A medida que avanzábamos en la lectura de la
Historia de Inglaterra,
le vi perder un poco su seguridad y, al final, lo mejor de su optimismo. En el momento en que abordamos a los poetas isabelinos, su espíritu y su persona experimentaron grandes cambios inmateriales. Al principio me costó un poco convencerme, pero no me quedó más remedio, al final, como a todo el mundo, que aceptarlo tal como se había vuelto, Baryton, lamentable, la verdad. Su atención, antes precisa y severa, flotaba ahora, arrastrada hacia digresiones fabulosas, interminables. Y entonces le tocó el turno a él de permanecer horas enteras, en su propia casa, ahí, ante nosotros, soñador, lejano ya… Aunque me había asqueado por mucho tiempo y con ganas, sentía algo de remordimiento al verlo así, disgregarse, a Baryton. Yo me consideraba un poco responsable de ese derrumbamiento… Su desconcierto espiritual no me era del todo ajeno… Hasta tal punto, que le propuse un día interrumpir por un tiempo nuestros ejercicios de literatura con el pretexto de que un intermedio nos proporcionaría tiempo y ocasión para renovar nuestros recursos documentales… No se dejó engañar por astucia tan débil y opuso, en el acto, una negativa, benévola, bien es verdad, pero del todo categórica… Estaba decidido a proseguir conmigo sin cesar el descubrimiento de la Inglaterra espiritual… Tal como lo había emprendido… Yo no podía responder nada… Me incliné. Temía incluso no disponer de bastantes horas de vida para lograrlo del todo… En una palabra, pese a que yo ya presentía lo peor, hubo que continuar con él, mal que bien, aquella peregrinación académica y desolada.
La verdad es que Baryton había dejado de ser el que era. A nuestro alrededor, personas y cosas perdían, peregrinas y paulatinas, su importancia ya e incluso los colores con que las habíamos conocido adquirían una suavidad soñadora de lo más equívoca…
Ya no daba muestras, Baryton, sino de un interés ocasional y cada vez más lánguido por los detalles administrativos de su propia casa, obra suya, sin embargo, por la que había sentido durante más de treinta años auténtica pasión. Dejaba toda la responsabilidad de los servicios administrativos en manos de Parapine. El desconcierto cada vez mayor de sus convicciones, que aún intentaba disimular púdicamente en público, estaba llegando a ser evidente para nosotros, irrefutable, físico.
Gustave Mandamour, el agente de policía que conocíamos en Vigny porque a veces lo utilizábamos en los trabajos pesados de la casa y que era sin lugar a dudas el ser menos perspicaz que he tenido oportunidad de conocer entre tantos otros del mismo orden, me preguntó un día, por aquella época, si no habría tenido tal vez muy malas noticias el patrón… Lo tranquilicé lo mejor que pude, pero sin demasiado convencimiento.
Todos esos chismes ya no interesaban a Baryton. Lo único que quería era que no se lo molestara con ningún pretexto… Al comienzo de nuestros estudios, de acuerdo con su deseo, habíamos recorrido demasiado rápido la gran
Historia de Inglaterra
de Macaulay, obra capital en dieciséis volúmenes.
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Reanudamos, por orden suya, esa dichosa lectura y ello en condiciones morales de lo más inquietantes. Capítulo tras capítulo.
Baryton me parecía cada vez más pérfidamente contaminado por la meditación. Cuando llegamos al pasaje, implacable como ninguno, en que Monmouth el Pretendiente acaba de desembarcar en las orillas imprecisas de Kent… En el momento en que su aventura empieza a girar en el vacío… En que Monmouth el Pretendiente no sabe ya muy bien lo que pretende… Lo que quiere hacer. Lo que ha ido a hacer… En que empieza a decirse que le gustaría marcharse, pero ya no sabe adónde ni cómo… Cuando la derrota se alza ante él… En la palidez de la mañana… Cuando el mar se lleva sus últimos navíos… Cuando Monmouth se pone a pensar por primera vez… Baryton no lograba tampoco, en sus asuntos, ínfimos, adoptar sus propias decisiones… Leía y releía ese pasaje y lo murmuraba una y otra vez, además… Abrumado, volvía a cerrar el libro y venía a tumbarse cerca de nosotros.
