Muy aturdido yo también, me metí en una tasca vecina. En la mesa contigua a la mía, miré y me vi a Parapine, mi antiguo profesor, que estaba tomando un ponche con su caspa y todo. Nos encontramos. Nos alegramos. Se habían producido grandes cambios en su vida, según me dijo. Necesitó diez minutos para contármelos. No eran divertidos. El profesor Jaunisset en el Instituto se había vuelto tan duro con él, lo había perseguido tanto, que había tenido que irse, Parapine, dimitir y abandonar su laboratorio y luego también las madres de las colegialas habían ido, a su vez, a esperarlo a la puerta del Instituto y romperle la cara. Historias. Investigaciones. Angustias.
En el último momento, mediante un anuncio ambiguo en una revista médica, había podido aferrarse por los pelos a otro modesto medio de subsistencia. No gran cosa, evidentemente, pero, de todos modos, un apaño descansado y de su especialidad. Se trataba de la astuta aplicación de las teorías recientes del profesor Baryton sobre el desarrollo de niños cretinos mediante el cine. Un gran paso adelante en el subconsciente. No se hablaba de otra cosa en la ciudad. Era moderno.
Parapine acompañaba a sus clientes especiales al moderno Tarapout. Pasaba a recogerlos a la moderna casa de salud de Baryton, en las afueras, y luego los volvía a acompañar después del espectáculo, alelados, ahitos de visiones, felices y salvos y más modernos aún. Y listo. Nada más sentarse ante la pantalla, ya no había necesidad de ocuparse de ellos. Un público de oro. Todo el mundo contento, la misma película diez veces seguidas les encantaba. No tenían memoria. Sus familias, encantadas. Parapine también. Yo también. Nos reíamos de gusto y venga ponches y más ponches para celebrar aquella reconstitución material de Parapine en el plano de la modernidad. Decidimos no movernos de allí hasta las dos de la mañana, tras la última sesión del Tarapout, para ir a buscar a sus cretinos, reunidos y llevarlos a escape en auto a la casa del doctor Baryton en Vigny-sur-Seine. Un chollo.
Como estábamos contentos ambos de volvernos a ver, nos pusimos a hablar sólo por el placer de decirnos fantasías y en primer lugar sobre los viajes que habíamos hecho y después sobre Napoleón, que salió a relucir a propósito de Moncey, el de la Place Clichy. Todo se vuelve placer, cuando el único objetivo es estar bien juntos, porque entonces parece como si por fin fuéramos libres. Olvidas tu propia vida, es decir, las cosas del parné.
Burla burlando, hasta sobre Napoleón se nos ocurrieron chistes que contar. Parapine se la conocía bien, la historia de Napoleón. Le había apasionado en tiempos, me contó, en Polonia, cuando aún estaba en el instituto de bachillerato. Había recibido buena educación, Parapine, no como yo.
Así, me contó, al respecto, que, durante la retirada de Rusia, a los generales de Napoleón les había costado Dios y ayuda impedirle ir a Varsovia para que la polaca de su corazón le hiciese la última mamada suprema. Era así, Napoleón, hasta en plenos reveses e infortunios. No era serio, en una palabra. ¡Ni siquiera él, el águila de su Josefina! Más cachondo que una mona, la verdad, contra viento y marea. Por lo demás, no hay nada que hacer, mientras se conserve el gusto por el goce y el cachondeo y es un gusto que todos tenemos. Eso es lo más triste. ¡Sólo pensamos en eso! En la cuna, en el café, en el trono, en el retrete. ¡En todas partes! ¡En todas partes! ¡La pilila! ¡Napoleón o no! ¡Cornudo o no! Lo primero, ¡el placer! ¡Anda y que la diñen los cuatrocientos mil pobres diablos empantanados hasta el penacho!, se decía el gran vencido, ¡con tal de que Napoleón eche otro polvo! ¡Qué cabrón! ¡Y hale! ¡La vida misma! ¡Así acaba todo! ¡No es serio! El tirano siente hastío de la obra que representa mucho antes que los espectadores. Se va a follar, cuando está harto de segregar delirios para el público. Entonces, ¡va de ala! ¡El Destino lo deja caer en menos que canta un gallo! ¡No son las matanzas a base de bien lo que le reprochan los entusiastas! ¡Qué va! ¡Eso no es nada! ¡Vaya si se las perdonarían! Sino que se volviera aburrido de repente, eso es lo que no le perdonan. Lo serio sólo se tolera cuando es un camelo. Las epidemias no cesan hasta el momento en que los microbios sienten asco de sus toxinas. A Robespierre lo guillotinaron porque siempre repetía la misma cosa y Napoleón, por su parte, no resistió a más de diez años de una inflación de Legión de Honor. La tortura de ese loco fue verse obligado a inspirar deseos de aventuras a la mitad de la Europa sentada. Oficio imposible. Lo llevó a la tumba.
