Debí de parecerle por completo desconsolado al tipo aquel, pues se dirigió a mí con bastante brusquedad para hacerme salir de mis reflexiones. «¡Ande, hombre, que no estará usted tan mal aquí como en la guerra! Al fin y al cabo, ¡aquí puede uno salir adelante! Se jala mal, de acuerdo, y para beber, auténtico lodo, pero se puede dormir cuanto se quiera… ¡Aquí, amigo, no hay cañones! ¡Ni balas tampoco! En una palabra, ¡es buen asunto!» Hablaba un poco en el mismo tono que el delegado general, pero tenía ojos pálidos como los de Alcide.
Debía de andar por los treinta años y era barbudo… No lo había mirado bien, al llegar, de tan desconcertado como estaba, al llegar, con la pobreza de su instalación, la que debía legarme y que había de acogerme durante años tal vez… Pero, al observarlo, después, más adelante, le vi cara de aventurero innegable, cara muy angulosa e incluso rebelde, de esas que entran a saco en la existencia en lugar de colarse por ella, con gruesa nariz redonda, por ejemplo, y mejillas llenas en forma de gabarras, que van a chapotear contra el destino con un ruido de parloteo. Aquél era un desdichado.
«¡Es cierto! —dije—. ¡Nada hay peor que la guerra!»
Ya era bastante de momento, en punto a confidencias, yo no tenía ganas de decir nada más. Pero fue él quien continuó sobre el mismo tema:
«Sobre todo ahora que las hacen tan largas, las guerras… —añadió—. En fin, ya verá, amigo, que esto no es demasiado divertido, ¡y se acabó! No hay nada que hacer… Es como unas vacaciones… Pero es que, ¡vacaciones aquí! ¿No?… En fin, tal vez dependa del carácter, no puedo decir…»
«¿Y el agua?», pregunté. La que veía en mi cubilete, que me había vertido yo mismo, me inquietaba, amarillenta; bebí, nauseabunda y caliente como la de Topo. Al tercer día tenía posos.
«¿Es ésta el agua?» La tortura del agua volvía a empezar.
«Sí, es la única que hay por aquí y, además, la de la lluvia… Sólo, que, cuando llueva, la cabaña no resistirá mucho tiempo. ¿Ve usted en qué estado se encuentra la cabaña?» Veía, en efecto.
«Para comer —siguió diciendo— sólo hay conservas, hace un año que no jalo otra cosa… ¡Y no me he muerto!… En un sentido es muy cómodo, pero el cuerpo no lo retiene; los indígenas jalan mandioca podrida, allá ellos, les gusta… Desde hace tres meses lo devuelvo todo… La diarrea. Tal vez la fiebre también; tengo las dos cosas… Y hasta veo más claro hacia las cinco de la tarde… Por eso noto que tengo fiebre, porque, por el calor, verdad, ¡es difícil tener más temperatura que la que se tiene aquí sólo con el calor del ambiente!… En una palabra, los escalofríos son los que te avisan de que tienes fiebre… Y también porque te aburres menos… Pero también eso debe de depender del carácter de cada uno… quizá podría uno beber alcohol para animarse, pero a mí no me gusta el alcohol… No lo soporto…»
Me parecía que tenía mucho respeto por lo que él llamaba «el carácter».
Y después, ya que estaba, me dio otras informaciones atractivas: «Por el día el calor, pero es que por la noche es el ruido lo que resulta más difícil de soportar… Es increíble… Son los bichos de la aldea que se persiguen para cepillarse o jalarse vivos a otros, no sé, eso es lo que me han dicho… el caso es que entonces, ¡se arma un jaleo!… Y las más ruidosas, ¡son también las hienas!… Llegan hasta ahí, muy cerca de la cabaña… Ya las oirá usted… No puede equivocarse… No son como los ruidos de la quinina… A veces se puede uno equivocar con las aves, los moscones y la quinina… A veces pasa… Mientras que las hienas se ríen de lo lindo… Olfatean la carne de uno… ¡Eso las hace reír!… ¡Tienen prisa por verte cascar, esos bichos!… Según dicen, hasta se les puede ver los ojos brillar… Les gusta la carroña… Yo no las he mirado a los ojos… En cierto modo lo siento…».
