Después pasamos delante de la boda del pim pam pum. ¡Pan! ¡Pan! Peleamos con pelotas duras. Había que ver qué poco tino tenía yo… Felicité a Robinson. Me ganaba a cualquier juego también él. Pero tampoco lo hacía sonreír su tino. Estaba visto: parecía que los hubiéramos llevado por la fuerza a los dos. No había modo de animarlos, de alegrarlos. «¡Que estamos en la verbena!», grité; por una vez me fallaba la inventiva.
Pero les daba igual que yo los animara y les repitiese esas cosas al oído. No me oían. «Pero, ¿qué juventud es ésta? —les pregunté—. ¡A quien se le diga…! ¿Es que ya no se divierte la juventud? ¿Qué tendría que hacer yo, entonces, que tengo diez castañas más que vosotros? ¡Pues sí!» Entonces me miraban, Madelon y él, como si se encontraran ante un intoxicado, un baboso, y ni siquiera valiese la pena responderme… Como si ni siquiera valiese la pena hablarme, pues ya no comprendería, seguro, lo que pudieran explicarme… Nada de nada… ¿Tendrían razón?, me pregunté entonces y miré, muy inquieto, a nuestro alrededor, a la otra gente.
Pero los otros hacían lo que convenía, por su parte, para divertirse, no como nosotros ahí, haciéndonos pajas mentales con nuestra pena, penita, pena. ¡Ni hablar del peluquín! ¡Menudo si la gozaban con la fiesta! ¡Por un franco aquí!… ¡Cincuenta céntimos allá!… Luz… Bombo, música y caramelos… Como moscas se agitaban, con sus larvillas incluso en los brazos, bien lívidos, pálidos bebés, que desaparecían, a fuerza de palidez, entre tanta luz. Un poco de rosa sólo en torno a la nariz les quedaba, a los bebés, en el sitio de los catarros y los besos.
Entre todas las casetas, lo reconocí en seguida, al pasar, el «Tiro de las Naciones», un recuerdo, no les comenté nada a los otros. Quince años ya, me dije, sólo para mis adentros. Quince años han pasado ya… ¡La tira! ¡La cantidad de amiguetes que ha perdido uno por el camino! Nunca habría creído que se hubiera librado del barro en que estaba hundido allí, en Saint-Cloud, el «Tiro de las Naciones»… Pero estaba bien restaurado, casi nuevo, en una palabra, ahora, con música y todo. Muy bien. No cesaban de tirar. Una caseta de tiro está siempre muy solicitada. El huevo había vuelto también, como yo, en el centro, casi en el aire, a brincar. Costaba dos francos. Pasamos de largo, teníamos demasiado frío como para probar, más valía caminar. Pero no era porque nos faltase dinero, teníamos aún los bolsillos llenos, de moneda tintineante, la musiquilla del bolso.
Yo habría probado cualquier cosa, en aquel momento, para que cambiásemos de ánimo, pero nadie ponía nada de su parte. Si hubiera estado Parapine con nosotros, habría sido aún peor seguramente, ya que se ponía triste en cuanto había gente. Por fortuna, se había quedado de guardia en el manicomio. Por mi parte, yo me arrepentía de haber ido. Madelon se echó entonces a reír, pese a todo, pero no era divertida su risa ni mucho menos. Robinson lanzaba risitas a su lado para no desentonar. De repente, Sophie se puso a contar chistes. Lo que faltaba.
Al pasar por delante de la caseta del fotógrafo, nos vio, el artista, vacilantes. No queríamos fotografiarnos, salvo Sophie tal vez. Pero acabamos expuestos ante su aparato, de todos modos, a fuerza de vacilar ante la puerta. Nos sometimos a sus lentas instrucciones, ahí, sobre la pasarela de cartón, que debía de haber construido él mismo, de un supuesto barco
La Belle-France.
Estaba escrito en los falsos salvavidas. Nos quedamos así un buen rato, con los ojos clavados en el horizonte desafiando el porvenir. Otros clientes esperaban impacientes a que bajáramos de la pasarela y ya se vengaban considerándonos feos y nos lo decían, además, y en voz alta.
