El último domingo de verbena por la noche, la criada de Martrodin, el tabernero, se hizo una herida bastante profunda en la mano, al cortar salchichón.
Hacia las últimas horas de aquella misma noche todo a nuestro alrededor se volvió bastante claro, como si las cosas se hubieran hartado de rodar de una orilla a otra del destino, indecisas, hubiesen salido todas a un tiempo de la sombra y se hubieran puesto a hablarme. Pero hay que desconfiar de las cosas y de las personas en esos momentos. Crees que van a hablar, las cosas, y resulta que no dicen nada y vuelven a hundirse en la noche, muchas veces sin que hayas podido comprender lo que tenían que contarte. Ésa es, al menos, mi experiencia.
En fin, el caso es que volví a ver a Robinson en el café de Martrodin aquella misma noche, justo cuando iba a curar a la criada del tabernero. Recuerdo con exactitud las circunstancias. A nuestro lado había unos árabes, apretados en las banquetas y somnolientos. No parecía interesarles en absoluto lo que ocurría a su alrededor. Al hablar con Robinson, yo procuraba no volver a la conversación de la otra noche, cuando lo había sorprendido transportando tablas. La herida de la criada era difícil de coser y en el fondo del local no veía demasiado bien. Con tanta atención, no podía hablar. En cuanto hube acabado, Robinson me llevó a un rincón y me confirmó, él mismo, que estaba decidido, su asunto, y pronto iba a ser. Una confidencia así me molestaba mucho y habría preferido no recibirla.
«Pronto, ¿qué?»
«Ya sabes lo que quiero decir…»
«¿Sigues con eso?…»
«¡Adivina cuánto me dan ahora!»
Yo no tenía el menor interés en adivinar.
«¡Diez mil!… Sólo por guardar silencio…»
«¡Una bonita suma!»
«Ya me veo libre de apuros, ni más ni menos —añadió—. ¡Son los diez mil francos que siempre me habían faltado!… ¡Los diez mil francos del comienzo, vamos!… ¿Comprendes?… A decir verdad, yo nunca he tenido un oficio, pero, ¡con diez mil francos!…»
Ya debía de haberles hecho chantaje. Quería que me diera cuenta de todo lo que iba a poder hacer, emprender, con aquellos diez mil francos… Me dejaba tiempo para pensarlo, apoyado él en la pared, en la penumbra. Un mundo nuevo. ¡Diez mil francos!
De todos modos, al volver a pensar en su asunto, yo me preguntaba si no correría algún riesgo yo personalmente, si no me estaba dejando llevar a una como complicidad, al no hacer ver al instante que desaprobaba su plan. Debería haberlo denunciado incluso. La moral de la Humanidad, a mí, me la trae floja, como a todo el mundo, por cierto. ¿Qué puedo hacer? Pero no hay que olvidar las cochinas historias y complicaciones que remueve la Justicia en el momento de un crimen sólo para divertir a los viciosos de los contribuyentes… Entonces ya no sabes cómo escapar… Ya lo había visto yo, eso. A la hora de escoger una miseria u otra, yo prefería la que no arma escándalo a la que se expone en los periódicos.
En resumidas cuentas, me sentía intrigado y fastidiado a un tiempo. Tras haber llegado hasta allí, me faltaba valor para seguir de verdad hasta el fondo del asunto. Ahora que había que abrir los ojos en la noche, casi prefería mantenerlos cerrados. Pero Robinson parecía interesado en que los abriera, en que me diese cuenta.
Para cambiar de conversación un poco, sin dejar de caminar, saqué a colación el tema de las mujeres. No le gustaban demasiado a él, las mujeres.
«Mira, de mujeres, yo paso, la verdad —decía—, con sus hermosos traseros, sus muslos gruesos, sus bocas en forma de corazón y sus vientres, en los que siempre crece algo, unas veces mocosos y otras enfermedades… ¡Con sus sonrisas no se paga el alquiler! ¿No? Ni siquiera a mí, en mi chabola, me serviría de nada, si tuviese una mujer, enseñar su culo al propietario a principios de mes, ¡no me iba a hacer una rebaja por eso!…»
La independencia era su debilidad, para Robinson. Él mismo lo decía. Pero el patrón, Martrodin, ya estaba cansado de nuestros «apartes» y nuestras intrigas en los rincones.