Mientras que el cine, nuevo y modesto asalariado de nuestros sueños, podemos comprarlo, en cambio, procurárnoslo por una hora o dos, como una prostituta.
Y, además, en nuestros días, se ha distribuido a artistas por todos lados, por precaución, en vista de tanto aburrimiento. Hasta en los burdeles te los encuentras, a los artistas, con sus escalofríos desmadrándose por todos lados y sus sinceridades chorreando por los pisos. Hacen vibrar las puertas. A ver quién se estremece más y con más descaro, más ternura, y se abandona con mayor intensidad que el vecino. Hoy igual de bien decoran los retretes que los mataderos y el Monte de Piedad también, todo para divertirnos, para distraernos, hacernos salir de nuestro Destino.
Vivir por vivir, ¡qué trena! La vida es una clase cuyo celador es el aburrimiento; está ahí todo el tiempo espiándote; por lo demás, hay que aparentar estar ocupado, a toda costa, con algo apasionante; si no, llega y se te jala el cerebro. Un día que sólo sea una jornada de 24 horas no es tolerable. Ha de ser por fuerza un largo placer casi insoportable, una jornada; un largo coito, una jornada, de grado o por fuerza.
Se te ocurren así ideas repulsivas, estando aturdido por la necesidad, cuando en cada uno de tus segundos se estrella un deseo de mil otras cosas y lugares.
Robinson era un tío preocupado por el infinito también, en su género, antes de que le ocurriese el accidente, pero ahora ya había recibido para el pelo bien. Al menos, eso creía yo.
Aproveché que estábamos en el café, tranquilos, para contar, yo también, a Parapine todo lo que me había ocurrido desde nuestra separación. Él comprendía las cosas, e incluso las mías, y le confesé que acababa de arruinar mi carrera médica al abandonar Rancy de modo insólito. Así hay que decirlo. Y no era cosa de broma. No había ni que pensar en volver a Rancy, en vista de las circunstancias. Así le parecía también a él.
Mientras conversábamos con gusto así, nos confesábamos, en una palabra, se produjo el entreacto del Tarapout y llegaron en masa a la tasca los músicos del cine. Tomamos una copa a coro. Parapine era muy conocido de los músicos.
Burla burlando, me enteré por ellos de que precisamente buscaban un «pachá» para la comparsa del intermedio. Un papel mudo. Se había marchado, el que hacía de «pachá», sin avisar. Un papel bonito y bien pagado, además, en un preludio. Sin esfuerzo. Y, además, no hay que olvidarlo, con la picarona compañía de una magnífica bandada de bailarinas inglesas, miles de músculos agitados y precisos. Mi estilo y necesidad exactamente.