Se aprovechaban de que no podíamos movernos. Pero Madelon no tenía miedo, los puso de vuelta y media con todo el acento del Mediodía. Bien clarito. Respuesta sabrosa.
Magnesio. Todos parpadeamos. Una foto cada uno. Más feos que antes. Estábamos más feos que antes. Calaba la lluvia por la lona. Teníamos los pies molidos de cansancio y congelados. El viento se nos había colado, mientras posábamos, por todos los agujeros, hasta el punto de que el abrigo parecía inexistente.
Había que ponerse de nuevo a deambular entre las casetas. Yo no me atrevía a proponer que volviésemos a Vigny. Era demasiado temprano. El sentimental órgano del tiovivo aprovechó que estábamos ya tiritando para provocarnos más tembleque aún, nervioso. Del fracaso del mundo entero se cachondeaba, el instrumento. Cantaba a la derrota entre sus tubos plateados y la melodía iba a diñarla en la noche de al lado, a través de las calles meadas que bajan de las Buttes.
Las marmotillas de Bretaña tosían mucho más que el invierno pasado, cierto es, cuando acababan de llegar a París. Sus muslos jaspeados de verde y azul eran los que adornaban, como podían, los arreos de los caballitos. Los chorbos de Auvernia que las invitaban, prudentes empleados de Correos, sólo se las tiraban con condón, era sabido. No estaban dispuestos a pescarlas por segunda vez. Las marmotas se retorcían esperando el amor en el estrépito asquerosamente melodioso del tiovivo. Un poco mareadas estaban, pero posaban, de todos modos, con seis grados de temperatura, porque era el momento supremo, el momento de probar su juventud con el amante definitivo, que tal vez estuviera ahí, conquistado ya, acurrucado entre los gilipuertas de aquella multitud aterida. No se atrevía aún, el Amor… Todo llega, sin embargo, como en el cine, y la felicidad también. Que te adore una sola noche y nunca más se separará de ti, ese hijo de papá… Es algo visto y se acabó. Además, es que está bien, es que es guapo, es que es rico.
En el quiosco de al lado, junto al metro, a la vendedora, por su parte, le importaba un pepino el porvenir, se rascaba su antigua conjuntivitis y se la infectaba despacio con las uñas. Es un placer, obscuro y gratuito. Ya hacía seis años que le duraba, lo del ojo, y cada vez le picaba más.
Los transeúntes apiñados en grupo contra el frío que pelaba se apretujaban para derretirse en torno a la rifa. Sin conseguirlo. Brasero de culos. Entonces se largaban corriendo y saltaban para calentarse en el cogollo de multitud que formaban los de enfrente, delante del ternero con dos cabezas.
Protegido por el urinario, un muchachito a quien el paro acechaba decía su precio a una pareja de provincias, que se sonrojaba de emoción. El guri que velaba por las buenas costumbres había comprendido el tejemaneje, pero se la traía floja, su cita de momento era a la salida del café Miseux. Hacía una semana que lo acechaba. Tenía que ser en el estanco o en la trastienda del vendedor de libros verdes de al lado. En cualquier caso, hacía tiempo que le habían dado el soplo. Uno de los dos procuraba, según contaban, menores, que aparentaban vender flores. Más anónimos. El vendedor de castañas de la esquina «soplaba» también, por su parte, a la bofia. Qué remedio, por cierto. Todo lo que había en la acera pertenecía a la policía.
Esa especie de ametralladora que se oía, furiosa, por este lado, a ráfagas, era simplemente la moto del tipo del «Disco de la Muerte». Un «evadido», según decían, pero no era seguro. En cualquier caso, ya había reventado su tienda dos veces, aquí mismo, y también dos años antes en Toulouse. ¡A ver si se estrellaba de una vez con su aparato! ¡A ver si se rompía la jeta de una vez y la columna también y que no se hablara más del asunto! De oírlo, ¡te entraban ganas de matarlo! El tranvía también, por cierto, con su campanilla; ya había atropellado a dos viejos de Bicetre, a la altura de las casetas, en menos de un mes. El autobús, en cambio, era tranquilo. Llegaba a la chita callando a la Place Pigalle, con muchas precauciones, titubeando más bien, tocando la bocina, jadeando, con sus cuatro personas dentro, muy prudentes y lentas a la hora de salir, como monaguillos.
