En las profundidades, entretanto, se espabilaba la tía Henrouille. Trabajaba por dos, en realidad, con las momias. Amenizaba la visita de los turistas con un discursito sobre sus muertos de pergamino. «No son asquerosos, ni mucho menos, señoras y señores, ya que han estado conservados en cal viva, como ven, y desde hace más de cinco siglos… Nuestra colección es única en el mundo… La carne ha desaparecido, desde luego… Sólo les ha quedado la piel, pero está curtida… Están desnudos, pero no indecentes… Como verán, a un niño lo enterraron al tiempo que a su madre… Está muy conservado también, el niño… Y ese grande, con su camisa y su encaje, que viene después… Tiene todos los dientes… Como ven… —Volvía a darles palmaditas en el pecho, a todos, para acabar y sonaban como un tambor—. Ya ven, señoras y señores, que a éste sólo le queda un ojo… sequito… y la lengua… ¡que se ha vuelto como cuero también! —Se la sacaba—. Saca la lengua, pero no es repugnante… Pueden dejar la voluntad, al marcharse, señoras y señores, pero se suelen dejar dos francos por persona y la mitad por los niños… Pueden tocarlos antes de irse… Darse cuenta por sí mismos… Pero háganlo con cuidado… Se lo recomiendo… Son de lo más frágil…»
La tía Henrouille, nada más llegar, había pensado aumentar los precios, era cosa de entenderse con el obispado. Pero no era tan fácil por culpa del cura de Sainte-Eponime, que quería quedarse con la tercera parte de la recaudación, para él solito, y también de Robinson, que protestaba, continuamente porque ella no le daba bastante comisión, le parecía a él.
«Ya me he dejado engañar —decía— como un pardillo… Otra vez… ¡Tengo la negra!… ¡Y eso que es buen asunto, la cripta de la vieja!… Y se forra, la tía puta esa, te lo digo yo.»
«Pero, ¡tú no pusiste dinero en el negocio!… —le objetaba yo para calmarlo y hacerle comprender—. ¡Y estás bien alimentado!… ¡Y te cuidan!…»
Pero era obstinado como un abejorro, Robinson, auténtica naturaleza de perseguido. No quería comprender, ni resignarse.
«Al fin y al cabo, ¡te has librado bastante bien de un asunto muy sucio! ¡Te lo aseguro!… ¡No te quejes! Ibas derechito a Cayena,
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si no te hubiéramos echado una mano… ¡Y te hemos buscado un sitio tranquilito!… Y, además, has conocido a Madelon, que es buena y te quiere… ¡Enfermo como estás!… Conque, ¿de qué vienes a quejarte?… ¡Sobre todo ahora que has mejorado de los ojos!…»
«Pareces querer decir que no sé de qué me quejo, ¿eh? —me respondía entonces—. Pero siento, de todos modos, que debo quejarme… Así es… Ya sólo me queda eso… Voy a decirte una cosa… Es lo único que me permiten… No están obligados a escucharme.»
En realidad, no cesaba de quejarse, en cuanto nos quedábamos solos. Yo había llegado a temer esos momentos de confianza. Lo veía con sus ojos parpadeantes, aún un poco supurantes al sol, y me decía que, después de todo, no era simpático, Robinson. Hay animales hechos así; de nada sirve que sean inocentes e infelices y demás, lo sabemos y, aun así, nos caen mal. Les falta algo.
«Podías haberte podrido en la cárcel…», volvía yo a la carga, para hacerlo reflexionar de nuevo.
«Pero, ¡si ya he estado en la cárcel!… ¡No es peor que como estoy ahora!… ¡Tú qué sabes!…»
No me había contado que hubiese estado en la cárcel. Debía de haber sido antes de que nos conociéramos, antes de la guerra. Insistía y concluía: «Sólo hay una libertad, te lo digo yo, una sola. Ver claro, en primer lugar, y después estar forrado de pasta, ¡lo demás son cuentos!…».