Me hice el simpático y esperé las propuestas del director. En una palabra, me presenté. Como era tan tarde y no tenían tiempo de ir a buscar a otro figurante hasta la Porte Saint-Martin, el director se alegró mucho de tenerme a mano. Le evitaba engorros. A mí también. Casi ni me examinó. Conque me aceptó sin más pegas. Me contrataron. Con tal de que no cojeara, valía y aún…
Penetré en los bellos sótanos, cálidos y acolchados, del cine Tarapout. Una auténtica colmena de camerinos perfumados, donde las inglesas, en espera del espectáculo, descansaban diciendo tacos y haciendo cabalgatas ambiguas. Exultante por tener de nuevo forma de ganarme las habichuelas, me apresuré a entrar en relaciones con aquellas compañeras jóvenes y desenvueltas. Por cierto, que me hicieron los honores de grupo con la mayor amabilidad del mundo. Ángeles. Ángeles discretos. Da gusto no sentirse ni confesado ni despreciado, así es en Inglaterra.
Substanciosas recaudaciones, las del Tarapout. Hasta entre bastidores todo era lujo, comodidad, muslos, luces, jabones, mediasnoches. El tema del intermedio en que aparecíamos se situaba, creo, en el Turquestán. Era un pretexto para pamplinas coreográficas, contoneos musicales y violentos tamborileos.
Mi papel, breve pero esencial. Al principio, hinchado de oro y plata, experimenté cierta dificultad para instalarme entre tantos bastidores y lámparas inestables, pero me acostumbré y, una vez en el sitio, graciosamente realzado, ya sólo me quedaba dejarme llevar por mis sueños bajo los focos opalinos.
Durante un buen cuarto de hora, veinte bayaderas londinenses se meneaban en melodías y bacanales impetuosas para convencerme, al parecer, de la realidad de sus atractivos. Yo no pedía tanto y pensaba que repetir cinco veces al día aquella actuación era mucho para mujeres, y, además, sin flaquear, nunca, una vez tras otra, contoneando implacables el trasero con esa energía de raza un poco aburrida, esa continuidad intransigente de los barcos en ruta, las estraves, en su infinito trajinar por los océanos…
No vale la pena debatirse, esperar basta, ya que todo acabará pasando por la calle. Ella sola cuenta, en el fondo. No hay nada que decir. Nos espera. Habrá que bajar a la calle, decidirse, no uno, ni dos, ni tres de nosotros, sino todos. Estamos ahí delante, haciendo remilgos y melindres, pero ya llegará.
En las casas, nada bueno. En cuanto una puerta se cierra tras un hombre, empieza a oler en seguida y todo lo que lleva huele también. Pasa de moda en el sitio, en cuerpo y alma. Se pudre. Si apestan, los hombres, nos está bien empleado. ¡Debíamos ocuparnos de ello! Debíamos sacarlos, expulsarlos, exponerlos. Todo lo que apesta está en la habitación y adornado, pero hediondo, de todos modos.
Hablando de familias, conozco a un farmacéutico, en la Avenue de Saint-Ouen, que tiene un hermoso rótulo en el escaparate, un bonito anuncio: ¡tres francos la caja para purgar a toda la familia! ¡Un chollo! ¡Eructan! Obran juntos, en familia. Se odian con avaricia, en un hogar de verdad, pero nadie protesta, porque, de todos modos, es menos caro que ir a vivir a un hotel.
El hotel, ya que hablamos, es más inquieto, no tiene las pretensiones de un piso, te sientes menos culpable en él. La raza humana nunca está tranquila y para descender al juicio final, que se celebrará en la calle, evidentemente estás más cerca en el hotel. Ya pueden venir, los ángeles con trompetas, que estaremos los primeros, nosotros, nada más bajar del hotel.
Intentas no llamar la atención demasiado, en el hotel. No sirve de nada. Ya sólo con gritar un poco fuerte o demasiado a menudo, mal asunto, te fichan. Al final, apenas te atreves a mear en el lavabo, pues todo se oye de una habitación a otra. Acabas adquiriendo por fuerza los buenos modales, como los oficiales en la marina de guerra. Todo puede ponerse a temblar de la tierra al cielo de un momento a otro, estamos listos, nos la suda, puesto que nos «perdonamos» ya diez veces al día tan sólo al encontrarnos en los pasillos, en el hotel.
