Había la tira de otros antiguos clientes míos, por aquí, por allá, y clientas en las que ya no pensaba nunca, y otros más, el negro en una nube blanca, solo, al que habían azotado más de la cuenta, allá, lo reconocí, en Topo, y el tío Grappa, ¡el viejo teniente de la selva virgen! De ésos me había acordado de vez en cuando, del teniente, del negro torturado y también de mi español, el cura; había venido, el cura, con los muertos aquella noche para las oraciones del cielo y su cruz de oro le molestaba mucho para revolotear de un cielo a otro. Se aferraba con su cruz a las nubes, a las más sucias y amarillas, y fui reconociendo a muchos otros desaparecidos, muchos, muchos otros… Tan numerosos, que da vergüenza, la verdad, no haber tenido tiempo de mirarlos mientras viven ahí, a tu lado, durante años…
Nunca se tiene bastante tiempo, es cierto, ni siquiera para pensar en uno mismo.
En fin, ¡todos aquellos cabrones se habían vuelto ángeles sin que me hubiera dado cuenta! Ahora había la tira de nubes llenas de ángeles y extravagantes e indecentes, por todos lados. ¡De paseo por encima de la ciudad! Busqué a Molly entre ellos, era el momento, mi amable, mi única amiga, pero no había venido con ellos… Debía de tener un cielo para ella solita, cerca de Dios, de tan buena que había sido siempre, Molly… Me dio gusto no encontrarla con aquellos golfos, porque eran sin duda unos muertos golfos aquellos, unos pillos, sólo la chusma y la pandilla de los fantasmas se habían reunido aquella noche por encima de la ciudad. Del cementerio de al lado, sobre todo, venían sin parar y nada distinguidos. Y eso que era un cementerio pequeño; comuneros, incluso, todos sangrando, que abrían la boca como para gritar aún y que ya no podían…
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Esperaban, los comuneros, con los otros, esperaban a La Perouse, el de las Islas,
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que los mandaba a todos aquella noche para la reunión… No acababa, La Perouse, de prepararse, por culpa de la pata de palo que se le torcía… y, además, que siempre le había costado ponérsela, la pata de palo, y también por culpa de sus grandes anteojos, que no aparecían.
No quería salir a las nubes sin llevar en torno al cuello sus anteojos; una idea, su famoso catalejo de aventuras, un auténtico cachondeo, el que te hace ver a la gente y las cosas de lejos, cada vez más lejos por el agujerito y cada vez más deseables, por fuera, a medida que te acercas y pese a ello. Cosacos enterrados cerca del Moulin no conseguían salir de sus tumbas.
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Hacían esfuerzos espantosos, pero lo habían intentado ya muchas veces… Volvían a caer siempre en el fondo de sus tumbas, aún estaban borrachos desde 1820.
Aun así, un chaparrón los hizo saltar, a ellos también, serenados por fin, muy por encima de la ciudad. Entonces se disgregaron en su ronda y abigarraron la noche con su turbulencia, de una nube a otra… La Ópera, sobre todo, los atraía, al parecer, su gran brasero de anuncios en el medio; salpicaban, los aparecidos, para saltar a otro extremo del cielo y tan agitados y numerosos, que te nublaban la vista. La Perouse, equipado por fin, quiso que lo izaran vertical al sonar las cuatro, lo sostuvieron y lo montaron a horcajadas y derecho. Una vez instalado por fin, a horcajadas, aún gesticulaba, de todos modos, y se movía. Las campanadas de las cuatro lo sacudieron, mientras se abotonaba. Detrás de La Perouse, la gran avalancha del cielo. Una desbandada abominable, llegaban arremolinándose fantasmas, de los cuatro puntos cardinales, todos los aparecidos de todas las epopeyas… Se perseguían, se desafiaban y cargaban siglos contra siglos. El Norte permaneció mucho tiempo recargado con su abominable barahúnda. El horizonte se despejó azulado y el día se alzó al fin por un gran agujero que habían hecho pinchando la noche para escapar.