«Entonces, ¿adónde quieres llegar?», le decía yo. Cuando se lo instaba así, a decidirse, a pronunciarse de una vez, se desinflaba. Sin embargo, era cuando podría haber sido interesante…
Mientras Madelon se iba, por el día, a su taller y la tía Henrouille enseñaba sus restos a los clientes, íbamos, nosotros, al café bajo los árboles. Ése era un rincón que le gustaba mucho, el café bajo los árboles, a Robinson. Probablemente por el ruido que hacían por encima los pájaros. ¡Qué cantidad de pájaros! Sobre todo hacia las cinco, cuando volvían al nido, muy excitados por el verano. Caían entonces sobre la plaza como una tormenta. Contaban incluso que un peluquero, que tenía su establecimiento junto al jardín, se había vuelto loco, sólo de oírlos piar todos juntos durante años. Es cierto que ya no nos oíamos, al hablar. Pero era alegre, de todos modos, le parecía a Robinson.
«Si al menos me diera veinte céntimos por visitante, ¡me parecería bien!»
Volvía, cada cinco minutos más o menos, a su preocupación. Entretanto, los colores del tiempo pasado parecían volverle a la cabeza, pese a todo, historias también, las de la Compañía Porduriére en África, entre otras, que habíamos conocido muy bien los dos, ¡qué caramba!, e historias verdes que aún no me había contado nunca. Tal vez no se hubiese atrevido. Era bastante reservado, en el fondo, misterioso incluso.
En punto a tiempo perdido, de Molly sobre todo era de quien me acordaba bien, yo cuando me sentía tierno, como del eco de una hora dada a lo lejos, y, cuando pensaba en algo agradable, en seguida pensaba en ella.
Al fin y al cabo, cuando el egoísmo cede un poco, cuando el momento de acabar de una vez llega, en punto a recuerdos no conservamos en el corazón sino el de las mujeres que amaban de verdad un poco a los hombres, no sólo a uno, aunque fueras tú, sino a todos.
Al volver por la noche del café, no habíamos hecho nada, como suboficiales jubilados.
Durante la temporada alta, los turistas no cesaban de acudir. Rondaban por la cripta y la tía Henrouille conseguía hacerlos reír. Al cura no le hacían demasiada gracia, aquellas bromas, pero, como recibía más de lo que le correspondía, no abría la boca y, además, es que, en materia de chocarrerías, no entendía. Y, sin embargo, valía la pena, ver y oír a la tía Henrouille, en medio de sus cadáveres. Se los miraba fijamente a la cara, ella que no tenía miedo a la muerte, pese a estar tan arrugada, tan apergaminada ya, también ella, que era como uno de ellos, con su farol, que fuese a charlar delante de sus narices, por llamarlas de algún modo.
Cuando regresábamos a la casa y nos reuníamos para cenar, volvía a hablarse de la recaudación y, además, la tía Henrouille me llamaba su «Doctor Chacal» por lo que había ocurrido entre nosotros en Rancy. Pero todo ello en broma, por supuesto. Madelon se ajetreaba en la cocina. Aquella vivienda en que nos alojábamos recibía una luz muy mortecina, dependencia de la sacristía, muy estrecha, llena de viguetas y recovecos polvorientos. «De todos modos —comentaba la vieja—, aunque sea de noche, por así decir, todo el tiempo, encuentras la cama, el bolsillo y la boca, ¡y con eso basta y sobra!»
Tras la muerte de su hijo, no había sufrido demasiado tiempo. «Siempre estuvo muy delicado —me contaba una noche, hablando de él—, y yo, fíjese, que ya tengo setenta y siete años, ¡nunca me he quejado de nada!… Él siempre estaba quejándose, era su forma de ser, exactamente como Robinson… por citar un ejemplo. Así, que la escalerita de la cripta es dura, ¿eh?… ¿La conoce usted?… Me cansa, desde luego, pero hay días en que me produce hasta dos francos por escalón… Los he contado… Bueno, pues, por ese precio, ¡subiría, si me lo pidieran, hasta el cielo!»