De mostradores a grupos y de tiovivos a rifas, a fuerza de deambular, habíamos llegado hasta el final de la verbena, el enorme vacío negro como la pez donde las familias iban a hacer pipí… ¡Media vuelta, pues! Al volver sobre nuestros pasos, comimos castañas para que nos diera sed. Dolor en la boca nos dio, pero no sed. Un gusano también en las castañas, uno muy mono. Se lo encontró Madelon, como hecho a propósito. E incluso desde aquel momento fue cuando las cosas empezaron a ir francamente mal entre nosotros, hasta entonces nos conteníamos un poco, pero lo de la castaña la puso absolutamente furiosa.
En el momento en que se acercaba al arroyo para escupirlo, el gusano, Léon le dijo, además, algo como para impedírselo, ya no sé qué, ni por qué le dio eso, pero de repente eso de ir a escupir así no le gustaba a Léon. Le preguntó, como un tonto, si había encontrado una pepita… No había que hacerle una pregunta así… Y entonces va y se le ocurre a Sophie meterse en su discusión, no comprendía por qué regañaban… Quería saberlo.
Conque eso los irritó aún más, verse interrumpidos por Sophie, una extranjera, lógicamente. Justo entonces un grupo de alborotadores pasó entre nosotros y nos separó. Eran jóvenes que hacían la carrera, en realidad, pero con mímicas, pitos y toda clase de gritos de alma que lleva el diablo. Cuando pudimos juntarnos, seguían regañando, Robinson y ella.
«Ha llegado el momento —pensaba yo— de regresar… Si los dejamos juntos aquí unos minutos más, nos van a armar un escándalo en plena verbena… ¡Ya basta por hoy!» Todo había fallado, había que reconocerlo. «¿Quieres que nos vayamos? —le propuse. Entonces me miró como sorprendido. Sin embargo, me parecía la decisión más prudente e indicada—. ¿Es que no estáis hartos de la verbena así?», añadí. Entonces me indicó por señas que lo mejor era que preguntara primero su opinión a Madelon. No tenía yo inconveniente en preguntárselo, a Madelon, pero no me parecía muy oportuno.
«Pero, ¡si nos la llevamos con nosotros, a Madelon!», acabé diciendo.
«¿Que nos la llevamos? ¿Adónde quieres llevarla?», dijo él.
«Pues, ¡a Vigny, hombre!», respondí.
¡Era meter la pata!… Una vez más. Pero no podía echarme atrás, ya lo había dicho.
«¡Tenemos una habitación libre para ella en Vigny! —añadí—. ¡Nos sobran habitaciones, qué caramba!… Además, podemos tomar una cenita juntos, antes de irnos a acostar… ¡Será más alegre que aquí, donde nos estamos quedando, literalmente, congelados desde hace dos horas! No va a ser difícil…» No respondía nada, Madelon, a mis propuestas. Ni siquiera me miraba, mientras yo hablaba, pero, aun así, no se perdía ripio de lo que yo acababa de explicar. En fin, lo dicho dicho estaba.
Cuando me encontré un poco separado, ella se acercó a mí con disimulo para preguntarme si no sería que quería jugarle otra mala pasada invitándola a Vigny. No le respondí nada. No se puede razonar con una mujer celosa, como ella estaba, habría sido otro pretexto más para cuentos interminables. Y, además, yo no sabía exactamente de quién ni de qué estaba celosa. Con frecuencia es difícil determinar esos sentimientos provocados por los celos. De todo, en una palabra, estaba celosa, me imagino, como todo el mundo.
Sophie no sabía ya qué hacer, pero seguía insistiendo para mostrarse amable. Había cogido del brazo incluso a Madelon, pero ésta estaba demasiado rabiosa y contenta, además, de estarlo como para dejarse distraer por amabilidades. Nos escurrimos con mucho trabajo a través del gentío para llegar hasta el tranvía, en la Place Clichy. En el preciso momento en que íbamos a coger el tranvía, una nube descargó sobre la plaza y empezó a llover a mares. El cielo se derramó.