Durante largo rato, repetía, con los ojos entornados, el texto entero, de memoria, y después, con su acento inglés, el mejor de entre todos los de Burdeos que yo le había dado a elegir, nos recitaba otra vez…
En la aventura de Monmouth, cuando todo el lastimoso ridículo de nuestra pueril y trágica naturaleza se desabrocha, por así decir, ante la Eternidad, Baryton era presa del vértigo, a su vez, y, como ya sólo colgaba por un hilo de nuestro destino corriente, se soltó del todo… Desde aquel momento, puedo afirmarlo, dejó de ser de los nuestros… Ya no podía más…
Al final de aquella misma velada, me pidió que fuera a reunirme con él en su gabinete de director… Desde luego, en vista del extremo a que habíamos llegado, yo me esperaba que me comunicara alguna resolución suprema, mi despido inmediato, por ejemplo… Bueno, pues, ¡no! La decisión que había adoptado, ¡me era, al contrario, del todo favorable! Ahora bien, tan raras veces me ocurría que una suerte favorable me sorprendiese, que no pude por menos de derramar algunas lágrimas… Baryton tuvo a bien considerar pena ese testimonio de mi emoción y entonces le tocó a él consolarme…
«¿Va usted a dudar de mi palabra, Ferdinand, si le garantizo que he necesitado mucho más que valor para decidirme a abandonar esta casa…? ¿Yo, de costumbres tan sedentarias, que usted conoce, yo, ya casi un anciano, en una palabra, con toda una carrera que no ha sido sino una larga verificación, muy tenaz, muy escrupulosa, de tantas maldades lentas o rápidas?… ¿Cómo es posible que haya llegado a abjurar de todo en unos meses?… Y, sin embargo, aquí me tiene, en cuerpo y alma, en este estado de desapego, de nobleza… ¡Ferdinand!
Hurrah!
¡Como usted dice en inglés! Mi pasado ya no es nada para mí, ¡eso está claro! ¡Voy a renacer, Ferdinand! ¡Sencillamente! ¡Me marcho! ¡Oh, sus lágrimas, bondadoso amigo, no podrán atenuar el asco definitivo que siento por todo lo que me retuvo aquí durante tantos y tantos años insípidos!… ¡Es demasiado! ¡Basta, Ferdinand! ¡Le digo que me voy! ¡Huyo! ¡Me evado! ¡Se me parte el corazón, desde luego! ¡Lo sé! ¡Sangro! ¡Lo veo! Pues bien, Ferdinand, por nada del mundo, sin embargo… Ferdinand, por nada… ¡me haría usted volver sobre mis pasos! ¿Me oye usted?… Aun cuando hubiera dejado caer un ojo ahí, en algún punto de este cieno, ¡no volvería a recogerlo! Conque, ¡con eso está dicho todo! ¿Duda usted ahora de mi sinceridad?»
Yo ya no dudaba de nada. Era capaz de todo, Baryton, estaba claro. Por lo demás, creo que habría sido fatal para su razón que yo me hubiese puesto a contradecirlo en el estado a que había llegado. Le dejé descansar un momento y después intenté, de todos modos, ablandarlo un poco, me atreví a hacer un intento supremo para traerlo de nuevo hasta nosotros… Mediante los efectos de una ligera transposición… de una argumentación amablemente oblicua…
«¡Abandone, pues, Ferdinand, por favor, la esperanza de verme renunciar a mi decisión! ¡Ya le digo que es irrevocable! Le agradeceré que no me vuelva a hablar de eso… Por última vez, Ferdinand, ¿quiere usted ser tan amable? A mi edad, las vocaciones, verdad, son muy raras… Es sabido… Pero son irremediables…»
Tales fueron sus propias palabras, casi las últimas que pronunció. Las transmito.