Después, encontrarlos de nuevo resulta muy difícil. Hay que saber salir del tiempo.
Por el lado de Inglaterra te los encuentras de nuevo, cuando llegas, pero por ese lado la niebla es todo el tiempo tan densa, tan compacta, que es como auténticas velas que suben unas delante de las otras desde la Tierra hasta lo más alto del cielo y para siempre. Con hábito y atención se puede llegar a encontrarlos de nuevo, de todos modos, pero nunca durante mucho tiempo por culpa del viento que no cesa de traer nuevas ráfagas y brumas de alta mar.
La gran mujer que está ahí, que guarda la Isla, es la última. Su cabeza está mucho más alta aún que las brumas más altas. Ella es lo único un poco vivo de la Isla. Sus cabellos rojos, por encima de todo, doran un poco aún las nubes, es lo único que queda del sol.
Intenta hacerse té, según explican.
Tiene que intentarlo, pues está ahí para la eternidad. Nunca acabará de hacerlo hervir, su té, por culpa de la niebla, que se ha vuelto demasiado densa y penetrante. El casco de un barco utiliza de tetera, el más bello, el mayor de los barcos, el último que ha podido encontrar en Southampton, se calienta el té, oleadas y más oleadas… Remueve… Da vueltas todo con un remo enorme… Con eso se entretiene.
No mira nada más, seria para siempre e inclinada.
La ronda ha pasado por encima de ella, pero ni siquiera se ha movido, está acostumbrada a que vengan todos los fantasmas del continente a perderse por allí… Se acabó.
Le basta con hurgar el fuego que hay bajo la ceniza, entre dos bosques muertos, con los dedos.
Intenta reavivarlo, todo le pertenece ahora, pero su té no hervirá nunca más.
Ya no hay vida para las llamas.
Ya no hay vida en el mundo para nadie, salvo un poquito para ella y todo está casi acabado…
Tania me despertó en la habitación donde habíamos acabado acostándonos. Eran las diez de la mañana. Para deshacerme de ella, le conté que no me sentía bien y que me iba a quedar un poco más en la cama.
La vida se reanudaba. Fingió creerme. En cuanto ella hubo bajado, me puse en camino, a mi vez. Tenía algo que hacer, en verdad. La zarabanda de la noche anterior me había dejado como una extraña sensación de remordimiento. El recuerdo de Robinson venía a preocuparme. Era cierto que yo lo había abandonado a su suerte, a ése; peor aún, en manos del padre Protiste. Con eso estaba dicho todo. Desde luego, me habían contado que todo iba de perilla allí abajo, en Toulouse, y que la vieja Henrouille se había vuelto incluso de lo más amable con él. Claro, que, en ciertos casos, verdad, sólo oyes lo que quieres oír y lo que más te conviene… En el fondo, esas vagas indicaciones no demostraban nada.
Inquieto y curioso, me dirigí hacia Rancy en busca de noticias, pero exactas, precisas. Para llegar allí, había que volver a pasar por la Rue des Batignolles, donde vivía Pomone. Era mi camino. Al llegar cerca de su casa, me extrañó mucho vérmelo en la esquina de su calle, a Pomone, como siguiendo a un señor bajito a cierta distancia. Para él, Pomone, que no salía nunca, debía de ser un auténtico acontecimiento. Lo reconocí también, al tipo que seguía, era un cliente, el Cid se hacía llamar en la correspondencia. Pero sabíamos también, por informes confidenciales, que trabajaba en Correos, el Cid.
