»Yo no había dicho nada así, nada. Ella lo había dicho todo, conque le resultaba muy fácil contestarse a sí misma… ¿Cómo había que hacer entonces para disuadirla?
»¡Haber palpado mi cicatriz y mi bulto la había emborrachado, por así decir, de amor, de golpe! Quería volver a cogerla en las manos, mi cabeza, y no soltarla y hacerme feliz hasta la Eternidad, ¡quisiera yo o no! A partir de aquella escena, su madre no volvió a tener derecho a la palabra para echarme broncas. No le dejaba hablar, Madelon, a su madre. No la habrías reconocido, ¡quería protegerme a más no poder!
»¡Aquello tenía que acabar! Desde luego, yo habría preferido, claro está, que nos hubiéramos separado como buenos amigos… Pero es que ya ni valía la pena intentarlo… No podía más de amor y estaba muy terca. Una mañana, mientras estaban en la compra, la madre y ella, hice como tú, un paquetito, y me di el piro a la chita callando… Después de eso, ¿no dirás que no he tenido bastante paciencia?… Es que, te lo repito, no había nada que hacer… Ahora, ya lo sabes todo… Cuando te digo que es capaz de todo, esa chica, y que puede perfectamente venir a insistirme de nuevo aquí, de un momento a otro, ¡no me vengas con que veo visiones! ¡Sé lo que me digo! ¡Me la conozco yo! Y estaríamos más tranquilos, en mi opinión, si me encontrara ya como encerrado con los locos… Así, me sería más fácil hacer como quien ya no comprende nada… Con ella, eso es lo que hay que hacer… No comprender…»
Dos o tres meses antes, todo lo que acababa de contarme, Robinson, me habría interesado aún, pero yo había como envejecido de golpe.
En el fondo, me había vuelto cada vez más como Baryton, me la traía floja. Todo eso que me contaba Robinson de su aventura en Toulouse no era ya para mí un peligro vivo; de nada me servía intentar interesarme por su caso, olía a rancio, su caso. De nada sirve decir ni pretender, el mundo nos abandona mucho antes de que nos vayamos para siempre.
Las cosas que más te interesan, un buen día decides comentarlas cada vez menos, y con esfuerzo, cuando no queda más remedio. Estás pero que muy harto de oírte hablar siempre… Abrevias… Renuncias… Llevas más de treinta años hablando… Ya no te importa tener razón. Te abandona hasta el deseo de conservar siquiera el huequecito que te habías reservado entre los placeres… Sientes hastío… En adelante te basta con jalar un poco, tener un poco de calorcito y dormir lo más posible por el camino de la nada. Para recuperar el interés, habría que descubrir nuevas muecas que hacer delante de los demás… Pero ya no tienes fuerzas para cambiar de repertorio. Farfullas. Buscas aún trucos y excusas para quedarte ahí, con los amiguetes, pero la muerte está ahí también, hedionda, a tu lado, todo el tiempo ahora y menos misteriosa que una partida de brisca. Sólo conservas, preciosas, las pequeñas penas, la de no haber encontrado tiempo para ir a Bois-Colombes a ver, mientras aún vivía, a tu anciano tío, cuya cancioncilla se extinguió para siempre una noche de febrero. Eso es todo lo que has conservado de la vida. Esa pequeña pena tan atroz, el resto lo has vomitado más o menos a lo largo del camino, con muchos esfuerzos y pena. Ya no eres sino un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que ya no pasa casi nadie.
Puestos a aburrirse, lo menos cansino es hacerlo con hábitos regulares. Me empeñaba en que todo el mundo estuviera acostado en la casa a las diez de la noche. Yo me encargaba de apagar las luces. Los negocios iban solos.
Por lo demás, no hicimos derroche alguno de imaginación. El sistema Baryton de los «cretinos en el cine» nos ocupaba suficientemente. Tampoco se hacían demasiadas economías en la casa. El despilfarro, nos decíamos, lo haría tal vez volver, al patrón, ya que lo angustiaba tanto.