«Tal vez, querido señor Baryton —me atreví, de todos modos, a interrumpirlo de nuevo—, estas vacaciones repentinas que se dispone usted a tomarse no constituyan, en definitiva, sino un episodio un poco novelesco, una oportuna diversión, un entreacto feliz, en el curso un poco austero, bien es verdad, de su carrera… Tal vez tras haber probado otra vida… más amena, menos trivialmente metódica, que la que llevamos aquí, vuelva usted, sencillamente, contento de su viaje, hastiado de imprevistos… Entonces, volverá usted a ocupar, del modo más natural, su lugar a la cabeza de esta institución… Orgulloso de sus experiencias recientes… Renovado, en una palabra, y seguramente del todo indulgente en adelante para las monotonías cotidianas de nuestra ajetreada rutina… ¡Envejecido, por fin! Si me permite usted expresarme así, señor Baryton…»
«¡Qué halagador, este Ferdinand!… Aún encuentra modo de conmoverme en mi orgullo masculino, sensible, exigente incluso, ahora lo descubro pese a tanto hastío y a las adversidades pasadas… ¡No, Ferdinand! Todo el ingenio que usted despliega no podría ablandar, en un momento, todo el fondo abominablemente hostil y doloroso de nuestra voluntad. Por lo demás, Ferdinand, ¡ya no hay tiempo para vacilar, para volver sobre mis pasos!… ¡Estoy, lo confieso, lo clamo, Ferdinand, vacío! ¡Agobiado, vencido! ¡Por cuarenta años de pequeneces sagaces!… ¡Ya es más que demasiado!… ¿Lo que quiero intentar?
¿Quiere usted saberlo?… Puedo decírselo, a usted, mi amigo supremo, usted que ha tenido a bien compartir, desinteresado, admirable, los sufrimientos de un viejo derrotado… Quiero, Ferdinand, probar a ir a perder mi alma, igual que va uno a perder su perro sarnoso, su perro hediondo, muy lejos, el compañero que le asquea a uno, antes de morir… Por fin solo… Tranquilo… uno mismo…»
«Pero, querido señor Baryton, ¡esta violenta desesperación cuyas inflexibles exigencias me revela usted de pronto nunca la había advertido yo en sus palabras y me deja pasmado! Muy al contrario, sus observaciones cotidianas me parecen aún hoy perfectamente pertinentes… Todas sus iniciativas siempre alegres y fecundas… Sus intervenciones médicas perfectamente juiciosas y metódicas… En vano buscaría en sus actos cotidianos una de esas señales de abatimiento, de derrota… La verdad, no observo nada semejante…»
Pero, por primera vez desde que yo lo conocía, no sentía Baryton ningún placer de recibir mis cumplidos. Me disuadía incluso, amable, para que no continuara la conversación en aquel tono lisonjero.
«No, mi querido Ferdinand, se lo aseguro… Estos testimonios últimos de su amistad vienen a suavizar, desde luego y de forma inesperada, los últimos momentos de mi presencia aquí; sin embargo, toda su solicitud no podría volverme tolerable simplemente el recuerdo de un pasado que me abruma y al que estos lugares apestan… Quiero alejarme a cualquier precio, ¿me oye usted?, y con cualesquiera condiciones…»
«Pero, señor Baryton, ¿qué vamos a hacer en adelante con esta casa? ¿Lo ha pensado usted?»
«Sí, desde luego, lo he pensado, Ferdinand… Usted se hará cargo de la dirección durante el tiempo que dure mi ausencia, ¡y se acabó!… ¿No ha tenido usted siempre relaciones excelentes con nuestra clientela?… Así, pues, su dirección será aceptada fácilmente… Todo irá bien, ya lo verá, Ferdinand… Parapine, por su parte, ya que no puede tolerar la conversación, se ocupará de los mecanismos, los aparatos y el laboratorio… ¡Eso es lo suyo!… Así todo queda arreglado como Dios manda… Por lo demás, he dejado de creer en las presencias indispensables… Por ese lado también, ya lo ve, amigo mío, he cambiado mucho…»
En efecto, estaba desconocido.