«¡Robinson, los vasos! ¡Joder! —ordenó—. ¿Es que voy a tener que lavarlos yo?»
Robinson dio un salto.
«Es que —me informó— trabajo unas horas aquí.»
Era la verbena, no había duda. Martrodin encontraba mil dificultades para acabar de contar su caja, eso le irritaba. Los árabes se fueron, salvo los dos que dormitaban aún contra la puerta.
«¿A qué esperan, ésos?»
«¡A la criada!», me respondió el patrón.
«¿Qué tal, los negocios?», fui y le pregunté entonces, por decir algo.
«Así así… Pero, ¡cuesta lo suyo! Mire, doctor, este local lo compré por sesenta billetes, al contado, antes de la crisis. Tendría que sacarle al menos doscientos… ¿Se da usted cuenta?… Es cierto que se llena, pero de árabes sobre todo… Ahora, que esa gente no bebe… Aún no tienen costumbre… Tendrían que venir polacos. Ésos, doctor, ésos sí que beben, la verdad… Donde estaba yo antes, en las Ardenas, menudo si tenía polacos, y que venían de los hornos de esmalte, no le digo más, ¿eh? ¡Venían ardiendo, de los hornos!… ¡Eso es lo que necesitaríamos aquí!… ¡La sed!… Y el sábado tiraban la casa por la ventana… ¡La Virgen! ¡Eso era currelar! ¡La paga entera! ¡Tracatrá!… Éstos, los moros, no es beber lo que les interesa, sino darse por culo… está prohibido beber en su religión, por lo visto, pero darse por culo no…»
Los despreciaba, Martrodin, a los moros. «¡Unos cabrones, vamos! ¡Hasta parece que se lo hacen a mi criada!… Son unos degenerados, ¿eh? ¡Vaya unas ideas! ¿Eh, doctor? ¿Qué le parece?»
El patrón, Martrodin, se apretaba con sus cortos dedos las bolsitas serosas que tenía bajo los ojos. «¿Qué tal los riñones? —le pregunté, al verle hacer eso. Yo lo trataba de los riñones—. Al menos, ya no tomará usted sal.»
«¡Albúmina otra vez, doctor! Antes de ayer encargué el análisis al farmacéutico… Oh, me importa tres cojones diñarla —añadió— de albúmina o de otra cosa, pero lo que me fastidia es trabajar como trabajo… ¡para sacar tan poco!…»
La criada había acabado de lavar los platos, pero la venda le había quedado tan sucia con los restos de comida, que hube de volver a hacérsela. Me ofreció un billete de cinco francos. Yo no quería aceptarlos, sus cinco francos, pero se empeñó en dármelos. Sévérine, se llamaba.
«¿Te has cortado el pelo, Sévérine?», comenté.
«¡Qué remedio! ¡Está de moda! —dijo—. Y, además, que el pelo largo con la cocina de aquí coge todos los olores…»
«¡Tu culo huele mucho peor! —la interrumpió Martrodin, que no podía hacer sus cuentas con nuestra cháchara—. Y eso no impide a tus clientes…»
«Sí, pero no es igual —replicó la Sévérine, muy ofendida—. Una cosa es el olor del pelo y otra el del culo… Y usted, patrón, ¿quiere que le diga a qué huele usted?… ¿No en una parte del cuerpo, sino en todo él?»
Estaba muy irritada, Sévérine. Martrodin no quiso oír el resto. Volvió a sus cochinas cuentas refunfuñando.
Sévérine no conseguía quitarse las zapatillas, con los pies hinchados por el servicio, para ponerse los zapatos. Conque se las dejó puestas para marcharse.
«¡Pues dormiré con ellas!», comentó incluso en voz alta al final.
«¡Venga, vete a apagar la luz al fondo! —le ordenó Martrodin—. ¡Cómo se ve que no me la pagas tú, la electricidad!»
«Con ellas dormiré», gimió Sévérine otra vez, al levantarse.