Habíamos comprado un acordeón para que Robinson pudiese poner a bailar a nuestros enfermos en el jardín durante el verano. Era difícil tenerlos ocupados en Vigny, a los enfermos, día y noche. No podíamos enviarlos todo el tiempo a la iglesia, se aburrían demasiado en ella.
De Toulouse no volvimos a tener la menor noticia, el padre Protiste no volvió tampoco a vernos nunca. La existencia en el manicomio se organizaba monótona, furtiva. Moralmente, no estábamos a gusto. Demasiados fantasmas, aquí y allá.
Pasaron algunos meses más. Robinson se recuperaba. Por Semana Santa nuestros locos se agitaron un poco, mujeres ligeras de ropa pasaban y volvían a pasar por delante de nuestros jardines. Primavera precoz. Bromuros.
En el Tarapout, desde la época en que fui extra, habían renovado el personal muchas veces. Las inglesitas habían acabado muy lejos, según me dijeron, en Australia. No las volveríamos a ver…
Las tablas, desde mi historia con Tania, me estaban prohibidas. No insistí.
Nos pusimos a escribir cartas casi a todas partes y sobre todo a los consulados de los países del Norte, para obtener algunos indicios sobre las posibles andanzas de Baryton. No recibimos respuesta interesante alguna de ellos.
Parapine realizaba, calmado y silencioso, su servicio técnico a mi lado. Desde hacía veinticuatro meses no había pronunciado más de veinte frases en total. Me veía obligado a adoptar prácticamente solo las iniciativas materiales y administrativas que la situación cotidiana requería. A veces metía la pata, pero Parapine no me lo reprochaba nunca. Nos entendíamos a fuerza de indiferencia. Por lo demás, un trasiego suficiente de enfermos aseguraba el aspecto material de nuestra institución. Pagados los proveedores y el alquiler, nos quedaba aún mucho con que vivir, aun pagando la pensión de Aimée a su tía religiosamente, por supuesto.
Robinson me parecía mucho menos inquieto ahora que a su llegada. Había recuperado el buen color y tres kilos. En una palabra, mientras hubiera locos en las familias, no dejarían de recurrir a nosotros, estando como estábamos tan a mano, cerca de la capital. Ya sólo nuestro jardín justificaba el viaje. Venían a propósito de París para admirar nuestros macizos y nuestros bosquecillos de rosas en pleno verano.
Uno de esos domingos de junio fue cuando me pareció reconocer a Madelon, por primera vez, en medio de un grupo de transeúntes, inmóvil por un instante, justo delante de nuestra verja.
Al principio, no quise comunicar esa aparición a Robinson, para no asustarlo, y después, tras haberlo pensado despacio, unos días después, le recomendé, de todos modos, no alejarse, al menos por un tiempo, con sus erráticos paseos por los alrededores, a los que se había aficionado. Ese consejo le inquietó. Sin embargo, no insistió para saber más detalles.
Hacia finales de julio, recibimos de Baryton algunas tarjetas postales, desde Finlandia esa vez. Nos dio alegría, pero no nos decía nada de su regreso, Baryton, nos deseaba una vez más «buena suerte» y mil detalles amistosos.
Pasaron dos meses y después otros más… El polvo del verano no volvió a caer sobre la carretera. Uno de nuestros alienados, hacia Todos los Santos, armó un pequeño escándalo delante de nuestro Instituto. Ese enfermo, antes de lo más apacible y correcto, soportó mal la exaltación mortuoria de Todos los Santos. No pudimos impedirle a tiempo gritar por su ventana que no quería morirse nunca… A los transeúntes les parecía de lo más divertido… En el momento en que se produjo aquella algarada tuve de nuevo, pero aquella vez con mayor precisión que la primera, la impresión, muy desagradable, de reconocer a Madelon en la primera fila de un grupo, justo en el mismo sitio, delante de la verja.
Durante la noche que siguió, me desperté angustiado, intenté olvidar lo que había visto, pero todos mis esfuerzos para olvidar fueron en vano. Más valía no volver a intentar dormir.