Ponía muchas especias en la comida, la Madelon, y tomate también. Comida rica. Y vino rosado. Hasta a Robinson le había dado por el vino, a fuerza de vivir en el Mediodía. Ya me lo había contado todo, Robinson, lo que había ocurrido desde su llegada a Toulouse. Yo ya no lo escuchaba. Me decepcionaba y me disgustaba un poco, en una palabra. «Eres un burgués —esa conclusión acabé sacando (porque para mí no había peor injuria en aquella época)—. No piensas, en definitiva, sino en el dinero… Cuando recuperes la vista, ¡te habrás vuelto peor que los demás!»
Las broncas lo dejaban frío. Daba incluso la impresión de que le infundían valor. Además, sabía que era verdad. Ese chico, me decía yo, ya está encarrilado, ya no hay que preocuparse por él… Una mujercita un poco violenta y un poco viciosa, digan lo que digan, te transforma a un hombre, que no lo reconoces… A Robinson, me decía yo también… lo tomé mucho tiempo por un aventurero, pero no es sino un calzonazos, cornudo o no, ciego o no… Y se acabó.
Además, la vieja Henrouille lo había contaminado en seguida, con su pasión por las economías, y también la Madelon, con sus ganas de casarse. Conque sólo faltaba eso. No sabía él lo que le esperaba. Sobre todo porque le iba a coger gusto, a la chavala. Que me lo dijeran a mí. Sería mentira, lo primero, decir que yo no estaba un poco celoso, no sería justo. Madelon y yo nos veíamos un momentito de vez en cuando, antes de cenar, en su habitación. Pero no eran fáciles de organizar, aquellas entrevistas. No decíamos nada. Éramos los más discretos del mundo.
No por ello debe pensarse que no lo amara, a su Robinson. No tenía nada que ver. Sólo que él jugaba al noviazgo, conque ella también, naturalmente, jugaba a las fidelidades. Ése era el sentimiento entre ellos. Lo principal en esos casos es entenderse. Esperaba a casarse para meterle mano, me había confiado. Ésa era su idea. Para él la eternidad, pues, y para mí la inmediatez. Por lo demás, me había hablado de un proyecto que tenía, además, para establecerse en un pequeño restaurante, con ella, y plantar a la vieja Henrouille. Todo en serio, pues. «Es agradable, gustará a la clientela —preveía en sus mejores momentos—. Y, además, ya has visto cómo cocina, ¿eh? ¡No tiene que envidiar a nadie, con el papeo!»
Pensaba incluso que podría sablearle un capitalito inicial, a la tía Henrouille. A mí me parecía bien, pero preveía que le costaría mucho convencerla. «Tú ves todo de color de rosa», le comentaba yo, para calmarlo y hacerle reflexionar un poco. De pronto se echaba a llorar y me llamaba desgraciado. En una palabra, que no hay que desanimar a nadie; al instante, reconocía yo estar equivocado y que lo que me había perdido, en el fondo, había sido el desánimo. Lo que sabía hacer antes de la guerra, Robinson, era el grabado en cobre, pero no quería volver a probarlo, a ningún precio. Era muy dueño. «Con mis pulmones el aire libre es lo que necesito, compréndelo, y, además, que mis ojos no van a ser nunca como antes.» No dejaba de tener razón, en un sentido. No había nada que replicar. Cuando paseábamos juntos por las calles frecuentadas, la gente se volvía para compadecer al ciego. Tiene piedad, la gente, de los inválidos y los ciegos y se puede decir que tienen amor en reserva. Yo lo había sentido, muchas veces, el amor en reserva. Hay en cantidad. No se puede negar. Sólo, que es una pena que siga siendo tan cabrona, la gente, con tanto amor en reserva. No sale y se acabó. Se les queda ahí dentro, no les sirve de nada. Revientan, de amor, dentro.
Después de la cena, Madelon se ocupaba de él, de su Léon, como lo llamaba ella. Le leía el periódico. Él se pirraba por la política ahora y los periódicos del Mediodía apestan a política y de la animada.