«Pues, ¡sí que está esto divertido!», fui y respondí.
Pero aún faltaba algo para el encanto de las noches.
«Y, además, la aldea —añadió—. No hay ni cien negros en ella, pero arman un tiberio, los maricones, ¡como si fueran dos mil!… ¡Ya verá usted también lo que son ésos! ¡Ah! Si ha venido usted por el tam-tam, ¡no se ha equivocado de colonia!… Porque aquí lo tocan porque hay luna y después porque no la hay… Y luego porque esperan la luna… En fin, ¡siempre por algo! ¡Parece como si se entendieran con los bichos para fastidiarte, esos cabrones! Como para volverse loco, ¡se lo aseguro! Yo me los cargaba a todos de una vez, ¡si no estuviera tan cansado!… Pero prefiero ponerme algodón en los oídos… Antes, cuando aún me quedaba vaselina en el botiquín, me la ponía, en el algodón, ahora pongo grasa de plátano en su lugar. También va bien, la grasa de plátano… Así, ¡ya se pueden correr de gusto con todos los truenos del cielo, esos maricones, si eso los excita! ¡A mí me la trae floja, con mi algodón engrasado! ¡No oigo nada! Los negros, se dará usted cuenta en seguida, ¡están hechos una mierda!… Pasan el día en cuclillas, parecen incapaces de levantarse para ir a mear siquiera contra un árbol y después, en cuanto se hace de noche, ¡menudo! ¡Se vuelven viciosos! ¡Puro nervio! ¡Histéricos! ¡Pedazos de noche atacados de histeria! Ya ve usted cómo son los negros, ¡se lo digo yo! En fin, una panda de asquerosos… ¡Degenerados, vamos!…»
«¿Vienen a menudo a comprar?»
«¿A comprar? ¡Figúrese usted! Hay que robarles antes que le roben a uno, ¡eso es el comercio y se acabó! Por cierto que conmigo, durante la noche, no se andan con chiquitas, lógicamente con mi algodón bien engrasado en cada oído, ¿no? ¿Para qué van a andarse con remilgos? ¿Verdad?… Y, además, como ve, tampoco tengo puertas en la choza, conque vienen y se sirven, ¿no?, puede usted estar seguro… Menuda vida se pegan aquí ellos…»
«Pero, ¿y el inventario? —pregunté, presa del mayor asombro ante aquellas precisiones—. El director general me recomendó con insistencia que estableciera el inventario nada más llegar ¡y minuciosamente!»
«A mí —fue y me respondió con perfecta calma— el director general me la trae floja… Tengo el gusto de decírselo…»
«Pero, ¿va usted a verlo, al pasar otra vez por Fort-Gono?»
«No voy a ver nunca más ni Fort-Gono ni al director… La selva es grande, amigo mío…»
«Pero, entonces, ¿adónde irá usted?»
«Si se lo preguntan, ¡responda que no lo sabe! Pero, como parece usted curioso, déjeme, ahora que aún está a tiempo, darle un puñetero consejo, ¡y muy útil! Mande a tomar por culo a la Compañía Porduriére como ella lo manda a usted y, si se da tanta prisa como ella, ¡le aseguro desde ahora mismo que ganará usted sin duda el Gran Premio!… ¡Conténtese, pues, con que yo le deje un poco de dinero en metálico y no pida más!… En cuanto a las mercancías, si es cierto que le ha recomendado hacerse cargo de ellas… respóndale al director que no quedaba nada, ¡y se acabó!… Si se niega a creerlo, pues, ¡tampoco importará demasiado!… ¡Ya nos consideran, convencidos, ladrones a todos, en cualquier caso! Conque no va a cambiar nada la opinión pública y para una vez que le vamos a sacar algo… Además, no tema, ¡el director sabe más que nadie de chanchullos y no vale la pena contradecirlo! ¡Ésa es mi opinión! ¿Y la de usted? Ya se sabe que para venir aquí, verdad, ¡hay que estar dispuesto a matar a padre y madre! Conque…»
Yo no estaba del todo seguro de que fuera cierto, todo lo que me contaba, pero el caso es que aquel predecesor me pareció al instante un pirata de mucho cuidado.