Desde hacía años no dejaba en paz a Pomone para que le encontrara una amiguita bien educada, su sueño. Pero las señoritas que le presentaban nunca estaban bastante bien educadas para su gusto. Cometían faltas, según decía. Conque la cosa no marchaba. Pensándolo bien, existen dos grandes especies de chorbitas, las que tienen «amplitud de miras» y las que han recibido «una buena educación católica». Dos formas, para las pelanas, de sentirse superiores, dos formas también de excitar a los inquietos y los insatisfechos, el estilo «pajolero» y el estilo «mujer libre».
Todas las economías del Cid habían acabado, mes tras mes, en esas búsquedas. Ahora había llegado, con Pomone, a quedarse sin recursos y sin esperanza también. Más adelante, me enteré de que había ido a suicidarse, el Cid, aquella misma noche en un solar. Por lo demás, en cuanto había yo visto a Pomone salir de su casa, había sospechado que ocurría algo extraordinario. Conque los seguí largo rato por aquel barrio en el que las tiendas van desapareciendo calle adelante y hasta los colores, uno tras otro, para acabar en tascas precarias hasta los límites justos del fielato. Cuando no tienes prisa, te pierdes con facilidad en esas calles, despistado primero por la tristeza y por la demasiada indiferencia del lugar. Si tuvieras un poco de dinero, cogerías un taxi al instante para escapar de tanto hastío. La gente que encuentras arrastra un destino tan pesado, que lo sientes por ellos. Tras las ventanas con visillos, pequeños rentistas han dejado el gas abierto, seguro. No hay nada que hacer. ¡Me cago en la leche!, dices, lo que no sirve de nada.
Y, además, ni un banco para sentarse. Marrón y gris por todos lados. Cuando llueve, cae de todas partes también, de frente y de lado, y la calle resbala entonces como el dorso de un gran pez con una raya de lluvia en medio. No se puede decir siquiera que sea un desorden ese barrio, es más bien como una cárcel, casi bien conservada, una cárcel que no necesita puertas.
Callejeando así, acabé perdiendo de vista a Pomone y a su suicidado después de la rué des Vinaigriers. Así, había llegado tan cerca de la Garenne-Rancy, que no pude por menos de ir a echar un vistazo por encima de las fortificaciones.
De lejos, es atractiva, la Garenne-Rancy, no se puede negar, por los árboles del gran cementerio. Poco falta para que te dejes engañar y jures que estás en el Bois de Boulogne.
Cuando se desean a toda costa noticias de alguien, hay que ir a preguntarlas a quienes las tienen. Al fin y al cabo, me dije entonces, no puedo perder gran cosa haciéndoles una visita, a los Henrouille. Debían de saber cómo iban las cosas en Toulouse. Y, mira por donde, fue una imprudencia de lo lindo la que cometí. Se fía uno demasiado. No sabes que has llegado y, sin embargo, estás ya metido de lleno en las cochinas regiones de la noche. No tarda en sucederte una desgracia entonces. Basta con poco y, además, es que no había que ir a ver de nuevo a cierta gente, sobre todo a ésos. Después es el cuento de nunca acabar.
De rodeos en rodeos, me vi como guiado de nuevo por la costumbre hasta poca distancia del hotelito. Casi no podía creerlo, al verlo en el mismo sitio, su hotelito. Empezó a llover. Ya no había nadie en la calle, excepto yo, que no me atrevía a avanzar más. Iba incluso a dar la vuelta sin insistir, cuando se entreabrió la puerta del hotelito, lo justo para que me hiciera señas de que me acercase, la hija. Ella, por supuesto, veía todo. Me había divisado, vacilante, en la acera de enfrente. Yo ya no deseaba acercarme, pero ella insistía y hasta me llamaba por mi nombre.
«¡Doctor!… ¡Venga, rápido!»
Así me llamaba, con autoridad… Yo temía llamar la atención. Conque me apresuré a subir su pequeña escalinata y a encontrarme de nuevo en el pasillito con la estufa y volver a ver todo el decorado. Volví a sentir una extraña inquietud, de todos modos. Y después se puso a contarme que su marido llevaba dos meses muy enfermo e incluso que empeoraba cada vez más.