A nuestro alrededor, por la noche, la casa se hundía en el tostadero de los siglos. Era el momento, después de cenar, en que las chinches van a explayarse, el momento también de probar con ellas, las chinches, los efectos de una solución corrosiva que yo quería ceder después a un farmacéutico por un pequeño beneficio. Un apañito. A la tía Henrouille la distraía, mi experimento, y me ayudaba, íbamos juntos de nido en nido, por las rendijas, los rincones, vaporizando sus enjambres con mi vitriolo. Bullían y se desvanecían bajo la vela que me sujetaba, muy atenta, la tía Henrouille.
Mientras trabajábamos, hablábamos de Rancy. Sólo de pensar en eso, en ese lugar, me daban ganas de vomitar, me habría quedado con gusto en Toulouse el resto de mi vida. No pedía otra cosa, en el fondo, papeo asegurado y tiempo libre. La felicidad, vamos. Pero tuve que pensar, de todos modos, en la vuelta y el currelo. El tiempo pasaba y la prima del cura también y los ahorros.
Antes de marcharme, quise dar unas lecciones y consejos a Madelon. Más vale, desde luego, dar dinero, cuando se puede y se quiere hacer el bien. Pero también puede ser útil ser prevenido y saber bien a qué atenerse exactamente y sobre todo el riesgo que se corre jodiendo a diestro y siniestro. Era eso lo que yo me decía, sobre todo porque en materia de enfermedades me daba un poco de miedo Madelon. Espabilada, desde luego, pero lo más ignorante del mundo sobre microbios. Conque fui y me lancé a explicaciones muy detalladas sobre lo que debía mirar detenidamente antes de responder a cumplidos. Si estaba roja… si había una gota en la puntita… En fin, cosas clásicas que se deben saber y de lo más útiles… Tras haberme escuchado atenta y haberme dejado hablar, protestó, por cumplir. Me hizo incluso una escena… Que si ella era formal… Que si era una vergüenza por mi parte… Que quién me había creído que era… Que no porque conmigo… Que si la estaba insultando… Que si los hombres eran todos unos asquerosos…
En fin, todo lo que dicen, todas las damas, en casos así. Era de esperar. El paripé. Lo principal, para mí, era que hubiese escuchado bien mis consejos y hubiera asimilado lo esencial. Lo demás no tenía la menor importancia. Tras haberme oído atenta, lo que en el fondo la entristecía era pensar que se pudiese pescar todo lo que yo le contaba sólo por la ternura y el placer. Aunque fuese cosa de la naturaleza, yo le parecía tan asqueroso como la naturaleza y se sentía insultada. No insistí más, salvo para hablarle un poco de los condones, tan cómodos. Por último, para dárnoslas de psicólogos, intentamos analizar un poco el carácter de Robinson. «No es celoso precisamente —me dijo entonces—, pero tiene momentos difíciles».
«¡Vale, vale!…», le respondí, y me lancé a una definición de su carácter, de Robinson, como si lo conociera, yo, su carácter, pero al instante me di cuenta de que no lo conocía apenas, a Robinson, salvo algunas evidencias groseras de su temperamento. Nada más.
Es asombroso cuánto cuesta imaginar lo que puede volver a una persona agradable para los demás… Y, sin embargo, quieres servirle, serle favorable, y farfullas… Es lastimoso, desde las primeras palabras… Estás pez.
En nuestros días, hacer de «La Bruyère» no es cómodo. Descubres el pastel del inconsciente, en cuanto te aproximas.
Cuando iba a ir a comprar el billete, me retuvieron una semana más, en eso quedamos. Para enseñarme los alrededores de Toulouse, las orillas del río, muy fresquitas, de que me habían hablado mucho, y llevarme a visitar sobre todo los bonitos viñedos de los alrededores, de los que todo el mundo en la ciudad parecía orgulloso y contento, como si fueran ya todos propietarios. No podía irme así, tras haber visitado sólo los cadáveres de la tía Henrouille. ¡No podía ser! En fin, cumplidos…