo me preguntaba si no traería una citación al cinto, pero en aquella época era aún, Mandamour, de lo más amable y relajado. Hasta más adelante no empezó a cambiar de modo notable también él. En aquel tiempo, aún perdía casi todos los días a todos los juegos y tan campante. Si cambió de carácter, fue, por cierto, culpa nuestra.
Una noche, por curiosidad, le pregunté por qué no conseguía nunca ganar a las cartas; en el fondo, no tenía yo motivo para preguntarle eso a Mandamour, sólo por la manía de saber el porqué de todo. ¡Sobre todo porque no jugábamos por dinero! Y, al tiempo que hablábamos de su mala suerte, me acerqué a él y, examinándolo bien, me di cuenta de que tenía una acusada hipermetropía. La verdad es que, con la iluminación que teníamos, apenas si distinguía el trébol del rombo en las cartas. No podía seguir así.
Puse remedio a su enfermedad regalándole unas hermosas gafas. Al principio estaba muy contento de probarse las gafas, pero eso duró poco. Como jugaba mejor, gracias a las gafas, perdía menos que antes y se empeñó en no volver a perder nunca. No era posible, conque hacía trampas. Y cuando con trampas y todo perdía, pasaba horas enteras enfurruñado. En una palabra, se volvió insoportable.
Me preocupaba mucho, se enfadaba por un quítame allá esas pajas, Gustave, y, además, procuraba, a su vez, molestarnos, crearnos inquietudes, preocupaciones. Se vengaba, cuando perdía, a su modo… Y, sin embargo, no era por dinero, repito, por lo que jugábamos, sólo por la distracción y la gloria… Pero se ponía furioso, de todos modos.
Así, una noche que no había tenido suerte, nos habló airado al marcharse. «Señores, ¡permítanme una advertencia!… Con la gente que frecuentan, ¡yo que ustedes me andaría con ojo!… ¡Hay una morena, entre otras personas, que hace días que se pasea por delante de esta casa!… ¡Demasiado a menudo en mi opinión!… ¡Motivos tiene!… ¡No me sorprendería nada que tuviera cuentas que ajustar con uno de ustedes!…»
Así mismo nos lo espetó, el asunto, pernicioso, Mandamour, antes de marcharse. ¡Menuda sensación causó!…
Aun así, yo recobré el dominio de mí mismo al instante. «Muy bien. ¡Gracias, Gustave!… —fui y le respondí con calma—. No sé quién podrá ser la morenita de que habla usted… Ninguna de nuestras antiguas enfermas, que yo sepa, ha tenido motivo para quejarse de nuestro trato… Debe de tratarse una vez más de una pobre enajenada… Ya la encontraremos… En fin, tiene usted razón, más vale siempre estar enterado… Muchas gracias otra vez, Gustave, por habernos avisado… ¡Y buenas noches!»
Robinson, del susto, no podía ya levantarse de la silla. Cuando hubo salido el agente, examinamos la información que acababa de darnos, en todos los sentidos. Podía perfectamente ser, de todos modos, otra mujer y no Madelon… Venían muchas así, a merodear bajo las ventanas del manicomio… Pero, de todos modos, había motivos poderosos para sospechar que fuera ella y esa duda bastaba para que sintiésemos un canguelo que para qué. Si era ella, ¿cuáles serían sus nuevas intenciones? Y, además, ¿de qué viviría desde hacía tantos meses en París? Si iba a volver a presentarse en persona, teníamos que prepararnos, en seguida.
«Oye, Robinson —dije para concluir—, decídete, es el momento, y no te eches atrás… ¿qué quieres hacer? ¿Deseas volver con ella a Toulouse?»
«¡Que no!, te digo. ¡Que no y que no!» Esa fue su respuesta. Rotunda.
«¡De acuerdo! —dije yo entonces—. Pero en ese caso, si de verdad no quieres volver con ella nunca, lo mejor, en mi opinión, sería que te marcharas a ganarte las habichuelas, durante un tiempo al menos, al extranjero. De ese modo te librarás de ella de verdad… No te va a seguir hasta allí, ¿no?… Aún eres joven… Has recuperado la salud… Has descansado… Te daremos algo de dinero, ¡y buen viaje!… ¡Ésa es mi opinión! Como comprenderás, aquí, además, no tienes porvenir… No puedes seguir aquí siempre…»
Si me hubiera escuchado, si se hubiese marchado entonces, me habría venido muy bien, me habría dado una alegría. Pero no se fue.