Martrodin no acababa nunca con sus sumas. Se había quitado el delantal y después el chaleco para mejor contar. Las pasaba canutas. Del fondo invisible del local nos llegaba un tintineo de platos, la tarea de Robinson y del otro lavaplatos. Martrodin trazaba grandes cifras infantiles con un lápiz azul que aplastaba entre sus gruesos dedos de asesino. La criada sobaba delante de nosotros, desgalichada en la silla. De vez en cuando, recuperaba un poco la conciencia en el sueño.
«¡Ay, mis pies! ¡Ay, mis pies!», decía entonces y después volvía a caer en la somnolencia.
Pero Martrodin se puso a despertarla con un buen berrido:
«¡Eh, Sévérine! ¡Llévate afuera a tus moros, venga! ¡Ya estoy harto!… ¡Daros el piro todos, hostias! Que ya es hora.»
Ellos, los árabes, no parecían tener la menor prisa, a pesar de la hora. Sévérine se despertó, por fin. «¡Es verdad que tengo que irme! —convino—. ¡Gracias, patrón!» Se llevó consigo a los dos moros. Se habían juntado para pagarle.
«Me los ventilo a los dos esta noche —me explicó, al marcharse—. Porque el domingo que viene no voy a poder, voy a Achares a ver a mi niño. Es que el sábado que viene es el día que libra la nodriza.»
Los árabes se levantaron para seguirla. No parecían nada sinvergüenzas. De todos modos, Sévérine los miraba un poco de soslayo, por el cansancio. «Yo no soy de la opinión del patrón, ¡yo prefiero a los moros! No son brutales como los polacos, los moros, pero son viciosos…
De eso no hay duda, son unos viciosos… En fin, que hagan todo lo que quieran, ¡no creo que eso me quite el sueño! ¡Venga! —les llamó—. ¡Vamos, chicos!»
Y se marcharon los tres, ella unos pasos delante. Los vimos cruzar la plaza apagada, salpicada con los restos de la verbena; el último farol iluminó el grupo brevemente y después se hundieron en la noche. Oímos un poco aún sus voces y después ya nada. Ya no había nada.
Salí de la tasca, a mi vez, sin haber vuelto a hablar con Robinson. El patrón me deseó un montón de cosas. Un agente de policía recorría el bulevar. Al pasar, animábamos el silencio. Un comerciante, aquí, allá, se sobresaltaba, liado con su cálculo agresivo, como un perro royendo un hueso. Una familia de juerga ocupaba toda la calle berreando en la esquina de la Place Jean Jaurès, ya no avanzaba, ni un paso, aquella familia, vacilaba ante una callejuela, como una flotilla de pesca en plena tormenta. El padre tropezaba de una acera a otra y no paraba de orinar.
La noche estaba en casa.
Recuerdo también otra noche, por aquella época, a causa de las circunstancias. En primer lugar, un poco después de la hora de cenar, oí un estruendo de cubos de basura. Sucedía con frecuencia en mi escalera, que zarandearan los cubos de la basura. Y después, los gemidos de una mujer, quejas. Entorné mi puerta, pero sin moverme.
Si salía espontáneamente en el momento de un accidente, tal vez me hubieran considerado un simple vecino y mi socorro médico habría parecido gratuito. Si me necesitaban, ya podían llamarme como Dios manda y entonces les costaría veinte francos. La miseria persigue implacable y minuciosa al altruismo y las iniciativas más amables reciben su castigo implacable. Conque esperé a que vinieran a llamar, pero nadie vino. Para economizar seguramente.
Sin embargo, casi había dejado de esperar, cuando apareció una niña ante mi puerta, estaba leyendo los nombres en los timbres… En definitiva, era a mí a quien venía a buscar de parte de la Sra. Henrouille.
«¿Quién está enfermo en casa de los Henrouille?», le pregunté.
«Es para un señor que se ha herido en su casa…»
«¿Un señor?» En seguida pensé en el propio Henrouille.
«¿Él?… ¿El Sr. Henrouille?»
«No… Un amigo que está en su casa…»
«¿Lo conoces, tú?»
«No.» Nunca lo había visto, a ese amigo.