En un instante todos los autos fueron cogidos al asalto. «¿No irás a ponerme en evidencia delante de la gente?… ¿Eh, Léon? —oí a Madelon preguntarle a media voz junto a nosotros. Aquello se ponía feo—. ¿Conque ya estás harto de verme, eh?… ¡Anda, dilo que estás harto de verme! —proseguía—. ¡Dilo! ¡Y eso que no me ves a menudo!… Pero prefieres estar a solas con ellos dos, ¿eh?…
Apuesto algo a que os acostáis juntos, cuando yo no estoy… ¡Dilo, que prefieres estar con ellos y no conmigo!… Dilo, que yo te oiga… —Y después se quedaba sin decir nada, la cara se le cerraba en una mueca en torno a la nariz, que le subía y le tiraba de la boca. Estábamos esperando en la acera—. ¿Has visto cómo me tratan tus amigos?… ¿Eh, Léon?», continuaba.
Pero Léon, hay que ser justos, no replicaba, no la provocaba, miraba para otro lado, a las fachadas y el bulevar y los coches.
Sin embargo, era un violento a ratos, Léon. Como Madelon veía que no daban resultado sus amenazas, lo hostigaba de otro modo y después con ternura, mientras esperaba. «Yo te quiero, Léon mío, ¿me oyes, que te quiero?… ¿Te das cuenta por lo menos de lo que he hecho por ti?… ¿Tal vez habría sido mejor que yo no viniera hoy?… ¿Me quieres, de todos modos, un poquito, Léon? No es posible que no me quieras nada… Tienes corazón, ¿no, Léon? Tienes un poco de corazón, de todos modos, ¿no, Léon?… Entonces, ¿por qué desprecias mi amor?… Habíamos tenido un sueño bonito juntos… ¡Anda que no eres cruel conmigo!… ¡Has despreciado mi sueño, Léon! ¡Lo has ensuciado!… ¡Ya puedes decir que lo has destruido, mi ideal!… Entonces no quieres que crea más en el amor, ¿eh? ¿Es eso lo que quieres de verdad?…» Todo le preguntaba, mientras la lluvia calaba el toldo del café.
Chorreaba entre la gente. Estaba visto, Madelon era como él me había advertido. No había inventado nada Robinson en lo referente a su carácter auténtico. No habría yo podido imaginar que hubiesen llegado tan rápido a semejantes intensidades sentimentales, así era.
Como los coches y todo el tráfico hacían mucho ruido en torno a nosotros, aproveché para decir unas palabras a Robinson al oído, de todos modos, sobre la situación, para intentar librarnos de ella ahora y acabar lo más rápido posible, ya que había sido un fracaso, zafarnos a la chita callando antes de que todo se agriara y que nos enfadásemos sin remedio. Era como para temerlo. «¿Quieres que te busque un pretexto yo? —le sugerí—. ¿Y que nos larguemos cada uno por nuestro lado?» «¡No se te ocurra! —me respondió él—. ¡No se te ocurra! ¡Podría darle un ataque aquí mismo y no podríamos con ella!» No insistí.
Al fin y al cabo, tal vez fuera eso lo que le daba gusto, que le echasen una bronca en público, a Robinson, y, además, que él la conocía mejor que yo. Cuando el diluvio amainaba, encontramos un taxi. Nos precipitamos y nos encontramos apretujados. Al principio, no nos decíamos nada. Estábamos mustios y, además, yo ya había metido la pata lo mío. Podía esperar un poquito antes de volver a empezar.
Léon y yo cogimos los transpórtales de delante y las dos mujeres ocuparon el fondo del taxi. Las noches de verbena hay embotellamientos en la carretera de Argenteuil, sobre todo hasta la Porte. Después hay que contar por lo menos una buena hora para llegar a Vigny por culpa del tráfico. No es cómodo permanecer una hora sin hablarse, mirándose de frente, sobre todo cuando es de noche, cuando vas inquieto a causa de los que te acompañan.