Hacía mucho que no había yo vuelto a Rancy. Para ser presa de la pesadilla, me preguntaba si no valía más dar una vuelta por allí, de donde todas las desgracias precedían, tarde o temprano… Yo había dejado allá, tras mí, pesadillas… Intentar adelantárseles podía, si acaso, pasar por una especie de precaución… Para Rancy, el camino más corto, viniendo de Vigny, es seguir por la orilla del río hasta el puente de Gennevilliers, ese que es muy plano, tendido sobre el Sena. Las lentas brumas del río se deshacen al ras del agua, se apretujan, pasan, se elevan, se tambalean y van a caer del otro lado del pretil, en torno a las ácidas farolas. La gran fábrica de tractores que queda a la izquierda se esconde en un gran retazo de noche. Tiene las ventanas abiertas por un incendio tétrico que la quema por dentro y nunca acaba. Pasada la fábrica, estás solo en la ribera… Pero no tiene pérdida… Por la fatiga te das cuenta más o menos de que has llegado.
Basta entonces con girar de nuevo a la izquierda por la Rue de Bournaires y ya no queda demasiado lejos. No es difícil orientarse, gracias a la farola roja y verde del paso a nivel, que siempre está encendida.
Incluso de noche, habría ido yo, con los ojos cerrados, hasta el hotelito de los Henrouille. Había ido con frecuencia, en otro tiempo…
Sin embargo, aquella noche, cuando hube llegado delante de la puerta, me puse a pensar en vez de avanzar…
Estaba sola ahora, la nuera, para habitar el hotelito, pensaba yo… Estaban todos muertos, todos… Debía de haber sabido, o al menos sospechado, el modo como había acabado su vieja en Toulouse… ¿Qué efecto le habría causado?
El reverbero de la acera blanqueaba la pequeña marquesina de cristales como con nieve encima de la escalera. Me quedé ahí, en la esquina de la calle, mirando simplemente, mucho rato. Podría perfectamente haber ido a llamar. Seguro que me habría abierto. Al fin y al cabo, no estábamos enfadados, ella y yo. Hacía un frío glacial, donde me había quedado parado…
La calle acababa aún en un hoyo, como en mis tiempos. Habían prometido arreglarlo, pero no lo habían hecho… Ya no pasaba nadie.
No es que tuviese miedo de ella, de Henrouille nuera. No. Pero, de repente, estando allí, se me quitaron las ganas de volver a verla. Me había equivocado con lo de querer volver a verla. Allí, delante de su casa, descubría yo de repente que ya no tenía nada que enseñarme… Habría sido enojoso incluso que me hablara ahora y se acabó. Eso era lo que habíamos llegado a ser uno para el otro.
Yo había llegado más lejos que ella en la noche ahora, más lejos incluso que la vieja Henrouille, que estaba muerta… Ya no estábamos todos juntos… Nos habíamos separado para siempre… No sólo por la muerte, sino también por la vida… Por la fuerza de las cosas… ¡Cada cual a lo suyo!, me decía yo… Y me marché por donde había venido, hacia Vigny.
No tenía suficiente instrucción para seguirme ahora, la Henrouille nuera… Carácter sí, de eso sí que tenía… Pero, ¡instrucción, no! Ése era el quid. ¡Instrucción, no! ¡Es fundamental, la instrucción! Conque ya no podía comprenderme ni comprender lo que ocurría a nuestro alrededor, por puta y terca que fuera… Eso no basta… Hace falta corazón también y saber para llegar más lejos que los demás… Por la Rue des Sanzillons me metí para volverme hacia el Sena y después por el Impasse Vassou. ¡Liquidada, mi inquietud! ¡Contento casi! Orgulloso casi, porque me daba cuenta de que no valía la pena ya insistir por el lado de Henrouille nuera, ¡había acabado perdiéndola, a aquella puta, por el camino!… ¡Qué tía! Habíamos simpatizado a nuestro modo… Nos habíamos comprendido bien en tiempos, la nuera Henrouille y yo… Durante mucho tiempo… Pero ahora ya no estaba bastante abajo para mí, no podía descender… Llegar hasta mí… No tenía instrucción ni fuerza. No se sube en la vida, se baja. Ella ya no podía. Ya no podía bajar hasta donde yo estaba… Había demasiada noche para ella a mi alrededor.