Fuera hacía frío, la niña corría, yo andaba de prisa.
«¿Cómo ha ocurrido?»
«Eso no lo sé.»
Costeamos otro jardincillo, último recinto de un antiguo bosque, donde por la noche venían a enredarse entre los árboles las largas brumas de invierno, suaves y lentas. Callejuelas, una tras otra. En unos instantes llegamos hasta su hotelito. La niña me dijo adiós. Tenía miedo de acercarse más. Henrouille nuera me esperaba en la escalera con marquesina. Su quinqué de petróleo vacilaba al viento.
«¡Por aquí, doctor! ¡Por aquí!», me llamó.
Yo le pregunté, al instante: «¿Es su marido quien se ha herido?»
«¡Entre, entre!», me dijo bastante brusca, sin darme tiempo a pensar. Y me tropecé con la vieja, que desde el pasillo se puso a chillar y acosarme. Una andanada.
«¡Si serán cabrones! ¡Si serán bandidos! ¡Doctor! ¡Han intentado matarme!»
Conque habían fracasado.
«¿Matarla? —dije yo, como muy sorprendido—. ¿Y por qué?»
«Porque no me decidía a diñarla bastante rápido, ¡no te fastidia! ¡Ni más ni menos! ¡La madre de Dios! ¡Ya lo creo que no quiero morirme!»
«¡Mamá! ¡Mamá! —la interrumpía la nuera—. ¡No está usted en su sano juicio! Pero, bueno, mamá, ¡le está usted contando cosas horribles al doctor!…»
«Cosas horribles, ¿verdad? Pues, mira, bicho, ¡tienes una cara como un templo! Conque no estoy en mi sano juicio, ¿eh? ¡Aún me queda bastante juicio para mandaros a todos a la horca! ¡Para que te enteres!»
«Pero, ¿quién es el herido? ¿Dónde está?»
«¡Ahora lo verá usted! —me cortó la vieja—. ¡Está ahí arriba, en la cama, el asesino! Y, además, la ha ensuciado bien, la cama, ¿eh, bicho? ¡Lo ha ensuciado bien, tu asqueroso colchón, con su cochina sangre! ¡Y no con la mía! ¡Sangre que debe de ser como basura! ¡No lo vas a acabar de lavar nunca! Va a apestar durante siglos a sangre de asesino, ¡ya verás tú! ¡Ah! ¡Hay gente que va al teatro en busca de emociones! Pero, mire, ¡está aquí, el teatro! ¡Está aquí, doctor! ¡Ahí arriba! ¡Y un teatro de verdad! ¡No fingido! ¡No vaya a quedarse sin sitio! ¡Suba rápido! ¡Tal vez esté muerto, ese cochino canalla, cuando llegue usted! Conque, ¡no va usted a ver nada!»
La nuera temía que la oyesen desde la calle y le ordenaba callar. Pese a las circunstancias, no me parecía demasiado desconcertada, la nuera, muy contrariada sólo porque las cosas hubiesen salido torcidas, pero seguía con su idea. Incluso estaba absolutamente convencida de haber tenido razón.
«Pero, bueno, ¿ha escuchado usted eso, doctor? Fíjese, ¡lo que hay que oír! ¡Yo que, al contrario, siempre he intentado facilitarle la vida! Bien lo sabe usted… Yo que siempre le he propuesto ingresarla en el asilo de las hermanitas…»
Sólo le faltaba eso, a la vieja, oír hablar otra vez de las hermanitas.
«¡Al Paraíso! Sí, puta, ¡allí queríais enviarme todos! ¡La muy canalla! ¡Y para eso lo hicisteis venir, tu marido y tú, al sinvergüenza ese de ahí arriba! Para matarme, ya lo creo, y no para enviarme con las hermanitas, ¡si lo sabré yo! Le ha salido el tiro por la culata, eso sí que sí, ¡que lo había preparado bien mal! Vaya, doctor, a ver cómo ha quedado, ese cabrón, y, además, ¡él solito se lo ha hecho!… ¡Y es de esperar que reviente! ¡Vaya, doctor! ¡Vaya a verlo, mientras está aún a tiempo!…»