Nada, pero es que nada, tranquilo me sentía yo. «Ya me he metido en otro lío de la hostia», me dije a mí mismo y cada vez más convencido. Dejé de conversar con aquel bandido. En un rincón, en desorden, descubrí a la buena de Dios las mercancías que tenía a bien dejarme, cotonadas insignificantes… Pero, en cambio, taparrabos y sandalias por docenas, pimienta en botes, farolillos, un irrigador y, sobre todo, una cantidad alarmante de latas de fabada «estilo de Burdeos» y, por último, una tarjeta postal en color: la Place Clichy.
«Junto al poste encontrará el caucho y el marfil que he comprado a los negros… Al principio, perdía el culo, y después, ya ve, tome, trescientos francos… ¡Ésa es la cuenta!»
Yo no sabía de qué cuenta se trataba, pero renuncié a preguntárselo.
«Quizá tendrá aún que hacer algunos trueques con mercancías —me avisó—, porque el dinero aquí, verdad, no se necesita para nada, sólo puede servir para largarse, el dinero…»
Y se echó a reír. Como tampoco quería yo contrariarlo por el momento, lo imité y me reí con él como si estuviera muy contento.
A pesar de la indigencia en que se veía estancado desde hacía meses, se había rodeado de una servidumbre muy complicada, compuesta de chavales sobre todo, muy solícitos a la hora de presentarle la única cuchara de la casa o el vaso sin pareja o también extraerle de la planta del pie, con delicadeza, las incesantes y clásicas niguas penetrantes. A cambio, les pasaba, benévolo, la mano entre los muslos a cada instante. El único trabajo que le vi emprender era el de rascarse personalmente; ahora que a ése se entregaba, como el tendero de Fort-Gono, con una agilidad maravillosa, que, sólo se observa, está visto, en las colonias.
El mobiliario que me legó me reveló todo lo que el ingenio podía conseguir con cajas de jabón rotas en materia de sillas, veladores y sillones. También me enseñó, aquel tipo sombrío, a proyectar a lo lejos, para distraerse, de un solo golpe breve, con la punta del pie pronta, las pesadas orugas con caparazón, que subían sin cesar, nuevas, trémulas y babosas, al asalto de nuestra choza selvática. Si, por torpeza, las aplastas, ¡pobre de ti! Te ves castigado con ocho días consecutivos de hedor extremo, que se desprende despacio de su papilla inolvidable. Él había leído en alguna parte que esos pesados horrores representaban, en el terreno de los animales, lo más antiguo que había en el mundo. Databan según afirmaba, ¡del segundo período geológico! «Cuando nosotros tengamos la misma antigüedad que ellas, ¡qué peste no echaremos!» Así mismo.
Los crepúsculos en aquel infierno africano eran espléndidos. No había modo de evitarlos. Trágicos todas las veces como tremendos asesinatos del sol. Una farolada inmensa. Sólo, que era demasiada admiración para un solo hombre. El cielo, durante una hora, se pavoneaba salpicado de un extremo a otro de escarlata en delirio, luego estallaba el verde en medio de los árboles y subía del suelo en estelas trémulas hasta las primeras estrellas. Después, el gris volvía a ocupar todo el horizonte y luego el rojo también, pero entonces fatigado, el rojo, y por poco tiempo. Terminaba así. Todos los colores recaían en jirones, marchitos, sobre la selva, como oropeles al cabo de cien representaciones. Cada día hacia las seis en punto ocurría.
Y la noche con todos sus monstruos entraba entonces en danza, entre miles y miles de berridos de sapos.
Ésa era la señal que esperaba la selva para ponerse a trepidar, silbar, bramar desde todas sus profundidades. Una enorme estación del amor y sin luz, llena hasta reventar. Árboles enteros atestados de francachelas vivas, de erecciones mutiladas, de horror. Acabábamos no pudiendo oírnos en nuestra choza. Tenía que gritar, a mi vez, por encima de la mesa como un autillo para que el compañero me entendiera. Estaba listo, yo que no apreciaba el campo.