Al instante, desconfié, por supuesto.
«¿Y Robinson?», me apresuré a preguntar.
Al principio, eludió mi pregunta. Por fin, se decidió. «Están bien, los dos… Su arreglo funciona en Toulouse», acabó respondiendo, pero así, rápido. Y, sin más ni más, va y me asedia de nuevo a propósito de su marido, enfermo. Quería que fuese a ocuparme de él al instante, de su marido, y sin perder un minuto más. Que si yo era tan servicial… Que si conocía tan bien a su marido… Y que si patatín y que si patatán… Que si él sólo tenía confianza en mí… Que si no había querido que lo visitaran otros médicos… Que si no sabían mi dirección… En fin, zalamerías.
Yo tenía muchas razones para temer que esa enfermedad del marido tuviera también orígenes extraños. Me conocía a la dama y también los usos de la casa. De todos modos, una maldita curiosidad me hizo subir a la habitación.
Estaba acostado precisamente en la misma cama en que había atendido yo a Robinson después de su accidente, unos meses antes.
En unos meses cambia una habitación, aun sin mover nada de su sitio. Por viejas que sean las cosas, por gastadas que estén, encuentran aún, no se sabe cómo, fuerzas para envejecer. Todo había cambiado ya a nuestro alrededor. No los objetos de lugar, claro está, sino las cosas mismas, en profundidad. Son otras, las cosas, cuando las vuelves a ver; tienen, parece, más fuerza para penetrar en nuestro interior con mayor tristeza, con mayor profundidad aún, con mayor suavidad que antes, fundirse en esa especie de muerte que se forma en nosotros despacio, con delicadeza, día tras día, cobardemente, ante la cual cada día nos acostumbramos a defendernos un poco menos que la víspera. De una vez para otra, la vemos ablandarse, arrugarse en nosotros mismos, la vida, y las personas y las cosas con ella, que habíamos dejado triviales, preciosas, temibles a veces. El miedo a acabar ha marcado todo eso con sus arrugas mientras corríamos por la ciudad tras el placer o el pan.
Pronto no quedarán sino personas y cosas inofensivas, lastimosas y desarmadas en torno a nuestro pasado, tan sólo errores enmudecidos.
La mujer nos dejó solos, al marido y a mí. No estaba hecho un pimpollo precisamente, el marido. Ya le fallaba la circulación. Era del corazón.
«Me voy a morir», repetía, con toda simpleza, por cierto.
Era lo que se dice potra, la mía, para verme en casos de ese estilo. Escuchaba latir su corazón, para adoptar una actitud de circunstancias, los gestos que esperaban de mí. Corría su corazón, no había duda, detrás de sus costillas, encerrado, corría tras la vida, a tirones, pero en vano saltaba, no iba a alcanzarla. Estaba aviado. Pronto, a fuerza de tropezar, caería en la podredumbre, su corazón, chorreando, rojo, y babeando como una vieja granada aplastada. Así aparecería su corazón, fláccido, sobre el mármol, cortado por el bisturí después de la autopsia, al cabo de unos días. Pues todo aquello acabaría en una linda autopsia judicial. Yo lo preveía, en vista de que todo el mundo en el barrio iba a contar cosas sabrosas a propósito de aquella muerte, que no iban a considerar normal tampoco, después de lo otro.
La estaban esperando con ganas en el barrio, a su mujer, con todos los chismes acumulados y pendientes del caso anterior. Eso iba a ser un poco más tarde. Por el momento, el marido ya no sabía qué hacer ni cómo morir. Ya estaba como un poco fuera de la vida, pero no conseguía, de todos modos, deshacerse de sus pulmones. Expulsaba el aire y el aire volvía. Le habría gustado abandonar, pero tenía que vivir, de todos modos, hasta el final. Era un currelo bien atroz, que lo hacía bizquear.