«Pero, ¿no teme usted, señor Baryton, que su marcha se comente del modo más malicioso entre nuestra competencia de los alrededores?… ¿De Passy, por ejemplo? ¿De Montretout?… ¿De Gargan-Livry? Todos los que nos rodean… Que nos espían… Esos colegas de una perfidia incansable… ¿Qué sentido atribuirán a su noble y voluntario exilio?… ¿Cómo lo llamarán? ¿Escapada? ¿Qué sé yo qué más? ¿Extravagancia? ¿Derrota? ¿Fracaso? ¿Quién sabe?…»
Esa eventualidad le había hecho sin duda reflexionar larga y penosamente. Aún lo turbaba, ahí, ante mí, empalidecía al pensarlo…
Aimée, su hija, nuestra inocente Aimée, iba a sufrir, con todo aquello, una suerte bastante brutal. La dejaba al cuidado de una de sus tías, una desconocida, a decir verdad, en provincias. Así, liquidadas todas las cosas íntimas, ya sólo nos quedaba, a Parapine y a mí, hacer todo lo posible para administrar todos sus intereses y sus bienes. ¡Bogue, pues, la barca sin capitán!
Después de aquellas confidencias, podía permitirme, me pareció, preguntarle al patrón por qué lado pensaba lanzarse hacia las regiones de su aventura…
«¡Por Inglaterra, Ferdinand!», me respondía, sin vacilar.
Todo lo que nos sucedía, en tan poco tiempo, me parecía, desde luego, muy difícil de asimilar, pero, de todos modos, tuvimos que adaptarnos rápidos a la nueva suerte.
El día siguiente, lo ayudamos, Parapine y yo, a hacerse un equipaje. El pasaporte con todas sus páginas y sus visados le extrañaba un poco. Nunca había tenido pasaporte. Ya que estaba, le habría gustado obtener otros, de recambio. Tuvimos que convencerlo de que era imposible.
Una última vez titubeó respecto a la cuestión de si llevar cuellos duros o blandos y cuántos de cada clase. Con aquel problema, mal resuelto, estuvimos hasta la hora del tren. Saltamos los tres al último tranvía para París. Baryton llevaba sólo una maleta ligera, pues tenía intención de permanecer, por dondequiera que fuese y en todas las circunstancias, móvil y ligero.
En el andén la noble altura de los estribos de los trenes internacionales le impresionó. Vacilaba a la hora de subir aquellos escalones majestuosos. Se recogía ante el vagón como en el umbral de un monumento. Lo ayudamos un poco. Como había cogido billete de segunda, nos hizo al respecto una observación comparativa, práctica y sonriente. «La primera no es mejor», dijo.
Le tendimos las manos. Fue el momento. Sonó el pitido de la salida, con un arranque tremendo, como una catástrofe de chatarra, en el instante bien preciso. Fue una brutalidad abominable para nuestra despedida. «¡Adiós, hijos!», le dio apenas tiempo de decirnos y su mano se separó, hurtada a las nuestras…
Se movía allá, entre el humo, su mano, alargada entre el ruido, ya en la noche, a través de los raíles, cada vez más lejos, blanca…
Por una parte, no lo echamos de menos, pero, de todos modos, su marcha creaba un vacío tremendo en la casa.
Para empezar, su forma de marcharse nos había puesto tristes a nuestro pesar, por decirlo así. No había sido natural, su forma de marcharse. Nos preguntábamos qué podría ocurrimos, a nosotros, tras un golpe semejante.
Pero no tuvimos tiempo de preguntárnoslo demasiado ni tampoco de aburrirnos siquiera. Pocos días después de que lo acompañáramos hasta la estación, a Baryton, mira por dónde, me anunciaron una visita para mí, en el despacho, para mí en especial. El padre Protiste.
¡Menudo si le di noticias, yo, entonces! ¡Y buenas! Y, sobre todo, ¡del modo como nos había plantado a todos para irse de juerga a los septentriones, Baryton!… No salía de su asombro, Protiste, al enterarse de ello, y después, cuando por fin hubo comprendido, lo único que discernía ya en aquel cambio era el provecho que yo podía sacar de semejante situación. «¡Esta confianza de su director me parece la más halagadora de las promociones, mi querido doctor!», me repetía, machacón.