«Anda, Ferdinand, ¡te burlas de mí!… —respondió—. No está bien, a mi edad… Mírame bien, ¡anda!…» Ya no quería marcharse. Estaba cansado de los garbeos, en una palabra.
«No quiero ir a ninguna parte… —repetía—. Digas lo que digas… Hagas lo que hagas… No me iré…»
Así mismo respondía a mi amistad. No obstante, insistí.
«¿Y si fuera a denunciarte, Madelon, supongamos, por lo de la tía Henrouille?… Tú mismo me lo dijiste, que era capaz de hacerlo…»
«Pues, ¡mala suerte! —respondió—. Que haga lo que quiera…»
Palabras así eran nuevas en su boca, porque la fatalidad, antes, no era su estilo…
«Por lo menos, ve a buscarte algún trabajillo ahí al lado, en una fábrica; así no estarás obligado a pasar todo el tiempo aquí con nosotros… Si llegan a buscarte, tendremos tiempo de avisarte.»
Parapine estaba totalmente de acuerdo conmigo al respecto e incluso, en aquella ocasión, volvió a hablar un poco. Tenía, pues, que parecerle de lo más grave y urgente lo que nos ocurría. Tuvimos que ingeniárnosla entonces para colocarlo, disimularlo, ocultarlo, a Robinson. Entre nuestras relaciones figuraba un industrial de los alrededores, un chapista que nos estaba agradecido por pequeños favores de lo más delicados, que le habíamos hecho en momentos críticos. No tuvo inconveniente en tomar a Robinson de prueba para la pintura a mano. Era un currelo fino, suave y bien pagado.
«Léon —le dijimos la mañana que empezaba a trabajar—, no hagas el idiota en tu nuevo trabajo, no andes contando tus ideas ridículas para que te fichen… Llega a la hora… No te vayas antes que los demás… Saluda a todo el mundo al llegar… Pórtate bien, en una palabra. Es un taller decente y vas recomendado…»
Pero nada, lo ficharon en seguida, de todos modos, y no por culpa suya, sino por un chivato de un taller cercano que lo había visto entrar en el gabinete privado del patrón. Fue suficiente. Informe. Malas intenciones. Despido.
Conque ahí lo teníamos de vuelta, a Robinson, otra vez, sin empleo, unos días después. ¡Fatalidad!
Y, además, empezó a toser otra vez casi el mismo día. Lo auscultamos y descubrimos toda una serie de estertores a lo largo del pulmón derecho. No le quedaba más remedio que guardar reposo.
Eso sucedió un sábado por la noche justo antes de cenar; entonces alguien preguntó por mí en el salón de la entrada.
Una mujer, me anunciaron.
Era ella con un sombrerito muy elegante y guantes. Lo recuerdo bien. No hacía falta preámbulo, no podía ser más oportuna. La puse al corriente.
«Madelon —le dije lo primero—, si es a Léon a quien desea ver, le aviso ya desde ahora que no vale la pena que insista, puede dar media vuelta… Está enfermo de los pulmones y de la cabeza… Bastante grave, por cierto… No puede usted verlo… Además, es que no tiene nada que decirle a usted…»
«¿Ni siquiera a mí?», insistió.
«No, ni siquiera a usted… Sobre todo a usted…», añadí.
Creí que iba a saltar de nuevo. No, se limitó a mover la cabeza, allí, delante de mí, de derecha a izquierda, con los labios apretados, y con los ojos intentaba encontrarme de nuevo donde me había dejado en su recuerdo. Yo ya no estaba allí. Me había desplazado, también yo, en el recuerdo. En la situación en que nos encontrábamos, un hombre, un cachas, me habría dado miedo, pero de ella no tenía yo nada que temer. Yo le podía, como se suele decir. Siempre había deseado meterle un buen cate a una cabeza presa así de la cólera para ver cómo dan vueltas las cabezas encolerizadas en esos casos. Eso o un hermoso cheque es lo que hace falta para ver de golpe cambiar todas las pasiones que se enroscan en una cabeza. Es tan bello como una hermosa maniobra a vela sobre un mar agitado. Toda la persona se ladea como azotada por un viento nuevo. Yo quería ver una cosa así.