Al pasar por delante del inmueble donde la tía de Bébert era portera, habría entrado también yo, sólo para ver a los que lo ocupaban ahora, su chiscón, donde yo había tratado a Bébert y de donde éste se nos había ido. Tal vez siguiera aún allí, su retrato de colegial, por encima de la cama… Pero era demasiado tarde para despertar a la gente. Pasé de largo, sin darme a conocer…
Un poco más adelante, en el Faubourg de la Liberté, me encontré con la tienda de Bézin, el chamarilero, aún iluminada… No me lo esperaba… Pero sólo con una pequeña lámpara de gas en el medio del escaparate. Ése, Bézin, conocía todos los chismes y las noticias del barrio, a fuerza de parar en las tascas y por ser tan conocido desde la Foire aux Puces hasta la Porte Maillot.
Habría podido contarme muchas cosas, si hubiera estado despierto. Empujé la puerta. Sonó el timbre, pero nadie me respondió. Yo sabía que dormía en la trastienda, en el comedor, en realidad… Ahí estaba, también él, en la obscuridad, con la cabeza sobre la mesa, entre los brazos, sentado de costado junto a la cena fría que lo esperaba, lentejas. Había empezado a comer. El sueño lo había vencido en seguida, al volver. Roncaba fuerte. Había bebido también, claro. Recuerdo bien el día, un jueves, día de mercado en Lilas… Tenía un hatillo lleno de «ocasiones» y aún abierto en el suelo, a sus pies.
Siempre me había parecido buen tío, Bézin, no más innoble que otro. Nada que achacarle. Muy complaciente, fácil de tratar. No iba a despertarlo por curiosidad, para hacerle preguntas… Conque me marché, después de apagar el gas.
Le costaba mucho defenderse, claro está, con su comercio. Pero a él al menos no le costaba trabajo dormirse.
Volví triste, de todos modos, hacia Vigny, pensando en que toda aquella gente, aquellas casas, aquellas cosas sucias y sombrías ya no me llegaban derechas al corazón como en otro tiempo y que a mí, por listillo que pareciera, acaso no me quedase ya bastante fuerza, bien que lo notaba, para seguir adelante, yo, así, solo.
Para las comidas, en Vigny, habíamos conservado las costumbres de la época de Baryton, es decir, que nos reuníamos todos a la mesa, pero ahora, por lo general, en la sala de billar de encima de la portería. Era más familiar que el comedor de verdad, donde perduraban los recuerdos, nada gratos, de las conversaciones en inglés. Y, además, que había demasiados muebles elegantes también, para nosotros, en el comedor, de auténtico estilo «1900» con vidrieras de opalina.
Desde el billar se podía ver todo lo que ocurría en la calle. Podía ser útil. Pasábamos en aquel cuarto domingos enteros. De invitados, recibíamos a veces a cenar a médicos de los alrededores, aquí y allá, pero nuestro convidado habitual era más bien Gustave, agente de tráfico. Ése, desde luego, era asiduo. Nos habíamos conocido así, por la ventana, contemplándolo los domingos realizar su servicio, en el cruce de la carretera, a la entrada del pueblo. Le daban mucho trabajo los automóviles. Primero habíamos cambiado algunas palabras y después, domingo tras domingo, nos habíamos hecho amigos del todo. Yo había tenido ocasión de tratar, en la ciudad, a sus dos hijos, uno tras otro, de sarampión y paperas. Nos era fiel, Gustave Mandamour, que así se llamaba, oriundo de Cantal. Para la conversación era un poco pesado, porque las palabras le salían con dificultad. No dejaba de encontrarlas, las palabras, pero no le salían, se le quedaban en la boca, haciendo ruidos.