«¿Cómo se llama usted? ¿No me acaba de decir Robinson?», le pregunté.
Estaba repitiéndome, el compañero, que los indígenas en aquellos parajes sufrían hasta el marasmo de todas las enfermedades posibles y que su estado era tan lastimoso, que no estaban en condiciones de dedicarse a comercio alguno. Mientras hablábamos de los negros, moscas e insectos, tan grandes, tan numerosos, vinieron a lanzarse en torno al farol, en ráfagas tan densas, que hubo que apagarlo.
La figura de aquel Robinson se me apareció una vez más, antes de apagar, cubierta por aquella rejilla de insectos. Tal vez por eso sus rasgos se grabaron de modo más sutil en mi memoria, mientras que antes no me recordaban nada preciso. En la obscuridad seguía hablándome, mientras yo me remontaba por mi pasado, con el tono de su voz como una llamada, ante las puertas de los años y después de los meses y luego de los días, para preguntar dónde había podido conocer a aquel individuo. Pero no encontraba nada. No me respondían. Se puede uno perder yendo a tientas entre las formas del pasado. Es espantoso la de cosas y personas que permanecen inmóviles en el pasado de uno. Los vivos que extraviamos en las criptas del tiempo duermen tan bien con los muertos, que una misma sombra los confunde ya.
No sabes ya a quién despertar, si a los vivos o a los muertos.
Estaba intentando identificar a aquel Robinson, cuando unas carcajadas atrozmente exageradas, a poca distancia y en la obscuridad, me sobresaltaron. Y se callaron. Ya me había avisado, las hienas seguramente.
Y después sólo los negros de la aldea y su tam-tam, percusión desatinada sobre madera hueca, termitas del viento.
El propio nombre de Robinson me preocupaba sobre todo, cada vez más claramente. Nos pusimos a hablar de Europa en nuestra obscuridad, de las comidas que puedes pedir allá, cuando tienes dinero, y de las bebidas, ¡madre mía, tan frescas! No hablábamos del día siguiente, en que me quedaría solo, allí, durante años tal vez, allí, con todas las fabadas… ¿Había que preferir la guerra? Desde luego, era peor. ¡Era peor!… Él mismo lo reconocía… También él había estado en la guerra… Y, sin embargo, se marchaba de allí… Estaba harto de la selva, pese a todo… Yo intentaba hacerlo volver sobre el tema de la guerra. Pero ahora él lo eludía.
Por último, en el momento en que nos acostábamos cada uno en un rincón de aquella ruina formada por hojas y mamparas, me confesó sin rodeos que, pensándolo bien, prefería arriesgarse a comparecer ante un tribunal civil por estafa a soportar por más tiempo la vida, a base de fabada, que llevaba allí desde hacía casi un año. Ya sabía a qué atenerme.
«¿No tiene algodón para los oídos?… —me preguntó—. Si no tiene, hágase uno con pelos de la manta y grasa de plátano. Así se hacen unos taponcitos perfectos… ¡No quiero oírlos berrear, a esos cerdos!»
Había de todo en aquella tormenta, excepto cerdos, pero se empeñaba en usar ese término impropio y genérico.
La cuestión del algodón me impresionó de repente, como si ocultara alguna astucia abominable por su parte. No podía evitar un miedo cerval a que me asesinara allí, sobre la «plegable», antes de marcharse con lo que quedaba en la choza… Esa idea me tenía petrificado. Pero, ¿qué hacer? ¿Llamar? ¿A quién? ¿A los antropófagos de la aldea?… ¿Desaparecido? ¡Ya lo estaba casi, en realidad! En París, sin fortuna, sin deudas, sin herencia, ya apenas existes, cuesta mucho no estar ya desaparecido… Conque, ¿allí? ¿Quién iba a tomarse la molestia de ir hasta Bikomimbo, aunque sólo fuera a escupir en el agua, para honrar mi recuerdo? Nadie, evidentemente.