Hacía veinte años por lo menos, que me perseguía ese deseo. En la calle, en el café, en todas partes donde la gente más o menos agresiva, quisquillosa y fanfarrona, se pelea. Pero nunca me había atrevido por miedo a los golpes y sobre todo por la vergüenza que acompaña a los golpes. Pero aquella ocasión, por una vez, era magnífica.
«¿Te vas a ir de una vez?», fui y le dije, sólo para excitarla un poco más aún, ponerla a tono.
Ella ya no me reconocía, de hablarle así. Se puso a sonreír, del modo más horripilante, como si me considerara ridículo y muy despreciable… «¡Zas! ¡Zas!» Le pegué dos guantazos como para dejar sin sentido a un asno.
Fue a caer redonda sobre el gran diván rosa de enfrente, contra la pared, con la cabeza entre las manos. Respiraba entrecortadamente y gemía como un perrito apaleado. Y después, pareció como si reflexionara y de repente se levantó, con agilidad, y cruzó la puerta sin volver siquiera la cabeza. Yo no había visto nada. Vuelta a empezar.
Pero de nada nos sirvió lo que hicimos, era más astuta que todos nosotros juntos. La prueba es que volvió a verlo, a su Robinson, como quiso… El primero que los descubrió juntos fue Parapine. Estaban en la terraza de un café frente a la Gare de l’Est.
Yo me lo figuraba ya, que se volvían a ver, pero no quería dar la impresión otra vez de interesarme por sus relaciones. No era asunto mío, en una palabra. Él cumplía con su deber en el manicomio y muy bien, por cierto, con los paralíticos, currelo ingrato si los hay, limpiándolos, lavándolos, cambiándoles la muda, dándoles palique. No podíamos pedirle más.
Si aprovechaba las tardes que yo lo enviaba a París, a hacer recados, para volver a verla, a su Madelon, era asunto suyo. El caso es que no habíamos vuelto a verla, después de lo de las bofetadas, en Vigny-sur-Seine, a Madelon. Pero yo pensaba que debía de haberle contado marranadas sobre mí.
Yo ya no le hablaba ni siquiera de Toulouse, a Robinson, como si nada de todo aquello hubiese sucedido nunca.
Seis meses pasaron así, mejor o peor, y después se produjo una vacante en nuestro personal y de repente necesitamos con urgencia una enfermera especializada en masajes, la nuestra se había marchado sin avisar para casarse.
Gran número de jóvenes hermosas se presentaron para aquel puesto, con lo que nuestro único problema fue no saber a cuál elegir de entre tantas criaturas sólidas de todas las nacionalidades que acudieron en tropel a Vigny, en cuanto apareció nuestro anuncio. Al final, nos decidimos por una eslovaca llamada Sophie cuya carne, cuyo porte, ágil y tierno a la vez, cuya divina salud, nos parecieron, reconozcámoslo, irresistibles.
Conocía, aquella Sophie, pocas palabras en francés, pero yo, por mi parte, estaba dispuesto, era lo menos que podía hacer, a darle clases sin pérdida de tiempo. Por cierto, que, en contacto con ella, recuperé el gusto por la enseñanza. Sin embargo, Baryton había hecho todo lo posible para que me asqueara. ¡Impenitencia! Pero, ¡qué juventud también! ¡Qué ardor! ¡Qué musculatura! ¡Qué excusa! ¡Elástica! ¡Nerviosa! ¡De lo más asombrosa! No menoscababan aquella belleza ninguno de esos pudores, verdaderos o falsos, que tanto molestan en las conversaciones demasiado occidentales. Por mi parte, mi admiración era, a decir verdad, infinita. De músculos en músculos, por grupos anatómicos, avanzaba yo… Por vertientes musculares, por regiones… No me cansaba de perseguir ese vigor concertado y al mismo tiempo suelto, repartido en haces sucesivamente huidizos y consistentes, al tacto… Bajo la piel aterciopelada, tersa, relajada, milagrosa…