Hay que aprender a reconocer, en los retretes, el olor de cada uno de los vecinos de la planta, es cómodo. Resulta difícil hacerse ilusiones en una pensión. Los clientes no son chulitos. A hurtadillas viajan por la vida un día tras otro sin llamar la atención, en el hotel, como en un barco que estuviera un poco podrido y lleno de agujeros y lo supiesen.
Aquel al que fui a alojarme atraía sobre todo a los estudiantes de provincias. Olía a colillas viejas y desayunos, desde los primeros escalones. Lo reconocías desde lejos, de noche, por la luz grisácea que tenía encima de la puerta y las letras melladas, de oro, que le colgaban del balcón como una enorme dentadura vieja. Un monstruo de alojamiento abotargado de apaños miserables.
De unas habitaciones a otras nos visitábamos por el pasillo. Tras años de empresas miserables en la vida práctica, aventuras, como se suele decir, volvía yo con los estudiantes.
Sus deseos eran siempre los mismos, sólidos y rancios, ni más ni menos insípidos que en la época en que me había separado de ellos. Los individuos habían cambiado, pero las ideas no. Seguían yendo, como siempre, unos y otros, a apacentarse más o menos con medicina, retazos de química, comprimidos de derecho y zoologías enteras, a horas más o menos regulares, en el otro extremo del barrio. La guerra, al pasar por su quinta, no había transformado nada en ellos y, cuando te metías en sus sueños, por simpatía, te llevaban derecho a sus cuarenta años. Se daban así veinte años por delante, doscientos cuarenta meses de economías tenaces, para fabricarse una felicidad.
Era un cromo, la imagen que tenían de la felicidad como del éxito, pero bien graduado, esmerado. Se veían en el último peldaño, rodeados de una familia poco numerosa pero incomparable y preciosa hasta el delirio. Y, sin embargo, nunca habrían echado, por así decir, un vistazo a su familia. No valía la pena. Está hecha para todo, menos para ser contemplada, la familia. Ante todo, la fuerza del padre, su felicidad, consiste en besar a su familia sin mirarla nunca, su poesía.
La novedad sería ir a Niza en automóvil con la esposa, provista de dote, y tal vez adoptar los cheques para las transferencias bancarias. Para las partes vergonzosas del alma, seguramente llevar también a la esposa una noche al picadero. No más. El resto del mundo se encuentra encerrado en los periódicos y custodiado por la policía.
La estancia en el hotel de las pulgas los avergonzaba un poco de momento y los volvía fácilmente irritables, a mis compañeros. El jovencito burgués en el hotel, el estudiante, se siente en penitencia y, como aún no puede, naturalmente, ahorrar, reclama bohemia para aturdirse y más bohemia, desesperación con café y leche.
Hacia primeros de mes pasábamos por una breve y auténtica crisis de erotismo, todo el hotel vibraba. Nos lavábamos los pies. Organizábamos una expedición amorosa. La llegada de los giros de provincias nos decidía. Yo, por mi parte, habría podido obtener los mismos coitos en el Tarapout con mis inglesas del baile y, además, gratis, pero pensándolo bien, renuncié a esa facilidad por evitar líos y por los amigos, chulos desgraciados y celosos, que andan siempre entre bastidores tras las bailarinas.
Como leíamos muchas revistas obscenas en nuestro hotel, ¡conocíamos la tira de trucos y direcciones para follar en París! Hay que reconocer que las direcciones son divertidas. Te dejas llevar; incluso a mí, que había vivido en el Passage des Bérésinas y había viajado y conocido muchas complicaciones de la vida indecente, el capítulo de las confidencias nunca me parecía del todo agotado. Subsiste en uno siempre un poquito de curiosidad de reserva para la cuestión de la jodienda. Te dices que ya no vas a aprender nada nuevo, sobre la jodienda, que ya no debes perder ni un minuto con ella, y después vuelves a empezar, sin embargo, otra vez sólo para cerciorarte de verdad de que es algo vacío y aprendes, de todos modos, algo nuevo al respecto y eso te basta para recuperar el optimismo.